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miércoles, diciembre 14, 2011

Leopoldo de Quevedo y Monroy: EMILY DICKINSON TRAE A VIVIR EN SUS POEMAS A LOS ANIMALES


 EMILY DICKINSON TRAE A VIVIR EN SUS POEMAS A LOS ANIMALES
Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano

 Nada más poético que un par de zuros en el alero del frente, arrullándose y juntando sus picos sin mínimo rubor. Pintores han registrado la escena de la vaca lamiendo al ternero que salió de su vientre la noche anterior. Las cámaras de National Geographic nos muestran al rey y la reina de la selva retozando y comiendo con sus leonzuelos en la mesa de arena de Bengala.

 ¿Qué de raro, entonces, que hablemos de la zumbadora abeja, de la rana del pantano o del gusano gris en los versos de la poetisa Dickinson y del resto de félidos y aves que pueblan su mundo poético? Entremos sin prisa por las veredas y por las montañas de Holjoke o por las alamedas de Northampton junto al lago, para acompañar a Emily en su conversación con los habitantes de su reino alterno.

Un Pájaro se acercó por el Sendero –
no sabía que yo lo estaba viendo –
partió en dos una Lombriz
y se comió a la pobre, cruda,
bebió luego el Rocío
de una hierba cercana –
saltó del lado hasta la Tapia
para ceder el paso a un Escarabajo – (1)

...
George F. Whicher, su biógrafo más cercano, ha contado multitud animales que tienen cueva, nido o cubil en las rimas de Emily. La naturaleza desde su infancia y en la Academia de Amherst cautivó su atención y más tarde “constituiría su material poético”. En geología, botánica y zoología (2) tuvo brillantes profesores. No tuvo necesidad de ir en expediciones al Congo o a Siberia o a Los Alpes o al Polo para hablar del oso, del lobo o de la gentil jirafa. Caminando, de nívea saya, en su jardín de lirios o a través de la ventana, pudo alzar el vuelo con el petirrojo y girar veloz en la calesa del colibrí asustado.

En mi jardín viaja un pájaro
sobre una única rueda
cuyos rayos producen una vertiginosa música
como si fuesen un molino viajero…
 hasta que todas las especias prueba,
y luego su calesín de hadas
se bambolea en atmósferas más remotas,
y yo me uno a mi perro.(3)

La Naturaleza, a los seres superiores, - poetas, músicos y pintores-, surte, con su flora, bosques, mares, deltas, rocío, aves, hierba, niebla y ardilla, la necesaria dosis de descanso espiritual en su viaje temporal por el Tiempo. Es el ambiente de paraíso que han descrito las religiones y que brinda equilibrio en medio del vaivén y la ventisca de las sociedades que se mueven por la rueda, la electricidad, el reloj y  la tecnología.

 La contemplación del arrastrarse en zig-zag de la lombriz, el lento caminar de la Dama de la noche por el cielo o el susurro del agua sobre las piedras en el riachuelo, sume en el lago de la tranquilidad al más exasperado. Así lo comprendió la Dickinson sin esfuerzo. Cualquier animal, aquel cercano de la mano o el de la lejana selva, el manso o fiero vinieron hasta ella para servirle de interlocutores y prestarle su vuelo, la habilidad, su color, su cola o sus humores.

Cerca en el interior de casa o paseando por la pequeña aldea algún animal se le acercaba y dejaba que pusiera su mano en su voz o en su cabeza. Podemos imaginarla oyendo cuidadosa a una de las vecinas verdes que cantaban –interminables- en las tardes de verano, y luego preguntar con tono filosófico a un interlocutor  oculto – por supuesto - a nuestra vista :

¡Yo soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¿Eres – Nadie - también?
¡Ya somos dos, entonces!
¡No digas nada! ¡Nos desterrarían - ya sabes!

Ser – Alguien - ¡Qué funesto!
!Qué vulgar! – Como una Rana –
!Cantándole tu nombre – día tras día -
a la primera Charca que te admire!(3)

Fueron las abejas sus amigas más afortunadas. Seguramente las amó por su fidelidad al trabajo, y su amor por las flores hacía que su encuentro fuera más frecuente. Las hallaba buscando con lupa el polen en las corolas o llevando amarrada la miel sobre la espalda. A veces se saludaban en la mañana cuando salían de un “colmenar cercano” y pasaban de largo por entre los pinos y abetos hasta los jazmines de sus eras. Las podía reconocer por el nombre y el apellido pero nunca los puso en ninguno de sus versos.

