ACERCA DE MIS CUENTOS
Jorge Luis Borges
Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis
cuentos. Ustedes quizás los conozcan mejor que yo, ya que yo los he escrito una
vez y he tratado de olvidarlos, para no desanimarme he pasado a otros; en
cambio tal vez alguno de ustedes haya leído algún cuento mío, digamos, un par
de veces, cosa que no me ha ocurrido a mí. Pero creo que podemos hablar sobre
mis cuentos, si les parece que merecen atención. Voy a tratar de recordar
alguno y luego me gustaría conversar con ustedes que, posiblemente, o sin
posiblemente, sin adverbio, pueden enseñarme muchas cosas, ya que yo no creo,
contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe, que el arte, la operación de
escribir, sea una operación intelectual. Yo creo que es mejor que el escritor
intervenga lo menos posible en su obra. Esto puede parecer asombroso; sin
embargo, no lo es, en todo caso se trata curiosamente de la doctrina clásica.
Lo vemos en la
primera línea -yo no sé griego- de la Iliada de Homero, que
leemos en la versión tan censurada de Hermosilla: "Canta, Musa, la cólera
de Aquiles". Es decir, Homero, o los griegos que llamamos Homero, sabía,
sabían, que el poeta no es el cantor, que el poeta (el prosista, da lo mismo)
es simplemente el amanuense de algo que ignora y que en su mitología se llamaba
la Musa. En cambio los hebreos prefirieron hablar del espíritu, y nuestra
psicología contemporánea, que no adolece de excesiva belleza, de la
subconsciencia, el inconsciente colectivo, o algo así. Pero en fin, lo importante
es el hecho de que el escritor es un amanuense, él recibe algo y trata de
comunicarlo, lo que recibe no son exactamente ciertas palabras en un cierto
orden, como querían los hebreos, que pensaban que cada sílaba del texto había
sido prefijada. No, nosotros creemos en algo mucho más vago que eso, pero en
cualquier caso en recibir algo.
EL ZAHIR
Voy a tratar entonces de recordar un cuento mío.
Estaba dudando mientras me traían y me acordé de un cuento que no sé si ustedes
han leído; se llama El Zahir. Voy a recordar cómo llegué yo a la concepción de
ese cuento. Uso la palabra «cuento» entre comillas ya que no sé si lo es o qué
es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no hay
géneros; yo creo que sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa
en el lector. Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su
modo de leer cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una
novela, o cuando lee un poema. Los textos pueden no ser distintos pero cambian
según el lector, según la expectativa. Quien lee un cuento sabe o espera leer
algo que lo distraiga de su vida cotidiana, que lo haga entrar en un mundo no
diré fantástico -muy ambiciosa es la palabra- pero sí ligeramente distinto del
mundo de las experiencias comunes.
Ahora llego a El Zahir y, ya
que estamos entre amigos, voy a contarles cómo se me ocurrió ese cuento. No
recuerdo la fecha en la que escribí ese cuento, sé que yo era director de la
Biblioteca Nacional, que está situada en el Sur de Buenos Aires, cerca de la
iglesia de La Concepción; conozco bien ese barrio. Mi punto de partida fue una
palabra, una palabra que usamos casi todos los días sin darnos cuenta de lo
misterioso que hay en ella (salvo que todas las palabras son misteriosas):
pensé en la palabra inolvidable, unforgetable en inglés. Me detuve, no sé por
qué, ya que había oído esa palabra miles de veces, casi no pasa un día en que
no la oiga; pensé qué raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos
olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un
objeto -¿por qué, no?- que fuera realmente inolvidable.
Ese fue mi punto
de partida, bastante abstracto y pobre; pensar en el posible sentido de esa
palabra oída, leída, literalmente in-olvidable, inolvidable, unforgetable,
unvergasselich, inouviable. Es una consideración bastante pobre, como ustedes
han visto. Enseguida pensé que si hay algo inolvidable, ese algo debe ser
común, ya que si tuviéramos una quimera por ejemplo, un monstruo con tres
cabezas, (una cabeza creo que de cabra, otra de serpiente, otra creo que de
perro, no estoy seguro), lo recordaríamos ciertamente. De modo que no habría
ninguna gracia en un cuento con un minotauro, con una quimera, con un unicornio
inolvidable; no, tenía que ser algo muy común. Al pensar en ese algo común
pensé, creo que inmediatamente, en una moneda, ya que se acuñan miles y miles y
miles de monedas todas exactamente iguales. Todas con la efigie de la libertad,
o con un escudo o con ciertas palabras convencionales. Qué raro sería si
hubiera una moneda, una moneda perdida entre esos millones de monedas, que
fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha desaparecido, una moneda
de veinte centavos, una moneda igual a las otras, igual a la moneda de cinco o
a la de diez, un poco más grande; qué raro si entre los millones, literalmente,
de monedas acuñadas por el Estado, por uno de los centenares de Estados,
hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió la idea: una inolvidable
moneda de veinte centavos. No sé si existen aún, si los numismáticos las
coleccionan, si tienen algún valor, pero en fin, no pensé en eso en aquel
tiempo. Pensé en una moneda que para los fines de mi cuento tenía que ser
inolvidable; es decir: una persona que la viera no podría pensar en otra cosa.
