lunes, agosto 01, 2011
Leopoldo de Quevedo y Monroy: :Borges, ángel perdido y con alas
Leopoldo de Quevedo y Monroy:
Borges, ángel perdido y con alas
El 14 de junio cumplió el mundo de las letras ya un cuarto de siglo sin la luz de los ojos del escritor universal José Luis Borges. Personaje deslumbrante, como su erudición y su pluma. Quien ve su figura evoca a un ser transparente y leve, como si levitara en su cuerpo, cualidad que se encuentra en sus libros.
Borges, con paso erguido y voz de profeta, peregrinó por países, bibliotecas, lenguas muertas y vivas como por su casa. No importó que perdiera la vista cuando aún le faltaba un cuarto de vida, su trabajo y su influencia siguió intacta en el mundo intelectual. Con paciencia tenaz leía, escribía, estudiaba y discurría por academias y salas. Eran admiradas la vastedad de sus temas, la originalidad de sus ideas, la cristalina claridad de sus versos.
De padre argentino y madre uruguaya, con dos nacionalidades, viajero asiduo, políglota reconocido, humanista, recorrió la geografía de los libros y de las culturas como un antropólogo y buscador de perlas antiguas. Anduvo por entre ruinas, olfateó a falta de ojos, como perro anárquico o como tozudo ratón, en bibliotecas, mezquitas árabes, mercados de incunables y papiros, algún vestigio que le permitiera encontrar una palabra nueva.
Le encantó el ultraísmo y navegó como capitán experto por las ondas de la libertad, la metáfora huérfana, lejos de la rima y el sentimentalismo fatuo. Con Huidobro fue tras la perfección del verso y la novedad de la imagen. Sus libros son monumentos que hablan de viajes, de costumbres, de pensamientos y del espíritu eterno que vaga aun entre la confusión de los mercados, las cábalas y el consumo.
Cada título de un libro suyo, de un ensayo, de un personaje o de un poema es una invitación a la sorpresa, es un reto a la imaginación más educada. Historia de la eternidad, El Aleph, Historia universal de la infamia, Ficciones, La rosa profunda, El libro de arena, insinúan mundos fantásticos, regiones únicas, puntos convergentes y retazos de vida fascinantes. Los cuentos son como anécdotas ampliadas, de fácil lectura. Tal parecen que fueran trozos de su propia vida pues en ellos vibra el aire, la frescura anda suelta y la sangre corre por paredes y jardines.
Borges no se ha ido. Vuela como un ángel tutelar, perdido entre el pretencioso muladar de novelas comerciales, y vigila, como solía hacerlo cuando era ciego, si a su alrededor camina una lagartija hindú o alguien lee o canta un tango, o si allá, afuera, hay una vía llena de camiones que pitan por el trancón insoportable. Le ordenará a Manguel, el lector que reemplazó a sus ojos, que suba en la escalera y le alcance de allá arriba el libro que está en tercer lugar y se llama La Comedia. Vuela y vigila como un padre para que el idioma se mantenga vivo y vigoroso. Sin el afán de ganarse el Nobel para el que los amigos lo postularon varias veces y la suerte esquiva lo ignoró.
Borges, con la cabeza levantada, con su cara algo pálida, está ahí como un patriarca, con la llave de la lengua, de las lenguas, siempre presto a invitarnos a abrir la cuartilla y teclear sobre la sábana de ámbar palabras limpias, saludables, de distinta connotación y vestimenta, que inviten a pensar o a cantar o a soñar en quásares o alephs.
Alguien
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
Jorge Luis Borges
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1 comentario:
maravilloso poema, sin duda. Por cierto, que recientenmente he conseguido Los poemas completos de este gran escritor...una reflexiona que lo que dice es tan cierto y que nos hemos creído eso de que somos ángeles caídos, condenados, sin derecho a esa ráfaga de felicidad que menciona Borges, pero aún y todo, de pronto llega sin duda, de pronto y nos deja una sonrisa en el rostro que ningún dios vengativo puede quitarnos. La antigua inocencia es nuestra por derecho a pesar de lo que se diga a través del tiempo. Saludos
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