Las abejas son negras con cíngulos dorados,
bucaneros del zumbido


Su casco es de oro –
su escudo, una pieza de ónix
con cuarzo de esmeralda engastado
Sus pies están herrados con gasa…

El pedigrí de la miel
no le preocupa a la abeja
Se inclina hacia un fácil trébol –
se zambulle –
se evade – juguetea –
luego hacia las reales nubes
eleva su ligero velero…(4)

Conoció el mar en Boston, amor de todos los poetas. Oyó su rumor y rozó el pico de sus olas y se sumergió en sus verdes ondas. Lo visitó un día acompañada de Carlo, su perro, que no aprendió jamás a hablar pero era su confidente. De su tartamudez no se pronunció y, a cambio, alabó su lealtad  e inteligencia.  

 
Salí temprano - con mi Perro –
y fui a visitar el Mar –
Las Sirenas del sótano
subieron para verme –
Y las Fragatas – en el Piso Superior
Manos de Cáñamo extendieron –
suponiendo que era Yo un Ratón
varado – en las Arenas –
…(5)
La sensibilidad tuvo los ojos abiertos en la epidermis del alma de Emily. Recogió la ternura, la suavidad, el solaz del brillo tenue sobre el agua. Pero también pudo sobrecogerse entre los árboles o en el fondo de su alcoba por la fiereza del tigre cruel lejos, allá, en el Serengueti. No importó el tamaño de su espalda o de sus dientes o la insensible dureza de sus garras. Ella, tímida ante los huéspedes en casa, describe la impiedad del felino ante su presa.  

El Gato da una tregua al Ratón,
afloja los dientes
sólo lo suficiente para que le engañe la Esperanza
Enseguida le tritura hasta morir –(6)
En la mitad de la jornada, mientras aseaba su cama o balanceaba la escoba por la pared rugosa del corredor, o cuando se aprestaba a descansar su cuerpo entre las sábanas, tomaba el lápiz para pintar los dibujos de una pequeña y débil alimaña :

La araña sostiene un Ovillo de Plata
en su mano invisible –
Y mientras baila despacio para Si
su Hilo de Perla – ella Devana –(7)
Quise con ganas escribir del tema. Porque Emily Dickinson desde su jardín con Moscas, Gusanos, Petirrojos, Abejas, Perro y Serpientes nos ha dejado un monumento a la Fauna entre la cual deambulamos los humanos. Los animales nos miran a la cara, nos hablan cuando mueven la cola o muestran los dientes y emprenden el viaje los pájaros sin cargarse de valijas. Hacen su vida sin prisa, escriben versos a diario sin esperar el premio y brindan conciertos sin cobrar boleto a la rama que los sostiene o charlan a solas sin que Nadie los tilde de tarados.

¡Ah, los animales!
Son más humanos y sencillos       que los hombres
y mueren sin que una limusina los recoja.
16-06-08                        12-48 a.m.

(1)DICKINSON, Emily. Antología bilingüe. Edición, Prólogo, selección y traducción de Amalia Rodríguez Monroy. Madrid : Alianza Editorial. Primera reimpresión. 2005. Pág. 97 
(2) WHICHER, George Frisbie. Emily Dickinson: su vida y su poesía. Traducción de la prosa: Irma A. Calderón, de la poesía: S.B.S. de su original en inglés: “This was a poet: a critical biography of Emily Dickinson”, Michigan, 1938. Buenos Aires: Hobbs-sudamericana. 1972.  Págs. 59-63.

(3) ib. Pág. 302

(4) WHICHER, George Frisbie. Op. Cit. Págs. 295-297

(4) DICKINSON, Emily. Op. Cit. Pág. 81

(5) WHICHER, George Frisbie. Op.cit.

(6)DICKINSON Emily. Op. Cit. Pág. 221

(7)Ib. Pág. 185

Edgar Allan Poe: Manuscrito hallado en una botella



Manuscrito hallado en una botella
Edgar Allan Poe

Qui n'a plus qu'un moment à vivre
N'a plus rien à dissimuler.
Auinault - Atys

Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.

Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.

Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.

Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.

La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.

Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.

Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".

Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.

En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.

En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.

Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.

* * *

Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.

* * *

Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.

* * *

Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.

Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.

He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.

Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino."

Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.

Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.

Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.

Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ...!

Silvia Plath: POEMAS



De "Cruzando el océano" 1971

Versiones de Jesús Pardo

Carta de amor

No es fácil expresar lo que has cambiado.
Si ahora estoy viva entonces muerta he estado,
aunque, como una piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice, tampoco
me dejaste hacia el cielo alzar los ojos
en paz, sin esperanza, por supuesto,
de asir los astros o el azul con ellos.

No fue eso. Dormí: una serpiente
como una roca entre las rocas hiende
el intervalo del invierno blanco,
cual mis vecinos, nunca disfrutando
del millón de mejillas cinceladas
que a cada instante para fundir se alzan
las mías de basalto. Como ángeles
que lloran por la gente tonta hacen
lágrimas que se congelan. Los muertos
tenían yelmos helados. No les creo.

Me dormí como un dedo curvo yace.
Lo primero que vi fue puro aire
y gotas que se alzaban de un rocío
límpidas como espíritus. y miro
densas y mudas piedras en tomo a mí,
sin comprender. Reluzco y me deshojo
como mica que a sí misma se escancie,
igual que un líquido entre patas de ave,
entre tallos de planta. Mas no pienses
que me engañaste, eras transparente.

Árbol y piedra nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual cristal de luz sonora.
Yo florecía como rama en marzo:
una pierna y un brazo y otro brazo.
De piedra a nube iba yo ascendiendo.
A una especie de dios ya me asemejo,
hiende el aire la veste de mi alma
cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.


* * * * *

Escayola

¡Nunca me liberaré de esto! Ahora soy dos personas:
ésta, completamente blanca, y la antigua, amarilla,
y la blanca es, sin duda, la más importante.
No necesita alimentos, es, ciertamente, uno de los santos
indudables. Al principio la odiaba, carecía de lógica propia.
Se pasaba los días en la cama conmigo, igual que un cadáver,
y yo me asustaba, pues su forma era idéntica a la mía,

aunque mucho más blanca, e irrompible, y jamás se quejaba.
Era tan fría que me tuvo despierta una semana.
Yo le echaba la culpa de todo, pero ella jamás respondía.
¡Qué ridícula conducta, yo no la entendía! Pero ella
guardaba silencio. La pegaba, pero no se movía,
pacifista sincera, y entonces me dije que deseaba mi amor:
comenzó a ser más cálida, y vi entonces sus muchas virtudes.

Sin mí no existiría, por eso me mostraba cariño.
Yo le daba alma, florecía de ella cual rosa
florece de un jarrón de porcelana barata,
era yo quien brillaba, no ella con su pulcra blancura,
como había pensado al principio. Yo entonces
la protegía un poco y ella estaba encantada, era claro
que su mente de esclava la regía.

Yo aceptaba su culto y a ella le encantaba.
Matinal, despertábame del sol al reflejo. En su torso
sorprendentemente albo lucía su pulcra
nitidez, y su calma y su dura paciencia:
mimaba mis debilidades como experta enfermera,
poniendo mis huesos en su sitio, para que se curasen.
Y, así, nuestro vínculo se volvió más firme.

Fue dejando de venirme tan justa, empezó a separárseme.
Yo notaba sus críticas a pesar de mí misma,
como si mis costumbres la ofendiesen de alguna manera.
Dejaba pasar las corrientes y volvióse distraída y lejana.
Y la piel me escocía y se me iba pedazo a pedazo
sólo porque ella me cuidaba con tanto desvío.
Vi por fin el misterio: se creía inmortal.

Quería dejarme, se pensaba superior a mí en todo.
¡Y yo que la tenía a oscuras, apilando rencores,
malgastando sus días al servicio de un semicadáver!
En secreto empezó a desearme la muerte. Y entonces
podría cubrirme la boca y los ojos, del todo cubrirme,
y llevar mi rostro pintado como funda de momia
con la faz faraónica, aunque fuera de barro y de agua.

Y yo no podía arrojarla de mí, se apoyaba
en mí tanto tiempo que me estaba volviendo inmóvil,
habiendo olvidado la manera de andar o sentarme,
por eso cuidaba yo mucho de nunca ofenderla
o jactarme imprudente de mi cierta venganza.
Esta convivencia era igual que vivir con mi tumba:
yo dependía de ella, aunque muy contra mi voluntad.

