La autobiografía de Charles Darwin, publicada en 1877, fue mutilada por su esposa porque estaba escrita "con demasiada libertad". El autor de El origen de las especies, del que ahora se cumplen 200 años de su nacimiento, exponía, por ejemplo, que el cristianismo le parecía "una doctrina detestable". Este libro, según la editorial Laetoli, recupera los párrafos censurados (en negrita)
CHARLES DARWIN 08/02/2009.
Durante aquellos dos años me vi inducido a pensar mucho en la religión. Mientras me hallaba a bordo del Beagle fui completamente ortodoxo, y recuerdo que varios oficiales (a pesar de que también lo eran) se reían con ganas de mí por citar la Biblia como autoridad indiscutible sobre algunos puntos de moralidad. Supongo que lo que los divertía era lo novedoso de la argumentación. Pero, por aquel entonces, fui dándome cuenta poco a poco de que el Antiguo Testamento, debido a su versión manifiestamente falsa de la historia del mundo, con su Torre de Babel, el arco iris como signo, etcétera y al hecho de atribuir a Dios los sentimientos de un tirano vengativo, no era más de fiar que los libros sagrados de los hindúes o las creencias de cualquier bárbaro. En aquel tiempo se me planteaba continuamente la siguiente cuestión, de la que era incapaz de desentenderme: ¿resulta creíble que Dios, si se dispusiera a revelarse ahora a los hindúes, fuese a permitir que se le vinculara a la creencia en Vishnú, Shiva, etcétera, de la misma manera que el cristianismo está ligado al Antiguo Testamento? Semejante proposición me parecía absolutamente imposible de creer. (...)
El hecho de que muchas religiones falsas se hayan difundido por extensas partes de la Tierra como un fuego sin control tuvo cierto peso sobre mí. Por más hermosa que sea la moralidad del Nuevo Testamento, apenas puede negarse que su perfección depende en parte de la interpretación que hacemos ahora de sus metáforas y alegorías. No obstante, era muy reacio a abandonar mis creencias. Y estoy seguro de ello porque puedo recordar muy bien que no dejaba de inventar una y otra vez sueños en estado de vigilia sobre antiguas cartas cruzadas entre romanos distinguidos y sobre el descubrimiento de manuscritos, en Pompeya o en cualquier otro lugar, que confirmaran de la manera más llamativa todo cuanto aparecía escrito en los Evangelios. Pero, a pesar de dar rienda suelta a mi imaginación, cada vez me resultaba más difícil inventar pruebas capaces de convencerme. Así, la incredulidad se fue introduciendo subrepticiamente en mí a un ritmo muy lento, pero, al final, acabó siendo total. El ritmo era tan lento que no sentí ninguna angustia, y desde entonces no dudé nunca ni un solo segundo de que mi conclusión era correcta. De hecho, me resulta difícil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdad, pues, de ser así, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen -y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos- recibirán un castigo eterno.
Y ésa es una doctrina detestable.
Aunque no pensé mucho en la existencia de un Dios personal hasta un periodo de mi vida bastante tardío, quiero ofrecer aquí las vagas conclusiones a las que he llegado. El antiguo argumento del diseño en la naturaleza, tal como lo expone Paley y que anteriormente me parecía tan concluyente, falla tras el descubrimiento de la ley de la selección natural. Ya no podemos sostener, por ejemplo, que el hermoso gozne de una concha bivalva deba haber sido producido por un ser inteligente, como la bisagra de una puerta por un ser humano. En la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no parece haber más designio que en la dirección en que sopla el viento. Todo cuanto existe en la naturaleza es resultado de leyes fijas. Pero éste es un tema que ya he debatido al final de mi libro sobre La variación en animales y plantas domésticos, y, hasta donde yo sé, los argumentos propuestos allí no han sido refutados nunca.
Pero, más allá de las adaptaciones infinitamente bellas con que nos topamos por todas partes, podríamos preguntarnos cómo se puede explicar la disposición generalmente beneficiosa del mundo. Algunos autores se sienten realmente tan impresionados por la cantidad de sufrimiento existente en él, que dudan -al contemplar a todos los seres sensibles- de si es mayor la desgracia o la felicidad, de si el mundo en conjunto es bueno o malo. Según mi criterio, la felicidad prevalece de manera clara, aunque se trata de algo muy difícil de demostrar. Si admitimos la verdad de esta conclusión, reconoceremos que armoniza bien con los efectos que podemos esperar de la selección natural. Si todos los individuos de cualquier especie hubiesen de sufrir hasta un grado extremo, dejarían de propagarse; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido siempre, y ni siquiera a menudo. Además, otras consideraciones nos llevan a creer que, en general, todos los seres sensibles han sido formados para gozar de la felicidad.
