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jueves, junio 24, 2010

LOS ELEMENTOS DEL REINO - 28-06-2010



LOS ELEMENTOS DEL REINO

ULTIMOS APORTES


EN ESTE NUMERO


Presentamos lo que pudo haber sido el inicio de la Quema de libros por parte de gobernantes que veían en la inteligencia un peligro a su ignorante dominio...Como se verá, la práctica aún no se ha extinguido y tardará un poco más en hacerlo. Y, ya que es China donde ocurre el hecho, añadimos un trabajo de esos que acostumbra John Cage, cuando cree que un haiku son teclas del piano que se tocan con los puños; trabajo breve pero disfrutable totalmente. Asimismo publicamos un escrito de Lyn Yutang que ya contiene su Introducción debida. Al final y para no perder la brújula, no quisimos quedarnos atrás con este homenaje que Magú hace de Carlos Monsiváis, lector de un libro que desde niño acostumbró como tarea esencial de aprendizaje: la Biblia, sin duda alguna el libro que más veces se ha salvado de la hoguera.

Lyn Yutang





John Cage




EME











Lyn Yutang: De Flores y Mujeres



De un libro casi inencontrable de Lyn Yutang y de título La importancia de vivir, presentamos esta hermosa seccción de uno de las obras más impactantes que han pasado por mis ojos; no sólo por el precioso desenfado con que el autor escribe sobre temas diversos, sino porque siendo él chino, con muchos años viviendo en Norteamérica, contrasta nuestra (no pocas veces) absurda manera de vivir, con la de un desentendido por lo material, lo angustiante, el estrés y el consumismo; un hombre que página tras página de su escrito va dejando en su lector el envidiable sabor de una vida saturada de felicidad, sin que para ello se tenga que poseer absolutamente algo. Prometo volver a publicar algún otro de las muchas importantes reflexiones de Lyn para el disfrute de un respirar sin resistencia alguna.

I.G.


DE FLORES Y MUJERES
Lyn Yutang

Uno no debería ver cómo se agostan las flores, cómo se hunde la luna bajo el horizonte, o cómo mueren en su juventud las mujeres bellas.
Debe uno ver las flores cuando están en flor, después de plantarlas; la luna cuando es llena, después de esperarla; un libro cuando está terminado, después de empezar a escribirlo, y las mujeres bellas cuando están alegres y felices. De lo contrario, nuestro propósito es fallido.
Se debe mirar a las mujeres bellas en su arreglo matinal, después de que se han empolvado.
Hay caras que son feas pero a las que se puede mirar, y otras caras que no pueden ser miradas, aunque no son feas; hay escritos que son hermosos aunque no gramaticales, y hay otros escritos que son muy gramaticales, pero repugnantes. Esto es algo que no puedo explicar a personas superficiales.
Si uno ama las flores con el mismo corazón que ama a las mujeres bellas, siente un especial encanto en ellas; si uno ama a las mujeres bellas con el mismo corazón que ama a las flores, siente una especial ternura y un afecto protector.
Las mujeres hermosas son mejores que las flores porque comprenden el lenguaje humano, y las flores son mejores que las mujeres hermosas porque irradian fragancia; pero si no se puede tener ambas cosas a la vez, se debe renunciar a las fragantes y tomar las que hablan.
Al poner flores en jarrones de color de hígado, se las debe arreglar de modo que el tamaño y la altura del jarrón hagan juego con los de las flores, y que hagan contraste con ellas el matiz y la profundidad de su color.
Casi todas las flores seductoras y hermosas no son fragantes, y son casi siempre mal formadas las flores que tienen capa tras capa de pétalos. ¡Ay, rara es una personalidad perfecta! Sólo el loto combina ambas cosas.
La flor de ciruelo hace que el hombre se sienta inteligente, la orquídea hace que el hombre se sienta recluido, el crisantemo hace que el hombre tenga el corazón sencillo, el loto hace contento al hombre, el haifang de primavera hace apasionado al hombre, la peonía hace caballeresco al hombre, el bambú y el bananero hacen encantador al hombre, el hait'ang de otoño hace gracioso al hombre, el pino hace que el hombre se sienta como un recluso, el wut'ung (sterculia platanifolia) hace limpio de corazón al hombre, y el sauce hace sentimental al hombre.
Si una belleza tiene cara de flor, voz de pájaro, alma de luna, expresión de sauce, encanto de un lago en otoño, huesos de jade y piel de nieve, y corazón de poesía, yo estaría perfectamente satisfecho. (¡Ya lo creo!, Lin Yutang)
Si no hay libros en este mundo, nada queda por decir, pero como los hay, es preciso leerlos; si no hay vino, nada queda por decir, pero como lo hay, es preciso beberlo; si no hay montañas famosas, nada queda por decir, pero como las hay, es preciso visitarlas; si no hay flores ni luna, nada queda por decir, pero como las hay, es preciso gozarlas y "jugarlas"; si no hay hombres de talento y mujeres hermosas, nada queda por decir, pero como los hay, es preciso amarlos y protegerlos.
La razón por la cual el espejo no llega a ser enemigo de las mujeres feas es que no tiene sentimientos; si los tuviera, se habría roto en pedazos.
Siente uno ternura hasta por una flor en maceta cuando la acaba de comprar; ¡cuánto más tierno ha de ser hacia una "flor que habla"!
Sin vino y poesía no tendría propósito la existencia de las colinas y el agua; sin la compañía de mujeres hermosas se desperdiciarían las flores y la luna. Los hombres de talento que son guapos a la vez, y las mujeres hermosas que a la vez saben escribir, no podrán vivir largo tiempo. Esto no es solamente porque los dioses tengan celos de ellos, sino porque este tipo de personas no es sólo el tesoro de una generación sino el tesoro de todas las edades, de modo que el Creador no quiere dejarlas demasiado tiempo en este mundo, por temor al sacrilegio.

En La importancia de vivir. Traducción de Román A. Jiménez, Editorial Sudamericana

John Cage: Variaciones sobre un haiku de Basho



VARIACIONES SOBRE UN HAIKU DE BASHO
John Cage

El haiku japonés no tiene un significado fijo. Sus palabras no están definidas sintácticamente. Cada una puede tomarse como un sustantivo, un verbo, un adjetivo o un adverbio. Así, en una noche, un grupo de japoneses puede entretenerse descubriendo nuevos significados en viejos haikus.
Este es un poema de Matsuo Bashõ.


Matsutake ya
Shirano ho no ka no
Hebaritsuku.

Traducido en sustantivos diría:

Pino hongo
Ignorancia hoja del árbol
Adherencia

R. H. Blyth lo traduce así:


La hoja de un árbol desconocido
está pegada
sobre el hongo.


Se lo mostré a Toshi lchiyanagi, quien dijo: no es una traducción muy interesante. Le pregunté cómo lo traduciría. Respondió que lo pensaría, y dos días después vino con esta versión:


El hongo ignora
que adherido a él
hay una hoja.

A lo largo de cinco o seis años, después de comprender la idea, ensayé dos versiones más; una:


Lo desconocido
une
hongo y hoja.

y por último:


¿Qué hongo?
¿Qué hoja?



Desde el punto de vista estricto esta versión no es precisa, pero el hecho de que el poema esté compuesto por preguntas en lugar de afirmaciones sugiere ignorancia y su yuxtaposición sugiere adherencia

Traducido por Rafael Vargas - 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados

EME: La quema de libros



LA QUEMA DE LIBROS

Desde el siglo III antes de nuestra era hasta la actualidad, la quema de libros ha sido utilizada repetidamente como una herramienta por parte de las autoridades tanto políticas como religiosas para suprimir opiniones discrepantes que son vistas como una amenaza para al status quo. Estas prácticas están vinculadas con el fanatismo ideológico y suelen acompañar a conflictos bélicos y revueltas.

Las quemas de libros suelen realizarse en público, sin embargo es común que esto provoque justamente lo contrario de lo que se busca y se de una gran publicidad a los libros que se quería hacer desaparecer, del mismo modo que cuando la iglesia recomienda a sus fieles no leer un libro, este se dispara en ventas. Es por este motivo que muchas quemas de libros también se han hecho en privado. Cuando los libros son retirados y almacenados en privado por las autoridades, puede no ser quema de libros literal, pero la destrucción del legado cultural e intelectual es la misma.

Este tipo de censura puede aplicarse no sólo a libros, también a cualquier forma de arte y de almacenamiento de cultura: dibujos, estatuas, grabaciones, páginas de internet. Y es que cuanto más y más variado se lee, más se piensa, algo que desde el poder con frecuencia se ha intentado impedir. (1)
Dice Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro: En el siglo en que vivió Enrique de Villena apenas habría teólogo, que abriendo un libro donde hubiese algunas figuras geométricas, no las juzgase caracteres mágicos, y sin más examen le entregase al fuego... un francés, llamado Genest, viendo un manuscrito donde estaban explicados los Elementos de Euclides, por las figuras que tenía se imaginó que era de nigromancia, y al momento echó á correr despavorido, pensando que le acometían mil legiones de demonios, y fue tal el susto, que murió de él.


