MÁS SI OSARE UN EXTRAÑO ENEMIGO
En el segundo día de lucha contra el despreciable personaje que llegó para habitar mi cuerpo inerme, el sórdido inquilino que se hace llamar Roberto Luis Estévez por sistema y matemática ciencia guerrera, toda la pólvora azul que estalla mi inteligencia en altozano, la quedan cubriendo lluvia y vientos cruzados en la blasfemia y se me ordena matar a una persona por primera vez.
A decir verdad, el intruso apareció sin sorpresa, como continuación de lo leído en la cartilla militar. Sin embargo, le llevó un día entero a Roberto Luis, con redobles de tambor y gran cigarro, el tomar total control sobre mi respuestas motrices. Yo, frontera limitada por dos brazos cruzados, quiero yacer enterrado en mi habitación con honores y entra el forastero en su carro de psicotrópicos para coronarlo en la ocupación igual que se alzan las fichas de su juego de damas, pero nunca sospeché que un rumor tan venido de lejos quisiera encaminar mis zapatos ocupados al territorio del homicidio. La guerra llegó entonces, porque a juzgar por lo que yo recuerdo, la metralla entre los libros me dejó los años malheridos y me brotó del corazón este himno sobre las charcas de ojos exprimidos en las calles, vibrando con medidas ondas concéntricas al paso pesado del nuevo soldado, y me rehusé. No sirvió de nada, por supuesto, porque Roberto Luis era más fuerte y peligroso, desencadenado asedio a partir que se durmieron torres espinosas bajo el mismo bostezo del guardián de mi envoltura terrestre y pedestre. Al momento de mi claudicación, yo lucía cansado, demasiado débil, harto de soportar mi enfermedad y llorar a mi yo ausente.
El blanco en la mira era el hermano menor de mi madre, el tío Ciro. Si Roberto Luis hubiera ordenado cometer mi atentado en contra del Papa, o el Presidente de los Colores Unidos de América o cierta figura pública del ámbito deportivo o cultural, yo pude deferir mis respetos en un traje de luto durante la ejecución, pero ¿el tío Ciro? Un tipo con calvicie prematura a los sesenta y tantos años, un psicólogo atípico y llamando las cosas desaparecidas como las novias que le fueron espantadas por la abuela, debido al temor de perder un enfermero eficiente hasta los 102 años de vida que vivió. No puedo creerlo, ¿Por qué el incomodo inquilino dentro de mi cerebro querría a tal persona insignificante muerta?
-¿No se te antoja borrarlo del planeta? –pregunta Roberto Luis, siempre que elevo mi inconformidad.
-¿Quién? ¿El tío Ciro? No manches, ni siquiera en la dentadura tiene una corona – replico.
-Precisamente, los dos grandes problemas de la humanidad son la sobrepoblación y la pobreza. La solución es matar a los pobres. Y el pobre tío Ciro es esplendido candidato dentro de estas tareas de limpieza.
-Si quiero matar al tío Ciro, ¿Qué necesito? Ah, un matamoscas.
Roberto Luis suelta una carcajada. Yo había aprendido a reconocer esa miserable carcajada, oída a mitad de la noche, cuando mantenía el equilibrio con mis piernas recostadas y puesta la atención a la programación para desvelados dentro del televisor, pero estando muy cerca de caer en el abismo de un profundo sueño, la terrible carcajada acaba uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo. Otra vez, un toque de escarnio que habría insultado la vena risueña de Rabelais. Roberto Luis suelta la carcajada y me hace burla. “¿Quién? ¿El tío Ciro? Sí, el tío Ciro, el mismo que te tuvo cercado con un oprobio inexistente y los azotes intermitentes de su cinturón, montando su propio acto probatorio de las teorías de Piaget. No me digas que no te importa esto, cabeza dura”
-No me digas cabeza dura
-Tienes que clavarle un flechazo al tío Ciro en el estómago.
-Estás loco, no puedo hacer eso…¡No voy a hacerlo!
-Claro que sí. Lo vas a hacer y lo vas a hacer correctamente, como todo un asesino a sueldo. La palabra suicida no es como muchos creen, el que mata a un suizo. No, un suicida sabe poner por encima de las mezquinas conductas antisociales, los supremos intereses personales.
-A mí no me mires, la genética me ha jugado una mala pasada con los parientes distanciados. De haber tenido opción, no habría elegido a los abuelos perfectos.
-Piénsalo bien, de cada diez personas que merecen morir por causas naturales…cinco son la mitad.