Cualquiera que crea, como creo yo, que todos los órganos corporales o mentales de todos los seres (excepto los que no suponen ni una ventaja ni una desventaja para su poseedor) se han desarrollado por selección natural o supervivencia del más apto, junto con el uso o el hábito, admitirá que dichos órganos han sido formados para que quien los posee pueda competir con éxito con otros seres y crecer así en número. (...)
Nadie discute que en el mundo hay mucho sufrimiento. Por lo que respecta al ser humano, algunos han intentado explicar esta circunstancia imaginando que contribuye a su perfeccionamiento moral. Pero el número de personas en el mundo no es nada comparado con el de los demás seres sensibles, que sufren a menudo considerablemente sin experimentar ninguna mejora moral. Para nuestra mente, un ser tan poderoso y tan lleno de conocimiento como un Dios que fue capaz de haber creado el universo es omnipotente y omnisciente, y suponer que su benevolencia no es ilimitada repugna a nuestra comprensión, pues, ¿qué ventaja podría haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito? Este antiquísimo argumento contra la existencia de una causa primera inteligente, derivado de la existencia del sufrimiento, me parece sólido; mientras que, como acabo de señalar, la presencia de una gran cantidad de sufrimiento concuerda bien con la opinión de que todos los seres orgánicos han evolucionado mediante variación y selección natural.
Actualmente, el argumento más común en favor de la existencia de un Dios inteligente deriva de la honda convicción interior y de los profundos sentimientos experimentados por la mayoría de la gente. Pero no se puede dudar de que los hindúes, los mahometanos y otros más podrían razonar de la misma manera y con igual fuerza en favor de la existencia de un Dios, de muchos dioses, o de ninguno, como hacen los budistas. También hay muchas tribus bárbaras de las que no se puede decir con verdad que crean en lo que nosotros llamamos Dios: creen, desde luego, en espíritus o espectros, y es posible explicar, como lo han demostrado Tylor y Herbert Spencer, de qué modo pudo haber surgido esa creencia.
Anteriormente me sentí impulsado por sensaciones como las que acabo de mencionar (aunque no creo que el sentimiento religioso estuviera nunca fuertemente desarrollado en mí) a sentirme plenamente convencido de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. En mi diario escribí que, en medio de la grandiosidad de una selva brasileña, "no es posible transmitir una idea adecuada de los altos sentimientos de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente". Recuerdo bien mi convicción de que en el ser humano hay algo más que la mera respiración de su cuerpo. Pero, ahora, las escenas más grandiosas no conseguirían hacer surgir en mi pensamiento ninguna de esas convicciones y sentimientos. Se podría decir acertadamente que soy como un hombre afectado de daltonismo, y que la creencia universal de la gente en la existencia del color rojo hace que mi actual pérdida de percepción no posea la menor validez como prueba. Este argumento sería válido si todas las personas de todas las razas tuvieran la misma convicción profunda sobre la existencia de un solo Dios; pero sabemos que no es así, ni mucho menos. Por tanto, no consigo ver que tales convicciones y sentimientos íntimos posean ningún peso como prueba de lo que realmente existe. El estado mental provocado en mí en el pasado por las escenas grandiosas difiere de manera esencial de lo que suele calificarse de sentimiento de sublimidad; y por más difícil que sea explicar la génesis de ese sentimiento, apenas sirve como argumento en favor de la existencia de Dios, como tampoco sirven los sentimientos similares, poderosos pero imprecisos, suscitados por la música.
Respecto a la inmortalidad, nada me demuestra tanto lo fuerte y casi instintiva que es esa creencia como la consideración del punto de vista mantenido ahora por la mayoría de los físicos de que el Sol, junto con todos los planetas, acabará enfriándose demasiado como para sustentar la vida, a menos que algún cuerpo de gran magnitud se precipite sobre él y le proporcione vida nueva. Para quien crea, como yo, que el ser humano será en un futuro distante una criatura más perfecta de lo que lo es en la actualidad, resulta una idea insoportable que él y todos los seres sensibles estén condenados a una aniquilación total tras un progreso tan lento y prolongado. La destrucción de nuestro mundo no será tan temible para quienes admiten plenamente la inmortalidad del alma.
