Los tlahuitoltepecanos somos luchadores por la defensa de nuestro pueblo. Aportamos y ayudamos a nuestra sociedad en toda ocasión. Conservamos desde años inmemorables, la paz con nuestros hermanos indígenas, propiciando armonía, fraternidad, convivencia social y cultural. Además tenemos constante contacto con la madre naturaleza, puesto que es nuestra parte constitutiva.
Cesar Delgado Martínez
En los últimos tiempos, las noticias que vemos o escuchamos son tristes, impactantes, dolorosas. Sólo hablan de violencia: secuestros, asesinatos, aquí, allá y quizá de actos de venganza que la madre Natura ejerce contra sus hijos: desafortunadamente, los más débiles e indefensos. Hoy, la televisión trasmitió otro desgarrador mensaje: en el vecino estado de Oaxaca, las lluvias torrenciales deslavaron un cerro, y éste cayó sepultando unas 300 casas de un poblado: el pueblo de Santa María Tlahuitoltepec, que se debate entre la vida y la muerte. Hasta el momento de escribir estas líneas, se sabía que siete personas habían fallecido, pero ¿cuántas no habrá bajo toneladas de lodo y escombros, que acallan sus gritos de miedo, de dolor y de auxilio?
Este hecho me remontó a varios años atrás. A aquel atardecer dorado, en que un grupo de jóvenes músicos procedentes de esa mismo pueblo mixe, se presentaron en un acto de hermandad entre esa etnia y nosotros, los veracruzanos, con el fin de intercambiar amistad, sonrisas, sueños y notas musicales. Recuerdo haber escrito entonces:
“A pesar de ser ya casi las ocho de la noche, el sol escarlata se negaba a dormir. Él también los quería ver y escuchar. En la explanada del faro Venustiano Carranza, con un familiar y siempre agradable escenario, se presentaba la banda filarmónica de Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca. Banda integrada por cuarenta músicos indígenas mixes, que venían desde su agreste sierra a traernos un mensaje. Un mensaje hecho de amistad y música.
Sus objetivos eran claros y precisos: deseaban difundir y proyectar su música tradicional hacia otras comunidades, estados y naciones, además de mejorar las relaciones políticas, sociales y culturales, con los hermanos indígenas del país y del mundo. Además, de transmitir y acrecentar la tradición musical de las bandas de viento, para las generaciones venideras.
Cesar Delgado Martínez, el joven director, colocado sobre su podio que igual servía para guardar atriles que partituras, no hizo uso de la batuta al conducirlos. No la necesitaba. Los dirigió con el suave movimiento de sus morenas manos, curtidas por el diario trabajo campirano, con la mirada alegre, con una amplia y elocuente sonrisa, con el lenguaje de su cuerpo. Los conducía con el corazón de indígena mixe.
Cuando interpretaron La llorona el sol se ocultaba. Las nubes se matizaron de color crepúsculo, los pájaros suspendieron sus cantos y los numerosos vendedores ambulantes del malecón, guardaron un respetuoso silencio. La melodía nació, creció, se agigantó y abrazó a todos los presentes. Los jóvenes músicos, adolescentes, casi niños, disfrutaban el momento y la belleza del escenario natural, sin perder una nota, ni despegar la vista de la partitura. A la auténtica Llorona siguieron las notas cadenciosas del danzón, el arrojo del paso doble y la hidalguía de una marcha militar. Los ritmos se sucedieron y cambiaron constantemente, manteniendo así, por más de noventa minutos, la atención del público asistente.
La noche descendió suave y tibiamente. Nos cobijó en su embrujo. Las luces de las farolas resaltaron su intensidad. A lo lejos se dibujaba la silueta de San Juan de Ulúa, de los astilleros, de los barcos anclados. Olía a mar. A puerto. Los jóvenes mixes habían logrado su objetivo: hermanar los corazones en un sentimiento de paz interior.
La música no es un don exclusivo de los grandes virtuosos. Tal vez ellos supieron aquilatar oportunamente su pasión por ella e intuyeron que valdría la pena cualquier sacrificio realizado en su nombre. El delirio por la música no es privativa de una raza; un estatus. Es algo inherente al ser humano desde los lejanos días de la prehistoria, hasta nuestros turbulentos días.