Luego me encontré
ante la segunda o tercera dificultad... he perdido la cuenta. ¿Por qué esa
moneda iba a ser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía que
preparar la inolvidabilidad de mi moneda y para eso convenía suponer un estado
emocional en quien la ve, había que insinuar la locura, ya que el tema de mi
cuento es un tema que se parece a la locura o a la obsesión. Entonces pensé,
como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su justamente famoso poema El
Cuervo, en la muerte hermosa. Poe se preguntó a quién podía impresionar la
muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que impresionarle a alguien que
estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la idea de una mujer, de quien yo
estoy enamorado, que muere, y yo estoy desesperado.
UNA MUJER POCO
MEMORABLE
En ese punto
hubiera sido fácil, quizás demasiado fácil, que esa mujer fuera como la perdida
Leonor de Poe. Pero no decidí mostrar a esa mujer de un modo satírico, mostrar
el amor de quien no olvidará la moneda de veinte centavos como un poco
ridículo; todos los amores lo son para quien los ve desde afuera.
Entonces, en lugar
de hablar de la belleza del love splendor, la convertí en una mujer bastante
trivial, un poco ridícula, venida a menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esa
situación que se da muchas veces: un hombre enamorado de una mujer, que sabe
por un lado que no puede vivir sin ella y al mismo tiempo sabe que esa mujer no
es especialmente memorable, digamos, para su madre, para sus primas, para la
mucama, para la costurera, para las amigas; sin embargo, para él, esa persona
es única.
Eso me lleva a
otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única, y que nosotros no
veamos lo único de esa persona que habla en favor de ella. Yo he pensado alguna
vez que esto se da en todo, si no fijémonos que en la Naturaleza, o en Dios
(Deus sirve Natura, decía Spinoza) lo importante es la cantidad y no la
calidad. Por qué no suponer entonces que hay algo, no sólo en cada ser humano
sino en cada hoja, en cada hormiga, único, que por eso Dios o la Naturaleza
crea millones de hormigas; aunque decir millones de hormigas es falso, no hay
millones de hormigas, hay millones de seres muy diferentes, pero la diferencia
es tan sutil que nosotros los vemos como iguales.
Entonces, ¿qué es
estar enamorado? Estar enamorado es percibir lo que de único hay en cada
persona, eso único que no puede comunicarse salvo por medio de hipérboles o de
metáforas. Entonces por qué no suponer que esa mujer, un poco ridícula para
todos, poco ridícula para quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Y
luego tenemos el velorio. Yo elegí el lugar del velorio, elegí la esquina,
pensé en la Iglesia de la Concepción, una iglesia no demasiado famosa ni
demasiado patética, y luego al hombre que después del velorio va a tomar un guindado
a un almacén. Paga, en el cambio le dan una moneda y él distingue en seguida
que hay algo en ella -hice que fuera rayada para distinguirla de las otras. Él
ve la moneda, está muy emocionado por la muerte de la mujer, pero al verla ya
empieza a olvidarse de ella, empieza a pensar en la moneda. Ya tenemos el
objeto mágico para el cuento. Luego vienen los subterfugios del narrador para
librarse de esa que él sabe que es una obsesión. Hay diversos subterfugios: uno
de ellos es perder la moneda. La lleva, entonces, a otro almacén que queda un
poco lejos, la entrega en el cambio, trata de no fijarse en qué esquina está
ese almacén, pero eso no sirve para nada porque él sigue pensando en la moneda.
Luego llega a
extremos un poco absurdos. Por ejemplo, compra una libra esterlina con San
Jorge y el dragón, la examina con una lupa, trata de pensar en ella y olvidarse
de la moneda de veinte centavos ya perdida para siempre, pero no logra hacerlo.
Hacia el final del cuento el hombre va enloqueciendo pero piensa que esa misma
obsesión puede salvarlo. Es decir, habrá un momento en el cual el universo
habrá desaparecido, el universo será esa moneda de veinte centavos. Entonces él
-aquí produje un pequeño efecto literario- él, Borges, estará loco, no sabrá
que es Borges. Ya no será otra cosa que el espectador de esa perdida moneda
inolvidable. Y concluí con esta frase debidamente literaria, es decir, falsa:
"Quizás detrás de la moneda esté Dios". Es decir, si uno ve una sola
cosa, esa cosa única es absoluta. Hay otros episodios que he olvidado, quizás
alguno de ustedes los recuerde. Al final, él no puede dormir, sueña con la
moneda, no puede leer, la moneda se interpone entre el texto y él casi no puede
hablar sino de un modo mecánico, porque realmente está pensando en la moneda,
así concluye el cuento.
