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sábado, mayo 31, 2008

William Blake: Cantares de Inocencia



El Prado Resonante


Se eleva el sol
y los cielos se vuelven dichosos;
resuenan alegres las campanas
como bienvenida para la primavera;
la alondra y el zorzal,
las aves de los arbustos,
trinan estrepitosamente
ante el sonido jovial de las campanas,
mientras nuestros juegos son vistos
sobre el Prado Resonante.
El viejo Juan, de cabellos blancos,
ríe y aparta sus preocupaciones,
sentado bajo el roble,
entre los demás ancianos.
Se ríen de nuestros juegos
y poco después todos dicen:
"Así, así se disfrutaba
cuando nosotros, niñas y muchachos,
en nuestra juventud éramos vistos
sobre el Prado Resonante".
Hasta que los pequeños, ya exhaustos,
no pueden seguir la diversión;
el sol va descendiendo,
y nuestros juegos se acaban.
En torno al regazo de sus madres
muchas hermanas y hermanos,
como pajaritos en su nido, se disponen al reposo,
y dejan de verse los juegos,
en el Prado oscurecido.

El Cordero



¿Quién te hizo, Corderito?
¿Conoces a quien te creó?
¿Quién te dio la vida y te irguió
junto al arroyo y sobre el prado;
te dio un abrigo delicioso,
manto suave, lanoso, brillante;
te dio una voz tan tierna,
que causa regocijo en los valles?
¿Quién te hizo, Corderito?
¿Conoces a quien te creó?
Yo te lo diré, Corderito;
yo te lo diré, Corderito:
es llamado con tu nombre
pues a sí mismo se llama Cordero.
Es manso, y es sutil;
se volvió un niño pequeño.
Yo un niño, y tú un cordero,
nos llaman con el mismo nombre.
¡Que Dios te bendiga, Corderito!
¡Que Dios te bendiga, Corderito!

El Pastor



¡Qué dulce es la dulce fortuna del Pastor!
Deambula desde el alba hasta el atardecer;
debe seguir a su rebaño el día entero,
y su lengua se embeberá con alabanzas.
Pues oye el inocente llamado del borrego,
y escucha la tierna respuesta de l a oveja;
vigila mientras permanecen en calma
pues saben cuándo está próximo su Pastor.

jueves, mayo 29, 2008

Zingonia Zingone: DOS POEMAS



Habito la noche

Habito la noche culebra
con la manos atadas al hombre
que me generó.

En un patio de arena largo como el mar,
gitano el rumbo que sopla el viento,
y me mareo y me pierdo.

Siento un lejano albor asomarse
desde adentro de mi pecho o mi garganta.

Señor de las flores y del sol
enciende Tu vela de rosa
en mi corazón.

Habito la noche murciélago
con el tiempo atado al ángel
de las tinieblas.

En un campo sembrado de sangre,
yace en asfixia el espantamurciélagos, mientras
en la clepsidra sigue bajando el sílice.

Oigo un solitario aire de acordeón,
un resoplido angosto, en mi pulmón derecho.

Señor del pájaro y la luna
sube este canto disonante
a las alturas.

Por descendencia, habito la noche,
con mi libertad detenida en los puños,
ciega. Señor, saca estos ojos del palmo
apretado, admítelos a la luz de Tu rostro.



¿Serás pulpable, mi amor?

Tímido y remisivo en el estanque,
Abdopus Aculeatus en su vida secreta
es un insalvable enamorado.

Investiga las féminas con lujuriosa paciencia
hasta elegir –¡ésa es mi hembra!-
la toma entre sus múltiples brazos
y la posee hasta la locura. La ama,
la cubre una y otra vez con pasión,
de día, de noche, día tras día…

se mosquea con sus rivales: los tentáculos
tendidos, listo para desatar el látigo
si algún malandrín mira a su presa,
a su exuberante y amada hembra.

Porque ha de ser amante y madre,
bella y generosa, la octópoda
encarcelada que él poblará antes
de volver tímido y remisivo por el estanque.

El pulpo, mi amor, es un exquisito macho latino.

Juventino Ferreira Rosas: Política Joven



Poco después del inicio de la década de los setentas, los que habíamos nacido en la cercanía de la mitad del siglo veinte, conocíamos por las noticias publicadas, los eventos de la olimpíada y de Tlatelolco, en orden cronológico.

Estamos mencionando hechos que pusieron a nuestro país en el tablero de la atención mundial, cuando el actual estado de Israel, tenía a penas veinte años de haberse instituido, en la antigua colonia británica de Palestina, después del acuerdo respectivo del pleno de la ONU y la declaración protocolaria dada por David Ben Gurion, y a menos de veinticinco años de concluida la segunda guerra mundial, y en tiempos en que se festejaba muy en serio el aniversario de la fundación de las Naciones Unidas y sus instituciones integrantes.

Fueron tiempos que vieron nacer una generación de jóvenes con grandes inquietudes políticas; jóvenes que buscaban casi con desesperación espacios y oportunidades para proyectar sus aspiraciones y pensamiento.

Beatriz Paredes Rangel, Fausto Zapata, Carlos Armando Biebrich, Fidel Herrera Beltrán, entre otros, iniciaron en aquellos años, siendo muy jóvenes, su transitar por la vida política y hoy, cuarenta años después, son actores de primera línea en el escenario público nacional, junto con varios más de su generación.

Sin duda una prueba fehaciente e irrefutable, de que la política es cuestión de mujeres, hombres, tiempos y circunstancias.

Con un tercio de la población que actualmente tenemos, con menos industrias, mas conflictos agrarios, mas producción pesquera, y menos exportaciones no petroleras, los años setentas transcurrieron, entre la reforma educativa que pregonaba el Doctor Bravo Ahuja y los retos científicos y tecnológicos que habían sembrado en el mundo la carrera espacial y la guerra fría; bueno hasta las películas de espionaje eran exitosas, sin olvidar novelas como El Chacal, El Archivo de Odessa y El Círculo Matarese, de intriga internacional pura .

Hoy los jóvenes enfrentan un panorama distinto del que compartimos los que ya rebasamos el medio siglo de existencia.

La oferta educativa es mucha y la calida es poca, gracias a las universidades patito.

Las universidades públicas, cuna de la investigación científica y la producción de libros de textos para profesionistas, tienen que reescribir su historia, de cara a la sociedad que las creó y sustenta, y a la comunidad de desarrolladores de ciencia y tecnología, su papel no se devalúa, se duplica su compromiso. Ese es el entorno académico que corresponde a los jóvenes de hoy, es el entorno mundial también.

El aterrizaje de los métodos anticonceptivos, hoy tan variados y hasta alcahuetes, ha facilitado la modificación de las conductas sexuales juveniles, a pesar de ello, es muy alto el porcentaje de adolescentes embarazadas, y peor aun las estadísticas de sida.

Somos todavía un país que esta lejos de generar todos los empleos que sus jóvenes demandan, por eso cada año son más los que cruzan la frontera norte con la esperanza de buscar mejores oportunidades.

Nuestra pobreza institucional hacia los jóvenes queda de manifiesto en los contenidos de la ley del instituto mexicano de la juventud, tal parece que se creó para cumplir un requisito burocrático internacional, antes que respaldar un paquete de iniciativas para los jóvenes.

Estamos urgidos de una autentica y verdadera política joven, que otorgue directrices a mas de un tercio de la población nacional.

Que fomentemos la creatividad y las iniciativas de desarrollo que pueden emerger de muchas mentes jóvenes; encaucemos esa energía y ese talento, aprovechemos a formar la generación de los inmediatos artistas, empresarios y gobernantes; por que nadie es eterno, ni se eterniza con mediocridades y egocentrismos; el futuro se construye día a día y la vida también.

Al escenario político incongruente, retrogrado y caduco que permea las principales corrientes de los partidos, se agrega el enorme reto de un tercio de la población a la que no toman en serio ni les brindan opción.

Los hoy jóvenes, mañana dejarán de serlo y nosotros seremos los viejos y ancianos; ¿Qué trato recibiremos?

Los jóvenes son un valioso recurso a corto plazo; ¿que estamos haciendo para que asuman plenamente sus responsabilidades públicas y privadas?

En anteriores ocasiones hemos ponderado las bondades del turismo alternativo y el ecoturismo, para generar empleos y atraer inversiones, y es precisamente pensando en los jóvenes que se hacen esas proyecciones.

Tenemos que reinventar muchas soluciones, y el cambio climático, las nuevas condiciones globales y las necesidades regionales, pueden ser el mejor nutriente para mentes jóvenes, que quieran mejorar su vida y el ambiente.

Por ser el tema tan amplio e importante, en obvio de espacio y tiempo, lo dejamos hasta ahí por el momento.

Los artículos anteriormente publicados, esta al alcance de nuestros millones de lectores en; humanismo21.blogspot.com

Donde podrán dejar sus comentarios, críticas y opiniones.

