Presentamos este texto de juventud de nuestro admirado Albert Camus. Se trata de un texto casi inencontrable en el que Camus celebra la lucidez de una conciencia que despierta al mundo, con el esplendor de este mismo terreno que todo lo llena a través del mar, los cielos, el hbisco y la espuma: bodas que celebra el autor con una escritura que surge de los más profundo del clamor ya empapado de sangre y fuego.
I.G.
BODAS EN TIPASA
Tipasa es habitada en la primavera por los dioses y los dioses hablan en el sol y en el olor de los ajenjos, en el mar acorazado de plata y en el cielo azul crudo; en las ruinas cubiertas de flores y la luz en gruesos bullones sobre las hacinas de piedra. A ciertas horas, la campiña negrea de sol. Vanamente tratan de asir los ojos otra cosa que las gotas de luz y de colores que tiemblan al borde de las pestañas. El olor voluminoso de las plantas aromáticas, rae la garganta y sofoca en el calor enorme. Apenas si puedo ver, al fondo del paisaje, la negra masa del Chenoua que echa raíces en las colinas que rodean al pueblo y, con seguro y pesado ritmo, se sacude para ir a acuclillarse en el mar.
Llegamos por el pueblo que ya se abre sobre la bahía. Penetramos en un mundo amarillo y azul, acogidos por el suspiro odorífero y acre de la tierra estival en Argelia. Por doquiera las buganvillas rosadas rebosan de los muros de las quintas; en los jardines hay malvaviscos de un rojo todavía pálido, profusión de rosas té y delicados setos de altos iris azules. Todas las piedras queman. A la hora en que bajamos del autobús color de ranúnculo, los carniceros hacen su ronda matinal en sus rojos carros y el sonerío de sus bocinas llama a los habitantes.
A la izquierda del puerto, una escalinata de secas piedras lleva a la ruinas por entre lentiscos y retamas. El camino pasa frente a un pequeño faro y penetra luego en campo abierto. Ya desde el pie del faro, sordas plantas grasosas, de flores violetas, amarillas y rojas, descienden hacia las primeras rocas que el mar chupa con un ruido de besos. De pie en el viento ligero, bajo el sol que nos quema sólo un lado del rostro, miramos la luz que desciende del cielo, el mar sin una arruga, y la sonrisa de sus dientes lucientes. Antes de entrar en el reino de las ruinas, somos, por vez postrera, espectadores.
Al cabo de unos pasos, los ajenjos nos sofocan. Su lana gris cubre las ruinas hasta donde la mirada alcanza. Su esencia fermenta bajo el calor, y de la tierra al sol sube, por toda la extensión del mundo, un alcohol generoso que hace vacilar al cielo. Marchamos al encuentro del amor y el deseo. No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se le pide a la grandeza. Fuera del sol, los besos y los perfumes silvestres, todo nos parece fútil. En cuanto a mí, sólo busco estar a solas. A menudo vine a este sitio con aquellos a quienes amo y en sus rasgos leía la clara sonrisa que aquí adquiere el rostro del amor. A otros dejo el orden y la medida. El gran libertinaje de la naturaleza y del mar me acapara totalmente. En estos esponsales de las ruinas y de la primavera, las ruinas se han tornado piedras y, perdiendo la tersura impuesta por el hombre, han regresado a la naturaleza. Que ha prodigado flores en el retorno de estas hijas pródigas. Entre las losas del faro, el heliotropo asoma su cabeza redonda y blanca, y los rojos geranios vierten su sangre sobre lo que fueran casas, templos y plazas públicas. A la manera de esos hombres a quienes mucha ciencia hizo volver a Dios, muchos años han hecho que retornen las ruinas a casa de su madre. Por fin las abandona hoy su pasado, y nada las distrae ya de la fuerza profunda que las reintegra al centro de las cosas que caen.