LOS CHINOS A LA CABEZA

Una de las primeras quemas de libros de las que se tiene constancia fue realizada por el primer emperador de China, Qin Shi Huang, perteneciente a la dinastía Qin (221-206 aC). Fue el responsable de la unificación de China al absorber varios reinos colindantes al suyo. Tras la unificación se pasó de una organización feudal a un estado centralista, convirtiendo en estándares para toda China las costumbres e ideales de su anterior reino de Qin: se unificó la moneda, la escritura, el largo del eje de las ruedas para facilitar el transporte y también eliminó todas las fortificaciones que antes habían separado los reinos.

El miedo a una rebelión hizo que se requisaran todas las armas y se almacenaran en la capital. Su primer ministro Li Si sugirió eliminar la libertad de expresión y unificar el pensamiento y las opiniones políticas, justificándolo en que los intelectuales no estaban de acuerdo con el nuevo gobierno y podían resultar peligrosos.

Empezando en el año 213 aC, se quemaron por decreto imperial todas las obras de las Cien escuelas del pensamiento, que es como se conocían las distintas escuelas abiertas entre el 770 y el 221 aC. La única escuela que se salvó fue la que tenía el propio Li Si, una escuela de filosofía que enseñaba el legalismo, una corriente filosófica opuesta al confucianismo y que defendía los intereses de los terratenientes y del gobierno, con una visión materialista del mundo y que buscaba el fortalecimiento del monarca.

Los libros de historia existentes también fueron eliminados y desprestigiados. El propio Qin Shi Huang reescribió la historia. Cualquiera que discutirese lo que decían los nuevos libros sería condenado a muerte junto a su familia, si las autoridades competentes conocían y no denunciaban uno de estos casos también eran condenados y todos aquellos que no hubieran quemado los antiguos libros tras treinta días a partir del decreto serían enviados al norte como convictos para trabajar en la construcción de la gran muralla. Algunos intelectuales y estudiantes de las distintas escuelas que se opusieron a la quema fueron enterrados en vida, de ahi que se conozcan estos echos popularmente como la quema de libros y el entierro de eruditos. Las únicas obras indultadas fueron las de medicina, agricultura y adivinación.

La dinastía Qin duró pocos años y su precipitada caída se atribyó en parte a estas absurdas persecuciones. El gobierno de China quedó en manos de la dinastía Han (206 aC - 220 dC), con la que el confucianismo fue revivido y se convirtió en la ideología oficial del estado imperial. Por desgracia muchas de las otras escuelas de pensamiento ya habían desaparecido definitivamente.

Los conocidos guerreros de terracota, más de 7000 figuras a tamaño real encontrados en 1974 cerca de Xi'an, son parte del mausoleo de Qin Shi Huang.

(1) En México es muy común que el tiraje de algún diario o revista sea "adquirido" en su totalidad, si entre sus páginas viene algún escrito adverso al gobernante en turno. Tarea que se está volviendo casi inútil gracias a la Internet; cuando menos lo piensan los uni-compradores, ya el reportaje "en su contra" está en la web, además de aumentar el interés de la gente del porqué del "secuestro-express" de la información en papel.

martes, junio 22, 2010







LOS ELEMENTOS DEL REINO


ULTIMOS APORTES

Decía José Emilio Pacheco que Carlos Monsiváis era el único escritor que la gente reconocía en las calles. Era cierto. En aquella época del RAC Veracruzano, en que se realizó un maratón con escritores de primera línea que se presentaban cada semana; nos tocó a Marcela Prado (presidenta del grupo) y a éste que escribe, ir por Monsi al aeropuerto. El vuelo llegó a las 6:40 pm... todos nosotros hasta las 11:00 pm al Hotel Diligencias; y es que apenas apareció por los pasillos del aeropuerto Monsi, la foto, el autógrafo, el simple saludo, la entrevista, etc. Monsi sólo se escondía, no muy discretamente, de los empleados y cámaras de la "caja idiota" (término que él asignó a la TV de Televisa).

Su charla en aquella ocasión, en el auditorio del Museo de la Ciudad, duro casi dos horas, pero apenas si saboreamos una milésima parte de este escritor, cronista de la ciudad de México, quien tenía en la cabeza o un chip (inventado por él mismo) o alguien del "más allá" le dictaba lugares, tiempos, personajes, los más mínimos detalles: toda una biblioteca ambulante. Por cierto, su plática versó en mucho sobre la realidad política mexicana; un asunto al que siempre estuvo atento y --sin miedo a las represalias como muchos suelen sufrirlo-- se refería sin medios tintes a ello con santo y seña...Tanto que el propio alcalde de aquellos tiempos (y patrocinador de todo el evento) salió también "rasurado" por la ironía del autor de "A ustedes les consta".

En esta entrega, recopilamos algunos artículos y entrevistas que darán al lector un más amplio panorama de uno de los más grandes genios que ha dado México; uno que lo mismo le daba ir de mezclilla a asuntos de diplomacia, que olvidar peinarse, marchar con los gays, vestirse de sacerdote y hacer algunas paráfrasis del Apocalipsis bíblico, como éste:



Bienaventurado el que lee, y más bienaventurado el que no se estremece ante la cimitarra de la economía, que veda el acceso al dudoso paraíso de libros y revistas, que en estos años de ira, de monstruos que ascienden desde la mar, de blasfemias que descienden para cercenar el tartamudeo, y de dragones a quienes seres caritativos filman y graban el día entero para que nadie se llame a pánico y se les considere criaturas mecánicas y no anticipos del feroz exterminio



Elena Poniatowska





Luis González de Alba







Luis Gastélum






Entrevista


Elena Poniatowska: ¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?