Los saludo con afecto y respeto.

ferreiraconsultor@gmail.com

Juan Carlos Gómez: Un grito desconocido




A parte del placer que le producía, Gombrowicz encontraba en la música una estructura espiritual que se correspondía profundamente con el arte de composición literaria que ponía en práctica en todas sus obras. También tenía recetas: al drama debe seguir la comicidad, a la profundidad lo trivial..., y viceversa...
Los diarios que escribe en las postrimerías del año 1961 tienen dos pasajes de género ligero. En el primero caracteriza la lucha entre la ciencia y el arte haciéndole crecer a un hombre una segunda cabeza en el trasero mediante un procedimiento científico.
Más ligero es aún el tono del segundo pasaje en el que, para no aburrirse, monta un número teatral con el Beduino encima de un colectivo.
Ahora bien, en forma contigua y en medio de estos dos pasajes cómicos y un tanto ligeros, los diarios de Gombrowicz registran la más conmovedora aproximación literaria al dolor.
–¡Hola! ¿Qué haces aquí tan temprano Simón? ¡Siéntate!; –¿Cómo estás?, Simón se sienta y los labios le empiezan a temblar; –¿Qué pasa?; –Una tina de agua hirviendo cayó sobre mi pequeña hija, hace horas que está en el hospital y todavía no terminó, disculpa; –¡Pero no, no es nada! ¡Al contrario, es natural...!
La quemadura de la niña lo empezó a quemar, hasta que hizo una mueca de dolor: –¿Y si diéramos un paseo? Salieron a la calle y empezaron a caminar. Mientras en ellos persistía esa cosa mala quemada, las casas, las calles y el ruido los estaban llamando. Era una carrera contra el tiempo, pensaba Gombrowicz, la hija no podía estar muriéndose eternamente, eso se tenía que terminar de una u otra manera y Simón lo dejaría en paz.
Mientras caminaban vieron un vendedor de frutas: –Manzanas, por favor; –¿Un kilo?; –A este señor le ha pasado una desgracia, tiene una hijita de cuatro años que se está muriendo; –¿Qué dice usted? ¡Qué desgracia!; –¡Quédese con sus manzanas, al diablo con ellas! Y se echó a andar como poseído por el demonio, Simón y su hijita iban detrás. Con el secreto traicionado empezaron a marchar.
Las calles, las casas y los ruidos, y ellos caminaban, pero el grito dirigido al vendedor de frutas que había hecho público el horror de la hijita quemada, también caminaba con ellos. El ladrido de un perro se había mezclado con ese grito, y el grito se había animalizado. Juntos caminaban ahora con esa bestia al lado, calles, casas y ruidos, caminaban por Florida hendiendo el gentío a empujones.
Un señor les pregunta en forma cortés por la calle Corrientes. Ni Simón ni Gombrowicz le contestan, es una negación bajo un sol claro, que resulta oscura, negra y sorda.
Y caminaban como poseídos por la furia, un grito llegado de no se sabe donde se unió al grito de Gombrowicz, resucitó el ladrido del perro, esa bestia daba otra vez unas señales de vida para las que no tenían respuesta. Gombrowicz no sabía lo que le pasaba por dentro a Simón, y Simón tampoco sabía lo que le pasaba a él. Se terminó la calle Florida y apareció la plaza San Martín como servida en una fuente. No podían retroceder ni quedarse en la plaza pues caminaban como si se dirigieran a algún destino, caminaron hasta que se agotó el caminar. Cuando se detuvieron un papel crujió entre sus pies movido por el viento. Simón retuvo el papel con la punta del zapato y la mirada clavada en el suelo; el papel crujía.
Ese crujido era como el de la bestia que ya conocían, pero surgía de abajo, de lo más profundo, de un objeto inanimado. Gombrowicz empezó a sentir miedo, no creía en el diablo, Simón era incapaz de matar a una mosca, ... pero... Ese monstruo nacido de un grito humano, del ladrido de un perro y de el crujido de un papel se asociaban con la pobre hijita de Simón. Gombrowicz sintió una profunda desconfianza y pensó en escaparse. Calculó que si empezaba a caminar rápidamente podía alejarse de Simón. Apareció un silencio igual al que había aparecido con la pregunta por la calle Corrientes, entonces, Gombrowicz se marchó.
Caminaba hacia la estación para perderse en ella, llega a la ventanilla: –¿A dónde va?; –A Tigre.
Pero detrás de él sintió la voz de Simón: –A Tigre. Gombrowicz huía y Simón lo perseguía. Gombrowicz no se hubiera preocupado demasiado si no hubiese sido por cierto detalle escabroso, por ese reptil que se oculta en el seno tenebroso de la existencia: el dolor. Le importaría todo un comino si no doliera, pero ya está informado del dolor de la pequeña niña de Simón, esa niña quemada y animalizada por el grito, el ladrido y el crujido de un papel.
Llegó el tren y se subieron. Avanzaban hacia Tigre, pero, ¿por qué hacia Tigre?, iban a Tigre sin ninguna razón, raptados por el tren, pero...¿el tigre no es un animal?
Simón se movió en medio de la gente, Gombrowicz intentó darse a la fuga pero se hundió en un cuerpo mullido.
Era un gordo, se estaba bien en él, era un lugar silencioso a cien millas de aquel otro problema que quemaba. De pronto un golpe terrible le fue asestado desde abajo. Lo que hubiera sido lo había agarrado descuidado hasta casi morderlo. ¿Sería el animal?, con la cabeza escondida Gombrowicz esperaba el salto. De pronto sintió unas cosquillas en la nuca. ¿Sería el gordo, Simón, un marica? No se hacía ilusiones.
"Sabía bien que la falta de relación entre aquel cosquilleo y el Animal era precisamente la garantía de su combinación infernal, de su complot, de su acuerdo –y esperaba el momento en que el Cosquilleo se aliara definitivamente con él, con el Animal, para clavarse, como un puñal, en un grito desconocido, todavía inconcebible, hasta ahora no lanzado"

miércoles, mayo 28, 2008

Yukio Mishima: El muchacho que escribía poesía




Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th.—18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. La algarabía es por mis 15 años. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo.
En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga
hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos
volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo.
Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. El se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser
interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen —si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo— se aburría al instante y dejaba de mirarlo.
Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza.
Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero
incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad
aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada.
La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su
propio genio. Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente, que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satistactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio. En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas
muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo: "Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?"
""Schiller quiere decir?" "Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe".
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y
frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a
protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio
anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba los aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió la envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas
llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del
melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él. ¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos, fea para otros, estaba tadavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad.
Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la
ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. El nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas.
El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía.
Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la
naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? El tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente
suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el
diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto,
disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente
individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo
universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta
indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva
palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La
imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los
demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo: "Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos".
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con
tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oir ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar. "Anoche vi un sueño en colores".
(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores era prerrogativa de los poetas). "Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo .
Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud?"
"Qué querría decir?"
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba. El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz. Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado.
El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo: "La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo".
"De qué?"
"La verdad es...". R vaciló primero pero luego escupió las palabras. "Sufro. Me ha pasado algo terrible".
"¿Estás enamorado?" preguntó fríamente el muchacho.
"Sí".
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido
descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El
muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren.
Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
"Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema".
R respondió débilmente: "Este no es momento para la poesía".
"¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?"
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho.
Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
"Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía".
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
"Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como
este?"
"Goethe escribió el Werther", respondió R, "y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio".
"Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?" "Porque era un genio". "Entonces..."
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pero ni él mismo la comprendía. Se hizo
vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a
pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar. "La próxima vez te muestro su retrato", dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente:
"Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa".
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
"Es un cejudo" , pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. Mi frente también es
abultada, se dijo. Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa.
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose
camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo
estremecerse. "¿En qué piensas?" preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.

martes, mayo 27, 2008

Oliverio Girondo: Poemas



(Tomados de Veinte Poemas para ser leídos en el tranvía)






Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas corrió dados,
un pedazo de mar,
con un olor a sexo que desmaya.

¡Barcas heridas, en seco, con las alas plegadas!
¡Tabernas que cantan con una voz de orangután!

Sobre los muelles,
mercurizados por la pesca,

marineros que se agarran de los brazos
para aprender a caminar,
y van a estrellarse
con un envión de ola
en las paredes;
mujeres salobres,
enyodadas,
de ojos acuáticos, de cabelleras de alga,
que repasan las redes colgadas de los techos
como velos nupciales.

El campanario de la iglesia,
es un escamoteo de prestidigitación,
saca de su campana
una bandada de palomas.

Mientras las viejecitas,
con sus gorritos de dormir,
entran a la nave
para emborracharse de oraciones,
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.

Douarnenez, julio, 1920.





Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.

Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.

La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.

Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un “maquereau” tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.

La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.

El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.

Brest, agosto, 1920.


CROQUIS EN LA ARENA


La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.

Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.

Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el aserrín de la playa.

¡Todo es oro y azul!