Para convencerse de la existencia de Dios hay otro motivo vinculado a la razón y no a los sentimientos y que tiene para mí mucho más peso. Deriva de la extrema dificultad, o más bien imposibilidad, de concebir este universo inmenso y maravilloso -incluido el ser humano con su capacidad para dirigir su mirada hacia un pasado y un futuro distantes- como resultado de la casualidad o la necesidad ciegas. Al reflexionar así, me siento impulsado a buscar una Primera Causa que posea una mente inteligente análoga en algún grado a la de las personas; y merezco que se me califique de teísta.
Hasta donde puedo recordar, esta conclusión se hallaba sólidamente instalada en mi mente en el momento en que escribí El origen de las especies; desde entonces se ha ido debilitando gradualmente, con muchas fluctuaciones. Pero luego surge una nueva duda: ¿se puede confiar en la mente humana, que, según creo con absoluta convicción, se ha desarrollado a partir de otra tan baja como la que posee el animal más inferior, cuando extrae conclusiones tan grandiosas? ¿No serán, quizá, éstas el resultado de una conexión entre causa y efecto, que, aunque nos da la impresión de ser necesaria, depende probablemente de una experiencia heredada? No debemos pasar por alto la probabilidad de que la introducción constante de la creencia en Dios en las mentes de los niños produzca ese efecto tan fuerte y, tal vez, heredado en su cerebro cuando todavía no está plenamente desarrollado, de modo que deshacerse de su creencia en Dios les resultaría tan difícil como para un mono desprenderse de su temor y odio instintivos a las serpientes.
No pretendo proyectar la menor luz sobre problemas tan abstrusos. El misterio del comienzo de todas las cosas nos resulta insoluble; en cuanto a mí, deberé contentarme con seguir siendo un agnóstico.
La persona que no crea de manera segura y constante en la existencia de un Dios personal o en una existencia futura con castigos y recompensas puede tener como regla de vida, hasta donde a mí se me ocurre, la norma de seguir únicamente sus impulsos e instintos más fuertes o los que le parezcan los mejores. Así es como actúan los perros, pero lo hacen a ciegas. El ser humano, en cambio, mira al futuro y al pasado y compara sus diversos sentimientos, deseos y recuerdos. Luego, de acuerdo con el veredicto de las personas más sabias, halla su suprema satisfacción en seguir unos impulsos determinados, a saber, los instintos sociales. Si actúa por el bien de los demás, recibirá la aprobación de sus prójimos y conseguirá el amor de aquellos con quienes convive; este último beneficio es, sin duda, el placer supremo en esta Tierra. Poco a poco le resultará insoportable obedecer a sus pasiones sensuales y no a sus impulsos más elevados, que cuando se hacen habituales pueden calificarse casi de instintos. Su razón podrá decirle en algún momento que actúe en contra de la opinión de los demás, en cuyo caso no recibirá su aprobación; pero, aun así, tendrá la sólida satisfacción de saber que ha seguido su guía más íntima o conciencia. En cuanto a mí, creo que he actuado de forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida. No siento el remordimiento de haber cometido ningún gran pecado, aunque he lamentado a menudo no haber hecho el bien más directamente a las demás criaturas. Mi única y pobre excusa es mi frecuente mala salud y mi constitución mental, que hace que me resulte extremadamente difícil pasar de un asunto u ocupación a otros. Puedo imaginar con gran satisfacción que dedico a la filantropía todo mi tiempo, pero no una parte del mismo, aunque habría sido mucho mejor haberme comportado de ese modo. Nada hay más importante que la difusión del escepticismo o el racionalismo durante la segunda mitad de mi vida. Antes de prometerme en matrimonio, mi padre me aconsejó que ocultara cuidadosamente mis dudas, pues, según me dijo, sabía que provocaban un sufrimiento extremo entre la gente casada. Las cosas marchaban bastante bien hasta que la mujer o el marido perdían la salud, momento en el cual ellas sufrían atrozmente al dudar de la salvación de sus esposos, haciéndoles así sufrir a éstos igualmente. Mi padre añadió que, durante su larga vida, sólo había conocido a tres mujeres escépticas; y debemos recordar que conocía bien a una multitud de personas y poseía una extraordinaria capacidad para ganarse su confianza. Cuando le pregunté quiénes eran aquellas tres mujeres, tuvo que admitir que, respecto a una de ellas, su cuñada Kitty Wedgwood, sólo tenía indicios sumamente vagos, sustentados por la convicción de que una mujer tan lúcida no podía ser creyente. En la actualidad, con mi reducido número de relaciones, sé (o he sabido) de varias señoras casadas que creen un poco menos que sus maridos. Mi padre solía citar un argumento irrebatible con el que una vieja dama como la señora Barlow, que abrigaba sospechas acerca de su heterodoxia, esperaba convertirlo: "Doctor, sé que el azúcar me resulta dulce en la boca, y sé que mi Redentor vive".
