De La corrida del 1 de mayo
Jean Cocteau
Íntimo amigo-enemigo de Picasso, el poeta, dramaturgo y cineasta francés Jean Cocteau (1889-1963) visitó España por primera vez en julio de 1953. Venía buscando la fuerza primitiva de un país que le resultaba tan exótico y salvaje como a los viajeros del XIX. No era, escribe, “un lugar poético y pintoresco [...]. Es un poeta”. Salvaje, fascinante y cruel. Como la Fiesta de los toros, que había descubierto gracias a Picasso en el sur de Francia. Seducido por Madrid, Barcelona y Granada, el 1 de mayo de 1954, en la Maestranza sevillana, una figura de la época, Dámaso Gómez, le brindó un toro. Y ese monterazo le inspiró La corrida del 1 de mayo, uno de los libros más encendidos y poéticos jamás escritos sobre la tauromaquia, dedicado precisamente a “Luis Miguel Dominguín y a Luis Escobar, para que me lo traduzca”.
Una anécdota de la Feria de Sevilla es el resorte que da origen a este texto. El 1 de mayo de 1954, último día de corridas, en las cuales nadie brindó ningún toro, Dámaso Gómez me brindó el suyo. Hasta el día siguiente no me enteré de que Domingo Ortega tenía previsto dedicarme uno de sus animales la víspera, pero no lo hizo por no considerarlo suficientemente digno. éste es el estilo español. Y, por otro lado, Gómez no homenajeaba a un extranjero de marca, sino a un poeta, ponía instintivamente entre las manos de un poeta, con su montera, su estrella de la suerte o de la mala suerte. Temible responsabilidad que no experimenté cuando me brindaron otros dos toros en Barcelona, y que iba a proporcionarme una ola de insólitas sensaciones.
Para que los lectores que quieran seguirme puedan comprender lo que me sucedió el 1 de mayo de 1954 en la plaza de toros de Sevilla, es indispensable, no sólo presumir de cierto privilegio, sino, al contrario, subrayar una facultad de no-yo que poseo, una aptitud de convertirme en el espectáculo al que asisto, hasta el punto de no existir más que en relación a dicho espectáculo.
Durante la corrida, que me sugería ideas confusas que no tenía intención de concretar, me encontraba tan fuera de lugar, un asiento en el tendido de piedra, como la toquilla negra del grupo dramático que, sobre mis rodillas, me envolvía como al objeto por medio del cual hacen sus viajes los mediums.
En un primer momento, sólo fui capaz de distinguir mi malestar al constatar el brusco silencio de un tribunal de cuarenta mil jueces, bajo cuyos ojos, un joven cura, mal informado sobre el sentido de los atributos de su sacerdocio, ponía en manos extranjeras el signo de un culto tan arraigado en el suelo de España como una mandrágora.
El caso es que la montera de Gómez se convirtió en una cuchilla peligrosa volando por encima de las cabezas y la mía debía ser la del espectador en el tendido que sirviera de diana, el rostro repentinamente aureolado de cuchillos. [...]
(Se preguntarán sin duda por qué envuelvo mi texto español con tanto celofán. Responderé que es para prevenir al lector contra esa malicia que consiste en colocar bajo la etiqueta de la fantasía a todo aquel que se mueve más allá de las normas. El celofán, cierta cantidad de cajas las unas escondiendo a las otras, es el método japonés, en el que cajita a cajita, llegamos a descubrir un pequeño accesorio de empleo enigmático.)
La España de Cocteau
Tan pronto duquesa invisible y monja sentada al órgano tocando Fleuve du Tage, como Pastora, como vestida de enfermera a los pies de mi caa, la Dama Blanca de las arenas movedizas del sueño me retiene en tu falso Mont Saint-Michel, Toledo, aureolado de pálidos rayos.