La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y horizontes. Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.

Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se bañan.

Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas. Sifones irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y corazones pintados de
esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado
de un pedazo blanco de papel.

¡Y ante todo está el mar!

¡El mar!... ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.

¡El mar!... hasta gritar

¡basta!

como en el circo.

Mar del Plata, octubre, 1920.

Genaro Aguirre Aguilar: Un día de Cólera (reseña)




En la mirada del jinete francés se refleja más que el dolor, una expresión de sorpresa, de terror, mientras el filo del acero va abriendo paso por el tejido de su uniforme, la piel debajo de su axila y a un costado del corazón. Montado sobre un hermoso corcel “negro que de bruces poza” su trompa contra un suelo adoquinado, con su mano derecha trata de empujar a un enfurecido sujeto que ya no le importa la mujer que yace tirada a un lado de la banqueta, pues lo que quiere en sumar bajas a un ejército que ocupa la ciudad madrileña, que aquella mañana del 2 de mayo de 1808, viviera una de las jornadas más cruentas de su historia. En un segundo plano, jinetes envueltos por una atmósfera polvorienta, van a tropel en busca del enemigo y de una dignidad en vilo por la forma en que la gente común se ha levantado en armas. Sobre un cielo apenas visible, el título que da nombre a la última novela del escritor Arturo Pérez-Reverte: Un día de cólera. Sobre el ángulo inferior derecho, grabado en un block de concreto, un nombre y una fecha que ha dejado para la memoria pictórica una copia fiel de lo vivido en aquellas 24 horas del Madrid de finales del siglo XIX. Por lo menos en la perspectiva de una reconstrucción novelada de aquella jornada que marcaría un antes y un después en la historia de España.
Fiel a un estilo que se destaca por la facilidad para construir imágenes, Pérez-Reverte vuelve a un siglo que conoce bastante bien, pero ahora para tratar de recrear un acontecimiento sobre el que existe no sólo evidencia documental archivada, sino un trabajo histórico hecho por investigadores que han tenido ocasión de contar su propia versión de aquel día. En el caso del autor de La reina del Sur, como bien asegura en la solapa de esta primera edición en pasta dura, lo que el lector tiene en sus manos no es ficción ni un libro de historia, sino más bien un ejercicio histórico novelado que trata de dar rostro y voz, a esos hombres y mujeres, que participaron de los sucesos conmemorados apenas este 2008.
Y es que efectivamente, si algo tiene Un día de cólera, es la recreación de veinticuatro horas en la vida de quienes sin imaginar la cruenta realidad que estarían próximos a vivir, aquella mañana del 2 de mayo, dieron rienda suelta a lo que este autor considera fue una suerte de despertar colérico para tomar por asalto las calles de una ciudad que vivía bajo la administración de quien entonces se consideraba el ejército más poderoso del mundo. Nombres, acontecimientos, escaramuzas, muertos, heridos salen de los informes militares para revivir parte de una gesta temprana que a la larga sería un referente en la liberación española. Las 394 páginas que componen esta obra, representan la ocasión para acercarse a héroes y villanos; víctimas y victimarios, personas y lugares de una tragedia que si algo aportó a la historia fue lo cruento de los enfrentamientos aquí descritos, desde la dureza de un dato duro que se complementa con la pesquisa hecha de quien suele documentar cada una de sus obras; pero sobre todo, de quien entiende los límites de un trabajo histórico que no renuncia a las licencias propias de la literatura, pero sólo en aquellos caso donde los pormenores son cubierto por la imaginación del novelista.
Nacido en Cartagena en 1951, Arturo Pérez-Reverte durante más de veinte años fue corresponsal de guerra, lo que ha permitido que en obras como la que ahora comentados, el relato, las situaciones y el trato a los personajes, sean cobijados por un toque de humanidad, propio de quien tuvo cerca a la muerte y al encarnizado odio de quienes por una vuelta de tuercas, el destino los convirtió en enemigos en un instante. Así, la crudeza del instante que se tiñó de rojo; lo burdo con que actuó la plebe frente a la frialdad del comportamiento militar francés; lo lacerante con que el tiempo de espera –poco a poco- va cancelando las expectativas de uno de los bandos, son contados desde la mirada y el oficio de quien además muestra los dominios para tipificar y caracterizar las armas y tácticas empleadas por quienes tenían grados militares, tanto como las formas y los lenguajes, los comportamientos y actitudes de quienes tuvieron que dejar sus oficios y la mundanidad de sus vidas, para inscribir su nombre en la historia militar.
A propósito de lo táctico, de la misma reconstrucción histórica, el autor de lo que algunos ya consideran una obra maestra: Pintor de batallas, para esta edición da la oportunidad al lector de recorrer las calles y lugares donde se dan los enfrentamientos, pues en la segunda de forros viene un plano del Madrid de aquel 1808. De tal suerte, como lectores podemos ubicar la Puerta de Atocha, de Alcalá, el Hospital General, la Plaza Mayor, en fin cada uno de esos sitios donde los gritos, los deseos, el odio, la cólera fueron cegados a golpe de espada, de navajazo, de bayonetazos; pero también con el retumbe de los cañones, de los perdigones que al rechazar sobre las paredes encaladas, salpicaban los cuerpos o se incrustaban en los ojos, las sienes o cualquier parte de una geografía carnal que tuvo que aprender del dolor a fuego cruzado y sin miramiento en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo.
Efectivamente como se dice en una suerte de prólogo, esta novela histórica, da rostro y cuerpo a un colectivo madrileño que pervive en el imaginario nacional, pero en pocas ocasiones ha tenido la oportunidad de dimensionar en lo cotidiano desde el oficio de un escritor que golpea las entrañas y emociones por la forma en que articula una “argamasa narrativa que une piezas”. Sí, al final de la lectura, decenas de personajes anónimos han dejado de ser parte de una historia oficial, de los mismos lienzos del arte contemporáneo como el descrito al principio de esta reseña, para estar más cerca por lo entrañable por la manera en que son envestidos; aún en la distancia del tiempo, como en lo distante de una ciudad capital que por aquellos días, desoyó el clamor de quienes eran parte del vulgo; pese a la forma en cómo la sangre corría por sus calles.

Un día de cólera, Arturo Pérez-Reverte, Editorial Alfaguara, Primera Edición
México, 2008

Gabriel Fuster: Mini-Cuentos



CANCERBERO
Por algún tiempo, el Padre Rosette ofició en la pequeña iglesia de Coatepec, Veracruz, y cada domingo, antes de misa, el podía distinguir a un muchacho tomar una oblea preocupada y unirla con la secularidad de la saliva. Un día, el adolescente inquieto decide verlo en el confesionario y le confiesa que mató a un rottweiller a palazos. El muchacho explica que el perro rabioso había mordido a su hermano menor en cara y brazos y él se adelantó a rescatarlo. Todo cuanto quería saber era si iría al infierno por ello. El sacerdote lo tranquiliza diciendo que Dios habría de entenderlo y que sin duda le daría su amor y absolución por los canales de dicho sacramento si se hallaba arrepentido. Sin embargo, poco importaba el perdón al muchacho. Dentro de todos los suplicios abominables, él tenía miedo de ir al infierno y que el perro estuviera esperando su llegada.

LECCIONES DE RECAÍDA
Un tipo con el detector de mierda inicia la calle hacia el fin del universo y cae en los recovecos de un mal paso. Tras recuperarse al dolor de cabeza, la ceguera marcha hacia las paredes que rodean el pozo abandonado y el tropiezo lo ve descender de peldaño a una trampa de esperanzas fenecidas. El hombre sabe que tocó fondo. Un bombero pasa por el lugar y vuelve su curiosidad a los gritos de auxilio.
-¿Me puede ayudar a salir de aquí?- repite la voz en sus profundidades.
-Necesito un equipo de rescate, voy por refuerzos – dice el bombero y no regresó
Sucede que un doctor tiene su paseo por la ruta del anterior bombero y escucha la misma súplica. El doctor llena una hoja de su recetario y lo arroja al foso.
-Tómese dos aspirinas y llámeme por la mañana- dice y no regresó.
Sucede que un cura tiene su paseo por la ruta del anterior doctor y escucha la misma súplica. El cura saca hisopo y acetre debajo de la sotana y hace una aspersión de agua bendita en el foso
-Adversus Omnes Haereses– bendice y no regresó
Sucede que un luchador enmascarado camina por el sitio que caminaron los anteriores héroes y escucha la misma súplica. Al momento se arroja al abismo hecho a voluntad en el tedio del segundo día.
-Valiente héroe eres tú -dice el tipo cautivo -Ahora somos dos atrapados sin salida.
Los héroes son héroes por distintos motivos. Unas veces, por su ejemplo de bondad. Otras veces, por su juicio de sabiduría. La mayor de las veces por su valentía y arrojo que gana las condecoraciones y los honores, siendo que los honores son fervor nuestro porque la mayor parte del tiempo soñamos con ser rescatados. Por supuesto, si el esperado héroe nunca llega, sólo queda nuestra persona con sus fuerzas para salvarnos a nosotros mismos. El luchador se quita la máscara para revelar su propia alma ante sí y obrar entonces como si realmente se viviese en otro cuerpo con otro carácter. El otro yo, exclama:
-Créeme que ya estuve antes aquí y sé el camino de salida para los dos.
Moraleja (e igual spot comercial): Tienes el valor o te vale