¡Cuántas horas pasadas aplastando los ajenjos, acariciando las ruinas, tratando de acordar mi respiración a los suspiros tumultuosos del mundo! Sumido en los salvajes olores y los conciertos de insectos soñolientos, abro los ojos Y mi corazón a la grandeza insostenible de este ciclo cargado de calor. No es tan fácil devenir lo que se es, recuperar la propia, profunda, medida. Pero mirando el sólido espinazo del Chenoua, mi corazón se apaciguaba en una extraña certidumbre. Aprendía a respirar y me integraba y me realizaba. Ascendía, una tras otra, colinas que me reservaban una recompensa distinta, como ese templo cuyas columnas miden el curso del sol y desde el cual se ve al pueblo entero con sus muros blancos y rosados y sus verdes barandas. Y también como esa basílica de la colina oriental que conservó sus muros y en torno a la cual, en un gran radio, se alinean los sarcófagos exhumados, casi todos apenas surgientes de la tierra de la que todavía participan. Contuvieron cadáveres; por el momento, brotan de ellos salvias y alelíes. La basílica Sainte-Salsa es cristiana; pero cada vez que se mira por una grieta, la melodía del mundo llega hasta nosotros: ribazos plantados de pinos y cipreses, o bien el mar que hace rodar sus perros blancos a una veintena de metros. El alcor que soporta a Sainte-Salsa es plano en su cima y el viento sopla más ampliamente a través de los pórticos. Bajo el sol matinal, una gran dicha se mece en el espacio.
Bien pobres son los que necesitan mitos. Aquí los dioses sirven de lecho o de hito al curso de los días. Describo y digo: "He aquí esto que es rojo, que es azul, que es verde. Éstos son el mar, la montaña, las flores". Y ¿qué necesidad tengo de hablar de Dionisos para decir que me gusta aplastar bajo mis narices las drupas de lentisco? ¿Fue, en verdad, dedicado a Deméter ese antiguo himno que más tarde recordaré sin esfuerzo: "Dichoso aquel entre los vivos de la tierra que vio estas cosas"? Ver, y ver sobre la tierra, ¿cómo olvidar la lección? En los misterios de Eleusis, bastaba contemplar. Aquí mismo, sé que nunca me aproximaré suficientemente al mundo. Necesito estar desnudo y hundirme luego en el mar, perfumado todavía por las esencias de la tierra, lavarlas en él y atar sobre mi piel el abrazo por el cual suspiran, labio a labio, desde hace tiempo, la tierra y el mar. Inmerso en el agua, sobrevienen el escalofrío, la subienda de una liga fría y opaca; la zambullida, luego, con el zumbido de los oídos, la nariz manante y la boca amarga —nadar: sacar del mar los brazos barnizados de agua para que se doren al sol y sumirlos de nuevo en una torsión de todos los músculos; el curso del agua sobre mi cuerpo, esa tumultuosa posesión de la onda por mis piernas— y la ausencia de horizonte. En la playa, es la caída sobre la arena, abandonado al mundo, de vuelta a mi peso de carne y huesos, embrutecido de sol, teniendo, de vez en cuando, una mirada para mis brazos en donde las charcas de piel seca descubren, al deslizarse al agua, el vello rubio y el polvillo de sal.
Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar sin medida. Sólo hay un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer es también retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar. Dentro de un momento, cuando me arroje a los ajenjos para hacerme entrar su perfume en el cuerpo, tendré conciencia, contra todos los prejuicios, de realizar una verdad que es la del sol y será también la de mi muerte. En cierto sentido, lo que aquí juego es mi vida, un sabor a piedra ardiente, llena de los suspiros del mar y las cigarras que comienzan a cantar ahora. La brisa es fresca y es azul el cielo. Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella libremente: pues me da el orgullo de mi condición humana. A menudo me han dicho, sin embargo, que no hay de qué gloriarse. Sí, hay de qué: este sol, este mar, mi corazón que brinca de juventud, mi cuerpo con sabor a sal, la inmensa decoración en que la ternura y la gloria se dan cita en el amarillo y el azul. A conquistar esto debo aplicar mi fuerza y mis recursos. Todo aquí me deja intacto, nada mío abandono, ninguna máscara reviso: me basta aprender pacientemente la difícil ciencia de vivir, que bien vale el saber vivir de los demás.