Solía pensar que podríamos vivir muy bien juntas,
tan unidas estábamos que pudieran pensarnos casadas.
Pero ahora comprendo que no compatíamos, que ella
sería una santa y yo fea e hirsuta, más tarde o temprano
tales diferencias caerían inanes, pues yo recobraba mi fuerza
y un día podría vivir sin su apoyo y entonces
su cáscara huera y muriente lloraría mi ausencia.


* * * * *

Espejo

Soy de plata y exacto. Sin prejuicios.
Y cuanto veo trago sin tardanza
tal y como es, intacto de amor u odio.
No soy cruel, solamente veraz:
ojo cuadrangular de un diosecillo.
En la pared opuesta paso el tiempo
meditando: rosa, moteada. Tanto ha que la miro
que es parte de mi corazón. Pero se mueve.
Rostros y oscuridad nos separan

sin cesar. Ahora soy un lago. Ciérnese
sobre mí una mujer, busca mi alcance.
Vuélvese a esos falaces, las luciérnagas
de la luna. Su espalda veo, fielmente
la reflejo. Ella me paga con lágrimas
y ademanes. Le importa. Ella va y viene.
Su rostro con la noche sustituye
las mañanas. Me ahogó niña y vieja

miércoles, diciembre 07, 2011

Ignacio García: El síndrome de la ignorancia

EL SÍNDROME DE LA IGNORANCIA
Ignacio García

La sorpresa no lo fue tanto. Ya de largo se sabe que en México se lee medio libro por habitante al año. A esta cifra, añádase que algunos lectores leen hasta 8 libros por mes; entonces la cifra por habitante disminuye considerablemente, y la misericordia sobre el analfabeta Peña Nieto se engrandece. El desliz del “presidenciable” del grupo Atlacomulco es comprensible si no se ignora que el poder enceguece, y el político lo hizo –lazarillo a la mano—y fue a meterse a la boca del lobo al que creyó desafiar con su puro matiz de “golden boy”. Cometió la imprudencia de exhibir su traje y corbata junto a una ignorancia fanática que no tiene límites.
En lugar de dejar que otros descubrieran su vació literario, él lo  asumió a sí mismo; se dejó ver como un político cuya falta de fe en la cultura quiso suplir con la lectura de la Constitución (de la que seguro no sabe qué dicta el artículo 123, por ejemplo), y la “lectura” de algunos pasajes de la Biblia,  que –dice--  “leyó” en su juventud, y  ahora ha abandonado"; no lo dice, pero sería una incongruencia asumir como conducta uno sólo de los Mandamientos, con el modus operandi de la política mexicana.

Desde el momento en que se presenta a la FIL de Guadalajara, se observa que lo esencial de sus meditaciones, es la propaganda mediática, y menos una reflexión sesuda  del porqué está allí. Ya no se sabe si fue víctima de una ilusión o de una excesiva (pero falsa) clarividencia de un juicio disociado de la realidad. Lo que mostró fue un atentado intelectual de lo que hay en él de irreflexivo, una especie de ingenuidad sobre sus propios talentos, con los cuales pretende llegar a la presidencia de la República y gobernar a la manera foxista, quien por lo menos sí conocía a José Luis Borgues. En su rídiculo, Peña Nieto no pudo nombrar siquiera a “Enquique Cruze” o a “Charlie Fontaine”.
La intención de Peña era montar su mecanismo político; puesto que todo mecanismo es la suma de artificios, artimañas, o, como lo dice un verdadero pensador rumano “ocuparse de los resortes, transformarse en relojero, ver por dentro, y no dejarse embaucar”,  sino embaucar a quienes lo escucharían. Craso error para quien cree que en México no hay gente que piensa y tampoco lee.  Esto sucede con quien piensa en ser divinizado por los otros y poseen aspiraciones tan desmesuradas, que olvidan la  cobija de su propia ignorancia y, cuando se miran, advierten que fueron desnudos al espectáculo. Pero esto no importa, la tentativa basta para sugerir por sí sola los grandes e infames sueños e incitar a la megalomanía. Así ha sido entrenado este político de maravilla y asombro, pues se dice que ha escrito (según él) más libros de los que ha leído.

