Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías
Federico
García Lorca
LA
COGIDA Y LA MUERTE
A
las cinco de la tarde.
Eran
las cinco en punto de la tarde.
Un
niño trajo la blanca sábana
a
las cinco de la tarde.
Una
espuerta de cal ya prevenida
a
las cinco de la tarde.
Lo
demás era muerte y sólo muerte
a
las cinco de la tarde.
El
viento se llevó los algodones
a
las cinco de la tarde.
Y
el óxido sembró cristal y níquel
a
las cinco de la tarde.
Ya
luchan la paloma y el leopardo
a
las cinco de la tarde.
Y
un muslo con un asta desolada
a
las cinco de la tarde.
Comenzaron
los sones del bordón
a
las cinco de la tarde.
Las
campanas de arsénico y el humo
a
las cinco de la tarde.
En
las esquinas grupos de silencio
a
las cinco de la tarde.
¡Y
el toro, solo corazón arriba!
a
las cinco de la tarde.
Cuando
el sudor de nieve fue llegando
a
las cinco de la tarde,
cuando
la plaza se cubrió de yodo
a
las cinco de la tarde,
la
muerte puso huevos en la herida
a
las cinco de la tarde.
A
las cinco de la tarde.
A
las cinco en punto de la tarde.
Un
ataúd con ruedas es la cama
a
las cinco de la tarde.
Huesos
y flautas suenan en su oído
a
las cinco de la tarde.
El
toro ya mugía por su frente
a
las cinco de la tarde.
El
cuarto se irisaba de agonía
a
las cinco de la tarde.
A
lo lejos ya viene la gangrena
a
las cinco de la tarde.
Trompa
de lirio por las verdes ingles
a
las cinco de la tarde.
Las
heridas quemaban como soles
a
las cinco de la tarde,
y
el gentío rompía las ventanas
a
las cinco de la tarde.
A
las cinco de la tarde.
¡Ay
qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran
las cinco en todos los relojes!
¡Eran
las cinco en sombra de la tarde!
*
LA
SANGRE DERRAMADA
¡Que
no quiero verla!
Dile
a la luna que venga,
que
no quiero ver la sangre
de
Ignacio sobre la arena.
¡Que
no quiero verla!
La
luna de par en par,
caballo
de nubes quietas,
y
la plaza gris del sueño
con
sauces en las barreras
¡Que
no quiero verla!
Que
mi recuerdo se quema.
¡Avisad
a los jazmines
con
su blancura pequeña!
¡Que
no quiero verla!
La
vaca del viejo mundo
pasaba
su triste lengua
sobre
un hocico de sangres
derramadas
en la arena,
y
los toros de Guisando,
casi
muerte y casi piedra,
mugieron
como dos siglos
hartos
de pisar la tierra.
No.
¡Que
no quiero verla!
Por
las gradas sube Ignacio
con
toda su muerte a cuestas.
Buscaba
el amanecer,
y
el amanecer no era.
Busca
su perfil seguro,
y
el sueño lo desorienta.
Buscaba
su hermoso cuerpo
y
encontró su sangre abierta.
¡No
me digáis que la vea!
No
quiero sentir el chorro
cada
vez con menos fuerza;
ese
chorro que ilumina
los
tendidos y se vuelca
sobre
la pana y el cuero
de
muchedumbre sedienta.
¡Quién
me grita que me asome!
¡No
me digáis que la vea!
No
se cerraron sus ojos
cuando
vio los cuernos cerca,
pero
las madres terribles
levantaron
la cabeza.
Y
a través de las ganaderías,
hubo
un aire de voces secretas
que
gritaban a toros celestes,
mayorales
de pálida niebla.
No
hubo príncipe en Sevilla
que
comparársele pueda,
ni
espada como su espada,
ni
corazón tan de veras.
Como
un río de leones
su
maravillosa fuerza,
y
como un torso de mármol
su
dibujada prudencia.
Aire
de Roma andaluza
le
doraba la cabeza
donde
su risa era un nardo
de
sal y de inteligencia.
¡Qué
gran torero en la plaza!
¡Qué
gran serrano en la sierra!
¡Qué
blando con las espigas!
¡Qué
duro con las espuelas!
¡Qué
tierno con el rocío!
¡Qué
deslumbrante en la feria!
¡Qué
tremendo con las últimas
banderillas
de tiniebla!
Pero
ya duerme sin fin.
Ya
los musgos y la hierba
abren
con dedos seguros
la
flor de su calavera.
Y
su sangre ya viene cantando:
cantando
por marismas y praderas,
resbalando
por cuernos ateridos
vacilando
sin alma por la niebla,
tropezando
con miles de pezuñas
como
una larga, oscura, triste lengua,
para
formar un charco de agonía
junto
al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh
blanco muro de España!
¡Oh
negro toro de pena!
¡Oh
sangre dura de Ignacio!
¡Oh
ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que
no quiero verla!
Que
no hay cáliz que la contenga,
que
no hay golondrinas que se la beban,
no
hay escarcha de luz que la enfríe,
no
hay canto ni diluvio de azucenas,
no
hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡Yo
no quiero verla!
*
CUERPO
PRESENTE
La
piedra es una frente donde los sueños gimen
sin
tener agua curva ni cipreses helados.
La
piedra es una espalda para llevar al tiempo
con
árboles de lágrimas y cintas y planetas.
Yo
he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando
sus tiernos brazos acribillados,
para
no ser cazadas por la piedra tendida
que
desata sus miembros sin empapar la sangre.
Porque
la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos
de alondras y lobos de penumbra;
pero
no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino
plazas y plazas y otras plazas sin muros.
Ya
está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya
se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la
muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y
le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
Ya
se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El
aire como loco deja su pecho hundido,
y
el Amor, empapado con lágrimas de nieve
se
calienta en la cumbre de las ganaderías.
¿Qué
dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos
con un cuerpo presente que se esfuma,
con
una forma clara que tuvo ruiseñores
y
la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
¿Quién
arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí
no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni
pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí
no quiero más que los ojos redondos
para
ver ese cuerpo sin posible descanso.
Yo
quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los
que doman caballos y dominan los ríos;
los
hombres que les suena el esqueleto y cantan
con
una boca llena de sol y pedernales.
Aquí
quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante
de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo
quiero que me enseñen dónde está la salida
para
este capitán atado por la muerte.
Yo
quiero que me enseñen un llanto como un río
que
tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para
llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin
escuchar el doble resuello de los toros.
Que
se pierda en la plaza redonda de la luna
que
finge cuando niña doliente res inmóvil;
que
se pierda en la noche sin canto de los peces
y
en la maleza blanca del humo congelado.
No
quiero que le tapen la cara con pañuelos
para
que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete,
Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme,
vuela, reposa: ¡También se muere el mar!
1 comentario:
A las cinco de la tarde, un toro se nego a morir a manos de un hombre, asi que con toda su furia y fuerza lo envistio. ¿Culpad al toro? ¡No! Culpad a Dios por ser capaz de darle el placer de matar al ser humano
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