Poco antes del mediodía regresábamos por entre las ruinas hacia un pequeño café a la linde del puerto. ¡Resonante la cabeza con los címbalos del sol y los colores, qué fresca bienvenida la de la sala plena de sombra, del gran vaso de verde y yerta menta! Afuera está el mar y la ruta ardiente de polvo. Sentado a la mesa, trato de asir entre mis batientes pestañas el deslumbramiento multicolor del cielo blanco de calor. Húmedo el rostro de sudor pero fresco el cuerpo bajo la ligera tela que nos viste, exhibimos todo el feliz cansancio de un día de bodas con el mundo.
Se come mal en este café, pero hay muchas frutas —sobre todo, esos melocotones que se comen a dentelladas, de manera que el jugo se desliza por la barbilla—. Cerrados los dientes sobre el fruto, oigo subir hasta mis oídos las grandes oleadas de la sangre y miro todo ávidamente. Sobre el mar, el silencio enorme del mediodía. Todo ser bello tiene el orgullo natural de su belleza y hoy el mundo deja que su orgullo rezume por todas partes. ¿Por qué negar ante él la alegría de vivir si no puedo encerrarlo todo en la alegría de vivir? En ser feliz no hay vergüenza. Pero hoy, el imbécil es rey, y llamo imbécil al que teme gozar. Se nos ha hablado tanto de orgullo: "¡Sabéis, es el pecado de Satanás! ¡Desconfiad —se nos grita—: os perderéis! Y con vosotros, vuestras fuerzas vivas". Más tarde he sabido, en efecto, que cierto orgullo... Pero, en otros momentos, no puedo dejar de reivindicar el orgullo de vivir que el mundo entero conspira a darme. En Tipasa, el ver equivale a creer y no me obstino en negar lo que pueden tocar mis manos y acariciar mis ojos. No siento la necesidad de hacer de ello una obra de arte, pero sí de contar lo que es diferente. Tipasa se me antoja como esos personajes que describimos para expresar indirectamente una opinión sobre el mundo. Como ellos, da testimonio; y lo da virilmente. Ella es hoy mi personaje, y me parece que acariciándola, mi embriaguez no tendrá fin. Hay un tiempo para vivir y un tiempo para testimoniar la vida. Hay también un tiempo para crear, lo que es menos natural. Me basta vivir con todo mi cuerpo y testimoniar con todo mi corazón. Vivir a Tipasa, testimoniar, y la obra de arte vendrá luego. Hay en esto una libertad.
Nunca permanecí en Tipasa más de un día. Siempre llega un momento en que se ha visto demasiado un paisaje, lo mismo que se necesita largo tiempo antes de verlo bastante. Las montañas, el cielo, el mar son como rostros cuya aridez y esplendor se descubren a fuerza de mirar en vez de ver. Pero, para ser elocuente, todo rostro debe sufrir cierra renovación. Y se queja uno de fatigarse demasiado pronto, cuando debería admirarse de que el mundo nos parezca nuevo por haber sido solamente olvidado.