Algún otro político (que los hay), y sobre todo uno que lee, hubiera salvado el escollo a preguntas tan ingenuas como “cuáles son los tres  libros que más han marcado su vida"(parafraseo).  Peña Nieto balbuceó, se extravió y, ya con permiso de la Real Academia de la Lengua Española, también le hizo al Cantinflas: síndrome peligroso de quien adopta el papel de demiurgo y político que ya se siente presidente de los mexicanos aun bajo el influjo de la esterilidad. Lamentablemente, el sueño de la desmesura, incluso cayendo en la divagación y el ridículo, no va a parar la maquinaria que ya trae detrás el “aspirante”. La FIL, y su presencia en ella, ya no existe para él; lo que existe es lo absoluto-mexicano; lo que ahora parece un platillo del día, ya no existirá  más dentro de 15 días. Lo sucedido en ese teatro del absurdo, carecerá de valor y dimensión: fácil, un 95% de mexicanos se parecen al candidato: un tanto de ellos no leen, y el otro no sabe hacerlo. Todo se convierte entonces en la decadencia de la admiración. Por una ironía de la vida, es ahora la ignorancia del candidato priísta la que más se citan en los medios.
Quienes estén sorprendidos del vacío intelectual que hay en Peña Nieto, es que aún no indagan más profundamente en los conciliábulos de la política priísta. Por ello, es en lo ya sabido de antemano, que el lector debe consentir. Y es en el rechazo continuo a la ignorancia donde también la “prole” debe buscar la esencia de sus realizaciones y la verdad que enfrentará a la hora de elegir a sus gobernantes. Bastaría levantar a uno que no nos baje de "pendejos".


Alicia Dorantes: PADRE


PADRE
Alicia Dorantes


He dejado padre mío,
sobre tu pétreo sepulcro
dos insulsos libros,
que ayer escribí;
los dejé sin forro,
sin pasta,
con las hojas blancas
expuestas al viento,
caladas por lluvia,
besadas por el sol.

Y me han llamado tonta
por así dejarlos…
mas no supe cómo
enviarte mis palabras
hasta donde tú estás.

Le he pedido al viento
que te cuente suave,
suave y dulcemente
de tus niños enfermos,
sus madres marchitas,
la pobreza que taladra
y de un mundo desigual,
enormemente injusto.

He rogado a la lluvia
disuelva mis palabras
para que así,
mezcladas
con la tierra que te abraza,
se cuelen en silencio hasta
donde tú estás…
esa tierra negra
que amaste,
y a la que te entregaste
de verdad…

El sol refulgente
del universo parte
Me ha prometido
penetrar sus rayos
luminosos y ardientes
y llevarte con ellos
mi mensaje de amor.
 
Aun cuando todo esto
resulte innecesario:
sé bien padre querido
que desde que partiste,
tu espíritu me toca…
Y si guardo silencio
escucho tu risa,
sonora,
vivaracha,
alegre como un niño,
sé entonces padre mío
que nunca te has marchado
y así puedo encontrarte
en la noche más negra,
en la luz de la estrella,
en el cáliz profundo
de las azucenas
y los alcatraces
o en el canto sonoro
del pardo cenzontle…
Quédate ahí,
saberlo es mi consuelo
¡No te marches por favor!
El mundo, hoy más que nunca
necesita de hombres
y mujeres buenas,
honrados,
decentes
a carta cabal…
No te marches padre,
háblame en la aurora
o en el rojo ocaso,
que dormida o despierta
escucho tu voz…
No te vayas padre…
Espera,
que quizá muy pronto,
partamos los dos…
OTOÑO  de 2011

Seamus Heaney: LA FUENTE CURATIVA


LA FUENTE CURATIVA
Seamus Heaney

¿Para qué sirve la poesía? Desde la apología que de ella hiciera Sir Philip Sidney y la defensa de Shelley, han surgido muchas otras respuestas. Una de las más convincentes es la de W. H. Auden en su poema titulado "En memoria de W. B. Yeats", escrito entre la muerte de Yeats, en enero de 1939, y la invasión de Polonia perpetrada por Alemania más adelante ese mismo año, que condujo al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Sus versos finales son una suerte de plegaria a la sombra del poeta muerto, pidiéndole que asegure la continuidad de la poesía en sí misma y que garantice su constante virtud de transformación: "Que al corazón y a todos sus desiertos/ La fuente curativa pueda abrazar. / Y que en la celda misma de sus tiempos / Al hombre libre se le enseñe a alabar."