Destellos de lógica deóntica diversifican mi pensamiento. En el fondo, tenía una desconfianza profunda frente a los tíos solterones, a los solitarios del Club del Sargento Pimienta. Incluso frente a la gente que se las sabe arreglar para vivir en la podrida, comprimida cámara secreta del retiro voluntario, celebrando al viajero inmóvil de Camus, pero cuando les da la gana tomar sus vacaciones del piso de autoservicio, piden asilo en una llamada, para terminar por oírlos orinar, en la obscuridad, en el fondo de la casa. Repentinamente, hallo la carta de despedida al cartero, escrita en diferentes épocas, donde las cosas son muy diferentes “a como las contó Ciro a los efesios”. El problema está contado en parte, pero también hay que imaginárselo. El ciclo de Ciro, porque el tío Ciro fue muchas cosas, o más bien, muchas personas, desde sus comienzos. Por ejemplo, el buen pariente bebía vino directamente de la botella, a vista y paciencia de las viejas películas caseras, para convertirse en el admirador de mi papá, a quién lo tomaba de los hombros, lo remecía y proclamaba a gritos: “Tienes una familia hermosa”. Y, a la vez, era el Doctor en Psicología que se olvidaba de las etapas de felicidad doméstica y tenía la manía de contradecir y pelearse con su cuñado sobre un asunto de dinero y poder, al punto de provocarle un episodio de esquizofrenia, donde éste cree que despierta una mañana en un lugar llamado simplemente La Villa y donde todos sus habitantes utilizan un prendedor con numeraciones romanas para facilitar el robo de identidad. Yo represento el número Seis, el tío Ciro es el número Dos y se parece al tío Ciro, excepto por las gafas de armazón negro de pasta, sin cristal, pero dotados con nariz de plástico sobre bigote postizo. Si escogemos a un tío Ciro en desmedro del otro, nos quedamos con una visión incompleta de su personalidad y en consecuencia, de su sentencia de muerte. El cartero llama dos veces, aunque nunca podrá competir con el repartidor de pizzas.
Escena tercera, acto primero: El tío Ciro reza una novena en su cuarto. Aguarda un segundo y escucha que llaman a la puerta. No tiene un quinto. Quienquiera que sea el que toca, tendrá que esperar un buen rato a que el tío Ciro atienda el timbre eléctrico. Él padece un serio cuadro de artritis, además que era muy tarde para esperar visitas. La tonada tubular abarca una octava. Très bien. Yo me paro bajo la luz del farol y percibo las malas palabras en la ocupación de hablar solo, los torpes movimientos del tío Ciro observándome detrás de las persianas. Atónito, parpadea varias veces y logra reconocerme. Abre la puerta.
-Hijo, no me avisaste que venías
Yo recargo la caja de pizza contra su pecho y lo empujo al interior.
-Traigo pizza
-Suena bien. Cené opíparamente, pero creo que puedo comerme un octavo del radio elevado al coseno de la constante de su diámetro partido por pi y según la base de la raíz cuadrada de siete, sobre el tamaño de la pizza completa. ¿Tiene anchoas?
-Aceitunas, pero al menos no tengo que pedirte que me aguantes los cubiertos.
-Bueno, en algunos países es típico comerla a través de la oreja. Si no lo haces, se considera un insulto personal contra la madre de todos los comensales dentro de la habitación. Por cierto, ¿Cómo está tu madre?
-Ella murió hace quince años
El tío Ciro parpadea nuevamente. El dintel sobre la entrada luce un moño negro que recuerda el triste suceso y el hermano repara en el error
-Es cierto, ¿Cómo pude olvidarlo?
La mano cubierta de manchas de la edad cierra el pasador detrás mío. Yo camino a la sala de estar, iluminada por los vitrales empezando el crecimiento del pasillo. El tío Ciro me sigue a corta distancia. Él viste un atuendo solo visto en películas en blanco y negro, como Plan 9 del espacio exterior. Larga bata de dormir que adquiere un desespero como cortinas de ducha con el degeneramiento de su estructura ósea. Ambos nos miramos hasta la confianza permitida. La gota fría está en mi cara al empezar y me avergüenzo dentro del momento que levanta la murmuración: Esto es una locura. Basta imaginarlo con boina y bastón, para enaltecer sus arrugas. Es un viejo verde, desdentado. Ni siquiera capaz de recordar sus inclinaciones políticas, cuando eran tiempos mejores. ¿Cuál es el punto de todo esto?
Y Roberto Luis Estévez responde: “No importa lo que recuerde. Tú recuerdas Oz al final del triste caminito de los adoquines amarillos y punto. Ahora, si te hace sentir mejor, dile que vienes a matarlo y sin permitir quejarse”.
-¿Sabías que los aztecas migraron en pos de Salma y la perfomance de la serpiente?