Tiene el ojo cansado, esta Castilla mía, y una mancha irisada en él, bajo el sombrío catafalco sobre el que una mano piadosa ha dejado todas las flores de la basura de la aurora, y estrecha un cuervo contra su pecho. Esta joven anciana, la mano en la cadera, a no ser que el brazo serpentee por encima de la cabeza haciendo el gesto de quien peina un viejo sueño -y esa plancha para la ropa que es el Escorial entre las manos de una horrible lavandera. Vuelve a poner su mano en la cadera y mira a través de una persiana de pestañas a ese Tajo sin un pliegue y a esta Castilla calva, otrora cubierta de espesa pelambre.
Frente a esta alta y altanera muralla en ruinas, cubierta de carteles de la Fiesta y pinta y repinta y embadurnada de sangre bajo un velo de luto, cualquier pluma retrocedería, ya fuera la del águila u otra plantada como una cuchara de oro en la misma cáscara de huevo pasado por agua del cráneo de los grandes de España.
Mucho me temo que debería cogerla por sus crines, a esta cabeza de mula, y recibir en plena cara sus cuatro cascos antaño plantados en el polvo de un camino donde los botijos derramaban una estrella de sangre cerca de un extraño joven, tumbado, lívido, y como bajo la luz de neón del paje de Orgaz en la dalia de su cuello. Esto me recuerda a aquella terraza, una noche, en el hotel de Algeciras. Veía, más abajo, a los chicos del camino ponerse, a modo de disfraz, el neón de las linternas sobre la cara y jugar a los entierros -llevando un cadáver sobre sus hombros. He visto estas y muchas otras cosas sorprendentes, evadido, no sin pena, en este plum-pudding de Gibraltar cuyas bocas de fuego son las pasas de Corinto. En resumen, las he visto de todos los colores, además del amarillo y del rojo y, especialmente, esa del esparadrapo graciosamente innoble, amordazando con una cruz rosa la boca, España, de tu herida.
No me atrevía a hurgar en esa papelera llena de hojas muertas todavía húmedas y cáscaras de mejillón y latas de conserva destripadas -levantar a patadas y a palos, un caballo tuerto, medieval, agualdrapado con felpudos de hotel tuerto.
Y, sin embargo, el Prado da tranquilidad, es una terraza de café donde se saluda a las obras maestras como si fueran famosos consumidores habituales, de mesa en mesa, con sus pintores que no escandalizaron a nadie, mientras que en Francia algunos imitadores de genio sí que lo hicieron. Y la noche de Madrid llena de corros infantiles. Y Barcelona enredada entre la cabellera de Gaudí y las barricas de Jerez donde duerme la sangre ferruginosa de los Reyes. El Escorial, su nicho profundo de reinas muertas, y la mujer barbuda y el catafalco o Montgolfière de los Infantes. Málaga, que nos mira con el ojo egipcio de sus barcas. Granada la pálida, que seca sus ropas a la luz de la luna, una granada semiabierta, sangrando y llorando a su poeta (por la boca de su herida). Y las ropas tendidas y las mandrágoras de ese jardín Theotocopuli, que echa la siesta en su brazo con forma de camino. Y los carabineros de Carmen peinados con un plumero de cuero cocido. Y ese aire que aún tiene Toledo de Cristo de los agravios, de toro que se arrodilla. Y sus postes telegráficos simulando un calvario, y la sangre de los botijos y el anillo de corteza de limón desenrollándose contra su cara fresca y el sueo fúnebre de una Castilla que sólo cierra un ojo por encima de los meandros de ese río en cuyo metal se bañan las espadas.
Y la reina de todas las Españas, cuyos brazos son cuellos de cisne, Pastora Imperio, de rodillas a los pies de mi lecho agonizante, anudando encantos en un pañuelo que desliza sobre mi almohada, un ojo puesto en mí, el otro en los toreros de pie, en silencio, sombrero en mano, apoyados en las paredes de mi estancia. Y el bello Alberto Puig separando con afectuoso empellón el racimo colgado del cuello de las pequeñas gitanas. Y la tarta de mi cumpleaños, incendiada sesenta veces, traída por los gitanos al club náutico de Barcelona y los parqués del club taconeados hasta el alba como el último coletazo de los peces en el fondo de las barcas.