Aquel atardecer la conjunción de imagen y sonido, fue mágica. Por momentos pensaba en esos jóvenes músicos, de figura esbelta, tez bronceada, pelo negro y lacio, en ocasiones sujeto en una coleta que caía por la espalda, ropa de manta impecablemente limpia. Esos eran ahora los dueños de un mundo heredado por sus tatas, los que siglos atrás construyeron su asombroso mundo prehispánico. Cerrando los ojos viajé suspendida en las notas que me transportaron sin sentirlo a ese fantástico mundo. Me pareció verlos en las cimas de las sierras o en lo profundo de los valles. Los imaginé constructores y artífices de majestuosas ciudades: Mitla, ciudad de los muertos, Montalbán, Zaachila, Yagul… entre otras tantas ciudades, ahora devoradas parcial o totalmente por el tiempo, la lluvia, la selva y el descuido.
Desde hacía algún tiempo, seis de estos jóvenes llevan a cabo sus estudios musicales, becados por la escuela municipal de Bellas Artes. Aquel día, cuatro jóvenes más, se incorporaban a este grupo. Dante Galo Hernández, de tan sólo veintitrés años de edad, quien interpreta magistralmente el corno, no conforme con estos estudios, marchaba becado a la Universidad del Sur de California para continuar estudios superiores. Por su parte, el maestro César Delgado Martínez, el joven director, el de la sonrisa franca, partiría en breve hacia Francia, en busca de la excelencia que desea reintegrar a su comunidad y a sus hermanos indígenas.
No venían solos, a la banda filarmónica la acompañaba el Presidente Municipal de Santa María y dos miembros más de la comuna. Quizá hoy día aún conserven esas gratas vivencias, junto con la ovación que les brindó este pueblo siempre amigo: Veracruz”. Fin de la carta.
La voz del locutor me volvió al presente: un experto en suelos, Investigador de la UNAM en computadora, reprodujo como “hipotéticamente se desgajó el cerro”; comentó que días antes habían notado “grietas peligrosas en el cerro” y lo notificaron a Oaxaca. Agregó que a su juicio: “debieron haber desalojado a los moradores hacia partes más seguras”. Al interrogarlo sobre las posibles causas de la tragedia, sólo mencionó dos: las copiosas lluvias y… la tala inmoderada de los bosques, sin reposición de los árboles.
En los noticieros nocturnos, al ser entrevistado el gobernador de esa entidad, mencionó que solo había “once personas desaparecidas: ocho niños y tres adultos… tan sólo desaparecidos, no se había encontrado cadáver alguno”… Y recordé a los “Nadies” de Galeano, escritor uruguayo y algo que un día escribí en relación a otra tragedia… “Muchas vidas se truncaron… pero no importa… son los pobres, los que nada son, ni nada tienen… ni nombre, ni número, ni rostro… Son… sólo eso… son los nadies…
Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca: un día, nuestros pueblos se hermanaron con la música…hoy, con la tragedia. Sirvan estas modestas líneas, para expresar el dolor que Veracruz herido, siente por los tlahuitoltepecanos. Somos hermanos de raza; hoy nos une la pena.
2 comentarios:
Leerte me translada a una isla de cordura, de sensibilidad y de humanismo. Como tu describes al empezar tu relato, vivimos tiempos difíciles en los cuáles tenemos que navegar sin perder la brújula.
Gracias por compartirnos tu sensibilidad y amor a nuestra gente, tu dolor por lo que está ocurriendo y la impotencia que nos embarga a muchos, que al igual que aquellos, muchas veces nos sentimos...nadie.
hola, espero que toda la gente que se vio en esta tragedia se encuentre bien,y que con el paso de los dias y de los meses logren superar sus perdidas humanas como las materiales. En verdad, no se ni como espresar el dolor que me causo el enterarme de lo ocurrido en Tlahuitoltepec, tengo el enorme placer de conocer a Dante Galo Hdz. cuando el radicaba en el estado de Aguascalientes, antes de que se fuera para california. y en verdad me gustaria saber que su familia se encuentre bien. suerte....
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