Obviamente, no me había visto en años y supone que ante una adivinanza tendrían que amarrarse nuestras vidas. En algún momento perdimos contacto, el de una agujeta que ya no vuelve a pasar para hacer el nudo y porque no lo quiso, no tuvo mi cariño. Mi respuesta es telepática: “Lo que sea, tío Ciro. Ahora veo las cosas del modo que un niño maltratado sufre de nombres cabales. Estoy buscándolo arrodillado bajo la mesa del comedor, en la ruta donde un sentimiento de culpa regresa al origen con las patas de las sillas. Y es que los chicos deben de tener su lugar, un lugar donde ellos sepan que pueden jugar, esconderse, ensuciar y romper durante el breve rodeo y ser felices escrutando su sexo con ayuda de un rompecabezas. Por supuesto, señores padres, es conveniente que este lugar no sea muy alejado de la luna y claramente dibujado con un dragón con plumas, pero no hay que asustarlos con seres que no existen. Llegado el caso, háblales de una perfomance con serpiente y guarda la imagen en monedas, banderas, sellos oficiales, en todos lados”.
-Lo sé, desconocer los siete pecados capitales es como infringir el octavo –respondo.
Enseguida brindo un pellizco por reproche de abuso y compadre. El tío Ciro retrocede al sofá, frotándose el brazo. Yo lo obligo por los hombros a sentarse y éste opone resistencia un momento, pero lo vence la pérdida de elasticidad muscular. Y como en los elementos sacerdotales de la física jónica, tomo el cojín de hule espuma y lo oprimo contra su rostro, haciendo un fugaz saludo. La asfixia llegó más rápido de lo que imaginé, pero en todo ese tiempo le suplicaba a Roberto Luis Estévez que se detuviera. Chilla el alma que participa y quiere empuñar la cerradura obturada, cuando del sótano viene un incendio a consolarla y borrar mis huellas en la escena del crimen.
-Muy eficiente- Roberto Luis aplaude.
¿Qué hace un asesino para entretenerse? Pues, matar el tiempo. En el día cuatro de pelea contra el invasor apenas vislumbrado, una segunda muerte fue ordenada. El objetivo es una mujer que ni siquiera estoy seguro que todavía se mantenga disfrutando los dones de la vida. Yo la he nombrado boluda, porque ella nunca devolvió todas las pelotas que perdíamos al otro lado de la barda. Su nombre es Mariquita Linda y su casa retrocede ante un arreglo de ciento cuarenta y cuatro tejas y las va impulsando el exótico jardín que es una reminiscencia del Mahjong. Así que, apréndelo a jugar de una vez por todas.
Dieciséis fichas de vientos fortalecen la ronda y soy más pequeño que un insecto. Repentinamente, me encuentro frente a la máquina del tiempo. No hay remedio, debo matar a la anciana recitando sus mantras a la dilatación de la ventana.
-¿Por qué debo ser el uno ejecutor a sangre fría? –repito por milésima vez en un periodo de cuarenta y ocho horas.
-Por ninguna razón en especial. Simplemente, veo las muertes que están entre nosotros desde ahora. Si usted no vio la misma película, no averiguará hasta el último minuto que el asesino misterioso es el mayordomo.
La anciana abre la puerta, dejando claro que ha perdido a toda su servidumbre.
-Busco trabajo –digo sin mayor preámbulo.
-¿Sabe impermeabilizar techos, muchacho?
-Puedo hacerlo
-Mmm, creo que me vendría bien una serie de reparaciones en mi monotonía
-Pablito clavó un clavito en la calva de un calvito…
-¿Qué cosa?
-Vamos, repita mis palabras
-Mis palabras, mis palabras
-No, ponga atención a lo que digo: ¡Jugar cascarita sobre una cáscara de plátano, duele!
-¿Cascarita?
En medio del porche, que en algunos países es llamado Logia, tenemos nuestro terrible secreto, conocido ya por todo el pueblo, pero que, de cualquier forma, habríamos que sepultar al final.
-Oye, tú eres el mocoso que me estropeaba mis rosas con sus balones de caucho.
-Baila para mí, vieja
-Prefiero estar arrestada en Manchuria.
-¡Maldita bruja, te dije que bailes!
-¡Calla, despreciable perro sarnoso! ¡Eres tan estúpido y tan feo como tus juegos de pelota, primero debí adivinar que eras un vil ratero por tu mal aliento! ¡Te odio!
No la escucho más. Tal paroxismo de rabia y politonalidad llevan mi hacha al juramento de niño explorador. Y la tajo en pedacitos para abonar su jardín. Ouch, fueron sus últimas palabras ante el frío cortante. Nuevamente, los esfuerzos corporales obligatorios para la defensa caen al fondo de una cubeta metálica. Las hormigas, con su minucioso divagar, descubren los sesos esparcidos que se deben a la tendencia de dejar la cordura por donde pasaba y van a perderse en una grieta en la losa. ¿Lo que siento es agrado? ¿Dejaré las sobras al forense?