El hecho de que muchas religiones falsas se hayan difundido por extensas partes de la Tierra como un fuego sin control tuvo cierto peso sobre mí. Por más hermosa que sea la moralidad del Nuevo Testamento, apenas puede negarse que su perfección depende en parte de la interpretación que hacemos ahora de sus metáforas y alegorías. No obstante, era muy reacio a abandonar mis creencias. Y estoy seguro de ello porque puedo recordar muy bien que no dejaba de inventar una y otra vez sueños en estado de vigilia sobre antiguas cartas cruzadas entre romanos distinguidos y sobre el descubrimiento de manuscritos, en Pompeya o en cualquier otro lugar, que confirmaran de la manera más llamativa todo cuanto aparecía escrito en los Evangelios. Pero, a pesar de dar rienda suelta a mi imaginación, cada vez me resultaba más difícil inventar pruebas capaces de convencerme. Así, la incredulidad se fue introduciendo subrepticiamente en mí a un ritmo muy lento, pero, al final, acabó siendo total. El ritmo era tan lento que no sentí ninguna angustia, y desde entonces no dudé nunca ni un solo segundo de que mi conclusión era correcta. De hecho, me resulta difícil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdad, pues, de ser así, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen -y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos- recibirán un castigo eterno.
Y ésa es una doctrina detestable.
Aunque no pensé mucho en la existencia de un Dios personal hasta un periodo de mi vida bastante tardío, quiero ofrecer aquí las vagas conclusiones a las que he llegado. El antiguo argumento del diseño en la naturaleza, tal como lo expone Paley y que anteriormente me parecía tan concluyente, falla tras el descubrimiento de la ley de la selección natural. Ya no podemos sostener, por ejemplo, que el hermoso gozne de una concha bivalva deba haber sido producido por un ser inteligente, como la bisagra de una puerta por un ser humano. En la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no parece haber más designio que en la dirección en que sopla el viento. Todo cuanto existe en la naturaleza es resultado de leyes fijas. Pero éste es un tema que ya he debatido al final de mi libro sobre La variación en animales y plantas domésticos, y, hasta donde yo sé, los argumentos propuestos allí no han sido refutados nunca.
Pero, más allá de las adaptaciones infinitamente bellas con que nos topamos por todas partes, podríamos preguntarnos cómo se puede explicar la disposición generalmente beneficiosa del mundo. Algunos autores se sienten realmente tan impresionados por la cantidad de sufrimiento existente en él, que dudan -al contemplar a todos los seres sensibles- de si es mayor la desgracia o la felicidad, de si el mundo en conjunto es bueno o malo. Según mi criterio, la felicidad prevalece de manera clara, aunque se trata de algo muy difícil de demostrar. Si admitimos la verdad de esta conclusión, reconoceremos que armoniza bien con los efectos que podemos esperar de la selección natural. Si todos los individuos de cualquier especie hubiesen de sufrir hasta un grado extremo, dejarían de propagarse; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido siempre, y ni siquiera a menudo. Además, otras consideraciones nos llevan a creer que, en general, todos los seres sensibles han sido formados para gozar de la felicidad.
Cualquiera que crea, como creo yo, que todos los órganos corporales o mentales de todos los seres (excepto los que no suponen ni una ventaja ni una desventaja para su poseedor) se han desarrollado por selección natural o supervivencia del más apto, junto con el uso o el hábito, admitirá que dichos órganos han sido formados para que quien los posee pueda competir con éxito con otros seres y crecer así en número. (...)