¿QUÉ VAMOS A HACER SI TI, MONSI?
Elena Poniatowska


Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tú eres el enfrentamiento más lúcido al autoritarismo presidencial, el enfrentamiento más lúcido a las actitudes absurdas cuando no corruptas de las dos cámaras, el enfrentamiento más lúcido a los abusos del poder, la denuncia más ingeniosa y persuasiva de las actitudes y del lenguaje de los políticos, tú nos has hecho brindar contigo y sonreír con tu “Por mi madre bohemios”, que tiene tantos años de vida. Tú eres el enfrentamiento a nuestra clase política y a nuestra clase empresarial, tú confrontas decisiones y declaraciones tramposas e irreales y te indigna que nuestros tiempos sean los de la impunidad.
Tu mensaje esencial es el de la pérdida de majestad del poder presidencial, tu mensaje esencial en 1985, durante los dos terremotos, fue enseñarnos que a la hora de la desgracia podíamos organizarnos solos y hacerlo con más nobleza y más eficacia que ninguna instancia en dar como lo hicimos, si corríamos nosotros la suerte de todos, si corríamos a buscar picos y palas a la tlapalería, tu mensaje fue ennoblecernos y hacer que creyéramos en nosotros mismos, porque tú eres la nobleza misma, el compromiso mismo, la defensa de los derechos humanos, la indignación y el llanto en Acteal, la frase que alguna vez exclamaste tú que jamás, jamás decías groserías: “¡Ahora sí que no tienen madre!”
¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? ¿Cómo vamos a entendernos? ¿Cómo vamos a comenzar el día sin tus llamadas telefónicas? ¿Cómo sin tu risa entrañable? A todos nos dabas algo temprano en la madrugada y amanecíamos con tus consejos, tus críticas, tu bárbara e inconmensurable información.
Ya a las siete habías leído todos los periódicos pero también, Monsi, habías leído todos los poemas, habías analizado todas las noticias, pero también habías escrito tu “Nuevo catecismo para indios remisos”, ya a las ocho de la mañana tenías una idea muy clara de hacia dónde se encaminaba el gobierno, qué nueva felonía nos esperaba pero sonreías porque habías salvado con un solo telefonazo a un gato o a un perro o a un toro o a un niño o a una mujer o a un muchacho desbalagado en esta vida entre el Metro Portales y el Villa de Cortés.
¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi, cómo vamos a seguir? Nunca entendimos cómo pudiste estar en tres o cuatro lados al mismo tiempo. Tu don de la ubicuidad abarcaba la pintura, la poesía, el humor, la crítica, la lucha por la justicia, el amor a los demás. Tu don de ubicuidad y tu capacidad creativa –incomprensible para mí– te hizo recoger lo más bello de México para fundar museos y hacer libros, porque antes que el del El Estanquillo, que todos llamamos “Monsiváis”, hiciste otras colecciones, otros museos, investigaste en otros archivos, recuperaste a Leopoldo Méndez y a todo el Taller de Arte Popular, luchaste con ellos contra el fascismo como luchaste al lado de los moneros, de Gabriel Vargas y La Familia Burrón, de Rius, de El Fisgón, de Hernández, de Rocha, de Ahumada, de Naranjo, que ahorita ha de estar mirando incrédulo la pared de enfrente, en su restirador.
Si la sociedad que se organiza, si el cine mexicano, si la trivia, el pudor y la liviandad, si los movimientos sociales son tus grandes temas, el Movimiento Estudiantil del 68 es el que nos atañe a todos, es la punta de flecha del cambio que tú buscas, el de la protesta popular y el de la resistencia civil.
Luchaste como nadie contra la desinformación, viajaste por todo el país, ibas de Oaxaca a Hermosillo, la frontera para ti, Tijuana, Ciudad Juárez, Laredo, fueron ciudades que te brindaron algunas de tus grandes emociones y tus grandes preocupaciones. Fuiste consulta obligada, fuiste pilar del Proceso de don Julio Scherer García y fuiste un observador muy atento de la la lucha contra el narcotráfico y un defensor absoluto del Estado laico. En cambio, te sorprendió y te alegró que los mexicanos demostraran en el Zócalo su respeto por sí mismos y su posibilidad de nacer de nuevo y ser otros al posar desnudos frente a Spencer Tunick.
¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Aquí caminamos a tu lado, sonreímos contigo, cantamos contigo, a ti te gustaba cantar y eras muy entonado, te gustaba reírte y reír contigo nos hacía sentirnos casi dioses. Aquí nos tienes a todos desolados y conmovidos, aquí nos tienes destanteados, aquí nos tienes dolidos hasta la médula preguntándote: ¿por qué nos hiciste eso? Y si nos hiciste eso, ¿por qué no nos preparaste mejor?
Aquí están doña María, Bety y Araceli y Marta Lamas y Jesus y Raquel y Chema y Lilia y Jenaro y Alejandro y Rolando, y Neus y Cheli y Julia y Sabina y Javier y Braulio y Margo y Alejandra y Enrique, y no está Bolívar porque se te adelantó, a lo mejor lo vas a ver, a lo mejor abrazas a Saramago, con quien viajaste a Chiapas en los noventas. A la que sí vas a ver, seguro, es a doña María Esther, que supo educarte como a nadie, que te hizo leer la Ilíada desde muy niño, que te enseñó la biblia de memoria, que te hizo pensar como piensas ahora, con esa inmensa inteligencia que a todos nos deslumbra.
¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tú nos abriste puertas a otros mundos, a un mundo raro como ironizarías en este momento, tú te lanzaste antes que nosotros, tú defendiste las causas de los más indefendibles en el sentido de que nadie los cuida, tú nos abriste puertas antes impenetrables. Soy una señora de 78 años, con 10 nietos tras de mí, y quiero decirte que nada en los últimos meses de tu enfermedad me ha conmovido tanto como el amor que te tiene Omar. Su dolor te honra, su entrega es tu trofeo y a mí me hace entender lo que significa la existencia real del amor sin límites, el amor que no tiene fronteras sexuales y ese amor me enaltece como enaltece a todos los movimientos de reivindicación o de identidades diversas en mi país, en tu país, en el país de todos nosotros que estamos aquí de pie a tu lado, caminamos a tu lado y vamos a seguir, juntos codo a codo denunciando lo que tú denunciabas y celebrando la congruencia, la ironía, el compromiso, el clamor por la transparencia, el “No sin nosotros” de 1996 y el “Nunca más un México sin nosotros” de los indígenas de Chiapas.
¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tus causas serán nuestras causas, tu defensa de las minorías, nuestra defensa, no seremos estatuas de sal, somos, eso sí, tus amores perdidos, pero tú siempre serás el gran amor que enaltece y que todos buscamos en la vida.
¿Qué va a hacer México, sin ti, Monsi?

Un testigo del Apocalipsis Citadino



Carlos Monsiváis,
un testigo del apocalipsis citadino


A sus 70 años, Carlos Monsiváis tiene miedo. El temor es a que un día la sintaxis acabe por ahorcarlo, que entre frase y frase quede atrapado en un paréntesis sin salida. Se sofoca al pensarlo, y más al decirlo, sin embargo es su sello. Monsiváis habita en el jardín de las frases que se bifurcan. ¿Un género o un personaje? ¿Un cura o un Santa Clós? ¿Un ensayista o un periodista? ¿Un ser ubicuo o una forma de ver? ¿Qué es Monsiváis? Antes que nada, el habitante de la Portales que este domingo llega a las siete décadas de existencia, el cronista omnívoro de una ciudad agonizante. El paisaje es el habitual en su estudio: libros, libros y más libros, en muebles, sillones y piso. Y en el centro de la habitación: tras un escritorio, el eje del caos, corrigiendo a mano una cuartilla mecanografiada, iluminado por la tenue luz de una bombilla. “A todos nos interesa la edad. Se vive como un regocijo un tiempo, y después se vive como un paréntesis entre el regocijo y la malignidad. A fin de cuentas se acepta con ese desinterés que es la resignación”, reflexiona el autor de “Amor perdido” en entrevista.


— ¿Cómo va a festejar sus 70 años? —


Conmemoraré —con un tono dolido de placa en un edificio—, sintiendo que ni modo y que qué bien y que pudo haber sido de otra forma, y que ya que no fue de otra forma, tengo que cambiar las definiciones de lo que significa estar a gusto. En conjunto, puedo decir que la voy a pasar bien, porque aunque me aguarda mucho menos por venir, tengo la posibilidad de equilibrarlo con un recuerdo impreciso, borroso y por tanto, estimulante, del pasado.


— Retomó a Leduc, ¿ha hecho obra perdurable? ¿Ha tenido, de la mosca, la voluntad tenaz? —


No haremos obra perdurable. La voluntad tenaz de la mosca tal y como lo dijo el gran Renato Leduc, se da o no. Yo creo que a estas alturas ya pocos disponen de obra perdurable: Jaime Sabines, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Alfonso Reyes, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Fernando del Paso, tienen una obra perdurable. Para la mayoría la eternidad consiste en el aprecio, aquí podría decirse ... que infinito, de la eternidad de 15 minutos. — ¿Cree en eso que se llama madurez?

— Si por madurez se entiende la capacidad de observar y de observarse a uno mismo o a una misma, sin prejuicios y sin obstinarse en adjudicarle a la realidad las limitaciones propias, la madurez es estimable y puede disfrutarse durante varias etapas.


— En México el tiempo se divide en sexenios, ¿hay alguno que recuerde con nostalgia?


— Sí, el que viví como adolescente y joven, el de don Adolfo Ruiz Cortines. No era un gobernante excepcional, quizás era muy prudente en el sentido de la acumulación, porque no dejó dinero. Era adepto a las políticas del compadrazgo y la malicia. “Tenía frases que sólo servían para el choteo: “Al trabajo fecundo y creador”, “Un solo camino: México”, “Todas las libertades, menos una: la libertad de acabar con las demás libertades”. Eso sería el pintoresquismo de la corbata de moño y la idea de la vejez como signo de prudencia y capacidad de conducción de un país. “El tiempo en que fue presidente y en que yo lo veía como el viejito Ruiz Cortines, fue entre los 61 y 67 años. Así es que yo que hablaba del viejito Ruiz Cortines tengo que comerme piadosamente esas palabras. “Esa etapa no tuvo la intensidad y la vitalidad del sexenio anterior, el de Miguel Alemán Velasco, en cuanto a la vida de la ciudad de México se refiere, y no en cuanto al saqueo y el despojo. Me refiero al mambo de la ciudad, los lugares nocturnos, los compositores, la vida febril, las prostitutas como una danza inacabable de los callejones. “Aunque no tuvo esa intensidad, el sexenio de Ruiz Cortines extendió libertades sociales hasta ese momento desconocidas y que hoy parecerían ridículas. Entonces uno apreciaba poder estar en el Tenampa hasta las tres de la mañana, entrar en un antro y salir de él a las cinco y media de la mañana y ver formadas a la entrada a las señoras que iban por la leche porque el antro se transformaba en lechería. Había que aprovechar los espacios. “O ver en un lugar que se llamaba Cero en Conducta —título imborrable de un gran filme francés (de Jean Vigo), adaptado a las circunstancias de la colonia ... de los Doctores— a una cómica vieja especializada en lo que entonces se llamaban leperadas, y que retaba a los clientes a competir con ella en albures en el pizarrón. “Era invencible. Tenía un repertorio exhaustivo de lo que eran malas palabras, antes de que las bendijeran el cardenal de Guadalajara y el gobernador de Jalisco. Desde mi inocencia todavía no reconvertida por la autoayuda, me parecía notable que esa señora —ya no una promesa de ruina, sino una ruina en acto—, pudiese tener esa agilidad mental y que fuera un coro de carcajadas lo que iba celebrando el momento. “Esos lugares, esa libertad imaginativa, combinada con la represión, con el hecho de que nadie estaba seguro de sus libertades porque nadie estaba seguro de merecerlas. Eso y el anuncio de lo que sería la explosión del 68 me lo vuelve inolvidable. Más que el sexenio de Díaz Ordaz en el que aparte de la explosión festiva y luego trágica del 68 sólo tengo como recuerdo un autoritarismo hosco y francamente detestable”.


— ¿Cómo ha evolucionado la ciudad desde ese entonces?