-Me gustó la parte donde tú acomodas su tentáculo mutilado al mango, para sugerir que era zurda –indica Roberto Luis, arriba del camión regresando de Pachuca, con varios kilos de exceso de equipaje.
En el sexto día de batalla contra el extraño enemigo que osara profanar con suplantes mi aliento, se me ordenó matar otra vez. Y maté siete personas en un solo golpe, igual que aplastar la colilla de un cigarro. No obstante, el protocolo de los Derechos Humanos debe marcar la diferencia aquí entre masacre y acto terrorista, puesto que los muertos y heridos en el conteo consignado por escrito, todos debieron mezclar con oportunidad sus heces con sus preces o al menos haber insultado a la persona que los ataca. Otros signos vienen después, bajo hipnotismo. Roberto Luis Estévez pega fuerte y sabe pegar en los sitios que duelen. El aprendizaje de estas técnicas hizo que, en su día, me demorase mucho más de lo que había previsto para disparar al grupo sindical que se encontraban desplegando la bandera rojinegra afuera de la fábrica inalterable, y ver la repetición instantánea en televisión. Pum, pum. El tirador solitario es un programador de computadoras de 41 años y sin empleo, luego de ser despedido por acoso a una de sus colegas de nombre Lorena Herrera Fajardo, pero tan cuestionable el desliz como el olor de un pedo en público, cuando lo expeles y culpas a otro. Resentido por el cese, ya regresa a su lugar de trabajo con tremendo fusil de asalto automático para incursionar en una juerga asesina contra dos de sus colaboradores más cercanos, fallando en su intento de matar a la misma Lorena Herrera Fajardo. Notimex informa: Ex-trabajador de maquiladora fronteriza de tamalitos congelados regresa fuertemente armado y termina la huelga.
Ay, incapaz de desobedecer una orden directa, no tengo idea si Roberto Luis Estévez era simplemente una alteración de la ira ciega, comúnmente llamado Síndrome Amok, o fuera una posesión demoniaca o un dybukk o un poltergeist o un alienígeno de la cuarta dimensión o un alma en pena que cobra valor cuando regresa un fantasma que los micrófonos logran captar o una vulgar alucinación por desequilibrio mental. Creo que he leído demasiadas novelas fantásticas, pero lo que sí puedo tener en claro que Roberto Luis llegó el preciso momento de mi ordalía laboral a pan y queso, susurrando el convite con que amanezco: “Aquí huele a huevo podrido”. Por otro lado, la nueva maldición y la nueva ciudad opacan a una de las masacres más famosas y alevosas, bautizada la matanza de San Valentín de 1929 en Chicago, donde Al Capone mandó a matar a un grupo de gangsters que no le dieron regalo. O la matanza de la noche de Tlatelolco, ya de 1521, ya de 1968, donde los ejércitos acabaron rendidos, pues matar a tanta gente desarmada es muy agotador, sobre todo si lo tienes que hacer a mano.
En la guerra de una semana que llegaba su fin, Roberto Luis declara: Ahora es momento de matar a Lorena Herrera Fajardo.
-¡Cállate ya! –grité con todas mis fuerzas
Roberto Luis insiste en sus instrucciones, indica con ladridos que imitara a un perro de ataque y me fuera encima de ella, para que le mordiese el cuello y le llenara el pecho de sangre y saliva, lo que puede parecer parco. No lo es. Lorena resume, desde su nombre, largas tradiciones del gusto vulgar. Yo, por mi parte, soy una copia de la copia del guardián en el centeno. No tengo un diploma escolar que rece: “El señor fulano obtiene el grado de Licenciado en tal o cual rubro profesional y etcétera”. No tengo amigos colocados en puestos importantes del Gobierno o del Sector Empresarial. Nunca he salido del país ni tengo pasaporte. Las mujeres no experimentan un trastorno de celos por mí. No tengo patria, excepto nueve muertos.
-La felicidad es un arma tibia, soldado
-Quizás, señor. Al fin y al cabo la Sturmgewehr 44 la quiero para llevarla al terreno abierto y satisfacer mis deseos, los más obscuros, los más perversos. En cambio a Lorena la quiero para…¡Caramba, que coincidencia!
-No la hagamos esperar
A veces Jekyll, a veces Hyde, ambos desdoblamientos caminan a trancos por la oficina que no es suya. Lorena se esconde bajo un escritorio, teme una mala noticia.
-Hola Lorena. Mi neurona está esperando abajo, en un taxi. Pero hágase un favor y marque el 066, para que manden todos los policías que tengan a hacerme los mandados. Aunque, sabes, preciosa, yo no estuve aquí…
Lorena encuentra su boca negra para cantar nu-nu-NO, al sonoro rugir del cañón.