Nadie discute que en el mundo hay mucho sufrimiento. Por lo que respecta al ser humano, algunos han intentado explicar esta circunstancia imaginando que contribuye a su perfeccionamiento moral. Pero el número de personas en el mundo no es nada comparado con el de los demás seres sensibles, que sufren a menudo considerablemente sin experimentar ninguna mejora moral. Para nuestra mente, un ser tan poderoso y tan lleno de conocimiento como un Dios que fue capaz de haber creado el universo es omnipotente y omnisciente, y suponer que su benevolencia no es ilimitada repugna a nuestra comprensión, pues, ¿qué ventaja podría haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito? Este antiquísimo argumento contra la existencia de una causa primera inteligente, derivado de la existencia del sufrimiento, me parece sólido; mientras que, como acabo de señalar, la presencia de una gran cantidad de sufrimiento concuerda bien con la opinión de que todos los seres orgánicos han evolucionado mediante variación y selección natural.
Actualmente, el argumento más común en favor de la existencia de un Dios inteligente deriva de la honda convicción interior y de los profundos sentimientos experimentados por la mayoría de la gente. Pero no se puede dudar de que los hindúes, los mahometanos y otros más podrían razonar de la misma manera y con igual fuerza en favor de la existencia de un Dios, de muchos dioses, o de ninguno, como hacen los budistas. También hay muchas tribus bárbaras de las que no se puede decir con verdad que crean en lo que nosotros llamamos Dios: creen, desde luego, en espíritus o espectros, y es posible explicar, como lo han demostrado Tylor y Herbert Spencer, de qué modo pudo haber surgido esa creencia.
Anteriormente me sentí impulsado por sensaciones como las que acabo de mencionar (aunque no creo que el sentimiento religioso estuviera nunca fuertemente desarrollado en mí) a sentirme plenamente convencido de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. En mi diario escribí que, en medio de la grandiosidad de una selva brasileña, "no es posible transmitir una idea adecuada de los altos sentimientos de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente". Recuerdo bien mi convicción de que en el ser humano hay algo más que la mera respiración de su cuerpo. Pero, ahora, las escenas más grandiosas no conseguirían hacer surgir en mi pensamiento ninguna de esas convicciones y sentimientos. Se podría decir acertadamente que soy como un hombre afectado de daltonismo, y que la creencia universal de la gente en la existencia del color rojo hace que mi actual pérdida de percepción no posea la menor validez como prueba. Este argumento sería válido si todas las personas de todas las razas tuvieran la misma convicción profunda sobre la existencia de un solo Dios; pero sabemos que no es así, ni mucho menos. Por tanto, no consigo ver que tales convicciones y sentimientos íntimos posean ningún peso como prueba de lo que realmente existe. El estado mental provocado en mí en el pasado por las escenas grandiosas difiere de manera esencial de lo que suele calificarse de sentimiento de sublimidad; y por más difícil que sea explicar la génesis de ese sentimiento, apenas sirve como argumento en favor de la existencia de Dios, como tampoco sirven los sentimientos similares, poderosos pero imprecisos, suscitados por la música.
Respecto a la inmortalidad, nada me demuestra tanto lo fuerte y casi instintiva que es esa creencia como la consideración del punto de vista mantenido ahora por la mayoría de los físicos de que el Sol, junto con todos los planetas, acabará enfriándose demasiado como para sustentar la vida, a menos que algún cuerpo de gran magnitud se precipite sobre él y le proporcione vida nueva. Para quien crea, como yo, que el ser humano será en un futuro distante una criatura más perfecta de lo que lo es en la actualidad, resulta una idea insoportable que él y todos los seres sensibles estén condenados a una aniquilación total tras un progreso tan lento y prolongado. La destrucción de nuestro mundo no será tan temible para quienes admiten plenamente la inmortalidad del alma.
Para convencerse de la existencia de Dios hay otro motivo vinculado a la razón y no a los sentimientos y que tiene para mí mucho más peso. Deriva de la extrema dificultad, o más bien imposibilidad, de concebir este universo inmenso y maravilloso -incluido el ser humano con su capacidad para dirigir su mirada hacia un pasado y un futuro distantes- como resultado de la casualidad o la necesidad ciegas. Al reflexionar así, me siento impulsado a buscar una Primera Causa que posea una mente inteligente análoga en algún grado a la de las personas; y merezco que se me califique de teísta.