TOMA CHANGO TU BANANA
El león, la jirafa y el mono salieron de cacería a la sabana, donde el calor invasor mantiene a raya la presencia del hombre, luego la persecución y dorada muerte del ñu había sido esplendida. Al caer la noche, los tres cansados animales esparcen los colmillos en la ciega orilla de la luna, para repartir la presa. El león exclama:
-Amiga jirafa, haznos el honor de dividir la caza en tres porciones equitativas, lo sustancial para cada uno.
La jirafa, experta en el trueque de manchas leonadas, reparte vísceras y huesos en tres montones de exacta proporción. Algo sobra por hoy, pues el león degüella a la jirafa al instante y la arroja al lado del cuero del bovino en goce de alfombra.
-Amigo mono, ¿Podrías dividir esta terrible confusión en dos partes iguales?
El mono inmediatamente hace saltitos de balanza y contrapeso con los cadáveres y las cosechas al tamaño de una montaña en la azul noche pensativa, conformándose con un mallugado plátano que se guarda en la cola servil para sí.
-Amigo león, recibe los alimentos terrestres como recompensa íntegra a tu labor y permitan que tu corazón y tu estomago se llenen.
El león sonríe y toma la ofrenda.
-Bien hecho, amigo mono. ¿Quién te enseñó a dividir sabiamente en partes iguales?
-Nada más y nada menos que la jirafa muerta
-Amigo mono, mañana regreso con la manada, será un honor para mí tenerte como el embajador primate del rey de la selva.
El mono se disculpa y se va a la changada. Democracia es cuando la manada de leones y el mono se reúnen para decidir quién es la cena.

Graciela Carrillo: Romance en el Jardín

ROMANCE EN EL JARDÍN

La luna enciende la noche
y la moza se pinta en la boca
un clavel.
Al jardín llegan los pasos
de un gitano enamorado,
el de los ojos moros.
Una sombra traspasa la reja,
que se abre paso
entre el jazmín perfumado.
Las manos se encuentran
los ojos se miran
dos almas se hacen una.
Risas alegres en un juego
de luz y sombras
alargan la noche.
La luna se queda quieta,
su luz se dibuja
en la ventana.
El amor se adueña de todo.


jueves, mayo 22, 2008

Dylan Thomas: POEMAS



VEO A LOS MUCHACHOS DEL VERANO

I

Veo a los muchachos del verano en su ruina
convertir en eriales los dorados rastrojos,
desdeñar las cosechas y congelar los suelos;
y allí, en su ardor, el invernal diluvio
de amores escarchados, persiguen a las niñas,
y echan en sus mareas los sacos de manzanas.

Los muchachos de luz en su locura, coagulan lo que tocan,
agrian la miel hirviente;
hurguetean los muñecos de escarcha en las colmenas;
allí en el sol, frígidas hebras
de oscuridad y duda, ellos nutren sus nervios
y el signo de la luna, nada es en sus vacíos.

Veo a los muchachos del verano en el vientre materno
rasgar hacia la luz la atmósfera del útero,
dividir noche y día con pulgares de duende;
allí, desde lo hondo, con sombras seccionadas
de sol y luna ellos pintan sus dársenas
mientras les pinta el sol los cascos de la frente.

Sé que de estos muchachos han de surgir hombres de nada
hechos por la transformación de las semillas,
o han de lisiar el aire saltando de sus llamas,
desde sus corazones, cuando el pulso candente
del amor y la luz estalle en sus gargantas.
Oh, ved el pulso del verano en el hielo.

II

Pero las estaciones deben ser desafiadas o se tambalearán
en algún cuarto de hora repicante
donde, como una puntual muerte hacemos tintinear las estrellas;
esa noche en que el invierno soñoliento
les tira de la negra lengua a las campanas
y no se atreven a chistar siquiera
los vientos de la luna y de la medianoche.

Somos los oscuros negadores, exorcicemos a la muerte
en la mujer colmada de verano,
arrojemos la vida musculosa de los amantes que se crispan,
y de los muertos limpios que hace fluir el mar
echemos al gusano de ojos brillantes en la linterna de Davy,
y del vientre preñado quitemos el muñeco de paja.

Nosotros, muchachos del verano en esta red de cuatro vientos,
verdes por el hierro de las algas,
levantemos al bullicioso mar y arrojemos sus pájaros,
alcemos la bola del mundo llena de olas y espuma
para ahogar los desiertos con sus mareas
y trenzar los jardines del condado.

En primavera ornamentamos nuestra frente.
Vivan las bayas y la sangre,
y crucificamos a los alegres señores en los árboles;
Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere,
aquí estalla un beso en una cantera sin amor,
Oh ved en los muchachos los polos de la promesa.

III

Yo os veo, muchachos del verano, en vuestra ruina.
El hombre en el desierto de su larva.
Y los muchachos son plenos y ajenos en la bolsa.
Soy el hombre que vuestro padre fue.
Somos hijos del pedernal y de la brea.
Oh, ved cómo se besan los polos que se cruzan.


CUANDO DE PRONTO LOS CERROJOS DEL CREPÚSCULO


Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo
ya no encerraron el largo gusano de mi dedo
ni maldijeron al mar enroscado en mi puño,
la boca del tiempo sorbió como una esponja
el ácido lechoso en cada gozne
y se tragó los líquidos del pecho hasta secarlo.

Cuando el mar de galaxia fue sorbido
y liberado todo el lecho seco del mar,
envié a mi criatura para explorar el globo,
el mismo globo de pelos y osamenta
que cosido a mí mismo por mi mente y mis nervios,
mi frasco de materia ligara a su costilla.

Mis fusibles calcularon el tiempo para impulsar su corazón,
él estalló, hecho polvo, hacia la luz
y celebró con el sol un pequeño sabático,
pero cuando los astros asumiendo su forma
dibujaron las briznas del sueño en sus ojos,
ahogó dentro de un sueño las magias de su padre.

Todo surgió armado de la tumba
el cáncer pelirrojo, vivo aún,
los ojos velados de cataratas con sus turbios tejidos;
algunos muertos deshicieron sus quijadas tupidas,
y hubo bolsas de sangre que soltaron sus moscas;
él supo de memoria el sendero de cruces funerarias.

El sueño navega las mareas del tiempo;
el áspero sargazo de la tumba
entrega a sus muertos en este mar tan laborioso;
y el sueño mudo rueda por los lechos
donde las sombras comen el alimento de los peces
y a través de las flores, emergen hacia el cielo.

Cuando de pronto giraron las tuercas del crepúsculo,
y la leche materna fue dura como arena,
envié a mi propio embajador hacia la luz;
por truco o por azar él se durmió
y por arte de magia se armó de una osamenta
para robarme los fluidos en su corazón.

Despierta, mi durmiente, hacia el sol,
trabajador en la mañana pueblerina
y deja a este soñoliento en el sitio en que yace;
han caído los cercos de la luz,
sólo quedan en pie los jinetes más diestros,
y hay mundos que cuelgan de los árboles.

Susana Haydu: Las dos voces de Alejandra Pizarnik



Susana Haydu
(Yale University)

Al trazar la carrera poética de Alejandra Pizarnik, David Lagmanovich observa con razón que en los últimos libros (Extracción de la piedra de la locura y El infierno musical) no se observa una disminución de facultades expresivas, sino un replanteamiento radical de una búsqueda más allá de la poesía, una búsqueda personal “a un nivel inclusive exterior a la poesía”. La calidad del lenguaje poético se sostiene hasta el final, conservando la originalidad y el control de temas y formas. Aun en su última poesía vemos que Pizarnik nunca condesciende al sentimentalismo o a la facilidad. Sus poemas dan testimonio de un mundo apasionado y trágico, donde la ambigüedad del ensueño y del terror se unen para entregarnos una poesía absolutamente única.

Sin embargo, en sus escritos en prosa de la misma época, aparece otra voz que no tiene “la brevedad, simplicidad, fluctuación expresiva, ahondamiento en la palabra en su doble vertiente de objeto fónico e instrumento mágico” que Lagmanovich descubre en el lenguaje poético de Alejandra Pizarnik. Esta otra voz, violenta y obscena, se vuelve obsesiva e incontrolable en los últimos escritos hasta oscurecer la voz poética presente en los textos anteriores.