En el segundo día de lucha contra el despreciable personaje que llegó para habitar mi cuerpo inerme, el sórdido inquilino que se hace llamar Roberto Luis Estévez por sistema y matemática ciencia guerrera, toda la pólvora azul que estalla mi inteligencia en altozano, la quedan cubriendo lluvia y vientos cruzados en la blasfemia y se me ordena matar a una persona por primera vez.
A decir verdad, el intruso apareció sin sorpresa, como continuación de lo leído en la cartilla militar. Sin embargo, le llevó un día entero a Roberto Luis, con redobles de tambor y gran cigarro, el tomar total control sobre mi respuestas motrices. Yo, frontera limitada por dos brazos cruzados, quiero yacer enterrado en mi habitación con honores y entra el forastero en su carro de psicotrópicos para coronarlo en la ocupación igual que se alzan las fichas de su juego de damas, pero nunca sospeché que un rumor tan venido de lejos quisiera encaminar mis zapatos ocupados al territorio del homicidio. La guerra llegó entonces, porque a juzgar por lo que yo recuerdo, la metralla entre los libros me dejó los años malheridos y me brotó del corazón este himno sobre las charcas de ojos exprimidos en las calles, vibrando con medidas ondas concéntricas al paso pesado del nuevo soldado, y me rehusé. No sirvió de nada, por supuesto, porque Roberto Luis era más fuerte y peligroso, desencadenado asedio a partir que se durmieron torres espinosas bajo el mismo bostezo del guardián de mi envoltura terrestre y pedestre. Al momento de mi claudicación, yo lucía cansado, demasiado débil, harto de soportar mi enfermedad y llorar a mi yo ausente.
El blanco en la mira era el hermano menor de mi madre, el tío Ciro. Si Roberto Luis hubiera ordenado cometer mi atentado en contra del Papa, o el Presidente de los Colores Unidos de América o cierta figura pública del ámbito deportivo o cultural, yo pude deferir mis respetos en un traje de luto durante la ejecución, pero ¿el tío Ciro? Un tipo con calvicie prematura a los sesenta y tantos años, un psicólogo atípico y llamando las cosas desaparecidas como las novias que le fueron espantadas por la abuela, debido al temor de perder un enfermero eficiente hasta los 102 años de vida que vivió. No puedo creerlo, ¿Por qué el incomodo inquilino dentro de mi cerebro querría a tal persona insignificante muerta?
-¿No se te antoja borrarlo del planeta? –pregunta Roberto Luis, siempre que elevo mi inconformidad.
-¿Quién? ¿El tío Ciro? No manches, ni siquiera en la dentadura tiene una corona – replico.
-Precisamente, los dos grandes problemas de la humanidad son la sobrepoblación y la pobreza. La solución es matar a los pobres. Y el pobre tío Ciro es esplendido candidato dentro de estas tareas de limpieza.
-Si quiero matar al tío Ciro, ¿Qué necesito? Ah, un matamoscas.
Roberto Luis suelta una carcajada. Yo había aprendido a reconocer esa miserable carcajada, oída a mitad de la noche, cuando mantenía el equilibrio con mis piernas recostadas y puesta la atención a la programación para desvelados dentro del televisor, pero estando muy cerca de caer en el abismo de un profundo sueño, la terrible carcajada acaba uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo. Otra vez, un toque de escarnio que habría insultado la vena risueña de Rabelais. Roberto Luis suelta la carcajada y me hace burla. “¿Quién? ¿El tío Ciro? Sí, el tío Ciro, el mismo que te tuvo cercado con un oprobio inexistente y los azotes intermitentes de su cinturón, montando su propio acto probatorio de las teorías de Piaget. No me digas que no te importa esto, cabeza dura”
-No me digas cabeza dura
-Tienes que clavarle un flechazo al tío Ciro en el estómago.
-Estás loco, no puedo hacer eso…¡No voy a hacerlo!
-Claro que sí. Lo vas a hacer y lo vas a hacer correctamente, como todo un asesino a sueldo. La palabra suicida no es como muchos creen, el que mata a un suizo. No, un suicida sabe poner por encima de las mezquinas conductas antisociales, los supremos intereses personales.
-A mí no me mires, la genética me ha jugado una mala pasada con los parientes distanciados. De haber tenido opción, no habría elegido a los abuelos perfectos.
-Piénsalo bien, de cada diez personas que merecen morir por causas naturales…cinco son la mitad.
