Jorge Cuesta (Córdoba, Ver. 1903), "El más triste de los alquimistas", y miembro relevante del grupo Contemporáneos, se quitó la vida el 13 de agosto de 1942 en el sanatorio del doctor Lavista, en Tlalpan. Tenía 38 años . Aprovechando un descuido de los enfermeros, se colgó con sus propias sábanas de los barrotes de la cama. Había sido internado por un segundo acceso de locura que lo había llevado a acuchillarse los genitales. Recaía de una crisis de paranoia que había superado en el Hospital Mixcoac, dos años antes. Al parecer, antes de ejecutar eso que Camus llama "El último gesto", Jorge escribió las últimas tres estrofas de este poema que le llevó casi cuatro años en conformar.
que hay una libertad en mi deseo;
ni dura ni reposa;
las nubes de su objeto el tiempo altera
como el agua la espuma prisionera
de la masa ondulosa.
Suspensa en el azul la seña, esclava
el orbe de su vuelo,
se suelta y abandona a que se ligue
su ocio al de la mirada que persigue
las corrientes del cielo.
Una mirada en abandono y viva,
atesora una duda;
su amor dilata en la pasión desierta
sueña en la soledad y está despierta
en la conciencia muda.
Sus ojos, errabundos y sumisos,
de nubes y de frondas
se apoderan de un mármol de un instante
y esculpen la figura vacilante
que complace a las ondas.
La vista en el espacio difundida,
vasto y nimio al suceso
que en las nubes se irisa y se desdora
e intacto, como cuando se evapora,
está en las ondas preso.
Es la vida allí estar, tan fijamente,
lo finge a cuanto sube
hasta el purpúreo límite que toca,
como si fuera un sueño de la roca,
la espuma de la nube.
Como si fuera un sueño, pues sujeta,
en la roca la entraña,
la penetra con sangres minerales
y la entrega en la piel de los cristales
a la luz, que la daña.
No hay solidez que a tal prisión no ceda
un receloso seno
¡en vano!; pues al fuego no es inmune
que hace entrar en las carnes que desune
las lenguas del veneno.
A las nubes también el color tiñe,
las roe, las horada,
y a la crítica muestra, si las mira,
por qué al museo su ilusión retira
la escultura humillada.
Capto la seña de una mano, y veo
ni dura ni reposa;
las nubes de su objeto el tiempo altera
como el agua la espuma prisionera
de la masa ondulosa.
Suspensa en el azul la seña, esclava
el orbe de su vuelo,
se suelta y abandona a que se ligue
su ocio al de la mirada que persigue
las corrientes del cielo.
Una mirada en abandono y viva,
atesora una duda;
su amor dilata en la pasión desierta
sueña en la soledad y está despierta
en la conciencia muda.
Sus ojos, errabundos y sumisos,
de nubes y de frondas
se apoderan de un mármol de un instante
y esculpen la figura vacilante
que complace a las ondas.
La vista en el espacio difundida,
vasto y nimio al suceso
que en las nubes se irisa y se desdora
e intacto, como cuando se evapora,
está en las ondas preso.
Es la vida allí estar, tan fijamente,
lo finge a cuanto sube
hasta el purpúreo límite que toca,
como si fuera un sueño de la roca,
la espuma de la nube.
Como si fuera un sueño, pues sujeta,
en la roca la entraña,
la penetra con sangres minerales
y la entrega en la piel de los cristales
a la luz, que la daña.
No hay solidez que a tal prisión no ceda
un receloso seno
¡en vano!; pues al fuego no es inmune
que hace entrar en las carnes que desune
las lenguas del veneno.
A las nubes también el color tiñe,
las roe, las horada,
y a la crítica muestra, si las mira,
por qué al museo su ilusión retira
la escultura humillada.
Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa.
un rostro se aventura,
igual retorna a sí del hondo viaje
y del lúcido abismo del paisaje
recobra su figura.
Íntegra la devuelve el limpio espejo,
cuyas diáfanas redes
suspenden a la imagen submarina,
dentro del vidrio inmersa, que la ruina
detiene en sus paredes.
¡Qué eternidad parece que le fragua,
de un encanto el conjuro
en una isla a salvo de las horas,
áurea y serena al pie de las auroras
perennes del futuro!