Sería difícil no leer estos versos como algo más que una elegía. No es solamente una mirada retrospectiva lo que los hace resonar como un guante arrojado al rostro de la historia: se trata de la voz del espíritu acorralado y oponiendo resistencia. Antes incluso de que el siglo veinte alcanzara la mitad de su recorrido, había suficientes acontecimientos para que los poetas y la poesía se sintieran abrumados, desde las guerras de trinchera hasta el ascenso del nazismo, y aun así las estrofas de Auden suenan intrépidas. Existe un impulso definido, carente de disculpas en los versos, enfáticamente rimado y confiadamente métrico, lo cual significa que el poema fluye con una fuerza indomable, mitad grito de guerra, mitad lamento.

 Un grito de guerra que celebra a la poesía porque se halla del lado de la vida, de la continuidad del esfuerzo y de la amplitud del espíritu. Ciertamente, el efecto de la conclusión de Auden resulta tan poderoso que lo hace contradecir algo que él mismo dice un poco antes en el poema, en un verso que es, tal vez, el más citado y con mayor frecuencia malentendido: "Pues la poesía no hace que ocurra nada."

Esto también encarna una especie de desafío, pero del tipo que constantemente se malentiende. La aseveración, en un principio, parece reconocer que la poesía de alguna manera se queda corta, falla en cuanto a su función: claro que eso sólo resultaría cabal si la función de la poesía fuera, ciertamente, hacer que ocurriera algo además de su propia existencia. Auden, de hecho, no reconoce ninguna de estas dos cosas; su verso surge en un pasaje donde no hay la menor sugerencia de que la poesía, tomada simplemente como lo que es, sea nada menos que una necesidad de vida.

La paradoja radica, pues, en que justo cuando Auden componía su famoso verso, había poetas que agitaban el sistema en otras regiones de regímenes totalitarios del mundo, y no por medio de escritos propagandísticos, sino al no abandonar las fascinantes y concentradas disciplinas de la escritura lírica.
Fueron, por ejemplo, los poetas rusos que ponían manos a la obra en lo que Auden llamaba "los ranchos del aislamiento y las penas trabajadoras", quienes se hallaban entre los causantes de la más profunda ansiedad política detrás de los muros del Kremlin.

La década de los años treinta sufrió la más oscura represión stalinista en la Unión Soviética, periodo en el cual poetas y escritores se veían silenciados no sólo por el censor, sino también por el verdugo. En 1937, pongamos por caso, la poesía de Osip Mandelstam tenía ya muchos años de no publicarse: él vivía desterrado, lejos de Moscú, temiendo por su vida y al mismo tiempo viviendo para que su poesía sobreviviera y permaneciera para siempre como lo que Auden llamaba "una boca".
A principios de esa década, había vuelto a escribir una especie de poesía lírica que, cual desafío, estaba a tono con las leyes de su propia naturaleza artística, y esto quería decir que se hallaba fatalmente fuera de tono respecto de las leyes artísticas de la tierra en la Unión Soviética.

Dado que entendía los derechos y las libertades de la poesía lírica como equivalentes de los derechos y las libertades fundamentales del ser humano negados por el Estado, la vocación de Mandelstam como poeta se volvió la expresión de un humanismo profundamente comprometido y de profunda oposición. Era como si hubiera prestado juramento para encarnar una suerte de Antígona de la imaginación, para obedecer las leyes de su musa más que las leyes de sus maestros. Para él, "la inmutabilidad del habla articulada" era de una importancia estremecedora. En un poema llega incluso a declarar que un poeta fulminado por un verso es como la tierra fulminada por un meteoro; a partir de esa imagen se pueden proyectar tanto la planta como el alzado de su poética y de su filosofía.

Según el pensamiento de Mandelstam, no se podía fijar un sitio para la doctrina de la necesidad histórica, que a fin de cuentas quedaba reducida a la línea ideológica de partido que los poetas debían promover y a la que se debían suscribir. En cuanto a lo que a él concierne, el logro creativo en el arte y en la vida implica el pasar por alto la necesidad, la diestra evasión de la siguiente movida obvia, la terminante añadidura de lo impredecible. El asunto llega como una aparición y aun así no se puede considerar fuera de lugar: he aquí lo que hace de los grandes poemas algo indispensable e imposible de contradecir, lo que los hace sucesos en y acerca de sí mismos.