Destellos de lógica deóntica diversifican mi pensamiento. En el fondo, tenía una desconfianza profunda frente a los tíos solterones, a los solitarios del Club del Sargento Pimienta. Incluso frente a la gente que se las sabe arreglar para vivir en la podrida, comprimida cámara secreta del retiro voluntario, celebrando al viajero inmóvil de Camus, pero cuando les da la gana tomar sus vacaciones del piso de autoservicio, piden asilo en una llamada, para terminar por oírlos orinar, en la obscuridad, en el fondo de la casa. Repentinamente, hallo la carta de despedida al cartero, escrita en diferentes épocas, donde las cosas son muy diferentes “a como las contó Ciro a los efesios”. El problema está contado en parte, pero también hay que imaginárselo. El ciclo de Ciro, porque el tío Ciro fue muchas cosas, o más bien, muchas personas, desde sus comienzos. Por ejemplo, el buen pariente bebía vino directamente de la botella, a vista y paciencia de las viejas películas caseras, para convertirse en el admirador de mi papá, a quién lo tomaba de los hombros, lo remecía y proclamaba a gritos: “Tienes una familia hermosa”. Y, a la vez, era el Doctor en Psicología que se olvidaba de las etapas de felicidad doméstica y tenía la manía de contradecir y pelearse con su cuñado sobre un asunto de dinero y poder, al punto de provocarle un episodio de esquizofrenia, donde éste cree que despierta una mañana en un lugar llamado simplemente La Villa y donde todos sus habitantes utilizan un prendedor con numeraciones romanas para facilitar el robo de identidad. Yo represento el número Seis, el tío Ciro es el número Dos y se parece al tío Ciro, excepto por las gafas de armazón negro de pasta, sin cristal, pero dotados con nariz de plástico sobre bigote postizo. Si escogemos a un tío Ciro en desmedro del otro, nos quedamos con una visión incompleta de su personalidad y en consecuencia, de su sentencia de muerte. El cartero llama dos veces, aunque nunca podrá competir con el repartidor de pizzas.
Escena tercera, acto primero: El tío Ciro reza una novena en su cuarto. Aguarda un segundo y escucha que llaman a la puerta. No tiene un quinto. Quienquiera que sea el que toca, tendrá que esperar un buen rato a que el tío Ciro atienda el timbre eléctrico. Él padece un serio cuadro de artritis, además que era muy tarde para esperar visitas. La tonada tubular abarca una octava. Très bien. Yo me paro bajo la luz del farol y percibo las malas palabras en la ocupación de hablar solo, los torpes movimientos del tío Ciro observándome detrás de las persianas. Atónito, parpadea varias veces y logra reconocerme. Abre la puerta.
-Hijo, no me avisaste que venías
Yo recargo la caja de pizza contra su pecho y lo empujo al interior.
-Traigo pizza
-Suena bien. Cené opíparamente, pero creo que puedo comerme un octavo del radio elevado al coseno de la constante de su diámetro partido por pi y según la base de la raíz cuadrada de siete, sobre el tamaño de la pizza completa. ¿Tiene anchoas?
-Aceitunas, pero al menos no tengo que pedirte que me aguantes los cubiertos.
-Bueno, en algunos países es típico comerla a través de la oreja. Si no lo haces, se considera un insulto personal contra la madre de todos los comensales dentro de la habitación. Por cierto, ¿Cómo está tu madre?
-Ella murió hace quince años
El tío Ciro parpadea nuevamente. El dintel sobre la entrada luce un moño negro que recuerda el triste suceso y el hermano repara en el error
-Es cierto, ¿Cómo pude olvidarlo?
La mano cubierta de manchas de la edad cierra el pasador detrás mío. Yo camino a la sala de estar, iluminada por los vitrales empezando el crecimiento del pasillo. El tío Ciro me sigue a corta distancia. Él viste un atuendo solo visto en películas en blanco y negro, como Plan 9 del espacio exterior. Larga bata de dormir que adquiere un desespero como cortinas de ducha con el degeneramiento de su estructura ósea. Ambos nos miramos hasta la confianza permitida. La gota fría está en mi cara al empezar y me avergüenzo dentro del momento que levanta la murmuración: Esto es una locura. Basta imaginarlo con boina y bastón, para enaltecer sus arrugas. Es un viejo verde, desdentado. Ni siquiera capaz de recordar sus inclinaciones políticas, cuando eran tiempos mejores. ¿Cuál es el punto de todo esto?
Y Roberto Luis Estévez responde: “No importa lo que recuerde. Tú recuerdas Oz al final del triste caminito de los adoquines amarillos y punto. Ahora, si te hace sentir mejor, dile que vienes a matarlo y sin permitir quejarse”.
-¿Sabías que los aztecas migraron en pos de Salma y la perfomance de la serpiente?