Hacia la noche, volví a una parte del parque más ordenada, dispuesta en forma de jardín al borde de la carretera nacional. Al salir del tumulto de los perfumes y el sol, en el aire refrescado ahora por el atardecer, el espíritu se sosegaba, el distendido cuerpo saboreaba el silencio interior que nace del amor satisfecho. Me había sentado en una banca. Por encima de mí, un granado dejaba pender los botones de sus flores, cerrados y asurcados como pequeños puños que contuviesen toda la esperanza de la primavera. Tras de mí crecía el romero y solamente percibía su perfume de alcohol. Los alcores se enmarcaban entre los árboles y, más lejos aún, una orla de mar sobre la cual el cielo, como una vela al pairo, reposaba con toda su ternura. Tenía en el corazón una extraña alegría, la misma que nace de una conciencia tranquila. Hay un sentimiento que conocen los actores cuando tienen conciencia de haber desempañado bien su papel; es decir en el sentido más preciso, de haber hecho coincidir sus gestos con los del personaje ideal que encarnan, de haber entrado en cierto modo dentro de un dibujo ejecutado de antemano y que repentinamente han hecho vivir y palpitar en su propio corazón. Esto era precisamente lo que yo sentía: había desempeñado bien mi papel. Había hecho mi oficio de hombre y el haber conocido la dicha durante todo un largo día no me parecía un logro excepcional, sino el emocionado cumplimiento de una condición que, en ciertas circunstancias, nos crea el deber de ser felices. Entonces encontramos una soledad, pero esta vez en la satisfacción.
Los árboles se habían poblado de pájaros. La tierra suspiraba lentamente antes de entrar en la sombra. Dentro de un momento, con la primera estrella, caerá la noche sobre la escena del mundo. Los resplandecientes dioses del día tornarán a su muerte cotidiana. Pero otros dioses vendrán. Y para ser más sombríos, sus asolados rostros habrán nacido en el corazón de la tierra.
Ahora, al menos, la incesante eclosión de las olas sobre la arena me llegaba a través de todo un espacio en el que danzaba un polen dorado. Mar, campiña, silencio, perfumes de esta tierra, me henchían de una vida odorante y mordía en el fruto, dorado ya, del mundo, conturbado al sentir su jugo dulce y fuerte deslizarse a lo largo de mis labios. No, no era yo quien contaba, ni el mundo, sino el acuerdo y el silencio que de él a mi hacía nacer el amor. Amor que no tenía yo la debilidad de reivindicar para mí solo, consciente y orgulloso de compartirlo con toda una raza, nacida del sol y del mar, viva y sápida, que extrae su grandeza de su sencillez y, de pie sobre las playas, dirige su sonrisa cómplice a la sonrisa luciente de sus cielos.
3 comentarios:
tenía un amigo al que le gustaba viajar pero nunca tomaba fotografías. Su disposición anímica me parece muy similar a la de este texto; otra era su intensidad, su forma de estar en el mundo (es ceramista y pintor). Hoy lo recordé porque recién regresé de andar unos días por el puerto y de una tarde con mar rojo y gaviotas y pelícanos, y de compañía amigable y silenciosa, con la que sentada en esos muros de cemento, metí los pies en el agua tibia de las olas. Un cangrejo indescriptiblemente perfecto, asomó entre nosotros. Al momento, todos intentamos atrapar aquella imagen con la cámara del celular. El cangrejo seguramente creyó que queríamos atraparlo "a él", y no sólo el instante. Y el instante se fue... Por primera vez, comprendo lo que mi amigo quería decir: imposible retener esos momentos, excepto así, cuando quién lo hace es un creador...saludos, Maestro
Hola,
Me encanta tu relato sobre Tipasa, soy de Argel pero estoy a punto de leventar una casa en la provincia de Tipasa, en la localidad de Sidi Rached a 5 KM de Tipasa Ciudad.
Comparto contigo cuando decías que Tipasa es una marravilla, también te recomiendo visitar la Tumba de la Crestiana ,se llama asi ya que su aspecto físico no como un monumento histórico no tiene nada que ver con una tumba con la que conocemos habitualemente, está situada en Sidi Rached, seguro que te va a encantar .
Abrazos
Hola,
Me encanta tu relato sobre Tipasa, soy de Argel pero estoy a punto de leventar una casa en la provincia de Tipasa, en la localidad de Sidi Rached a 5 KM de Tipasa Ciudad.
Comparto contigo cuando decías que Tipasa es una marravilla, también te recomiendo visitar la Tumba de la Cristiana ,se llama asi ya que su aspecto físico como monumento histórico no tiene nada que ver con una tumba con la que conocemos habitualemente, está situada en Sidi Rached, seguro que te va a encantar .
Abrazos
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