EL LIBRO DE ARENA
Bien, ese cuento
pertenece a una serie de cuentos, en la que hay objetos mágicos que parecen
preciosos al principio y luego son maldiciones, sucede que están cargados de
horror. Recuerdo otro cuento que esencialmente es el mismo y que está en mi
mejor libro, si es que yo puedo hablar de mejores libros, El libro de
arena. Ya el título es mejor que El Zahir, creo que zahir quiere decir algo
así como maravilloso, excepcional. En este caso, pensé antes que nada en el
título: El libro de arena, un libro imposible, ya que no puede
haber libros de arena, se disgregarían. Lo llamé El libro de arena porque
consta de un número infinito de páginas. El libro tiene el número de la arena,
o más que el presumible número de la arena. Un hombre adquiere ese libro y,
como tiene un número infinito de páginas, no puede abrirse dos veces en la
misma.
Este libro podría
haber sido un gran libro, de aspecto ilustre; pero la misma idea que me llevó a
una moneda de veinte centavos en el primer cuento, me condujo a un libro mal
impreso, con torpes ilustraciones y escrito en un idioma desconocido. Necesitaba
eso para el prestigio del libro, y lo llamé Holy Writ -escritura sagrada-, la
escritura sagrada de una religión desconocida. El hombre lo adquiere, piensa
que tiene un libro único, pero luego advierte lo terrible de un libro sin
primera página (ya que si hubiera una primera página habría una última). En
cualquier parte en la que él abra el libro, habrá siempre algunas páginas entre
aquélla en la que él abre y la tapa. El libro no tiene nada de particular, pero
acaba por infundirle horror y él opta por perderlo y lo hace en la Biblioteca
Nacional. Elegí ese lugar en especial porque conozco bien la Biblioteca.
Así, tenemos el
mismo argumento: un objeto mágico que realmente encierra horror.
Pero antes yo
había escrito otro cuento titulado "Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius". Tlön, no se sabe a qué idioma corresponde.
Posiblemente a una lengua germánica. Uqbar surgiere algo arábigo, algo
asiático. Y luego, dos palabras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo
tercero. La idea era distinta, la idea es la de un libro que modifique el
mundo.
Yo he sido siempre
lector de enciclopedias, creo que es uno de los géneros literarios que prefiero
porque de algún modo ofrece todo de manera sorprendente. Recuerdo que solía
concurrir a la Biblioteca Nacional con mi padre; yo era demasiado tímido para
pedir un libro, entonces sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y leía.
Encontré una vieja edición de la Enciclopedia Británica, una edición muy
superior a las actuales ya que estaba concebida como libro de lectura y no de
consulta, era una serie de largas monografías. Recuerdo una noche especialmente
afortunada en la que busqué el volumen que corresponde a la D-L, y leí un artículo
sobre los druidas, antiguos sacerdotes de los celtas, que creían -según César-
en la transmigración (puede haber un error de parte de César). Leí otro
artículo sobre los Drusos del Asia Menor, que también creen en la
transmigración. Luego pensé en un rasgo no indigno de Kafka: Dios sabe que esos
Drusos son muy pocos, que los asedian sus vecinos, pero al mismo tiempo creen
que hay una vasta población de Drusos en la China y creen, como los Druidas, en
la transmigración. Eso lo encontré en aquella edición, creo que el año 1910, y
luego en la de 1911 no encontré ese párrafo, que posiblemente soñé; aunque creo
recordar aún la frase Chinese druses -Drusos Chinos- y un artículo sobre
Dryden, que habla de toda la triste variedad del infierno, sobre el cual ha
escrito un excelente libro el poeta Eliot; eso me fue dado en una noche.
Y como siempre he
sido lector de enciclopedias, reflexioné -esa reflexión es trivial también,
pero no importa, para mí fue inspiradora- que las enciclopedias que yo había
leído se refieren a nuestro planeta, a los otros, a los diversos idiomas, a sus
diversas literaturas, a las diversas filosofías, a los diversos hechos que
configuran lo que se llama el mundo físico. ¿Por qué no suponer una
enciclopedia de un mundo imaginario?
UNA ENCICLOPEDIA
IMAGINARIA
Esa enciclopedia
tendría el rigor que no tiene lo que llamamos realidad. Dijo Chesterton que es
natural que lo real sea más extraño que lo imaginado, ya que lo imaginado
procede de nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación infinita,
la de Dios. Bueno, vamos a suponer la enciclopedia de un mundo imaginario. Ese
mundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus religiones, las herejías de
esas religiones, sus lenguas, las gramáticas y filosofías de esas lenguas, todo,
todo eso va a ser más ordenado, es decir, más aceptable para la imaginación que
el mundo real en el que estamos tan perdidos, del que podemos pensar que es un
laberinto, un caos. Podemos imaginar, entonces, la enciclopedia de ese mundo, o
esos tres mundos que se llaman, en tres etapas sucesivas, Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius. No sé cuántos ejemplares eran, digamos treinta ejemplares de ese
volumen que, leído y releído, acaba por suplantar la realidad; ya que la
historia que narra es más aceptable que la historia real que no entendemos, su
filosofía corresponde a la filosofía que podemos admitir fácilmente y
comprender: el idealismo de Hume, de los hindúes, de Schopenhauer, de Berkley,
de Spinoza. Supongamos que esa enciclopedia funde el mundo cotidiano y lo reemplaza.
Entonces, una vez escrito el cuento, aquella misma idea de un objeto mágico que
modifica la realidad lleva a una especie de locura; una vez escrito el cuento
pensé: "¿qué es lo que realmente ha ocurrido?" Ya que, qué sería del
mundo actual sin los diversos libros sagrados, sin los diversos libros de
filosofía. Ese fue uno de los primeros cuentos que escribí. Ustedes observarán
que esos tres cuentos de apariencia tan distinta, "Tlön, Uqbar; Orbis
Tertius", "El Zahir" y "El libro de arena", son esencialmente
el mismo: un objeto mágico intercalado en lo que se llama mundo real. Quizás
piensen que yo haya elegido mal, quizás haya otros que les interesen más.
Veamos por lo tanto otro cuento:
"Utopía de un
hombre que está cansado". Esa utopía de un hombre que está cansado es
realmente mi utopía. Creo que adolecemos de muchos errores: uno de ellos es la
fama. No hay ninguna razón para que un hombre sea famoso. Para ese cuento yo
imagino una longevidad muy superior a la actual. Bernard Shaw creía que convendría
vivir 300 años para llegar a ser adulto. Quizás la cifra sea escasa; no
recuerdo cuál he fijado en ese cuento: lo escribí hace muchos años. Supongo
primero un mundo que no esté parcelado en naciones como ahora, un mundo que
haya llegado a un idioma común . Vacilé entre el esperanto u otro idioma
neutral y luego pensé en el latín. Todos sentíamos la nostalgia del latín, las
perdidas declinaciones, la brevedad del latín. Me acuerdo de una frase muy
linda de Browning que habla de ello: «Latin, marble's lenguaje» -latín, idioma
del mármol. Lo que se dice en latín parece, efectivamente, grabado en el mármol
de un modo bastante lapidario. Pensé en un hombre que vive mucho tiempo, que
llega a saber todo lo que quiere saber, que ha descubierto su especialidad y se
dedica a ella, que sabe que los hombres y mujeres en su vida pueden ser
innumerables, pero se retira a la soledad. Se dedica a su arte, que puede ser
la ciencia o cualquiera de las artes actuales. En el cuento se trata de un
pintor. Él vive solitariamente, pinta, sabe que es absurdo dejar una obra de
arte a la realidad, ya que no hay ninguna razón para que cada uno sea su propio
Velásquez, su propio Shakespeare, su propio Shopenhauer. Entonces llega un
momento en el que desea destruir todo lo que ha hecho. Él no tiene nombre: los
nombres sirven para distinguir a unos hombres de otros, pero él vive solo.
Llega un momento en que cree que es conveniente morir. Se dirige a un pequeño
establecimiento donde se administra el suicidio y quema toda su obra. No hay razón
para que el pasado nos abrume, ya que cada uno puede y debe bastarse. Para que
ese cuento fuese contado hacía falta una persona del presente; esa persona es
el narrador. El hombre aquél le regala uno de sus cuadros al narrador, quien
regresa al tiempo actual (creo que es contemporáneo nuestro). Aquí recordé dos
hermosas fantasías, una de Wells y otra de Coleridge. La de Wells está en el
cuento titulado "The Time Machine" -"La máquina del
tiempo"-, donde el narrador viaja a un porvenir muy remoto, y de ese
porvenir trae una flor, una flor marchita; al regresar él esa flor no ha
florecido aún . La otra es una frase, una sentencia perdida de Coleridge que
está en sus cuadernos, que no se publicaron nunca hasta después de su muerte y
dice simplemente: "Si alguien atravesara el paraíso y le dieran como
prueba de su pasaje por el paraíso una flor y se despertara con esa flor en la
mano, entonces, ¿qué?"
Eso es todo, yo
concluí de ese modo: el hombre vuelve al presente y trae consigo un cuadro del
porvenir, un cuadro que no ha sido pintado aún. Ese cuento es un cuento triste,
como lo indica su título: Utopía de un hombre que está cansado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario