La sonrisa de Marko
Marguerite Yourcenar
—Este país me excita —dijo el ingeniero—. El muelle de Kotor y el de Ragusa son seguramente las únicas salidas mediterráneas de este gran territorio eslavo que se extiende desde los Balcanes al Ural, ignora las delimitaciones variables del mapa de Europa y le vuelve resueltamente la espalda al mar, que no penetra en él más que por las complicadas angosturas del Caspio, de Finlandia, del Ponto Euxino o de las costas dálmatas. Y en este vasto continente humano, la infinita variedad de las razas no destruye la unidad misteriosa del conjunto, del mismo modo que la diversidad de las olas no rompe la majestuosa monotonía del mar. Pero lo que a mí en estos momentos me interesa no es ni la geografía, ni la historia: es Kotor. Las bocas de Cattaro, como dicen... Kotor, tal y como la vemos desde la cubierta de este buque italiano; Kotor la indómita, la bien escondida con su camino que asciende en zig—zag hacia Cetinje, y la Kotor apenas más ruda de las leyendas y cantares de gesta eslavos. Kotor la infiel, que antaño vivió bajo el yugo de los musulmanes de Albania y a los que no siempre rindió justicia la poesía épica de los servios, ¿lo comprende usted, verdad, bajá? Y usted, Lukiadis, que conoce el pasado igual que un granjero conoce los menores recovecos de su granja, ¿no van a decirme que nunca oyeron hablar de Marko Kralievitch?
—Soy arqueólogo —respondió el griego dejando su vaso de limonada—. Mi saber se limita a la piedra esculpida, y sus héroes servios tallaban más bien en la carne viva. No obstante, ese Marko me interesó a mí también, y encontré sus huellas en un país muy alejado de la cuna de su leyenda, en un suelo puramente griego, aun cuando la piedad servia haya elevado unos monasterios asaz hermosos...
—En el monte Athos —interrumpió el ingeniero—. Los huesos gigantescos de Marko Kralievitch reposan en alguna parte de esa santa montaña en donde nada ha cambiado desde la Edad Media, salvo, quizá, la calidad de las almas, y donde seis mil monjes con moños y flotantes barbas oran todavía hoy por la salvación de sus piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda, cuya raza se ha extinguido seguramente hace siglos. ¡Qué sosiego produce pensar que el olvido no llega tan rápidamente como creemos, ni es tan absoluto como se supone, y que aún existe un lugar en el mundo donde una dinastía de la época de las Cruzadas sobrevive en las oraciones de unos cuantos monjes ancianos! Si no me equivoco, Marko murió en una batalla contra los otomanos, en Bosnia o en un país croata, pero su último deseo fue que lo inhumaran en ese Sinaí del mundo ortodoxo, una barea logró transportar hasta allí su cadáver, pese a los escollos del mar oriental y a las emboscadas de las galeras turcas. Una hermosa historia, y que me hace recordar, no sé por qué, la última travesía de Arturo...
Existen héroes en Occidente, pero parecen sostenidos por su armadura de principios al igual que los caballeros de la Edad Media por su armadura de hierro. En ese servio salvaje hallamos al héroe al desnudo. Los turcos sobre los que Marko se precipitaba debían de tener la impresión de que un roble de la montaña se les venía encima. Ya les dije a ustedes que, en aquellos tiempos, Montenegro pertenecía al Islam: las bandas servias no eran muy numerosas y no podían disputar abiertamente a los circuncisos la posesión de la Tzernagora, la Montaña Negra de la que toma su nombre aquella tierra. Marko Kralievitch establecía relaciones secretas en tierra infiel con unos cristianos falsamente conversos, con funcionarios descontentos y con bajás en peligro de desgracia o muerte; le era cada vez más y más necesario entrevistarse directamente con sus cómplices. Pero su alta estatura le impedía deslizarse en el campo enemigo disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer, aun cuando este último disfraz hubiera sido posible gracias a su gran belleza: lo hubieran reconocido por la longitud desmesurada de su sombra. Tampoco podía pensar en amarrar una barca en algún rincón desierto de la orilla: innumerables centinelas, al acecho detrás de las rocas, oponían a un Marko solitario ausente su presencia múltiple e infatigable. Pero allí donde una barca es visible, un buen nadador puede pasar inadvertido, y sólo los peces descubren su pista entre dos aguas. Marko hechizaba a las olas; nadaba tan bien como Ulises, su antiguo vecino de Itaca. También hechizaba a las mujeres: los complicados canales del mar llevábanle a menudo a Kotor, al pie de una casa de madera toda carcomida, que jadeaba ante el empuje de las olas; la viuda del bajá de Scutari pasaba allí sus noches soñando con Marko, y sus mañanas esperándolo. Frotaba con aceite su cuerpo helado por los besos blandos del mar; lo calentaba en su cama sin que lo supieran sus sirvientas; le facilitaba los encuentros nocturnos con agentes y cómplices. En las primeras horas del día, bajaba a la cocina aún vacía para prepararle los platos que más le gustaba comer. El se resignaba a sus pesados senos, a sus gruesas piernas y a las cejas que se le juntaban en medio de la frente; se tragaba la rabia al verla escupir cuando él se arrodillaba para hacer la señal de la cruz. Una noche, la víspera del día en que Marko se proponía llegar a nado hasta Ragusa, la viuda bajó como de costumbre a hacerle la cena. Las lágrimas le impidieron cocinar con el mismo cuidado de siempre; le subió, por desgracia, un plato de cabrito demasiado hecho. Marko acababa de beber; su paciencia se había quedado en el fondo de la jarra: la cogió por los cabellos con las manos pegajosas de salsa y aulló:
—¡Perra del diablo! ¿Pretendes que me coma una vieja cabra centenaria?
—Era un hermoso animal —respondió la viuda—. Y la más joven del rebaño.
—¡Estaba tan correosa como tu carne de vieja bruja, y tenía el mismo maldito olor! —dijo el joven cristiano, que estaba borracho—. ¡Ojalá ardas tú como ella en el Infierno!
Y de una patada lanzó el plato de guisado por la ventana que daba al mar y que estaba abierta de par en par.
La viuda lavó silenciosamente el piso, manchado de grasa, y su propio rostro, hinchado por las lágrimas. No estuvo ni menos tierna, ni menos apasionada que el día anterior, y al apuntar el alba, cuando el viento del Norte empezó a soplar sembrando la rebelión en las olas del Golfo, aconsejó suavemente a Marko que retrasara su marcha. Él accedió. Cuando llegaron las horas ardientes del día, volvió a acostarse para dormir la siesta. Al despertarse, en el momento en que se estiraba perezosamente delante de las ventanas, protegido de la mirada de los transeúntes por unas complicadas persianas, vio brillar las cimitarras: una tropa de soldados turcos rodeaba la casa, tapando todas las salidas. Marko se precipitó hacia el balcón, que dominaba al mar desde muy alto: las olas, saltarinas, rompían en las rocas haciendo el mismo ruido que el trueno en el cielo. Marko se arrancó la camisa y se tiró de cabeza en medio de aquella tempestad donde ni siquiera una barca se hubiese aventurado. Rodaron montañas de agua bajo su cuerpo; rodó él bajo aquellas montañas. Los soldados registraron la casa, conducidos por la viuda, sin encontrar ni la menor huella del gigante desaparecido; por fin, la camisa desgarrada y las rejas arrancadas del balcón los pusieron sobre la verdadera pista; se abalanzaron en dirección a la playa aullando de despecho y de terror. Retrocedían a pesar suyo cada vez que una ola, más furiosa que las demás, rompía a sus pies, y los embates del viento les parecían la risa de Marko; y la insolente espuma, un salivazo suyo en la cara. Durante dos horas estuvo nadando Marko sin conseguir avanzar ni una brazada; sus enemigos le apuntaban a la cabeza, pero el viento desviaba sus dardos; Marko desaparecía y volvía a aparecer debajo del mismo verde almiar. Finalmente, la viuda ató fuertemente su pañuelo de seda a la esbelta y flexible cintura de un albanés; un hábil pescador de atunes consiguió apresar a Marko con aquel lazo de seda, y el nadador, medio estrangulado, no tuvo más remedio que dejarse arrastrar hasta la playa. Durante las partidas de caza, allá en las montañas de su país, Marko había visto a menudo cómo los animales se fingen muertos para evitar que los rematen; su instinto lo llevó a imitar esta astucia: el joven de tez lívida que los turcos llevaron a la playa estaba rígido y frío como un cadáver de tres días; sus cabellos, sucios de espuma, se le pegaban a las sienes hundidas; sus ojos, fijos, ya no reflejaban la inmensidad del cielo ni de la noche; sus labios, salados por el mar, se hallaban inmóviles entre sus mandíbulas contraídas; sus brazos, muertos, dejábanse caer, y el pecho hinchado impedía oír su corazón. Los notables del pueblo se inclinaron sobre Marko, cosquilleándole el rostro con sus largas barbas y después, levantando todos a un tiempo la cabeza, exclamaron, con una única y misma voz:
—¡Por Alá! Ha muerto como un topo podrido, como un perro reventado. Arrojémosle de nuevo al mar, que lava las basuras, con el fin de que nuestro suelo no se manche con su cuerpo.
Pero la malvada viuda se puso a llorar, y luego a reír:
—Hace falta algo más que una tempestad para ahogar a Marko —dijo—, y más que un nudo para estrangularlo. Tal como lo veis aquí, todavía no está muerto. Si lo arrojáis al mar, hechizará a las olas, igual que me hechizó a mí, pobre mujer. Coged unos clavos y un martillo; crucificad a ese perro igual que crucificaron a su Dios, que no acudirá aquí a ayudarle, y ya veréis cómo sus rodillas se retuercen de dolor y cómo su condenada boca empieza a vomitar alaridos.
Los verdugos cogieron unos clavos y un martillo del banco del carpintero, que calafateaba las barcas, y agujerearon las manos del joven servio, y atravesaron sus pies de parte a parte. Pero el cuerpo torturado permaneció inerte: ningún estremecimiento agitaba aquel rostro, que parecía insensible, y ni la sangre chorreaba de sus carnes abiertas a no ser a gotitas lentas y escasas, pues Marko mandaba en sus arterias lo mismo que mandaba en su corazón. Entonces, el más viejo de los notables arrojó el manillo a lo lejos y exclamó, quejumbrosamente:
—¡Que Alá nos perdone por haber tratado de crucificar a un muerto! Vamos a atar una gruesa piedra al cuello de este cadáver para que el abismo se trague nuestro error, y para que el mar no nos lo devuelva.
—Hacen falta más de mil clavos y más de cien martillos para crucificar a Marko Kralievitch —dijo la malvada viuda—. Tomad carbones encendidos y ponédselos en el pecho, ya veréis cómo se retuerce de dolor, tal un gusano largo y desnudo.
Los verdugos cogieron brasas del hornillo de un calafate y trazaron un amplio círculo en el pecho del nadador helado por el mar. Los carbones se encendieron, después se apagaron y se volvieron negros como unas rosas rojas que mueren. El fuego recortó en el pecho de Marko un amplio anillo carbonoso, parecido a esos redondeles trazados en la hierba por la danza de los brujos, pero el muchacho no gemía y ni una sola de sus pestañas se estremeció.
—¡Oh, Alá! —dijeron los verdugos—; hemos pecado, pues sólo Dios tiene derecho a torturar a los muertos. Sus sobrinos y los hijos de sus tíos vendrán a pedirnos cuentas de este ultraje: por eso, lo mejor será meterlo en un saco medio lleno de pedruscos con el fin de que ni siquiera el mar sepa quién es el cadáver que le damos a comer.
—Desgraciados —dijo la viuda—, reventará con los brazos todas las telas y escupirá todas las piedras. Pero mandad que acudan las muchachas del pueblo, y ordenadles que bailen en corro sobre la arena. Ya veremos si el amor continúa torturándolo.
Llamaron a las muchachas, quienes se pusieron a toda prisa los trajes de fiesta; trajeron tamboriles y flautas; juntaron las manos para bailar en corro alrededor del cadáver, y la más hermosa de todas, con un pañuelo rojo en la mano, dirigía el baile. Les llevaba a sus compañeras la altura de la cabeza morena y de su cuello blanco. Era como el corzo cuando salta, como el halcón cuando vuela. Marko, inmóvil, dejaba que lo rozase con sus pies descalzos, pero su corazón, agitado, latía de manera cada vez más violenta, tan desordenada y fuertemente que tenía miedo de que todos los espectadores acabasen por oírlo, a pesar suyo; una sonrisa de dicha casi dolorosa se dibujaba en sus labios, que se movían como para dar un beso. Gracias al crepúsculo, que oscurecía lentamente, los verdugos y la viuda no se habían dado cuenta de aquellas señales de vida, pero los ojos claros de Haisché permanecían fijos en el rostro del joven, pues lo encontraba hermoso. De repente, dejó caer su pañuelo rojo para ocultar aquella sonrisa y dijo con tono de orgullo:
—No me gusta bailar delante del rostro desnudo de un cristiano muerto, y por eso acabo de taparle la boca, ya que sólo verla me da horror.
Pero continuó bailando, con el fin de distraer la atención de los verdugos y para que llegase la hora de la oración, en que se verían forzados a alejarse de la orilla. Por fin, una voz gritó desde lo alto del minarete que ya era hora de adorar a Dios. Los hombres se encaminaron hacia la pequeña mezquita tosca y bárbara; las cansadas jóvenes se desgranaron hacia la ciudad arrastrando sus babuchas; Haisché se fue, sin dejar de mirar atrás; tan sólo la viuda se quedó allí para vigilar el falso cadáver. De repente, Marko se enderezó; con la mano derecha se quitó el clavo de la mano izquierda, agarró a la viuda por los pelos rojizos y se lo clavó en la garganta; luego, tras quitarse el clavo de la mano derecha con la mano izquierda, se lo clavó en la frente. Arrancó después las dos espinas de piedra que le atravesaban los pies y con ellas le reventó los ojos. Cuando regresaron los verdugos, encontraron en la playa el cadáver convulso de una vieja, en lugar del cuerpo desnudo del héroe. La tempestad había amainado, pero las lentas barcas trataron en vano de dar alcance al nadador desaparecido en el vientre de las olas. Ni qué decir tiene que Marko reconquistó el país y raptó a la hermosa muchacha que había despertado su sonrisa pero ni su gloria ni la dicha de ambos es lo que a mí me conmueve, sino ese exquisito eufemismo, esa sonrisa en los labios de un hombre sometido a suplicio y para quien el deseo es la tortura más dulce. Observen ustedes: empieza a caer la noche; casi podríamos imaginar, en la playa de Kotor, al grupito de verdugos trabajando a la luz de los carbones encendidos, a la joven bailando y al muchacho que no sabe resistirse a la belleza.
—Una extraña historia —dijo el arqueólogo—. Pero la versión que usted nos ofrece es sin duda reciente. Debe de existir alguna otra, más primitiva. Ya me informaré.
—Haría usted mal —dijo el ingeniero—. Se la he contado tal y como a mí me la contaron los campesinos del pueblo donde pasé mi último invierno, ocupado en abrir un túnel para el Oriente—Express. No quisiera hablar mal de sus héroes griegos, Lukiadis: se encerraban en su tienda en un ataque de despecho; aullaban de dolor cuando morían sus amigos; arrastraban por los pies el cadáver de sus enemigos alrededor de las ciudades conquistadas, pero, créame usted, le faltó a la Ilíada una sonrisa de Aquiles.
2 comentarios:
Excelente cuento de M. Yourcenar, su erudición de la cultura clásica, el sentido de la trascendencia a través del personaje, nos refleja que para la escritora no hay personajes menores, todos tienen importancia. Además del uso preciso del lenguaje.
Excelente cuento de M. Yourcenar, su erudición de la cultura clásica, el sentido de la trascendencia a través del personaje, nos refleja que para la escritora no hay personajes menores, todos tienen importancia. Además del uso preciso del lenguaje.
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