— Ha cambiado demasiado. De una ciudad amistosa, a pesar de todo, se ha pasado a una ciudad hostil, si uno la quiere recorrer, divertida, con un énfasis funerario en el término, y agonizante. “Esta es una ciudad agonizante, se diga lo que se diga. Uno lo percibe en el tránsito, en la idea del agotamiento del agua, uno lo tiene muy en cuenta cuando se enfrenta a los temas del empleo. “Un embotellamiento disuelve la idea entusiasta que cada quien tenga de sí mismo. En un embotellamiento se aplastan los orgullos y caen en la sombra las vanidades. El embotellamiento es un comercial del fin de la ciudad de México. “Es un fin inevitable y lo que queremos todos es pedirle a la ciudad que se aguante tantito, de aquí a que cada quien emprenda el viaje a donde lo emprenda, y que ya después haga lo que quiera porque no tiene remedio.


— Hay quien opina que Carlos Monsiváis es un género... —


Eso lo dijo Octavio Paz de una manera extremadamente cordial. Creo que soy un periodista. Si así se quiere, un escritor, pero uno no se llama a sí mismo escritor, en todo caso deja que le ...
digan. Ser escritor es un juicio del lector. “Si soy un género soy un mínimo y frecuente género periodístico que halla en el ejercicio de la crónica, el ensayo o el artículo, los alicientes necesarios para no caer en la idea de que ya todo está dicho, de tal manera que los lectores lo piensan antes de emprender la frecuentación de los textos. “Como género, si ilusamente creo serlo, sería uno de los géneros colaterales de un periodismo hecho ya en lo central por la frecuentación de la catástrofe”.


— En Google su nombre tiene 249 mil entradas ¿Qué le dice es presencia tan vasta en el ciberespacio?


— Me permite protestar a nombre de los derechos de la vigilia por tanto ocio.


— ¿Todavía sigue yendo a marchas? —


Sí, pero menos. —


¿Se ha desgastado el discurso de la marcha?


— No, me he desgastado yo. No tanto por el cansancio, que sí influye —la edad es un aditamento de los pies—, como por el hecho de que ser conocido me somete a la nueva tortura contemporánea: las fotos. Todo mundo trae cámara. Pueden no traer reloj o haber perdido la camisa en un asalto, pero cámara fotográfico la tienen todos. “Me ven y me dicen: usted cómo se llama. Les digo mi nombre. ¿En serio se llama así? Ese es mi nombre. No importa, tómese una foto conmigo. Y eso duele. “Creo que hay que controlar las marchas. No se puede atentar contra los derechos de terceros nada más porque sí. Las marchas que tienen sentido y muchísima razón de ser sí respetan derechos de terceros. Las que son nada más porque sí, son un acto de hostilidad cívica. Si no se empecinan en hacerlas como si fueran excursiones al Popo, entonces tienen sentido.


— ¿Ya empezó a escribir sus memorias? —


Sí, no como memorias, sino como crónica de una etapa, ubicándome necesariamente en el centro y necesariamente en los márgenes. Vale la pena evocar, siempre y cuando uno posea la objetividad suficiente para que sepa que en el momento en que uno está centrando la crónica, el relato o las memorias en uno mismo, está mintiendo. Uno no ha sido el centro de las circunstancias en que se desarrolla. Ha sido ...—porque no le queda de otra— el centro de su vida, pero no más.


— ¿Espera algún día ver su nombre en letras de oro en el Congreso? —


Si consigo unos amigos que estén dispuestos a penetrar a altas horas en el Congreso y pongan mis letras de oro en aluminio y luego las quiten rápidamente porque ya viene el cuerpo de seguridad, sí.


— ¿Se volvería a poner un traje de cura, como en la cinta “Un alma pura”? —


Desde luego. Tengo una vocación sacerdotal que no se ha cumplido por falta de fe, por falta de pertenencia a una Iglesia y por falta de reconocimiento de los fieles. Me gustaría en una lápida la leyenda: Al cura desconocido. Sería una bonita manera de reconocer que la falta de fe no impide la capacidad de absolver almas.


MÉXICO, D.F., mayo 3 (EL UNIVERSAL).-

Luis González de Alba: Carlos Monsiváis, el gran murmurador



Carlos Monsiváis: El gran murmurador
por Luis González de Alba

Extraño caso el de Carlos Monsiváis: es uno de los autores más presentes de la literatura mexicana y, sin embargo, su figura es elusiva. ¿Quién es Monsiváis más allá del mito que él mismo ha fomentado? ¿Cuáles son sus contribuciones objetivas a la democracia y cuáles sus tropiezos? ¿Dónde descansa lo mejor de su obra? Álvaro Enrigue y Luis González de Alba visitan el agitado mundo Monsiváis.


El de la voz declara:
Que nunca le ha entendido a Carlos Monsiváis, ni cuando habla ni cuando escribe. Cuando habla, por problemas de fonética; cuando escribe, por su prosa pétrea, plúmbea, difícil de desembrollar; y que, cuando uno se toma esos trabajos, descubre que no valía la pena: no era sino otra cuchufleta muy alambicada.
Que siempre ha intentado leerlo, puntualmente y sin falta. Ha comenzado casi todos sus libros, y sus artículos también. No los termina porque lo derrota la creciente convicción de que toda esa retorcida sintaxis no es producto irremediable de dificultades conceptuales y sólo conduce a la gris planicie de otro chistorete. Es decir, el apuro del lector no proviene de la materia; no es que, digamos, trate uno de desentrañar un artículo de Feynman sobre el positrón o, ya de perdida, uno de Lacan o de esos franceses pesaditos tan alabados en universidades de Nueva York. No: el problema es que, una vez cumplido el arduo análisis, resultan escopetazos contra moscas o contra lobos ya muertos.
Que lleva casi cuarenta años tratando de desentrañar el significado de los siguientes párrafos en los textos más celebrados del Cronista: “La manifestación sería democrática. Tal era el carácter del Movimiento Estudiantil y todo se ajustaba a ese designio”. ¿A cuál designio? ¿Cómo es democrático un hecho que no comenzó a existir sino con esa manifestación, la encabezada por el rector de la UNAM? Otro más: “Unos días antes, el 22 de julio, dos pandillas, los Ciudadelos y los Arañas, obligaron al encuentro de estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 con alumnos de la Preparatoria Particular ‘Isaac Ochoterena’. Al día siguiente el pleito continúa...” ¿Cuál pleito? ¿No era un encuentro de estudiantes?
Su celebérrima crónica sobre la manifestación silenciosa en septiembre de 1968 está construida de ladrillos como este: “Porque llega el tiempo en que el cúmulo de las situaciones vividas, de tan extremo y de tan recordado, deja de proyectarse ante nuestros ojos como película o como desvarío y abdica de su calidad episódica para mostrarse como nuestra carne y nuestra sustancia, inflexión de la voz y titubeo en el andar.” Dejemos de preguntarnos qué es la “falsa altanería” que el Cronista atribuye al latinoamericano frente a la Historia, y atendamos lo siguiente: “Carne y sangre de nuestro conocimiento...” Y aún mejor: “El reacomodo del país ha decretado la suspensión de la credulidad ante el prestigio de un currículum vitae, ha obtenido la extinción del concepto ‘vida ejemplar’.” No, no lo vuelva a leer; espere a 2048 y pregunte a sus biznietos: quizá las supercomputadoras cuánticas tengan la respuesta.
Las frases anteriores fueron escritas en 1968 y reunidas en un libro de 1971. Esta –“Por cortesía de la Naturaleza, en 1955 se trastorna el uso del espacio público en 1985, luego del terremoto del 19 de septiembre”– es del domingo 25 de abril de 2008... y es idéntica a las anteriores. Como dijo Napoleón ante las pirámides: ¡Oh, lectores, cuarenta años os contemplan! Pero más secretos han soltado las pirámides que esta prosa. Veamos: ¿en 1955 se trastornó el uso del espacio público en 1985? No es que esté en desacuerdo, es que sencillamente lo he leído 27 veces e ignoro qué dice.
Ocurre lo mismo párrafos después, mismo texto, misma fecha: “1988 es también el fin de la idea que sitúa lo público nada más en espacios físicos, donde se vuelve un comentario entusiasta o agreste de lo privado, en la prensa, la radio, la televisión.”