El libro más importante en prosa es La condesa sangrienta basado en el texto de Valentine Penrose, Erzsébet Báthory, la comtesse sanglante, que Pizarnik admiraba, y consideraba como, “una suerte de vasto y hermoso poema en prosa”. La figura central de los dos libros es la Condesa Erzsébet Báthory, personaje histórico húngaro del siglo XVI, quien torturó y asesinó 650 muchachas según las actas de la investigación ordenada por el rey. En base a esta investigación fue exiliada y mantenida prisionera en su castillo de Csejte, donde se tapiaron las puertas y ventanas para que no entrase la luz, y donde murió, sin arrepentirse, y en absoluta soledad, en el año 1614.

El libro de Pizarnik consiste en once viñetas que van trazando la trayectoria de Erzsébet Báthory desde su adolescencia hasta su muerte. Cada viñeta ilustra una tortura diferente y están precedidos por un epígrafe tomado de autores en los cuales Pizarnik encuentra la misma violencia. La belleza convulsiva del personaje central, la condesa Báthory, es aquello que más seduce a Pizarnik. La belleza, la locura, la perversión sexual, la muerte serán los cuatro ejes sobre los cuales se articula cada narración, centrada siempre en la minuciosa descripción de diversos horrores.

La condesa sangrienta se inscribe directamente en la tradición literaria de Lautréamont y de Bataille. Puede definirse como una sucesión de cuadros, que van componiendo el retrato de la Condesa Báthory, su biografía, o como un ensayo sobre la crueldad y el erotismo, la transgresión y la libertad absoluta. Les Chants de Maldoror también fueron interpretados de diversas maneras, desde un texto poético al cual se afilia la escuela surrealista, hasta una novela, como la define Maurice Blanchot. Hacemos mención de este hecho por la enorme influencia que Lautréamont tuvo en Pizarnik, y las repetidas veces en que cita a este autor —en epígrafes o poemas. La crueldad y la muerte son los dos temas más obvios de La condesa sangrienta pero es el tema del sexo, en el trasfondo del libro, lo que hace a este escrito único en la literatura femenina contemporánea. Aquí, Pizarnik se aventura a decir lo que aún no ha sido dicho. Construye un mundo sombrío, en donde ella, narradora, se cubre con el “yo” del enunciado —la Condesa— para abrirnos una escena de imágenes implacables, donde nuestra mirada de lectores coincide con la protagonista, y así podemos contemplar el horror desde fuera.

En esta descripción de torturas, Pizarnik utiliza un lenguaje ceñido y lacónico, muy controlado, donde la mención de lo directamente sexual apenas existe. Hay continua alusión, y el poder sugeridor de las imágenes de Pizarnik es tan notable, “que convierte a este libro en un texto poético, escrito en prosas singularmente obscenas”. Lo poético está dado en las descripciones de la Condesa, y en la forma en que Pizarnik la inscribe en momentos de silencio, melancolía, violencia y muerte. Cito dos ejemplos para aclarar este concepto:

Para que la ‘virgen’ entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que esté cerca de ella en este caso una muchacha. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos igualmente bellos. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos.

El reino subterráneo de la Condesa es la sala de torturas de su castillo medieval, en Csejte, allí “la siniestra hermosura de las criaturas nocturnas se resume en una silenciosa de palidez legendaria, de ojos dementes, de cabellos del color suntuoso de los cuervos”. En esta corta descripción ya están todos los temas que tratará Pizarnik, encarnados en la Condesa, y que apuntamos al principio de este artículo. Aquí, importa señalar el tema del silencio y de la mirada. La condesa mira torturar y oye gritar. Pero Pizarnik aclara en su corto prólogo que “un conocido filósofo incluye los gritos en la categoría del silencio. Gritos, jadeos, imprecaciones, forman una ‘sustancia silenciosa’. La de este subsuelo es maléfica”.

Es notable la sagacidad con que Pizarnik alude a las torturas; nos da el resultado de las atroces acciones describiendo cómo quedan las ropas de la condesa, cómo es su rostro. Pero rara vez se detiene en las adolescentes supliciadas. Deja a nuestra imaginación esa tarea, que nosotros, como lectores cómplices, nos encargamos de suministrar. Las descripciones de la condesa, por el contrario, son detalladas:

Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)
...sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento concluyente eran: “Más, todavía más, más fuerte!”

La violencia, el sadismo y, recorriendo todo el texto, la sexualidad, configura un lenguaje poético tenso, donde sentimos aflorar la perversidad enmarcada en un código erótico. Pero el tono, el ritmo de la narración, se mantienen en una veta de corte netamente poético. Las figuras y fantasías que presenta el relato son propias del orden de lo imaginario, aun cuando sean fantasías de violencia sexual inusitada. El epígrafe a “Torturas clásicas” está tomado de un poema de Charles Baudelaire, que dice:

Fruits purs de tout outrage et vierges
de gerçures,

Dont la chair lisse et ferme appelait
les morsures!

Esa carne lisa y pura que atenaza los deseos de la Condesa, la llevaba a torturar aun más minuciosamente:

arrancaba la carne —en los lugares más sensibles— mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego...en fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía.

Pero estos párrafos alternan con metáforas espléndidas:

quería inmovilizar su belleza para que fuera eternamente ‘comme un rêve de pierre’. Y amaba sus laberintos subterráneos —’le fascinaban las tinieblas del laberinto que tan bien se acordaban a su terrible erotismo de piedra, de nieve y de murallas’.

El resultado de esos crímenes, cometidos en los sótanos secretos y aislados, llevaban a “tener que esparcir grandes cantidades de ceniza para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre”. Esta última hipérbole conjura más imágenes sombrías que cualquier explicación deliberada. En otro epígrafe, tomado de Milosz, se resume bien la ambientación de esta narración que fascina y repele al mismo tiempo: “Et la folie et la froideur erraient sans bût dans la maison”.

El mundo de la noche y de la magia figuran activamente, y nos entregan otra visión de la Condesa, esta vez obsesa con sus supersticiones. El capítulo Magia Negra lleva un epígrafe de Antonin Artaud que dice “Et qui tue le soleil pour installer / le royaume de la nuit noire”. Esa magia se refleja en la plegaria escrita en un viejo pergamino que la condesa usaba de talismán. La plegaria pedía protección para Erzsébet, y gatos para morder a sus enemigos: “Que desgarren y muerdan, también el corazón de Megyery el Rojo. Y guarda a Erzsébet de todo mal”. La mitificación que hace Pizarnik de la condesa es extraordinaria. De una mujer vulgar, hace una belleza. De vagas historias de crímenes, construye un apocalipsis espléndido de perversidades inimaginables. Inventa torturas, suple datos, describe baños de sangre que nunca se probaron, ni discutieron siquiera, en el juicio que se le hizo a la Condesa al final de su vida. Trasmuta en un personaje terrible, fascinante y poético, los crímenes de una asesina vulgar. Le adjudica cualidades de heroína, de guerrera que muere en forma honorable:

Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión, ni emoción, ni admiración por ella. Sólo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es imagen de una belleza inaceptable.

Por último consideraremos los textos incluidos en la segunda parte de Textos de sombra y últimos poemas, que fueron publicados diez años después de su muerte. En estos últimos textos en prosa, Pizarnik quería intrigar, exacerbar, y hasta irritar al lector. Los dos textos fundamentales son una larga pieza “teatral” que podría insertarse en la corriente del teatro del absurdo, titulada “Los poseídos entre lilas” y escrita durante el año 1968, y los textos que se agrupan bajo el titulo “La bucanera de Pernambuco” o “Hilda la polígrafa”, escritos en su mayoría, durante los dos últimos años de su vida. Según una carta enviada por Olga Orozco a “La Nación” defendiendo la publicación de estos textos, que había sido criticada por Enrique González Lanuza, dice que se hallaban “entre las obras predilectas de la autora”, y que el “acceso a tales manuscritos nos estaba franqueado por la entrega misma de los papeles o por la entusiasta lectura que de ellos hacia Alejandra a todos sus amigos”. En estos textos posteriores en prosa, la transgresión en el lenguaje reside más en el orden del significante, el plano fónico, como observamos en la escritura de Artaud —tan admirado por Pizarnik— y también en la escritura de un poeta como Oliverio Girondo, En la masmédula. El plano simbólico del lenguaje, el significado, es mucho menos importante. Veremos los textos individualmente, ya que hay diferencias de tono y de lenguaje. Y rastrearemos lo que permanece de su voz poética, que aparece como sostenido intratexto, dentro del tejido de estos textos. Pizarnik vuelve a citarse, en versos enteros, de otros libros anteriores, y elige temas ya apuntados antes, como la melancolía y la locura.

En su obra “teatral”, “Los poseídos entre lilas” aparece una voz nueva, que insiste en la creación de un lenguaje pornográfico, por momentos aun obsceno. Obsceno, con la definición que tiene de indecente, aquello que no se puede decir, no se debe escribir. Esta nueva obscenidad de Pizarnik sacude al lector, confunde su lectura, lo saca de los esquemas literarios de todo tipo que sean establecidos, seguros. González Lanuza se refiere a estos escritos como “textos de indudable ingenio demoníaco”.