¿Debería abandonarte, España, tan sólo habiéndote abordado?
No. Me quedo.
La Feria de Sevilla
Sevilla ofrece dos aspectos tan contrastados que uno llega a preguntarse, al adentrase en el viejo barrio, si cambiando de lugar no se cambia de tiempo, si el espacio-tiempo está inventando una nueva farsa y si una especie de Pompeya ha resistido al fuego de la tierra y el cielo, a las lavas que fluyen, a las cenizas grises que nos cubren.
Es cierto que, durante la Feria, una extensa zona de la ciudad nueva es un hervidero de trajes, jinetes y carros más acorde con la antigua ciudad. Fieros centauros de torso inflexible, coronados con el sombrero gris perla o negro, con esas jovencitas a la grupa, enganchadas al rodrigón que es el jinete, y cuya magnificencia altanera recuerda a un remolino de rosas (remolino de rosas contra la pared de los hombres graves, la mano en la cadera). Y la mano derecha igualmente en la cadera, las amazonas con tocas redondas de donde escapa el pañuelo, y las seis mulas con redecilla y penachos multicolores y todos esos pura sangre danzando, y las seguidillas alrededor, y las gitanitas mendigando y llevando bebés más pesados que ellas -bebés que parecen atados a sus cuerpos por la membrana de los monstruos de feria.
Fuera de la zona de verbena, los automóviles circulan a toda velocidad y transportan en sus tejados esos cestones de flores que son jóvenes mujeres. Pero en la ciudad antigua, nada se mueve, los autos no pasan, circulan algunos simones, salvo por las calles demasiado estrechas.
El barrio de Santa Cruz tiene de particular que no es una ciudad muerta y que los naranjos no perfuman ruinas. Sus jardines invisibles desbordan por las ventanas de fachadas tan limpias, tan elegantes, tan perfectas que se siente vergöenza. ¿Por qué funesto maleficio ha perdido el hombre esta gracia y este equilibrio? Es probable que la pequeña ciudad antigua y viva, embalsamada y perfumada, sea el reflejo de algunas almas que fueron tan bien construidas como ella, y que la incoherencia de nuestras ciudades modernas denuncie el desconcierto del que somos víctimas.
Esta fidelidad al estilo de los Infieles, ese carácter reservado de los patios musulmanes, ese aspecto inhabitado de las moradas árabes llenas de gente, donde pudiera parecer tan sólo viviese un chorrito de agua. Una casa velada como las mujeres moriscas, no deja entrever más que los ojos de sus ventanas. Y esas flores saliendo de las ventanas y esas lenguas de fuego y esos bustos de jovencitas gritando auxilio, forman semejante contraste con la indiferencia de la fachada, que no puedo dejar de seguir pensando en esas chicas de la Feria, recorriendo a toda velocidad las calles nocturnas, sentadas, como dije, en el tejado de los automóviles. Parece se hubieran caído de otra época -sin hacerse daño. [...]
Los tercios
¿La singularidad de una corrida no consiste en que incluso su principio es inconcebible? ¿Cómo? Se le exige a un animal que defienda una causa perdida con el pretexto de que no la sabe perdida de antemano. Le crían para ser engañado. Desde que entra en el ruedo la luz le ciega y se pregunta dónde diablos está. El torero ya ha dejado su casulla en uno de los balcones de sombra de la plaza, pero, despojado de este elemento sacerdotal, sigue siendo flor, y nuestras tristes modas no han podido marchitar su traje (vimos la última casulla blanca con rosas escarlata de Manolete en los dominios del célebre rejoneador, alcalde de Jerez, Álvaro Domecq).