El de la voz declara y aclara:
Por esta elemental causa: incapacidad para entender, esta nota no es un intento de analizar la Obra, sino un somero asomo al personaje llamado Carlos Monsiváis, a su presencia como opinante y a los resortes de su poder. Porque, ¡ah, sí!, despliega un poder, de eso no hay duda. El lopezobradorismo lo supo desde un principio y sobre Monsiváis montó el atractivo que deslumbró a buena parte de la República de las Letras.
No fueron las letras propias sino su temprana voracidad por la lectura, admirable, aunada a los muchos gigas del disco duro en que almacena esa información, lo que dio al joven Monsiváis sus primeros éxitos. Eso y su gran habilidad para arrancar la risa del público, su dominio de un humor que no se atreve a dar el nombre del objeto burlado y, sobre todo, su habilidad para ser oportuno: se burla de quien se espera que haga burla y elogia a quien se espera que elogie. Ambos géneros los despliega con innegable talento.
De la Obra no hay mucho qué decir: cada nuevo libro recoge artículos ya publicados, y con cada decenio el esquema humorístico ha venido mostrando, con la repetición ad náuseam, su sencilla estructura: elegir un personaje indefendible y elaborar una ocurrencia a sus costillas. Si el objeto del humor es ya una piltrafa, la burla se hace en un lenguaje comprensible para todos; si aún tiene poder, el humorista habla desde su trípode y cada quien entiende lo que desea, o nada, pero nadie lo admite para no pasar por tonto. Los ropajes para disimular que la misma estructura jocosa se repite década tras década parecen brillantes a quienes comienzan a leerlo. Pero el dispositivo es el mismo y produce un ingenio que sólo hace reír a los veinteañeros de hoy.
Tomemos un ejemplo arquetípico: “Amor perdido”. En su libro homónimo usa la letra de esta canción como epígrafe pero, en vez de emplear sencillamente ese sustantivo, escribe: “En tus manos encomiendo el epígrafe.” Sí, donde Jesús dijo “mi espíritu”. Pero, ¿sigue un análisis del cristianismo y sus persecuciones? No: eso lo enemistaría con mucha gente. Dedica páginas lo mismo a José Revueltas que a Raúl Velasco, destruye a Fidel Velázquez y ofrenda en el altar de Irma Serrano parrafadas que pueden leerse como una exaltación de la amante del presidente Gustavo Díaz Ordaz, o como criptoguasas que la señora no entenderá: “And back again: Irma Serrano es un escándalo, como el apagarse de las conversaciones o el vaso que estalla a la mitad del tedio silencioso...”
Poco importa si usted no entiende; importa, y mucho, que la futura senadora del PRD tampoco haya entendido, para suerte de Monsiváis, que no debió salir huyendo del país, como en la ocasión en que el presidente Echeverría le hizo saber que sí había entendido, y muy bien... Pero la enriquecida amante de Díaz Ordaz no sólo es un “vaso que estalla”, también puede ser (y tome aire para llegar al final): “el aplauso que interrumpe una función que todavía no da comienzo o la injuria autofestejada que revive una celebración de bodas de oro que no emite ninguno de los dos cónyuges ni el amante despechado que aguardó en la oscuridad cincuenta años, sino el hijo mayor harto de tanta fidelidad y cariño, así de inopinado y de previsible el asunto”. Por desgracia, ya se nos murió Roland Barthes para hacer el análisis semioticoestructuralsintáctico de eso.
Pero luego, puesto que en el texto arriba citado aparece ex nihilo un hijo mayor no nacido, el autor se autoflagela y continúa: “¡Qué anacronismo, Mio Cid! Apriesa cantan los gallos et quieren quebrar auroras.” ¿What con los gallos? ¿Y la denuncia de cómo hizo su riqueza esta mujer, de cómo obtuvo un teatro para ella sola, y la reflexión sobre si es verdad o mito urbano que se robó hasta la mesa de billar de Maximiliano, expuesta durante un siglo en Chapultepec?
Repita quien pueda hacerlo ese párrafo decenas de miles de veces y allí tenemos la Obra: un yermo de genuflexiones ante personajes intachables o de bromas que los aludidos, si aún conservan poder, no entienden o que todos entienden si ya los burlados están en la basura.
El de la voz sigue declarando que nunca jamás le ha leído una opinión atrevida. Ni sobre política ni sobre tema alguno, ni siquiera el trillado de la sexualidad, aunque sus acólitos le balanceen incensarios como defensor de las minorías. El de la voz declara que se ha perdido de todas esas defensas y no supo de su prístina oportunidad ni del valiente combate. Pero, en cambio, siempre lo ha visto treparse al barco de la unanimidad cuando ya lo obvio es abrumadoramente obvio. Monsiváis detectó las abominaciones del castrismo en Cuba unos... treinta años después que Octavio Paz. Si hoy se le pregunta por el Muro de Berlín saca la piqueta y lo demuele... (¡Duro, duro, duro!, clama su coro afiebrado.) Su mayor atrevimiento fue insinuar a su íntimo López Obrador que la ocupación del Paseo de la Reforma era un error porque le restaba simpatías (no porque fuera un acto ilegal, contrario a toda convivencia ciudadana e indigno de un demócrata). El ligero pellizco, a quien no soporta ni eso, le costó que no lo volvieran a invitar al Zócalo. Pero no tuvo objeción cuando, en uno de los mítines de este, debió hablar con un humillante retrato del padrecito Stalin como telón de fondo. ¿Alguien le oyó exclamar que no tomaría la palabra si la imagen del asesino de decenas de millones no era bajada de la tribuna? Farfulló alguna gracejada que no entendió ni Jesusa, mucho menos López.
Que el de la voz le ha oído en privado opiniones no sólo atrevidas sino tremebundas contra personajes intocables. Pero nunca jamás ha encontrado ni sombra de esa alevosía privada en uno de sus escritos públicos sobre El Famoso en cuestión. Es el Gran Murmurador.


El poder de Monsiváis
La pregunta es irremediable: ¿y de dónde procede ese enorme poder que exhibe Monsiváis? De dos elementos. Uno es su inmensa red de informantes. Carlos llama de las ocho de la mañana en adelante y retiene todo en una memoria elefantuna, disco duro de varios gigas, admirable: memoriza desde el nombre del novelista del siglo XIX nunca citado, hasta el del último bar gay abierto en Tijuana, por quién y con qué medios; qué baños debe uno evitar en Chilpancingo o cuántas películas hizo María Antonieta Pons; qué le respondió María Félix en cierta ocasión a Novo; cuál es el novelista sudafricano en ascenso y cuál poeta holandés ya nadie lee; los nombres de toda la Familia Burrón y el número en que Borola pone un orfanato y en vez de leche da agua con cal a los huérfanos; cuál cuento de Maupassant se parece a uno de Poe y dónde vivió Lizardi; la letra de Cenizaso; cuál es el estanquillo más viejo de Tlalpan, etc. Es una máquina traganombres, un fichero andante, una enciclopedia de la trivia y una presencia en cualquier lugar donde alguien comience a sonar, ya sea una Gloria Trevi adolescente o el último ganador de los Juegos Florales de Macuspana.
El otro elemento es el terror: el terror que ese alud de información produce. Nadie tendrá un premio contra la opinión de Monsiváis porque él conocerá a todos los miembros del jurado y a cada uno y una le sabrá el cómo y el qué. Conoce a todos los dueños de las editoriales, o los bares, y logra que algunos, o algunas, no logren prescindir de él. “¿Le vas a dar el Alfaguara a alguien cuya...?”, y aquí viene El Dato que desinfla la candidatura.
Entre mis vergüenzas está la de haber sido fundador del sindicalismo universitario, del PRD y de La Jornada, diario del que fui, además, copropietario, accionista. Con todo y eso, dos veces recibió Carmen Lira la exigencia fulminante de Monsiváis: “¡O Luis o yo!”
Lira resistió la primera andanada porque no era directora sino en ausencia de Carlos Payán. No le había gustado a Monsiváis mi artículo “La fiesta y la tragedia”, en Nexos, a propósito de los 25 años del 68. Se dedicó a hacer mofa y caricatura de mi opinión, siempre al sesgo, como acostumbra: “Hay quién anda diciendo...” Ni nombre ni apellido. Lo paró Octavio Paz con un artículo en Proceso donde me señalaba como el único en la izquierda que había visto el aspecto festivo y carnavalesco del 68. Que fue la causa de su amplitud como movimiento social, y no la férrea lucha por liberar a Valentín Campa, cuyo nombre nadie conocía entre aquellas multitudes de agosto y septiembre del 68.
La segunda andanada le llegó a Lira siendo ya directora. De nuevo fue a causa de un artículo mío: aquel donde le pedí a Elena Poniatowska la revisión de su libro más famoso, La noche de Tlatelolco. Revisión que finalmente hizo y su libro ganó como fuente de información fidedigna. Esa vez la directora no resistió y me echaron de mi diario, donde me gustaba estar, aun a contrapelo, porque tenía un público por convencer, no uno de convencidos: llenaba la sección de cartas... en mi contra. Eso muy a pesar de las matutinas llamadas: “No le escriban, eso es lo que le gusta.”
Dije antes que el poder le viene a Monsiváis de su inmensa red de informantes y, claro, del uso que hace, o podría hacer, de esa información. Pero, ¿y de dónde le viene esa red? El caso de las mujeres no lo entiendo, pero sé que en el de los hombres sigue siempre el mismo derrotero: la Joven Promesa de Ensenada lo conoce al término de una conferencia en Hermosillo. Recibe atenciones inesperadas del Muy Famoso y pronto se vanagloria de ser visto con la Superestrella en el bar, saliendo del cine, entrando al coctel con que se inaugura una exposición. La Joven Promesa se derrite. Cuando su tiempo pasa (porque, hélas!, pasa), continúa una amistad con Monsiváis y, sin saber lo que hace, dice dónde, cómo y cuándo estuvo Fulanito o cómo Menganito terminó con su pareja erótica y abrió un bar en Piedras Negras o en Campeche porque el alcalde o el tesorero bla, bla, bla: una red de relaciones que algo tiene de masonería. A veces la Joven Promesa no cuaja, pero logra trabajo como corrector de pruebas gracias a un telefonazo de su amigo Monsiváis a la persona adecuada. Otras, al menos ve publicado su poema neovisceral en la esquina inferior izquierda de un suplemento, lo recorta y enmarca. Jamás dejará de atender llamadas y responder preguntas de su amigo. Y la red crece. Y con ella, la información. El tema bien vale una novela.
Una muestra de esa habilidad monsivaisiana me deja mal parado, pero la cuento a guisa de ejemplo. Yo era el único de los dirigentes del 68 que había escrito una narración de aquellos días gozosos; luego de la cárcel, el exilio; tras el exilio, el regreso, las invitaciones a escribir, a participar en mesas de análisis. En fin, todo lo que he derribado con pico y marro a partir de mi antimarquismo (cuando todos, encabezados por Monsiváis, peregrinaban a ofrendar sus libros al subcomandante Marcos y hoy no lo hacen ni en el mundo) y mi posterior antiamlismo feroz al ver que López Obrador desempolvaba, como de izquierda, fracasadas tesis de Echeverría. Denuncia, esta, que todavía espera su oportunidad en el tintero de Monsiváis: ya lo dirá cuando López sea un mal recuerdo.
Yo era, pues, un joven héroe de la izquierda. Entonces me invitó Monsiváis a formar parte del consejo de redacción de La cultura en México, suplemento del que él era director. Acepté agradecido. A las pocas semanas constaté con estupor la súbita frialdad de algunos personajes de la cultura en el DF. Nadie me lo cree, pero soy socialmente tímido y despistado en cuanto a información de los medios intelectuales. Supe, demasiado tarde, que aquellos témpanos helados eran el consejo de redacción que le había renunciado a Monsiváis acusándolo de reformista, colaboracionista y otras culpas imperdonables para el espíritu guerrillero de la época. No vi la renuncia ni supe que se gestaba. Y, claro, mi nombre (el de entonces) era un “miren, pendejos, la falta que me hacen”. Y yo, nada menos que quien había esquiroleado a los insurrectos.
Cuando pregunté mis obligaciones como nuevo miembro del consejo, supe que se limitaban a asistir un día por semana a casa del director y opinar sobre materiales publicables o aportar algunos. Allí vino el desastre en mi relación personal con el hoy homenajeado. Llegué y no había nadie más, salvo sus gatos. Y dije dos cosas que, si ya mi ofuscada integración al consejo me había distanciado de cierta izquierda intelectual, ahora me distanciarían del habilidoso tejedor de aquella nanointriga de suplemento cultural. La primera fue: “Odio los gatos.”
La segunda fue peor. Monsiváis me dejó solo por un rato. Fue a abrir la puerta o a responder el teléfono haciendo voz de anciana, como acostumbra y todos sabemos. Cuando volvió, me encontró recorriendo su vasta, enorme, rica, asombrosa y por supuesto leída biblioteca, y nuestro diálogo fue el siguiente, para mi eterna perdición:
–Te tiene muy impresionado mi biblioteca –afirmó sin sombra de pregunta.
–Sí –respondí. Y añadí para hundirme–: Pero lo que más me asombra es que todos y cada uno de tus libros, los enormes tomos de pintura, las muchas enciclopedias de lomos dorados, los libros en ediciones baratas y los empastados en piel, todos, hasta los libritos miniatura, están forrados escrupulosamente de plástico.
Juro que lo dije sin maldad. Yo nunca antes había visto una Enciclopedia Británica forrada de plástico, tomo por tomo, y la colección completa de los pequeños Breviarios del fce, también, uno por uno. Soy asombrosamente metepatas y puedo presentar testigos en abundancia. Una vez metidas esas garrafales patas y, ante la ausencia de otros miembros del consejo, me despedí sin más trámite y salí con una sensación de extrañeza: ¿me habría equivocado de fecha? Como haya sido, no caí en la Red Informática.
Después cometí, y también sin saberlo, otro error inexcusable: jamás lo llamé para preguntarle su opinión sobre algún artículo mío ni, muchísimo menos, hice lo que sus más allegados: llamar antes de escribir para preguntar la línea argumentativa correcta.
Empeoré las cosas cuando, en una llamada a las ocho de la mañana (¿hay de otras?), me espetó: “¡Superaste a la Lorca!” Sí, se refería a ese Lorca, del que había escrito Miguel Hernández mucho antes de que yo naciera: “Federico García se llamó/ polvo se llama…” No le había gustado a Monsiváis un artículo mío acerca de la elección de una Reina de la Primavera gay en que yo me preguntaba por qué, si habían de imitar mujeres, no les daba por vestirse como Rosario Castellanos, con un traje sastre Chanel, e iban al bote de la basura a sacar los moños, trapos y tules que las mujeres verdaderas ya se niegan a usar. Como yo sí puedo gritar, el intercambio telefónico fue breve. Intuí que tampoco le había gustado la “Oda a Walt Whitman” incluida en Poeta en Nueva York.
Por si algo faltara, nunca he citado a Monsiváis con un previo “como dice...” para reforzar uno de mis argumentos. Hace ya muchos años, como treinta, que ni siquiera me da risa ese humor suyo, basado siempre, como le dijo Paz, en pepenar basura y regodearse en mostrar la imbecilidad de un diputado... siempre y cuando nadie la haya puesto en duda.
En cambio, me han producido carcajadas algunos de los ditirambos cantados en su loor. Uno fue el de Sergio Pitol en El arte de la fuga, luego repetido en Milenio: son ambos veinteañeros y salen de una librería del centro cargados de libros, cruzan la Alameda (la A-la-me-da, of all places!), y mientras vuelan sobre ese pantano sólo hablan de los hallazgos adquiridos, no recuerdo: Schwob, Browning, quizá Mann, Broch, revistas inglesas. Y nunca ven ni comentan nada, veinteañeros castísimos, aves que cruzan la Alameda y no se manchan.
Y sí, el plumaje de Monsiváis es de esos. ~
– Luis González de Alba