Pero hiende también la imagen, leve,
los átomos compactos:
se abren antes, se cierran detrás de ella
y absorben el origen y la huella
de sus nítidos actos.
Ay, que del agua el imantado centro
las flores de su nado;
una onda se agita, y la estremece
en una onda más desaparece
su color congelado.
La transparencia a sí misma regresa
pues la memoria oprime
de la opaca materia que, a la orilla,
del agua en que la onda juega y brilla,
se entenebrece y gime.
Con más encanto si más pronto muere,
y apresura a los ojos
náufragos en las ondas ellos mismos,
al borde a detener de los abismos
los flotantes despojos.
Signos extraños hurta la memoria,
y acaricia las huellas
como si oculta obcecación lograra,
a fuerza de tallar la sombra avara
recuperar estrellas.
La mirada a los aires se transporta,
el ser a quien rechaza
y en vano tras la onda tornadiza
confronta la visión que se desliza
con la visión que traza.
Y abatido se esconde, se concentra,
y ya libre en los muros
de la sombra interior de que es el dueño
suelta al nocturno paladar el sueño
sus sabores obscuros.
Cuevas innúmeras y endurecidas,
guardan impenetrable
la materia sin luz y sin sonido
que aún no recoge el alma en su sentido
ni supone que hable.
¡Qué ruidos, qué rumores apagados
el hervor en el seno
convulso y sofocado por un mudo!
Y graba al rostro su rencor sañudo
y al lenguaje sereno.
Pero, ¡qué lejos de lo que es y vive
las ondas todavía
que recogen, no más, la voz que aflora
de una agua móvil al rielar que dora
la vanidad del día!
El sueño, en sombras desasido, amarra
contráctil o bien floja;
se hinca en el murmullo que la envuelve,
o en el humor que sorbe y que disuelve
un fijo extremo aloja.
Cómo pasma a la lengua blanda y gruesa,
del sensible oleaje:
su espuma frágil las burbujas prende,
y las prueba, las une, las suspende
la creación del lenguaje.
El lenguaje es sabor que entrega al labio
despierta en la garganta;
su espíritu aun espeso al aire brota
y en la líquida masa donde flota
siente el espacio y canta.
Multiplicada en los propicios ecos
de semejantes bocas,
en su entraña ya vibra, densa y plena,
cuando allí late aún, y honda resuena
en las eternas rocas.
Oh, eternidad, oh, hueco azul, vibrante
su vibración no apaga,
porque brilla en los muros permanentes
que labra y edifica transparentes,
la onda tortuosa y vaga.
Oh, eternidad, la muerte es la medida,
la numera la Parca.
Y alzan tus muros las dispersas horas,
que distantes o próximas, sonoras
allí graban su marca.
Denso el silencio trague al negro, obscuro
sólo la entraña guarde
y forme en sus recónditas moradas,
su sombra ceda formas alumbradas
a la palabra que arde.
No al oído que al antro se aproxima
del hondo laberinto
las voces intrincadas en sus vetas
originales vayan, más secretas
de otra boca al recinto.
A otra vida oye ser, y en un instante
latido de la entraña;
al instinto un amor llama a su objeto;
y afuera en vano un porvenir completo
la considera extraña.
El aire tenso y musical espera;
sonora, una mañana:
la forman ondas que juntó un sonido,
como en la flor y enjambre del oído
misteriosa campana.
en él la entraña su pavor, su sueño
y su labor termina.
El sabor que destila la tiniebla
es el propio sentido, que otros puebla
y el futuro domina.
1 comentario:
Como psiquiatra es inevitable que lamente que el suicidio de este poeta magnífico ocurriera antes del descubrimiento de los medicamentos antidepresivos, y de otros con acción sobre el pensamiento paranoide que parece (por lo que se describe aquí) lo aquejaba. Sin embargo, recientemente oí el alegato de un colega en la sesión general de los viernes, con estadísticas que reiteraba (por si se nos había olvidado)que el 10% de los suicidios en el mundo, no obedecen a enfermedad ni a circunstancias adversas...se llaman suicidios lúcidos. Leyendo a este poeta me pregunto de pronto si acaso habrá personas que nacen con una visión de un lugar, al que volver, que los llama continuamente, hasta que un día van hacia allá, donde vuelven quizá a ser quiénes realmente eran antes de venir a esta vida...
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