Se puede responder a la pregunta de qué es lo que la poesía de Mandelstam hace ocurrir diciendo que abre una brecha rumbo a la creación de otros poemas, y al decir poemas me refiero no sólo a obras hechas de palabras y después impresas en libros; también me refiero a la palabra en ese su sentido más amplio, definido por el poeta Les Murray. Para él, "poema" puede significar un gran sistema de creencias o una ética de la conducta. Y el siglo veinte nos presenta con toda claridad un periodo durante el cual la cuestión toda de la relación de la poesía con los valores humanos se conformó a un costo extremo en las vidas de los poetas mismos, un periodo en el cual el equivalente secular de la santidad se alcanzaba, con frecuencia, gracias a la devoción por la vocación, y en el cual se ha dado hasta un cierto martirologio de los escritores.
Basta pensar en nombres como los de Marina Tsvietáieva, Samuel Beckett y Paul Celan para recordar con qué rigor, a qué costo y en medio de qué soledad tan singular hollaron el camino del arte y lo siguieron hasta sus últimas consecuencias.

En el compromiso de esta voluntad –podríamos decir, citando equivocadamente a Dante– iba implícito su tormento. Su sendero era una vía ascética, no tanto en un bosque oscuro como en una vía negativa lingüística, y fue a instancias de una vocación artística que cambiaron sus vidas y las vivieron, en bien del lenguaje, llevando al lenguaje más allá.

 Sin embargo, el camino ascético no fue el único elegido por la poesía en este siglo. La extraordinaria fecundidad y fuerza hipnótica de poetas como Vladimir Mayakovsky, Federico Gar-cía Lorca y Dylan Thomas debe, a su vez, tomarse como una respuesta noble a los tiempos que les tocó vivir. Sus muertes prematuras acaso los volvieron héroes culturales y los revistieron del glamour de los estereotipos románticos; pero vaya si se yerguen como recordatorios de las fuerzas del daimon del arte, su alianza con la voz cantante de Orfeo, el mero poder hechizante de su discurso rítmico. Dylan Thomas penetró el oído de los hablantes de lengua inglesa a mediados de siglo con una confianza apocalíptica; lástima que luego, en los años cuarenta y cincuenta, la luz de la fe en la vida misma comenzara a desvanecerse.

 Después del holocausto, una nueva oscuridad se proyectó sobre el siglo. Se instaló en la conciencia como una segunda caída, que no era parte de algún mito de creación y redención, sino en verdad parte del registro histórico, lo inimaginable al fondo de cualquier espejo en el cual los seres humanos acaso optaran por mirar su reflejo. Aparece, por ejemplo, como telón de fondo pesadillesco en poemas de Sylvia Plath que poseen calidad de parteaguas, como "Papacito" y "Doña Lázara", publicados en su poemario Ariel , de 1965. Éstos y otros poemas de Plath sí lograron que algo ocurriera de cierta manera muy política: el resurgimiento y desafío de su obra, la combinación de logro artístico y liberación personal que implicaban, todo eso comenzó muy rápidamente a conducir la corriente de lo que en un principio se llamó liberación de la mujer, después feminismo y, por último, política de género.
La obra de Plath, dicho de otro modo, tuvo un efecto definitivamente cinético. "Cinético" es el vocablo empleado por el Stephen Daedalus de Joyce, con objeto de describir el arte que provoca un efecto de saldo o remanente sobre la vida. Arte que puede apropiarse, digamos, con propósitos políticos o como estímulo para propósitos eróticos. Y tal efecto de apropiación de la poesía en la vida es, por supuesto, un fenómeno bastante común.