Luis Gastélum: Monsiváis, el sentido de la discrepancia




MONSIVÁIS:
EL SENTIDO DE LA DISCREPANCIA
Luis Gastélum

Juan Rulfo, Sor Juana Inés de la Cruz, Xavier Villaurrutia, Gabriela Mistral, Jorge Cuesta, Rosario Castellanos, Ramón López Velarde, Lya Kostakowsky y Manuel Buendía tienen en común a Carlos Monsiváis como depositario de los premios que llevan su nombre. “Uno imagina las escenas y el sudor frío corre a cuenta del melodrama”. Nada más por citar una de sus frases irónicas recogida de una de sus impecables crónicas y de sus ensayos pulcros e imaginativos que han marcado su larga trayectoria en el mundo de las letras, motivo por el que ahora se le otorgó el Premio Nacional de Periodismo. Monsiváis, quien aún convalece hospitalizado, es una gente extraña, para algunos. Un sabio, para otros. Para los caricaturistas Jis y Trino es un extraterrestre. Prógnata, de escasos pelos canos y alborotados, debajo de los cuales se enfilan en orden militar las ideas. Malvestido con ropa desteñida y de resortes vencidos, siempre está presente en donde haga falta una crítica o un hecho que registrar. Sabe de todo, es una especie de Ciro Peraloca del periodismo y la literatura. Habla de todo y siempre interpreta a los pobres jodidos incomprendidos por los que todo lo tienen y los que ostentan el poder e imparten la injusticia (“Creo poseer un punto de vista y manejarme según me da a entender el sentido de la discrepancia”, ha dicho). No se parece a nadie, como diría Julio Scherer. Es una especie de quiste sociológico incrustado en las entrañas de la vida social, política, económica, cultural y artística de los mexicanos. Es el único escritor con el don de la ubicuidad. Cuentan que mientras Clinton deliberaba con los congresistas de Estados Unidos para discutir la legislación de la clonación humana, él estaba en Frankfurt viendo por televisión la transmisión en vivo de la polémica genética y al mismo tiempo agradecía en Tijuana el homenaje de la Sección 21 de Rezagos Históricos del Sindicato Único de Pobres e Injustos del México Colonial y, a la vez, en la Biblioteca Braile de la Facultad de Sordomudos de la Universidad Pontificia de Mérida sostenía una plática con los estudiantes sobre la Misteriosa Ausencia de la Dicción en los Actores de Telenovelas. Es decir, hoy recibe un reconocimiento aquí y mañana está en otra ciudad, lo que a alguien normal le hubiera costado tres días trasladarse. Desde los cinco años vive en una casa de la Colonia Portales de la otrora Ciudad de la Esperanza, rodeado de libros, revistas, cuadros, gatos y monitos de luchadores. Su vida cotidiana se reduce a leer todo papel escrito que pase por sus manos. Un día en su vida se mide desde que se levanta, consulta la cartelera de televisión en el periódico y selecciona lo que va a ver. Si algo interfiere entre la película de Arturo de Córdova de las siete de la noche en el Canal 9 y el homenaje a Gabriel García Márquez en el Palacio de Bellas Artes, lo siente por su amigo colombiano. Asiste a los homenajes que se le brindan sólo para contradecir lo que digan de él los ponentes, toda vez que no acepta abogados que no hayan leído la obra completa, hasta la escrita el día de hoy, sobre Cómo ser exitoso y triunfador en un país de peleles, de su guía espiritual de cabecera Carlos Cuauhtémoc Sánchez, que gracias a la lectura de sus libros lo han convertido en un hombre de fe. Cree que todo está mal pero está convencido de que se va a componer. No cree que sea por milagro, pero su religiosidad en el entrañable cambio le dice que al final, como en una película del Santo, el bien vencerá al mal. Sostiene una devoción en que los males se corrijan, por las buenas o por las malas, y si no de qué escribiría. El nombre del escritor, que no haría un desnudo ni artístico ni justificado por el guión, aparece casi diario en los periódicos, perdido entre los 382 abajofirmantes de cualquier desplegado publicado para protestar por la ballena que quedó varada en las playas de cualquier estado costero, por supuesto, debido a la intolerancia de los gobernantes en sus tres niveles. Así es el vocero de la socarronería, como dijera Paco Ignacio Taibo I. Pero hay en su tamaño humilde y en su voz de murmullo una invitación al equívoco: Carlos Monsiváis no es inofensivo, como escribiera el periodista peruano Toño Angulo Daneri, en la entrevista que le hizo en diciembre del 2002 para el diario limeño El Comercio y reproducida en México por El Universal, en la que habla de lo único ante lo que siempre ha guardado silencio: su memoria prodigiosa y su soledad. Lo saben quienes lo llaman por teléfono y escuchan a una abuelita que lo niega con candorosa amabilidad: “El sheñorsh Monshiváish no eshtá”, informa la venerable, aunque en verdad es él recordando sus tiempos de actor de teatro y, como Pedro, negándose a sí mismo tantas veces cuanto sean necesarias para sobrevivir. Por eso adora los mundiales de futbol, porque el teléfono deja de sonar todo un mes. Afirma que ya no lee libros de autoayuda en el sentido de lectura devocional, porque ya terminó el ensayo respectivo, pero le han dejado una marca muy dañina: ahora todo lo lee como libros de autoayuda. Un día se sorprendió leyendo La Biblia de esa manera y pensó que a Jehová le faltaba un buen promotor editorial, pues tiene todo para ser un gran best-seller. Lo terrible es que le pasa con todo. Cuando le dicen “Buenos días” piensa que le están diciendo: “Procura que este día te sea placentero y que así como empieza con una mañana esplendorosa continúe también debido a la firmeza de tu carácter”. Los libros de autoayuda han dañado definitivamente su, de por sí, débil sicología. Monsiváis citaba párrafos enteros de Juventud en éxtasis, de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, que no puede borrarlos de su memoria. Es implacable, dice, una maldición, una marca de Caín en la frente de sus neuronas. Recuerda que de Sánchez citaba lo de los padres, que para dar buen ejemplo a sus hijos tenían que irse a dormir antes que ellos, y también cómo un enfermo de sida podía acudir a Dios diciéndole: “Si no puedes quitarme el virus, por lo menos que no sienta vergüenza”. Hasta ahora no logra olvidarlo, pero Sánchez por lo menos le divierte, lo peor es que no se olvidó de frases de políticos. Recuerda un discurso que le escribieron al presidente Ávila Camacho que empezaba así: “Partiendo del pórfido puerto de la esperanza, donde los bajeles de luz del pensamiento son construidos en astilleros de sapiencia”. Ha hecho hasta lo imposible por olvidar esa frase, pero desde que lo leyó, tendría unos 15 años, no ha podido. Quisiera que su final estuviera marcado por la amnesia, porque ese sería un modo de redimirse. Cuenta que cierta vez leyó la declaración de monseñor Felipe de Jesús Cueto, obispo de Tlalnepantla, que para argumentar contra el aborto decía: “Si el aborto se hubiera permitido en la época de Jesucristo quizá Nuestro Señor no habría nacido”. Dice que esa declaración también le ha hecho un gran daño. Asegura que esa maldición se debe un tanto a su formación protestante, al hecho de haber tenido que memorizar versículos enteros de La Biblia y lo peor es que si se le pide que los repita ahora, los repite. Pero considera que no es algo que tenga que ver con una buena memoria, sino con una memoria muy rencorosa, que hubiera querido ser la memoria de otra persona, pero como acontece que es su memoria, quiere vengarse dejándole impregnado de una cantidad de cosas absolutamente innecesarias: diálogos de películas mexicanas, frases de políticos y de conversaciones con los amigos y, como él mismo dice, si retienes de memoria lo que dicen tus amigos, ya qué te queda. Está convencido que su memoria es de político en la medida en que puede recordar el nombre de muchas personas. Por lo menos la del político de antes, que tenía que decir: “¿Cómo estás, José? ¿Cómo está Clarita, tu mujer? ¿Y tus hijos? ¿Sigues teniendo la misma casa? ¿Estás todavía dispuesto a entregarte a la causa ahora que me lanzo a postularme por cuarta vez?”. Todas estas cosas tan bonitas que se han perdido, porque al político de hoy le basta decir: “Vamos bien, ¿eh?”.


sábado, junio 19, 2010

LOS ELEMENTOS DEL REINO - 20-06-2010



El tiempo es un maestro de ceremonias que siempre acaba poniéndonos en el lugar que nos compete, vamos avanzando, parando y retrocediendo según sus órdenes, nuestro error es imaginar que podemos buscarle las vueltas.




LOS ELEMENTOS DEL REINO


ÚLTIMOS APORTES



En este número


José Saramago

La inmortalidad no existe, existe el olvido



Todos somos Chiapas



El embargo



La flor más grande del mundo


La inmortalidad no existe, sólo el olvido



LA INMORTALIDAD NO EXISTE, SÓLO EL OLVIDO

Como una pérdida inmensa para la literatura mundial y la lengua portuguesa fue definida la muerte del escritor, poeta y dramaturgo José Saramago, ocurrida ayer en su casa de Lanzarote (Islas Canarias) a los 87 años de edad, a causa de una leucemia crónica, según fuentes familiares.
Saramago fue uno de los grandes pensadores de la literatura, se destacó por crear tanto novelas, ensayos, cuentos y poemas. Su obra maestra, Ensayo sobre la Ceguera, le valió ser reconocido como Premio Nobel de Literatura en 1998. “Es hora de aullar, porque si nos dejamos llevar por los poderes que nos gobiernan, se puede decir que nos merecemos lo que tenemos”, aseguró el escritor en junio de 2007, en unas jornadas de la Fundación Santillana.
José Saramago nació en Azinhaga (Portugal) en 1922. Antes de responder a la llamada de la literatura trabajó en diversos oficios, desde cerrajero o mecánico, hasta editor. En 1947 publicó su primera novela, "Tierra de pecado", ahora reeditada en Portugal, coincidiendo con los cincuenta años de su aparición. Pese a las críticas estimulantes que entonces recibió, el autor decidió permanecer sin publicar más de veinte años porque, como él afirma ahora «quizá no tenía nada que decir». Sin embargo, a finales de los sesenta se presentó con dos libros de poemas: "Os poemas possiveis" y "Provavelmente alegría" (parte de un ciclo que completaría en 1975 con "O ano de 1993"). Puede que la demorada publicación de sus textos sea el motivo por el que numerosos críticos lo consideran un «autor tardío». Y quizá sea cierto, aunque ello en modo alguno vaya en contra de una cuestión mucho más importante: Saramago es dueño de un mundo propio, minuciosamente creado, libro a libro, y su obra lleva muchos años situándolo en el primer plano literario de su país. Ya sus primeras publicaciones en prosa -"Manual de pintura y caligrafía" (1977) y "Alzado del suelo" (1980),- lo acreditan como un autor de indiscutible originalidad, por su controvertida visión de la historia y de la cultura.
No obstante, la celebridad y el reconocimiento a escala internacional le llegan con la aparición en 1982 de su ya legendaria novela "Memorial del convento", a la que siguió "El año de la muerte de Ricardo Reis". En esta última, su precisa y sentimental indagación del universo de Fernando Pessoa -a través de uno de sus heterónimos- se convierte casi de inmediato en una obra «de culto», que cruza todas las fronteras. El trabajo narrativo de José Saramago goza desde entonces de una admiración sin límites, que cada nuevo título va confirmando: "La balsa de piedra" (1986), "Historia del cerco de Lisboa" (1989), "El evangelio según Jesucristo" (1991), "Casi un objeto" (1994), "Viaje a Portugal" (1995) o "Ensayo sobre la ceguera" (1996). Todos estos textos -que suscitan tantos elogios como reñidos debates- consagran a José Saramago como una de las principales figuras de la literatura de este siglo.
Distinguido por su labor con numerosos galardones y doctorados honoris causa (por las Universidades de Turín, Sevilla, Manchester, Castilla-La Mancha y Brasilia), José Saramago ha logrado compaginar sus viajes y su labor literaria con su amor a Lisboa y sus estancias en Lanzarote, lugares en los que reside alternativamente y donde lleva adelante su búsqueda artística de todo aquello que la historia no recoge, sustrayéndolo al conocimiento del hombre. Algo que señala con justificada reiteración en Cuadernos de Lanzarote, verdadera autobiografía espiritual donde Saramago subraya las líneas maestras que guían su escritura. Ha recibido el Premio Camoes, equivalente al Premio Cervantes en los países de lengua portuguesa. Su ultima novela, "Todos los nombres", ha figurado en las listas de los libros más vendidos desde su publicación durante el pasado mes de enero de 1998.
La escritora brasileña Nélida Piñón, definió como “inmortal” y “eterno” al escritor portugués. “Sentí una gran emoción al conocer la noticia. Sabía que él estaba frágil, estaba enfermo, pero siempre pensé en Saramago como un inmortal por su propia obra, por sus hechos humanos. Lo había eternizado. Él es eterno”, dijo Piñón desde Lisboa, donde participa de actividades literarias.