Obviamente, no me había visto en años y supone que ante una adivinanza tendrían que amarrarse nuestras vidas. En algún momento perdimos contacto, el de una agujeta que ya no vuelve a pasar para hacer el nudo y porque no lo quiso, no tuvo mi cariño. Mi respuesta es telepática: “Lo que sea, tío Ciro. Ahora veo las cosas del modo que un niño maltratado sufre de nombres cabales. Estoy buscándolo arrodillado bajo la mesa del comedor, en la ruta donde un sentimiento de culpa regresa al origen con las patas de las sillas. Y es que los chicos deben de tener su lugar, un lugar donde ellos sepan que pueden jugar, esconderse, ensuciar y romper durante el breve rodeo y ser felices escrutando su sexo con ayuda de un rompecabezas. Por supuesto, señores padres, es conveniente que este lugar no sea muy alejado de la luna y claramente dibujado con un dragón con plumas, pero no hay que asustarlos con seres que no existen. Llegado el caso, háblales de una perfomance con serpiente y guarda la imagen en monedas, banderas, sellos oficiales, en todos lados”.
-Lo sé, desconocer los siete pecados capitales es como infringir el octavo –respondo.
Enseguida brindo un pellizco por reproche de abuso y compadre. El tío Ciro retrocede al sofá, frotándose el brazo. Yo lo obligo por los hombros a sentarse y éste opone resistencia un momento, pero lo vence la pérdida de elasticidad muscular. Y como en los elementos sacerdotales de la física jónica, tomo el cojín de hule espuma y lo oprimo contra su rostro, haciendo un fugaz saludo. La asfixia llegó más rápido de lo que imaginé, pero en todo ese tiempo le suplicaba a Roberto Luis Estévez que se detuviera. Chilla el alma que participa y quiere empuñar la cerradura obturada, cuando del sótano viene un incendio a consolarla y borrar mis huellas en la escena del crimen.
-Muy eficiente- Roberto Luis aplaude.
¿Qué hace un asesino para entretenerse? Pues, matar el tiempo. En el día cuatro de pelea contra el invasor apenas vislumbrado, una segunda muerte fue ordenada. El objetivo es una mujer que ni siquiera estoy seguro que todavía se mantenga disfrutando los dones de la vida. Yo la he nombrado boluda, porque ella nunca devolvió todas las pelotas que perdíamos al otro lado de la barda. Su nombre es Mariquita Linda y su casa retrocede ante un arreglo de ciento cuarenta y cuatro tejas y las va impulsando el exótico jardín que es una reminiscencia del Mahjong. Así que, apréndelo a jugar de una vez por todas.
Dieciséis fichas de vientos fortalecen la ronda y soy más pequeño que un insecto. Repentinamente, me encuentro frente a la máquina del tiempo. No hay remedio, debo matar a la anciana recitando sus mantras a la dilatación de la ventana.
-¿Por qué debo ser el uno ejecutor a sangre fría? –repito por milésima vez en un periodo de cuarenta y ocho horas.
-Por ninguna razón en especial. Simplemente, veo las muertes que están entre nosotros desde ahora. Si usted no vio la misma película, no averiguará hasta el último minuto que el asesino misterioso es el mayordomo.
La anciana abre la puerta, dejando claro que ha perdido a toda su servidumbre.
-Busco trabajo –digo sin mayor preámbulo.
-¿Sabe impermeabilizar techos, muchacho?
-Puedo hacerlo
-Mmm, creo que me vendría bien una serie de reparaciones en mi monotonía
-Pablito clavó un clavito en la calva de un calvito…
-¿Qué cosa?
-Vamos, repita mis palabras
-Mis palabras, mis palabras
-No, ponga atención a lo que digo: ¡Jugar cascarita sobre una cáscara de plátano, duele!
-¿Cascarita?
En medio del porche, que en algunos países es llamado Logia, tenemos nuestro terrible secreto, conocido ya por todo el pueblo, pero que, de cualquier forma, habríamos que sepultar al final.
-Oye, tú eres el mocoso que me estropeaba mis rosas con sus balones de caucho.
-Baila para mí, vieja
-Prefiero estar arrestada en Manchuria.
-¡Maldita bruja, te dije que bailes!
-¡Calla, despreciable perro sarnoso! ¡Eres tan estúpido y tan feo como tus juegos de pelota, primero debí adivinar que eras un vil ratero por tu mal aliento! ¡Te odio!
No la escucho más. Tal paroxismo de rabia y politonalidad llevan mi hacha al juramento de niño explorador. Y la tajo en pedacitos para abonar su jardín. Ouch, fueron sus últimas palabras ante el frío cortante. Nuevamente, los esfuerzos corporales obligatorios para la defensa caen al fondo de una cubeta metálica. Las hormigas, con su minucioso divagar, descubren los sesos esparcidos que se deben a la tendencia de dejar la cordura por donde pasaba y van a perderse en una grieta en la losa. ¿Lo que siento es agrado? ¿Dejaré las sobras al forense?
