El mito de Sísifo
Albert Camus
13 Nov. 1913 - 13-Nov-2013
Los
dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de
una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían
pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo
inútil y sin esperanza.
Si se ha
de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No
obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en
ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le
convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante
todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de
Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó
a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo
con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la
bendición del agua a los rayos celestes.
Por ello
le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo
había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su
imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la
Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a
punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le
ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública.
Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan
contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra
con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a
gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a
la sombra infernal.
Los
llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos
años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra.
Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al
audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los
infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo
es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su
desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le
valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada.
Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice
nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la
imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el
esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y
ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado,
la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa
cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la
seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese
largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se
alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos
instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia
las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese
regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo
piedra.
Veo a ese
hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no
conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente
como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en
que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es
superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo
es porque su protagonista tiene conciencia.
¿En qué
consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de
conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su
vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.
Pero no
es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario
de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición
miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía
constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que
no venza con el desprecio.
Por lo
tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con
alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo
hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra
se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha
se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del
hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado
pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.
Sin
embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo
obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el
momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce
que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha.
Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad
avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo
de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria
absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre
lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo?
¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo
absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error
decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también
que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien»,
dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del
hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un
dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores
inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los
hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le
pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando
contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.
En el
universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas
de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los
rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol
sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su
esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino
superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable.
Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el
hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero
giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino,
creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su
muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano,
ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en
marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a
Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero
Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas.
Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le
parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo
mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El
esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que
imaginarse a Sísifo dichoso.
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