Hasta donde puedo recordar, esta conclusión se hallaba sólidamente instalada en mi mente en el momento en que escribí El origen de las especies; desde entonces se ha ido debilitando gradualmente, con muchas fluctuaciones. Pero luego surge una nueva duda: ¿se puede confiar en la mente humana, que, según creo con absoluta convicción, se ha desarrollado a partir de otra tan baja como la que posee el animal más inferior, cuando extrae conclusiones tan grandiosas? ¿No serán, quizá, éstas el resultado de una conexión entre causa y efecto, que, aunque nos da la impresión de ser necesaria, depende probablemente de una experiencia heredada? No debemos pasar por alto la probabilidad de que la introducción constante de la creencia en Dios en las mentes de los niños produzca ese efecto tan fuerte y, tal vez, heredado en su cerebro cuando todavía no está plenamente desarrollado, de modo que deshacerse de su creencia en Dios les resultaría tan difícil como para un mono desprenderse de su temor y odio instintivos a las serpientes.
No pretendo proyectar la menor luz sobre problemas tan abstrusos. El misterio del comienzo de todas las cosas nos resulta insoluble; en cuanto a mí, deberé contentarme con seguir siendo un agnóstico.
La persona que no crea de manera segura y constante en la existencia de un Dios personal o en una existencia futura con castigos y recompensas puede tener como regla de vida, hasta donde a mí se me ocurre, la norma de seguir únicamente sus impulsos e instintos más fuertes o los que le parezcan los mejores. Así es como actúan los perros, pero lo hacen a ciegas. El ser humano, en cambio, mira al futuro y al pasado y compara sus diversos sentimientos, deseos y recuerdos. Luego, de acuerdo con el veredicto de las personas más sabias, halla su suprema satisfacción en seguir unos impulsos determinados, a saber, los instintos sociales. Si actúa por el bien de los demás, recibirá la aprobación de sus prójimos y conseguirá el amor de aquellos con quienes convive; este último beneficio es, sin duda, el placer supremo en esta Tierra. Poco a poco le resultará insoportable obedecer a sus pasiones sensuales y no a sus impulsos más elevados, que cuando se hacen habituales pueden calificarse casi de instintos. Su razón podrá decirle en algún momento que actúe en contra de la opinión de los demás, en cuyo caso no recibirá su aprobación; pero, aun así, tendrá la sólida satisfacción de saber que ha seguido su guía más íntima o conciencia. En cuanto a mí, creo que he actuado de forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida. No siento el remordimiento de haber cometido ningún gran pecado, aunque he lamentado a menudo no haber hecho el bien más directamente a las demás criaturas. Mi única y pobre excusa es mi frecuente mala salud y mi constitución mental, que hace que me resulte extremadamente difícil pasar de un asunto u ocupación a otros. Puedo imaginar con gran satisfacción que dedico a la filantropía todo mi tiempo, pero no una parte del mismo, aunque habría sido mucho mejor haberme comportado de ese modo. Nada hay más importante que la difusión del escepticismo o el racionalismo durante la segunda mitad de mi vida. Antes de prometerme en matrimonio, mi padre me aconsejó que ocultara cuidadosamente mis dudas, pues, según me dijo, sabía que provocaban un sufrimiento extremo entre la gente casada. Las cosas marchaban bastante bien hasta que la mujer o el marido perdían la salud, momento en el cual ellas sufrían atrozmente al dudar de la salvación de sus esposos, haciéndoles así sufrir a éstos igualmente. Mi padre añadió que, durante su larga vida, sólo había conocido a tres mujeres escépticas; y debemos recordar que conocía bien a una multitud de personas y poseía una extraordinaria capacidad para ganarse su confianza. Cuando le pregunté quiénes eran aquellas tres mujeres, tuvo que admitir que, respecto a una de ellas, su cuñada Kitty Wedgwood, sólo tenía indicios sumamente vagos, sustentados por la convicción de que una mujer tan lúcida no podía ser creyente. En la actualidad, con mi reducido número de relaciones, sé (o he sabido) de varias señoras casadas que creen un poco menos que sus maridos. Mi padre solía citar un argumento irrebatible con el que una vieja dama como la señora Barlow, que abrigaba sospechas acerca de su heterodoxia, esperaba convertirlo: "Doctor, sé que el azúcar me resulta dulce en la boca, y sé que mi Redentor vive".
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