-Me gustó la parte donde tú acomodas su tentáculo mutilado al mango, para sugerir que era zurda –indica Roberto Luis, arriba del camión regresando de Pachuca, con varios kilos de exceso de equipaje.
En el sexto día de batalla contra el extraño enemigo que osara profanar con suplantes mi aliento, se me ordenó matar otra vez. Y maté siete personas en un solo golpe, igual que aplastar la colilla de un cigarro. No obstante, el protocolo de los Derechos Humanos debe marcar la diferencia aquí entre masacre y acto terrorista, puesto que los muertos y heridos en el conteo consignado por escrito, todos debieron mezclar con oportunidad sus heces con sus preces o al menos haber insultado a la persona que los ataca. Otros signos vienen después, bajo hipnotismo. Roberto Luis Estévez pega fuerte y sabe pegar en los sitios que duelen. El aprendizaje de estas técnicas hizo que, en su día, me demorase mucho más de lo que había previsto para disparar al grupo sindical que se encontraban desplegando la bandera rojinegra afuera de la fábrica inalterable, y ver la repetición instantánea en televisión. Pum, pum. El tirador solitario es un programador de computadoras de 41 años y sin empleo, luego de ser despedido por acoso a una de sus colegas de nombre Lorena Herrera Fajardo, pero tan cuestionable el desliz como el olor de un pedo en público, cuando lo expeles y culpas a otro. Resentido por el cese, ya regresa a su lugar de trabajo con tremendo fusil de asalto automático para incursionar en una juerga asesina contra dos de sus colaboradores más cercanos, fallando en su intento de matar a la misma Lorena Herrera Fajardo. Notimex informa: Ex-trabajador de maquiladora fronteriza de tamalitos congelados regresa fuertemente armado y termina la huelga.
Ay, incapaz de desobedecer una orden directa, no tengo idea si Roberto Luis Estévez era simplemente una alteración de la ira ciega, comúnmente llamado Síndrome Amok, o fuera una posesión demoniaca o un dybukk o un poltergeist o un alienígeno de la cuarta dimensión o un alma en pena que cobra valor cuando regresa un fantasma que los micrófonos logran captar o una vulgar alucinación por desequilibrio mental. Creo que he leído demasiadas novelas fantásticas, pero lo que sí puedo tener en claro que Roberto Luis llegó el preciso momento de mi ordalía laboral a pan y queso, susurrando el convite con que amanezco: “Aquí huele a huevo podrido”. Por otro lado, la nueva maldición y la nueva ciudad opacan a una de las masacres más famosas y alevosas, bautizada la matanza de San Valentín de 1929 en Chicago, donde Al Capone mandó a matar a un grupo de gangsters que no le dieron regalo. O la matanza de la noche de Tlatelolco, ya de 1521, ya de 1968, donde los ejércitos acabaron rendidos, pues matar a tanta gente desarmada es muy agotador, sobre todo si lo tienes que hacer a mano.
En la guerra de una semana que llegaba su fin, Roberto Luis declara: Ahora es momento de matar a Lorena Herrera Fajardo.
-¡Cállate ya! –grité con todas mis fuerzas
Roberto Luis insiste en sus instrucciones, indica con ladridos que imitara a un perro de ataque y me fuera encima de ella, para que le mordiese el cuello y le llenara el pecho de sangre y saliva, lo que puede parecer parco. No lo es. Lorena resume, desde su nombre, largas tradiciones del gusto vulgar. Yo, por mi parte, soy una copia de la copia del guardián en el centeno. No tengo un diploma escolar que rece: “El señor fulano obtiene el grado de Licenciado en tal o cual rubro profesional y etcétera”. No tengo amigos colocados en puestos importantes del Gobierno o del Sector Empresarial. Nunca he salido del país ni tengo pasaporte. Las mujeres no experimentan un trastorno de celos por mí. No tengo patria, excepto nueve muertos.
-La felicidad es un arma tibia, soldado
-Quizás, señor. Al fin y al cabo la Sturmgewehr 44 la quiero para llevarla al terreno abierto y satisfacer mis deseos, los más obscuros, los más perversos. En cambio a Lorena la quiero para…¡Caramba, que coincidencia!
-No la hagamos esperar
A veces Jekyll, a veces Hyde, ambos desdoblamientos caminan a trancos por la oficina que no es suya. Lorena se esconde bajo un escritorio, teme una mala noticia.
-Hola Lorena. Mi neurona está esperando abajo, en un taxi. Pero hágase un favor y marque el 066, para que manden todos los policías que tengan a hacerme los mandados. Aunque, sabes, preciosa, yo no estuve aquí…
Lorena encuentra su boca negra para cantar nu-nu-NO, al sonoro rugir del cañón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario