In memoriam a Simón Gómez Atzin.
Suspenden su alegre canto las aves y las cigarras, cual si ellas también quisieran oír el relato que Martha nos narra a las tres parejas que, sentados en su entorno, oímos atentos:
-El Sol iluminaba el paisaje del totonacapan; se esperaba una buena cosecha, desde lo alto podían divisarse las milpas, eran aquellos tiempos en que tres mazorcas daban un kilo de maíz; los vainillales semejaban jardines con sus hermosas orquídeas, el peso de los frutos doblaba las ramas de los árboles, incontables flores regalaban sus perfumes, las mariposas revoloteaban juguetonas, el río reflejaba destellos luminosos…. En medio de aquel concierto de la naturaleza silbidos de fuego, crujir de maderas y estentóreos gritos se oían…
-¡Mueran brujas malditas! ¡No más asesinatos ni hechicerías! ¡Mueran!
-¡Nos recordarán!… -exclamó la mamá de las Totolitas.
Aquella atronadora voz de Aureliana, con la fuerza de una centella, sobresalió entre el griterío y ruidos desconcertando a los cientos de personas aglutinadas alrededor de la casita que se consumía entre una voraz danza de llamas; muchos aún llevaban en sus manos las teas o los tablones que sobraron después de tapiar las puertas y ventanas; habían decidido que no sobreviviera ninguna de las cuatro Totolitas, enardecidos por Gertrudis que capitaneó aquella multitud que olvidaba todos los favores recibidos.
Tras el clamor de Aureliana, mamá de las Totolitas, el estruendoso sonido de un trueno y la caída de un rayo cortaron la calma en que minutos antes se encontraba la naturaleza y pareció convocar algunos elementos; en instantes el cielo se ennegreció y sólo un ejército de truenos y las serpentinescas formas de los rayos iluminaban la bóveda celeste; uno tras otro los rayos aterrizaban en árboles o casas; cuando aterrados los incendiarios pretendieron correr, el viento cobró tal intensidad que con esfuerzo lograban mantenerse en pie y coger a los niños que los habían acompañado en aquel evento; Gertrudis levantó el puño derecho de la mano y soltó una nueva maldición; cual si el viento le respondiera cobró forma de cientos de pequeños remolinos; uno de ellos aumentó su tamaño, lo vieron dirigirse hacia esa mujer y miraron cómo se la llevaba. Nunca la encontraron, aunque salieron varios días a buscar su cuerpo para darle sepultura.
Martha suspende la narración, el sincrónico balanceo de su mecedora se detiene y ella se levanta; le seguimos a la cocina de cuya pared frontal penden jarritos de cerámica, cacerolas de cobre y cazuelas de barro, las parejas nos acomodamos en la mesa; Martha se dirige al fogón, toma un abanico de palma y con suaves movimientos aviva las llamas que brotan de los leños, luego sirve unas aromáticas tazas de chocolate y ricos panes; continuamos silentes, expectantes… Ella se sienta y continúa:
-Mi hermano Simón decía que nuestra bisabuelita le platicó que el acontecimiento comenzó a gestarse un lustro antes:
-Una mujer nahual no puede tener hijos. Les he dicho durante años que aguarden; hagan como yo que primero las tuve y luego celebramos el ritual; para todo hay tiempo.
-Muchos años le hemos dicho que nuestro único interés es ser nahuales y servir; no queremos marido, ni hijos; ya usted no se basta para atender tanta solicitud de gente que viene a pedirle ayuda.
-Cierto es… Ya son mujeres y si eso deciden, realizaremos los necesarios ritos de purificación y, a su debido tiempo, serán nahuales.
Y el tiempo transcurrió, las Totolitas con su buen hacer y constante sanar a quienes enfermos de cuerpo o espíritu buscaban su ayuda cobró fama y hasta de lugares lejanos venían a pedir favor; al igual que su madre nunca cobraron por servir; la providencia en forma de gratitud se encargaba de que tuvieran lo necesario para vivir.
-Aura mañana no atenderás; necesito que vayas al pueblo a traer hilos para bordar, botones y otras cosas que hacen falta.
-Mamá ya no me mande al pueblo -contestó Aura, la pequeña de las tres hijas-, que vaya cualquiera de mis hermanas.
Aureliana deja de hacer lo que la ocupa para mirar a su hija y preguntar…
-¿Pasa algo que deba saber?
-Mire mamá, le avisé que hace meses Hilario, el hijo de Gertrudis, a donde voy me sale al encuentro e insiste en que nos casemos, que está enamorado de mí desde que éramos chamacos; le he dicho que nunca me casaré, porque no puedo tener hijos… Abandonó la milpa y sus quehaceres, no más anda tomando y contando que la causa es mi desamor. Ayer Gertrudis me alcanzó en la plaza y entre toda la gente gritó que yo embrujé a su hijo, que está perdido por mi causa porque seguro se lo ofrecí al “malo” y que a saber a cuántos otros más, mis hermanas y yo, les haremos lo que a su hijo. Le contesté que mentía y que siempre hemos servido al “bueno”. Me sorprendió la manera en que algunos me miraban; luego encontré a Lucero, la de mi tía Chabela, dice que esa mujer anda por todas las casas azuzando a la gente en nuestra contra.
Aureliana le cuestiona:
-Dime hija si tú diste motivo a Hilario.
-Nunca he sentido gusto por él y pido a los dioses que encuentre una mujer de quien se enamore.
Hilario siguió bebiendo cada vez más, una noche, en la cantina comenzó a convulsionarse y murió.
Al amanecer del día siguiente, el mugir de las vacas, los ladridos de los perros, el susurro diferente y misterioso del aire, inquietaron a Aureliana, quien prestó especial atención a un ave que se paró en el techo, ella salió de su casita e hizo sonidos también de plumífero, a los que aquel animalito respondió y después se marchó aleteando.
Aureliana entró de nuevo a su casa y alertó a sus hijas.
-Dios nos proteja, el tecolote vino y cantó por la madrugada y me advirtió de varias cosas. Esta tarde yo no volveré, ni ustedes tampoco deben regresar al pueblo. Quiten del altar los ídolos y santos, envuélvanlos bien para llevárnoslos y huyamos de aquí, lo más pronto que podamos.
Abandonando su hogar empezaron a subir el cerro; desde allá, miraron aquella columna humana salir de sus casas e incendiar el hogar de las totolitas, hasta que Aureliana en las alturas lanzó aquella voz atronadora.
Cuentan que ese año toda la cosecha se perdió, además las enfermedades y pesares cayeron como una tapia sobre quienes creyeron sacrificar a las Totolitas, que ya no volvieron a estar nunca más con ellos para sanar a los enfermos y ayudarlos.
Martha calla, de nuevo se levanta, nosotros la seguimos y de su mano recibimos alimento en granos que, gozosos, lanzamos a las cuatro totolitas que vienen todas las mañanas a comer a su casa.
Suspenden su alegre canto las aves y las cigarras, cual si ellas también quisieran oír el relato que Martha nos narra a las tres parejas que, sentados en su entorno, oímos atentos:
-El Sol iluminaba el paisaje del totonacapan; se esperaba una buena cosecha, desde lo alto podían divisarse las milpas, eran aquellos tiempos en que tres mazorcas daban un kilo de maíz; los vainillales semejaban jardines con sus hermosas orquídeas, el peso de los frutos doblaba las ramas de los árboles, incontables flores regalaban sus perfumes, las mariposas revoloteaban juguetonas, el río reflejaba destellos luminosos…. En medio de aquel concierto de la naturaleza silbidos de fuego, crujir de maderas y estentóreos gritos se oían…
-¡Mueran brujas malditas! ¡No más asesinatos ni hechicerías! ¡Mueran!
-¡Nos recordarán!… -exclamó la mamá de las Totolitas.
Aquella atronadora voz de Aureliana, con la fuerza de una centella, sobresalió entre el griterío y ruidos desconcertando a los cientos de personas aglutinadas alrededor de la casita que se consumía entre una voraz danza de llamas; muchos aún llevaban en sus manos las teas o los tablones que sobraron después de tapiar las puertas y ventanas; habían decidido que no sobreviviera ninguna de las cuatro Totolitas, enardecidos por Gertrudis que capitaneó aquella multitud que olvidaba todos los favores recibidos.
Tras el clamor de Aureliana, mamá de las Totolitas, el estruendoso sonido de un trueno y la caída de un rayo cortaron la calma en que minutos antes se encontraba la naturaleza y pareció convocar algunos elementos; en instantes el cielo se ennegreció y sólo un ejército de truenos y las serpentinescas formas de los rayos iluminaban la bóveda celeste; uno tras otro los rayos aterrizaban en árboles o casas; cuando aterrados los incendiarios pretendieron correr, el viento cobró tal intensidad que con esfuerzo lograban mantenerse en pie y coger a los niños que los habían acompañado en aquel evento; Gertrudis levantó el puño derecho de la mano y soltó una nueva maldición; cual si el viento le respondiera cobró forma de cientos de pequeños remolinos; uno de ellos aumentó su tamaño, lo vieron dirigirse hacia esa mujer y miraron cómo se la llevaba. Nunca la encontraron, aunque salieron varios días a buscar su cuerpo para darle sepultura.
Martha suspende la narración, el sincrónico balanceo de su mecedora se detiene y ella se levanta; le seguimos a la cocina de cuya pared frontal penden jarritos de cerámica, cacerolas de cobre y cazuelas de barro, las parejas nos acomodamos en la mesa; Martha se dirige al fogón, toma un abanico de palma y con suaves movimientos aviva las llamas que brotan de los leños, luego sirve unas aromáticas tazas de chocolate y ricos panes; continuamos silentes, expectantes… Ella se sienta y continúa:
-Mi hermano Simón decía que nuestra bisabuelita le platicó que el acontecimiento comenzó a gestarse un lustro antes:
-Una mujer nahual no puede tener hijos. Les he dicho durante años que aguarden; hagan como yo que primero las tuve y luego celebramos el ritual; para todo hay tiempo.
-Muchos años le hemos dicho que nuestro único interés es ser nahuales y servir; no queremos marido, ni hijos; ya usted no se basta para atender tanta solicitud de gente que viene a pedirle ayuda.
-Cierto es… Ya son mujeres y si eso deciden, realizaremos los necesarios ritos de purificación y, a su debido tiempo, serán nahuales.
Y el tiempo transcurrió, las Totolitas con su buen hacer y constante sanar a quienes enfermos de cuerpo o espíritu buscaban su ayuda cobró fama y hasta de lugares lejanos venían a pedir favor; al igual que su madre nunca cobraron por servir; la providencia en forma de gratitud se encargaba de que tuvieran lo necesario para vivir.
-Aura mañana no atenderás; necesito que vayas al pueblo a traer hilos para bordar, botones y otras cosas que hacen falta.
-Mamá ya no me mande al pueblo -contestó Aura, la pequeña de las tres hijas-, que vaya cualquiera de mis hermanas.
Aureliana deja de hacer lo que la ocupa para mirar a su hija y preguntar…
-¿Pasa algo que deba saber?
-Mire mamá, le avisé que hace meses Hilario, el hijo de Gertrudis, a donde voy me sale al encuentro e insiste en que nos casemos, que está enamorado de mí desde que éramos chamacos; le he dicho que nunca me casaré, porque no puedo tener hijos… Abandonó la milpa y sus quehaceres, no más anda tomando y contando que la causa es mi desamor. Ayer Gertrudis me alcanzó en la plaza y entre toda la gente gritó que yo embrujé a su hijo, que está perdido por mi causa porque seguro se lo ofrecí al “malo” y que a saber a cuántos otros más, mis hermanas y yo, les haremos lo que a su hijo. Le contesté que mentía y que siempre hemos servido al “bueno”. Me sorprendió la manera en que algunos me miraban; luego encontré a Lucero, la de mi tía Chabela, dice que esa mujer anda por todas las casas azuzando a la gente en nuestra contra.
Aureliana le cuestiona:
-Dime hija si tú diste motivo a Hilario.
-Nunca he sentido gusto por él y pido a los dioses que encuentre una mujer de quien se enamore.
Hilario siguió bebiendo cada vez más, una noche, en la cantina comenzó a convulsionarse y murió.
Al amanecer del día siguiente, el mugir de las vacas, los ladridos de los perros, el susurro diferente y misterioso del aire, inquietaron a Aureliana, quien prestó especial atención a un ave que se paró en el techo, ella salió de su casita e hizo sonidos también de plumífero, a los que aquel animalito respondió y después se marchó aleteando.
Aureliana entró de nuevo a su casa y alertó a sus hijas.
-Dios nos proteja, el tecolote vino y cantó por la madrugada y me advirtió de varias cosas. Esta tarde yo no volveré, ni ustedes tampoco deben regresar al pueblo. Quiten del altar los ídolos y santos, envuélvanlos bien para llevárnoslos y huyamos de aquí, lo más pronto que podamos.
Abandonando su hogar empezaron a subir el cerro; desde allá, miraron aquella columna humana salir de sus casas e incendiar el hogar de las totolitas, hasta que Aureliana en las alturas lanzó aquella voz atronadora.
Cuentan que ese año toda la cosecha se perdió, además las enfermedades y pesares cayeron como una tapia sobre quienes creyeron sacrificar a las Totolitas, que ya no volvieron a estar nunca más con ellos para sanar a los enfermos y ayudarlos.
Martha calla, de nuevo se levanta, nosotros la seguimos y de su mano recibimos alimento en granos que, gozosos, lanzamos a las cuatro totolitas que vienen todas las mañanas a comer a su casa.
1 comentario:
qué hermosa narración, estremecedora por momentos, especialmente debido a que he tenido el honor de haber dormido en casa de Martha Gómez Atzin, en varias ocasiones, en ese su museo comunitario con restos provenientes del Tajín, máscaras rituales, y objetos bellísimos traídos de todas partes del mundo. En la última ocasión, hace dos años, estuve alojada con un amigo ahí (fue por él que la conocí),y qué coincidencia porque hoy me entregaron un gafete que creí haber perdido en aquel entonces,y que creí haber perdido precisamente en Papantla,hace sí ¡dos años! Dormimos por dos días en aquel tiempo, en la habitación misma de Simón, experiencia única. Su casa de tablas, grandes galerones, la cocina donde la abuela alimentaba el fuego (muy similar en todo a la casa de mi propia bisabuela en el puerto). Una de esas ocasiones Martha nos obsequió copal derretido a medias en ese fuego, para que pudiéramos ver nuestro futuro; también recuerdo el pozo al que acudimos con luna llena, como buenas brujas, para bañarnos ritualísticamente, creo. Sé que esta historia debe ser real, muy real. Qué maravilla que la hayas escuchado de Martha y que ahora la narres con esta sencillez y ese silencio final para que una ponga ahí lo que quiera. Gracias por tu relato, saludos
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