Es notable que Pizarnik misma sintiera esa diferencia de lenguaje, de su expresión en poesía. Era consciente de esta nueva voz que dejaba aflorar, y que estaba ausente de su poesía anterior. Al elaborar el texto para su publicación, elimina toda alusión obscena, “depura” —por así decirlo— su prosa poética y nos presenta una versión totalmente distinta de “Los poseídos entre lilas”, aquella que aparecía incorporada a su libro El infierno musical, en 1971, dos años más tarde de su primera versión, fechada en julio-agosto de 1969. Luego veremos cómo en La bucanera, esa nueva voz de Pizarnik se apodera del texto, que se convierte así en un escrito paródico, lúdico, que mantiene características de la escuela surrealista. En su discurso hablado Pizarnik se había sentido siempre atraída por la crueldad y la obscenidad. En su “Diario”, publicado en parte en la revista Mito, escribe: “Dije chistes obscenos, como de costumbre, y varias cosas crueles, como de costumbre, pero nadie me sonrió con ternura, como pasaba antes, cuando asombraba por mi rostro de niña precoz y procaz”. Pero nos introduce además, a un juego de burla y desafío con las palabras, que entronca con la corriente textualista, que intenta tratar a las palabras como cosas, como texturas, dándole una mayor importancia al significante, y olvidándose del significado.

“Los poseídos entre lilas” mantiene el orden simbólico de la palabra, y crea situaciones de disparate, de farsa, para burlarse de los diversos códigos, en especial, el código social y el código sexual. Para esto Pizarnik utiliza cuatro personajes, y los hace actuar casi como si fueran títeres, cumpliendo, en una serie de viñetas, las obsesiones de la autora. El trasfondo es netamente sexual, y las palabras llevan casi siempre una connotación obscena. Es la primera vez que Pizarnik —como sujeto que narra— dice lo obsceno. Habíamos visto que la crueldad y el erotismo estaban enmascarados en La condesa sangrienta. En esta obra Pizarnik sale a escena, y se representa a sí misma, repartida en sus cuatro personajes. Todo lo que su lenguaje no había dicho, queda ahora explícito. Hay una vuelta a los temas que la obsedían: la infancia, el circo, la desolación, la falta de destino, la muerte. Coloca a estos personajes en un escenario surrealista, y al personaje de Segismunda en el centro, sentada en su triciclo eroticomaníaco, y cubierta por una “manta color patito tejida por los pigmeos y que representa parejas como de juguete practicando el acto genético”. Es decir que la obscenidad aparece iconizada, del cuello de Segismunda “pende un falo de oro en miniatura”. El diálogo con Carol sirve para revelarnos a “la otra”, en ese desdoblamiento progresivo que será esta pieza. Carol le dirá: “Cuando entras en el seno de la obscenidad, ¿nunca más se te ve salir? Y ella contesta: ‘La obscenidad no existe. Existe la herida’ ”. Parecería que la herida central a que alude Pizarnik, es lo único que importa. Todos nuestros actos, aun los más obscenos, precisamente los más obscenos, tenderían a darnos ciertas certezas, cierta seguridad de existir, de ser.
Esta obsesión con traspasar el límite, la lleva a tocar lo grotesco, lo horroroso de la existencia, y pone otro diálogo que habla de personajes mutilados, en una fragmentación de brazos y piernas, al ser embestidos por tres camiones. “Perdimos brazos y piernas. Segismunda nos compró brazos pero no quiso compramos piernas, solamente estos zancos ganchudos para empujar los pedales”. Y luego hará referencia a “los paños para lisiados” que deben usar como pañales. Las palabras connotan el horror, pero sin estridencias. Todo este vocabulario obsceno y escatológico, se mezcla por momentos con su voz poética anterior: “Si durmiera, detrás de mis ojos de dormida yo vería los mares y los laberintos y los arcos iris y las melodías y los deseos y el vuelo y la caída y los espacios de los sueños”.

Este contracanto nos arranca a la procacidad general, y otra vez nos muestra el ensueño y también el desencanto, la desesperanza. Dice Segismunda: “Hemos comido el fruto del árbol del Más o Menos. Buscamos lo absoluto y no encontramos sino cosas”.

La burla al código social está representada en un diálogo lleno de platitudes, en el cual Segismunda y Carol encarnan a dos personajes que se visitan, y luego cambia de escenario para imaginar una escena entre el médico y la paciente. Todo este mundo desolado es definido por Segismunda/Pizarnik como: “Todo está como un peine lleno de pelos; como escuchar con una esponja en los oídos; como un loco metiendo a una mujer en la máquina de picar carne pero le parece poco y mete también la alfombra, el piano y el perro”. Su lenguaje se vuelve cotidiano y gráfico. Las metáforas antiguas desaparecen, y se reemplazan por aseveraciones directas, implacables, de un mundo completamente hostil e inexplicable. Carol trata de animarla: “Dijiste que querías alabar el frío, la sombra, la disolución...Tantos proyectos que te exaltaban”. Pero Segismunda responde que es tarde para hacerse una máscara. “Ahora ni siquiera queda lo que yo había soñado. Tanto mejor, ya nada podrá desilusionarme”.
Cuando Carol le sugiere un final para la ópera que hubiera escrito, Segismunda responde “No necesito sugerencias acerca de grandes epílogos. Estoy hablando, o mejor dicho, estoy escribiendo con la voz. Es lo que tengo: la caligrafía de las sombras como herencia”. Es decir que señalaría la imposibilidad de decir, de expresar. “La palabra inocente” que Pizarnik perseguía, y que nombró como meta de su quehacer poético, no existe. En 1971, al incluir partes de esta obra en El infierno musical, Pizarnik se dedica a suprimir, con gran cuidado, las constantes imágenes y palabras obscenas de esta obra teatral, y la reduce a una pieza diferente, donde lo escabroso se oculta deliberadamente y sólo aflora sorpresivamente, como si el autor hubiera perdido momentáneamente el control sobre su escritura. El discurso absorto de Segismunda hacia el final, es el que vuelve a utilizar Pizarnik en la segunda versión. Allí se autodefine como la que debía nombrar, y por lo tanto crear, construir su mundo con la palabra:

Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé, lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber sabido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto.

En esta última versión, la abolición de su lenguaje es definitiva. Hay una afirmación de ausencia de lenguaje, de no ser por no poder decir. Se le confiere, por lo tanto, a la palabra, un poder absoluto —ya sea de creación o de destrucción. El lenguaje es todo. En el texto anterior, a pesar de la ironía, de lo grotesco, de los personajes y de las situaciones, de esa terrible mezcla de un mundo alienado y feroz, por una parte, pero que mantiene, sin embargo, una coherencia aceptable, la otra gran línea de Pizarnik —la vida misma, parece triunfar al final. Cuando Carol se despide de Segismunda, ésta le pide que diga algunas palabras de despedida, bien escogidas. Carol contesta: “He vivido entre sombras. Salgo del brazo de las sombras. Me voy porque las sombras me esperan. Seg, no quiero hablar: quiero vivir”.

En La bucanera, el derroche de recursos poéticos en el plano del significante es tal, que llevaría un estudio separado hacer su rastreo completo. Aquí apuntamos los juegos más interesantes que crea con su lenguaje, deslumbrándonos con su capacidad de humor y de talento. La magia de Pizarnik nos llega como un rayo, “o una música violenta, o una droga” y nos transforma y nos transporta a su mundo, donde su extraordinario juego verbal se mantiene en alto, como un equilibrista en su momento más tenso. En el prefacio, que ella llama Praefación, ya observamos el uso de la aliteración y su inscribirse en una tradición que cuenta con Tres tristes tigres. Pizarnik dirá: “¿Entre qué tréboles treman los tigres?” Coloca dos índices: Indice Ingenuo e Indice Piola —con su connotación de pícaro, porteño y socarrón, este último dedicado “a la hija de Fanny Hill”. Transcribimos algunos títulos, para entender mejor la temática y las correlaciones. El quinto texto, por ejemplo, está dedicado a Saffo y a Baffo, titulado “El periplo de Pericles a Papuasia”. El segundo texto “En Alabama de Heraclítoris”, dedicado a Harpo Marx que ya le entronca en lo abiertamente cómico, y así sucesivamente. Estos escritos son, además, un continuo intertexto, donde aparecen versos enteros de otros autores, alusiones utilizando los primeros nombres de poetas —“Llámame Alfonsina, Gabriela, Dalmira”, y el continuo uso de la aliteración y la onomatopeya: “En tanto su pico deterioraba una tortilla de verdurita, papita y mole, disparo —bang, bang y pum pum— al divino cojete con un trabuco trabado en Pernambuco por un oso que le comió el ossobuco”. Las connotaciones obscenas son el trasfondo de todos estos textos, combinando la parodia más obvia, en una burla continua de las citas más citadas de la literatura:

—Y yo que me lo llevé al río al Pericles creyendo que era platónico -dijo el hada Aristóteles.
— Para platónico me alcanza lo que me enseñó el de la sortija cuando frecuentaba la calesita. (Riendo) Me acuerdo del poema que me consagró Gertrude Stein y que en el fondo la consagró a ella. Así reza el poema de la gorda:
—Tu rosa es rosa.
Mi rosa, no sé.

En “El textículo de la cuestión”, Pizarnik incorpora a Aristóteles, Petronio, Freud, la erotología china, los dioses griegos, Mallarmé, Leibniz, el taoísmo japonés, D. H. Lawrence y una versión del acto amoroso, que es también una versión del célebre monólogo de Molly, en el Ulyses de Joyce:

Juerecto le explicitaba, gestualmente y callando, el propósito de que su susodicho ingresara en el Aula Magna de la Totedeseante que tentaba con la su lengua que, rosadapavlova, rubricaba ruborosa la cosa, ruborezándole a lacosa, rubricabalgando a su dulce amigo en sube y baja, enranúnculo de hojas estremecidas como las vivas hojas de su nueva Poética que Joe Supererguido palpa delicadamente, trata de abrir, que lo abra, lo abrió, fue en el fondo delpozo del jardín, al final de Estagirita me abren la rosa, sípijoe, másjoe, todavía más y ¡oh!.

Esta voz erótica, de burla, se mezcla en contracanto a sus citas intratextuales. En “Diversiones púbicas”, donde juega con la aliteración “Turbada, la enturbanada, se masturbó”, o “Felicite en fellatio”, incorpora una línea de El infierno musical: “Hay cólera en el destino puesto que se acerca...Sacha, no jodás. Dejá que empiece el cuento”. Este desdoblemiento, este continuo diálogo con La Otra, recorre los textos. La Alejandra (Sacha) que cita con su voz poética anterior, es ahora una Alejandra que “jode”, molesta, que no deja a la nueva Alejandra, la expresión nueva, la voz nueva. Al final del cuento, que retoma la línea erótica, vuelve a incorporar un párrafo de El infierno musical donde dice:

Yo...mi muerte...la matadora que viene de la lejanía. ¿Cuándo vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir? Pero inmediatamente, su nueva voz la amonesta: No seas boluda, Sacha.

Y nuevamente escribe:

¿Debe agradecer o maldecir esta circunstancia de poder sentir todavía amor a pesar de tanta desdicha? (tachado por Pizarnik: hablar de amor y sobre todo de ternura es casi criminal y no obstante...no obstante...).

Sacha, no jodás.

Vemos este continuo diálogo, en que se han invertido las voces: casi podríamos decir que Pizarnik reniega de sus preocupaciones anteriores, de su poesía “seria”, como si ya no pudiera hablar de amor o de ternura. Recibe esas interrupciones en el texto actual de su pasado, la llevan a una actitud de profundo escepticismo. Hay rechazo explícito de una poesía abiertamente desolada y trágica. La burla es cada vez más frecuente en estos escritos. El final de “Diversiones púbicas” parecería establecer una posición de desprecio profundo ante lo solemne, lo empacado, aun lo que trata un discurso poético. Esta falta de fe en la literatura es aquí clara:

En cuanto a ella, dulce como una boa, digo como una cabra, y enredada a su mishín como una cobra, parecía Catalina de Prusia poniéndose Horodono Rivadavia en las supersticiosas axilas que comentaremos exhaustivamente el año próximo.

En fin, qué carajo, le dio una biaba que arrastró con el Papa, con la pluma y con la concha de tu hermana, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère...

Hay también cruce de intertextos, modificados por Pizarnik, “Entonces, Borges, alcé mi patita munido de un puñalito...” y la alusión a la novela de Cortázar: “Pericles y Chú juntaron sus ahorros y compraron un Manual para llamarse Manuel”. En uno de los textos más interesantes de la Bucanera, que dedica a Gabrielle D’ Estreé y a Severo Sarduy, encontramos una de las mejores aliteraciones, compulsivamente repetidas, pero que fluyen con gran espontaneidad:

Cuando Coco Panel afrontó al malón, con pigmón amotinado sin tino, ella agitó sorcieramente sus aretes, heredados de un espléndido cretino —Pietro Aretino— con el propósito de deslumbrar a la pigmeada plebeyuna que chillaba como cuando en Pernambuco trabe ‘el trabuco del oso que se comió mi ossobuco’.

Pizarnik se burla de la palabra y su referente: destruye el orden simbólico del lenguaje, pero también las obras literarias que ese lenguaje configura. Hay un constante juego además con referencias culturales, hasta convertir el texto en un verdadero mosaico de citas parodiadas, y la irrupción de lo imaginario aparece en el nivel mismo del significante, ya que juega con la sustancia fónica de ese lenguaje. Veamos una cita donde estos elementos se cumplen, y en la cual deshace, literalmente, el sistema de citas inventadas tan caro a Borges. Pizarnik coloca dos posdatas al final de su texto:

Posdata de 1969: lo supieron los discípulos de Orgasmo, autor de una damantina chupada de medias al loquero cuyo título mis pajerocultos lectores conocen.

Posdatita de 1969 y 1/2: Nada he incorporado a esta reedición. La repetida lectura de Baffo, Aretino, Crebillon fils, las memorialistas anónimas (princesa rusa, cantatriz alemana) me deparó la comprensión de esa alegría. Algunos —yo, la primera— me reprochan el ‘realismo’: situar en Dentáfrica un cuento sobre Dentáfrica. Cierto, la verosimilitud torna mi narración intolerable. Pero ¿no habrá nunca un espíritu valiente? Veintiocho mil aninimitos no pudieron doblegarme. La verdad no es más cara que Platanov, quien sintió como nadie lo trágico del destino pigmeo.

1. Personaje de Anton Chejov.

La evolución de su lenguaje a un orden reiteradamente obsceno, a una insistencia sobre la creación de lo obsceno a nivel fónico nos asombra, ya que este orden había sido violentamente reprimido en sus textos anteriores. En La bucanera, esta otra voz de Pizarnik surge en forma incontrolada, hasta apagar la voz poética de textos anteriores. En la prosa poética de estos últimos textos se dejan de lado las formas y se rompe la contención y la economía de sus poemas.

Gabriel Fuster: INXS





INXS

El canon de la palabra en un hombre sabio me enseñó algo que nunca habría de olvidar. Y aunque no lo olvidé en la marcha, tampoco lo terminé por memorizar por completo, de modo que me queda el vago recuerdo de haber aprendido algo importante que la memoria balbuce. Un momento, ya lo recuerdo: Si un hombre te sonríe todo el tiempo que trata de vender cualquier cosa, probablemente está descompuesta. Atrapado entre la errante población de lo perdido, cierta mujer me comenta que su hijo es autista. Yo creí escucharle decir artista, luego le contesto: Fantástico, ¿podría ver algo de lo que ha hecho?
-Le gustan los cuentos y los slogans comerciales
-Hola amiguito, ¿Es cierto que eres un pequeño artista?
-Pinche pendejito
-Vaya, saludo precoz para la breve y casual plática de adultos.
-No lo malinterprete, él quiso decir Príncipe de Egipto
La sonrisa de dos dientes escoge mis zapatos en una vitrina. Me doy cuenta que estoy frente a un savant por límites naturales de la antropología cultural. Pero, ¿Cómo reconocer si usted es un autista? Anote dos puntos si usted gusta de hacer cuentas mentales de las placas de los automóviles o cifras de una caja de mondadientes tirada en el piso. Dos puntos más si usted encuentra los mapas mucho más interesante que las novelas. Al mismo tiempo, toda pieza musical alcanza ese grado de concentración y movilidad que tienen las mandalas. La hoja de partitura es molesta e indescifrable. Los cantos también. Seis puntos si el hablar ES todo un idioma extranjero. Tomar los diálogos de los comerciales, los acentos tontos y las voces de las caricaturas hace más fácil el indicio directo de un mensaje, pero el resto de la gente encuentra difícil entender la conversación. Finalmente, una persona se halla familiarizada con su cuadro de Asperger e incurre en el lenguaje de los signos. Desgraciadamente, usted no entiende nada y, lo peor, se da ese asunto del contacto visual. Usted huye lejos con todos sus puntos.
-¿Te gustan los gatos? Dicen que estos animales son el epítome del autismo.
-Mi hijo no percibe el sarcasmo
Un punto a favor: La policía irrumpe en la puerta a una llamada de emergencia hecha por los vecinos molestos con el griterío y las apresuradas pisadas, los platos estrellados contra las paredes y la extendida confusión del conflicto doméstico en mi casa. Yo vivo solo.
¡Autistas del mundo, DESUNÍOS!

Eduardo Sansores: Ay Susanita...Ya no hay

AY DOÑA SUSANITA… YA NO HAY

Y doña Susanita con su bigotito de padrotita cantaba el mantón de Manila mientras pensaba en la depilación menos dolorosa de esos escasos pero horribles pelos de alambre que tenía por debajo de la purulienta nariz. Hay que sonarse bien los mocos para que no se queden pegados. Hay que despegarlos con las uñas de jalón. Ay, que feo duele… hasta se salen las lacrimosas. Achú…

Y doña Susanita jalaba aire mientras pensaba en el fracaso reciente. Su media hermana transaba sin avisarle y no le daba nada… pero que hacer si ella la recomendó… Le daban ganas de hablarle a su abuela pata para que le diera alguna botana de mosquitos trompeteros… pero no quería dar su rebozo a torcer.

Prefirió seguir defecándola que reconocer su pendejez. Ya luego su madrina la sacaría del problema… Pero Leonor, su madrina solo quería serle fiel a su conciencia y la dejó como disecada en la pared… como perrito o salamanquesa seca. La tremenda Leonor presumía de Flórestan, su antiguo marido, preso político de una chilera culera.

Pero volvamos con Susan… Su gran problema era su obesidad provocada por compulsiva necesidad de comer cacahuates para calmar el nervio. Estaba próxima a casarse con un despistado señor que no imaginaba el premio mayor. A Susan le gustaban las de harina y era un secreto a voces su inclinación. Ella trataba a toda costa que le creyeran su bugués,
y el pobre hombre mientras tanto saboreaba el imaginado manjar.

Susana era responsable de un importante programa de salud que se pretendía implementar, para la prevención de diversas enfermedades que atacaban a la población universitaria. Salía en los medios y siempre tratando de ocultar poses machorras. Su futuro marido era en realidad un viudo sin hijos con cinco de canela mal despachado.

Cada uno tenía otra vida fuera de la imposición social. Cada quien ignoraba todo y lo sabía todo. Susanita era más macha que la salsa y el pobre hombre una caricatura. Cuando la madrina de Susanita la llamó para reprenderla severamente, Susanita se desabrochó los pantalones y se los bajó, dejando al descubierto su peludo culo. Se lo ofreció tal cazuela molera y se dejó venir.

Leonor se rechupó los dedos y la sodomizó, mientras le vibraba un dildo tamaño caguamón en el recto camino.

miércoles, mayo 21, 2008

Ignacio García: Concursitis Habemus



Para quien por imposible, hace posible estas líneas

En este blog, más de una vez hemos recibido (razones de unos y de los otros) detalles sobre escándalos sucedidos a raíz de los Premios Literarios llevados a cabo en México, llámese narrativa, poesía, cuento. Esto, naturalmente, no es nuevo. Allá por los finales de los 70’s un amigo nuestro participó en un concurso sobre ensayo que promovió la Universidad Veracruzana, que en esos días comandaba Roberto Bravo Garzón. El amigo participó con un escrito sobre los paralelos en la escritura entre Emilio Prados (Circuncisión del sueño) y de José Gorostiza (Muerte sin fin). Tan excelente era el ensayo, que Carlos Torres fue elegido como el ganador del evento literario; se le avisó vía telegrama y luego él confirmó de manera telefónica: había sido el ganador…Bueno, victorioso en tanto “la mano que mece la cuna” no impuso a uno de sus ahijados como el “verdadero” vencedor e hizo que todo se echara en reversa: “dice mi papá (literalmente) que siempre no”.
Por más enojos, denuncias públicas e insultos que lanzó a las autoridades universitarias y a ese remedo de jurado que ofició la tamaleada, mi amigo se quedó con un: Disculpa, nos equivocamos de nombre”…En los pasillos literarios del Puerto se recuerda bien el día en que Carlos le arrojó una copa de vino en la cara al señor rector.

Pasada la tormenta, el amigo se dio cuenta de su verdadero error, y se preguntó: “¿Se escribe –el escritor imagina, crea, se inspira y usa ese don especial-- para hacerle honor a la escritura misma, o para ansiosamente terminar pensando sólo y únicamente que su (a veces marmotreto) vaya a parar a un concurso literario de los cientos que existen…sólo para ver si es chicle y pega?”

Creo que no se equivocaba. Si bien respeto ampliamente a quienes terminada su obra inmediatamente ya están pensando en ponerlo a concursar, me gustaría conocer el punto de vista del porqué forzosamente tiene el escritor que encandilarse a esa compulsión en la que, si el libro no concursa, parece no haber valido la pena escribirlo. O mejor ¿se escribe para medirnos con otros y si no se sale triunfador el veredicto se interpreta ¿como qué? ¿Falta de calidad, sobrantes en el verso, hubo “tamal”, se requiere de más oficio?
Para estar seguro, he preguntado a una amiga que concursará apenas termine su obra. Su respuesta ha sido clara y simple: es la única oportunidad que veo de publicar, dice. Y enfatiza: “Si bien, en estos momentos no me atareo teniendo como objetivo premio alguno sino el puro vaciado de mi intimidad existencial en el cuaderno”. Ya luego, borrosamente, aparecerá la figura del concurso como medio único de verse editada.

Y sí. Aquí no nos referimos a quienes habiendo ya dejado lo último de su ser en la libreta de apuntes, decide de pronto que tal vez valga la pena poner el escrito en manos de un jurado “X”; si se gana bien, si no, nada podrá quitar al escriba la satisfacción de haber urdido en el fondo de su alma, esa obra. Me remito, más bien a esa nueva modalidad (sobre todo en muchos jóvenes poetas) de escribir para enfática y objetivamente participar en algún certámen: la concursitis en su apogeo.
Para esto, se toma como pretexto que los concursos están hechos para “estimular y alentar” a quienes escriben…Y los mal-entendidos sustituyen estas dos palabras: las invierten y creen que ese estímulo y aliento financiero puede ceder su lugar al Numen, a la Musa, a los dioses –quien sea que viene e invade al poeta y le hace parir versos salidos del más oscuro de sus rincones. Se sustituye la visión creativa, súbita, que emerge de lo inédito, por 30 monedas de plata.

Emile Cioran dice que “los poetas de hoy leen sólo a otros poetas; de ahí que haya en la actualidad tan malos poetas”. A esto hay que agregar el síndrome de la concursitis y preguntarnos si no por ello mismo es que el Premio Aguascalientes de Poesía 2008 se declaró ¡desierto!; y también porqué otros concursos de menor jerarquía, pero al fin “retadoras de poesía” andan metidos en escándalos de vecindario. Si a estas dos situaciones agregamos que los concursos de poesía estàn diseñados para recibir sòlo poemas "inéditos", ya se ve que el encauzamiento y destino de la escritura del poeta va ceñida a la visión de "a ver de a cómo es el asunto".

***
Nadie mejor que Rainer María Rilke, supo ver la radiografía del alma en el perpetrador de versos (y que cae como dogal al cuello a escritores de otros géneros). En su Cartas a un joven poeta, Rilke apunta:

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?". Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso”.

Existe en este breve párrafo de Rilke, toda la respuesta a ¿para qué se escribe? ¿De verdad es el destino de un libro la, no pocas veces, farsante convocatoria de un concurso en el que de antemano ya se sabe quién será el ganador? ¿Se necesita tanto el dinero que se es capaz de poner a la literatura por encima de ella? (si bien no siempre es el caso y existen honrosas excepciones) O ¿se trata de que el escriba, como el boxeador o el maratonista o el deportista extremo, se empareje a ellos para medir fuerzas con otros escritores para ver, no por qué le mata el escribir sino por qué se mata escribiendo?

Tal vez estoy equivocado y ya la escritura es ahora un acto en el cual se toma la pluma pensando si lo escrito va o no a gustar al jurado-falsificador, en vez de sentir –como bien apunta Rilke—que si no escribo, siento que me muero…sin importar a dónde van ir luego a parar mis papeles. O quizá, ya soy obsoleto y la nueva tendencia en literatura no es ya colocar a la poesía en el vaso que más le agrada, pues los hombres la han despreciado (otra vez, Rilke dixit), sino el ser absorbido por la mecánica consumista, de competencia ( a veces desleal) y el deseo ferviente de poseer un papel que engorde mi currículo, para que el día que se lea ante nutrido auditorio, no pase desapercibido que gané el Concurso Literario de la Feria de las Flores de Cocotitlán, Edo de México.

No sé. Tal vez hablo así porque, si bien me he visto en penurias económicas de esas que deprimen, no me he atrevido a colocar como punta de lanza a la solución monetaria, a uno sólo de mis versos… Y, obvio, se me puede acusar de insensible por no comprender a quienes concursan porque su depresión es peor que la mía, y el dinero les urge. Si así es, mi solidaridad para todos ellos.
Como sea, no dejaré de leer, una, dos, tres veces al año, esa Carta en donde Rilke me arranca de la tentación de quebrar el vaso donde –transparente el agua—conservo el cuerpo de la poesía; a la vez que me dejo recitar por las noches estas últimas palabras del gran poeta alemán:

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá como su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas [y concursos] se interesen por sus trabajos. Pues verá usted en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida”.