Magalys Chaviano Álvarez, lectora del escritor portugués añade: En un ensayo de pasar a la inmortalidad, como antes lo hiciera con la ceguera y la lucidez, José Saramago, uno de los más grandes de las letras, acaba de fallecer. El Premio Nobel de Literatura, que antes fuera cerrajero, quizá en un intento de abrir las puertas y laberínticos accesos de lo desconocido
y de un mundo paralelo en lo social, dejó un legado invaluable a la humanidad: su inmensa obra.
A los 87 años, todavía se encontraba Saramago inmerso en proyectos, 63 años después de que fuera publicada su primera novela: Tierra de pecado. De entre los más aplaudidos que recibieron el Nobel en 1998, resultó el escritor portugués, de quien dijeran en la ceremonia de investidura: "ha creado un cosmos que no pretende ser una imagen coherente del universo".
Y es que leer a este grande de las letras, es como adentrarse en un camino donde el hombre y su cosmogonía son el eje de los libros, como debiera ser siempre, el hombre en toda la dimensión semántica de esa enorme palabra. El "autor tardío", como muchos lo calificaran, por la postergación editorial de sus proyectos, el mal que deben padecer todos los escritores, dejó de respirar en Lanzarote, Islas Canarias, España, rodeado de mar y al lado de su compañera y traductora, Pilar.
Así, como en un ensayo sobre la inmortalidad, salió de viaje José Saramago, al infinito, dejándonos a sus lectores, el legado de los libros que escribió.

José Saramago: Todos somos Chiapas



TODOS SOMOS CHIAPAS


(Artículo escrito en primera persona por José Saramago, resultado de sus impresiones recogidas durante su viaje a Chiapas, con motivo de los disturbios que enfrentaron a la población indígena con el gobierno mexicano, y publicado en La Revista del diario español El Mundo).

He visto el horror. No el que hemos observado en lugares como Bosnia o Argelia. No. Éste es otro tipo de horror. Estuve en Acteal, en el mismo lugar de la matanza... escuchando a los supervivientes. Es difícil expresar lo que se siente cuando uno sabe que se encuentra con los pies sobre el mismo lugar donde hace tres meses asesinaron a estas personas.
Me imaginaba la escena... La gente tratando de escapar... los paramilitares disparando a discreción... las mujeres y los niños gritando, huyendo entre la maleza... el lamento de los heridos...
En Chiapas se vive una situación de guerra o una ocupación militar, que al final es casi lo mismo. No es una guerra en el sentido común, con un frente y dos partes confrontadas. Yo nada más he visto una parte confrontada: el Ejército y los paramilitares. La otra parte, las comunidades indígenas, no están enfrentándolos, no tienen medios. Están rodeados, no tienen comida ni agua... Viven en condiciones infrahumanas. Son casi campos de concentración. No los reunieron allí a la fuerza, es cierto, pero cuando huyeron a esos lugares (se refiere a los campos de refugiados) los rodearon los paramilitares y el Ejército. Entonces esos campamentos se convirtieron en una especie de campo de concentración.
Si alguna vez hubo en la historia de la humanidad una guerra desigual, no la hubo nunca como ésta. Es una guerra de desprecio, de desprecio hacia los indígenas. El Gobierno esperaba que con el tiempo se ¡acabaran! todos, simplemente eso.
Pero ellos sobreviven, alimentándose de su propia dignidad. No tienen nada, pero lo son todo. Enfrentan la guerra con ese estoicismo que me impresionó tanto, un estoicismo casi sobrehumano que no aprendieron en la universidad, que consiguieron tras siglos de humillación. Han sufrido como ninguno y mantienen esa fuerza interior, una fuerza que se expresa con la mirada... La mirada de ese niño al que le han destrozado para siempre la vida... (Saramago conoció al pequeño de cuatro años Gerónimo Vázquez al que los paramilitares amputaron cuatro dedos en Acteal) Es algo que no se me borrará jamás de la memoria... Las miradas serias, severas, recogidas de las mujeres, de los hombres... son algo que está por encima de todo. Los indígenas no tienen nada, pero lo son todo. ¿Cómo es posible que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantenga una esperanza? ¿Cómo puede sonreír ese hombre de Polhó que nos acaba de decir "mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos"? Es algo que no alcanzo a entender.
En Chiapas encontré un mundo que no comprendo. El mundo indio es un mundo donde el europeo no puede entrar fácilmente. Es como si me asomara a una ventana que da a otro mundo y, aunque lo tengo enfrente, no lo puedo entender.
También descubrí otra realidad, la de un territorio ocupado militarmente. Un territorio donde los paramilitares y el Ejército son la uña y la carne juntas. Por una razón muy sencilla: de no ser así, los paramilitares no podrían haber hecho lo que hicieron y lo que siguen haciendo. Yo vi camiones del Ejército transportando a civiles que seguro no viajaban allí por la amabilidad de los militares. Minutos después de que abandonáramos Acteal hubo un acto de intimidación e hicieron hasta 30 disparos al aire. Esto sólo puede ocurrir si el Ejército da su bendición. Nada más fácil para el Ejército que identificar a los paramilitares y desarmarlos.
Me parece esquizofrénico que el Congreso pueda estar debatiendo una ley (el Proyecto de Ley sobre Autonomía Indígena propuesto por el ejecutivo) supuestamente para resolver los problemas de las comunidades indígenas, como si fuera una ley normal, en situaciones normales para objetivos consensuados, cuando al mismo tiempo hay miles de desplazados que no pueden volver a sus tierras, con miedo a ser asesinados, mientras hay una ocupación militar clara en el territorio de Chiapas. Y mientras los paramilitares se pasean tranquilamente y hacen lo que quieren.
¿Cómo es que no se empieza por pacificar la situación para después discutir una ley donde participen todos los sectores y todas las comunidades?
Todo se ha hecho sometiendo a los indios de Chiapas a una presión incalificable y esto no puede llamarse humanidad.
El pueblo de México tiene que reclamar a su Gobierno una paz justa y digna. Yo no puedo, sólo soy un escritor extranjero acusado de injerencia. El pueblo mexicano no puede quedarse parado, dejando que los gobernantes lo decidan todo, hay que bajar a la calle... no estoy pidiendo un levantamiento sino simplemente que las conciencias se manifiesten... estoy pidiendo una insurrección moral, desarmada, étnica...
Acteal es un lugar de la memoria que no puede de ninguna manera desaparecer. Sabemos lo que ocurrió y no lo queremos olvidar. Chiapas es el cuerpo de México. La sociedad civil debería admirar no sólo a los indios sino a los que se levantaron para defender a esos mismos indígenas.
De Chiapas me llevo no sólo el recuerdo, me llevo la palabra misma... Chiapas... La palabra Chiapas no faltará ni un solo día de mi vida. Si tenemos conciencia pero no la usamos para acercarnos al sufrimiento ¿de qué nos sirve la conciencia? Volveré a Chiapas, volveré".

Transcripción de Javier Espinosa
(Declaraciones concedidas a LA REVISTA por José Saramago (Portugal, 1922) en México DF tras su viaje a Chiapas el 14 y 15 de marzo. En su visita conversó con los supervivientes de la matanza de Acteal en el lugar de la masacre, recorrió después el campo de refugiados de Polhó y hasta se acercó al campamento militar de Majomut, sito en las inmediaciones del asentamiento indígena).

José Saramago: Embargo



Embargo
José Saramago


Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha bordeada de coche aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un suave movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar en la fila. Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.
Había pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía "agotada", y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se abría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embargó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de "agotada". A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.
Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.
Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse,. Y deliraba un poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.
La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.