Después, lejos, unos hombres agitan sus capas, hacia las cuales el toro arremete. Estos guiñoles empiezan temprano a gastarle la broma de esconderse en el burladero y a intrigarle con una punta de capa que asoma, como prueba de presencia humana. No estoy soñando, se dice el toro mientras se da media vuelta para encontrar otra capa lejana agitándose.
(Un apunte: el color de esta capa no tiene ninguna importancia. Basta con que se agite, y la Sociedad Protectora de Animales inglesa pecó de ingenuidad cuando exigió que en las corridas se sustituyese la muleta roja por una muleta verde. Fijémonos si no en cómo los monosabios con camisa roja se desviven, invisibles, alrededor de las maniobras del picador).
El toro se da de bruces con una segunda burla. La tercera y la cuarta le engañan todavía más, ya que el adversario permanece visible, pero el recuerdo de las cortinas fantasma le empuja contra una tela vacía tras la cual supone que se esconde el hombre, como tras el burladero. Desgracia para el hombre que no se escamotea suficientemente rápido. En Sevilla vi cómo a Miguel ángel, arrodillado, le entraba el pitón por la boca por descubrirse antes de tiempo.
En esta ocasión, el toro no es engañado; le presentan a un caballo, un verdadero caballo. Carne fresca cubierta por viejas gualdrapas. Un bravo Rocinante. Alguien con quien pelear. Pero la farsa se agrava. Mientras que el toro empitona las gualdrapas gastando fuerzas inocentemente, el picador le hunde nueve centímetros de pica cavando una herida de la que una señora dirá: “Es un agujero para poner las banderillas”. Flores en un florero, simplemente eso.
La farsa de las banderillas será menos dolorosa, pero las dianas de satén y oro que bailan ante el animal se escamotean después de haberle decorado con un feroz ramo de malvarrosas (salvo si el hombre no salta la barrera con rapidez, porque el adversario empieza a sospechar que se le toma el pelo).
Observo esta apariencia de piano desbocado, como un fantasma salido de una sustancia alucinógena, piano de cola y candelabros con el atroz teclado del caballo ciego al que se destripa, y que se completa no sólo por los cuernos de un pupitre en forma de lira y por los pequeños pedales, sino por la desmelenada cabellera de una especie de abad Liszt que planta furiosamente las banderillas con sus dedos en un lomo brillante bajo el sonido de una caballuna y atroz risa de una dentadura de viejo marfil.
Horror. Después de semejante desorden, intento recuperar el control aferrándome al cadáver de una realidad, no mucho más tranquilizadora, que busco entre las figuras distraídas de mis vecinos. Nuestra época de radio, de televisión, de revistas es una escuela de desatención. Nos enseñan a ver sin mirar, a oír sin escuchar.
El cuerpo arqueado, el pecho desafiante, los escarpines arrastrando por la arena, la muleta baja, como la cola de un traje de boda, el torero arrostra al embajador con un espléndido: “¡Ho, ho, toro!” La bestia, inmóvil, pasmada, escucha. Observa al extraño provocador. En este momento entra en escena el jefe que encandila, el que manda, que habla y que a veces se imagina oír una respuesta (le ocurrió a Joselito, hasta el punto de hacerle huir despavorido), el trámite litúrgico del sacerdote. Comienza la faena -serie de pases en la que el círculo del ruedo se reduce alrededor de la pareja hasta convertirse en un anillo de boda-. El pobre estafado comprenderá la trampa y se someterá como una víctima exigida por el oráculo griego.
¿Cómo puede ser que un sortilegio ifigenista no escandalice a nadie? ¿Por qué nuestros nervios son capaces de soportarlo y un pueblo entero lo suscribe? No podría ser si, para emplear una expresión común y oportuna, el pobre animal no “se lo echara todo a la espalda”. No podría ser sin un secreto que sacralizase un crimen en rito y lo hiciera trascender, secreto que me susurró al oído la corrida del 1 de mayo. [...]