Si uno se pregunta hasta qué punto la visión compasiva de un Neruda o un Brecht ayudó a los pobres y a los reprimidos, o a qué grado Hugh MacDiarmid contribuyó a la evolución de una nueva conciencia nacional en Escocia, no hallará una respuesta exacta; pero hay, en cambio, una certidumbre en que algo real y positivo sí ocurrió. De igual modo, no cabe duda de que la obra de poetas-soldados durante la Primera Guerra Mundial afectó sus actitudes respecto de la masacre masiva y la lealtad a las mitologías nacionales; de que los poetas de Europa Oriental que se negaron a plegarse a las ideologías comunistas mantuvieron vivo el espíritu de la resistencia que triunfó en 1989; de que Allen Ginsberg y los poetas de la generación beat en general cambiaron el clima de la cultura norteamericana, contribuyeron al movimiento en contra de la guerra de Vietnam y aceleraron la revolución sexual; de que las poetas de surgimiento posterior al de los logros de Plath llenaron de género su propuesta y afectaron el clima social y político; de que los poetas pertenecientes a minorías étnicas han tenido éxito al incorporar sus poemas a una obra más amplia de solidaridad y otorgamiento de poderes; y así sucesivamente.
La obra de todos estos poetas, en el sentido más obvio de la expresión, sí hizo que algo positivo ocurriera. No obstante, doy por hecho que ninguna poesía digna de llamarse tal es indiferente al mundo por el cual y al cual responde. La función de respuesta, tal como lo ha señalado el poeta estadunidense Robert Pinsky, es precisamente lo que hace a la poesía responsable en el sentido más profundo: capaz y dispuesta a ofrecer una respuesta, pero una respuesta en sus propios términos. Y son esos términos los que con frecuencia fuerzan al poeta a recluirse en aquellos "ranchos del aislamiento y penas trabajadoras" a que aludía Auden.
Comencé con una elegía para un poeta porque justamente con motivo de la muerte de un poeta experimentamos con mayor fuerza la necesidad de la poesía, y la gratitud más grande para con él por haber hecho cosas, como decía Rilke, "capaces de eternidad". Cuando muere un poeta, siempre surge una contradicción entre nuestra gratitud por lo que ha ganado el arte y nuestros sentimientos de pérdida personal, y esta ambivalencia queda poderosamente expresada en un par de versos de Tadg Dall O h-Uiginn, poeta irlandés del siglo XV, escritos en memoria de su hermano, que era poeta a su vez. Ante el hijo de su madre muerto, en palabras de O h-Uiginn, "La poesía se ha acobardado/ Una duela de barril se ha aplastado/ Y el muro del aprendizaje se ha derribado".

 A pesar de la intensidad de la pena que se expresa, las imágenes también ofrecen un magnífico panorama de la reciedumbre inmemorial de la poesía, como la obra de contención de la madera y la piedra. Y precisamente por eso cité los versos de O h-Uiginn a principios de noviembre del año pasado, en el entierro de Ted Hughes. Con la muerte de este gran poeta inglés de la segunda mitad de nuestro siglo se esclareció por completo que, a solas, él había hecho un recordatorio de Inglaterra, por así decirlo, que había hecho recordar a buena parte del país y de la cultura mucho de lo que acarrean su tierra y su lengua. En cierto sentido, él volvió a enarcar el barril colocándole una nueva duela. Este poeta moderno de Yorkshire, que en los años sesenta publicó un poema titulado "El Toro Moisés", habría hecho muy buenas migas con Caedmon, el primer poeta inglés, que comenzó a vivir como trabajador de una granja en Nortumbria, un coterráneo norteño con el arpa bajo un brazo y el bulto de forraje bajo el otro.

Al término de un siglo que ha visto las nubes de hongo sobre Japón y el humo de las cámaras de gases sobre Europa, las regiones de sequía y los casquetes polares derritiéndose, la lluvia ácida y la erosionada capa de ozono, Hughes logró reconocer todas las verdades destructivas y, aun así, seguir cantando como Caedmon acerca de la gloria de la creación. En su elegía a su amigo y suegro, el granjero Jack Orchard, Ted escribió versos que ahora expresan nuestro propio sentimiento de pérdida:

The trustful catle, with frost on their backs
Waiting for hay, waiting for warmth,
Stand in a new emptiness.
From now on, the land
Will have to manage without him.

 [El confiable ganado, con escarcha en el lomo,
Espera la pastura, espera el calor,
Parado en un nuevo vacío.
De ahora en adelante, la tierra
Tendrá que vérselas sin él.]

 En este contexto, viene a la mente la frase de Auden, "el cultivo de un verso", como la vieja relación, presente en la palabra "cultivar", entre el cultivo y la cultura, relación que originalmente deriva del verbo latino colere. Así que esto también me recuerda algo que una vez dijo el poeta Joseph Brodsky en mi presencia, algo muy audenesco en cuanto a su simple claridad y convicción. Los seres humanos, dijo, se han puesto sobre la tierra para crear la civilización.

Y si aceptamos esa definición de nuestra raison d´etre humana, entonces tendremos que admitir que en un siglo en el cual la inhumanidad nunca se ha hallado fuera del alcance, los poetas han sido fieles a tal propósito y han probado, ciertamente, constituir su centro.