FERNANDO SAVATER
BORGES: LA SONRISA METAFÍSICA
“Para los desengaños siempre hay tiempo, hay dómines, hay bibliotecas. Para el amor por la poesía del pensamiento, hay Borges.”
“Para los desengaños siempre hay tiempo, hay dómines, hay bibliotecas. Para el amor por la poesía del pensamiento, hay Borges.”
(Ezequiel de Olaso, Jugar en serio)
Aunque mi estancia en Ginebra se debiese a motivos vagamente académicos, el fin de semana estaba resultando perfecto en su placidez. Quizá algo menos de calor hubiera sido de agradecer, pero el mes de julio se adentraba decididamente en la canícula y el Ródano resplandecía, un poco congestionado, con fulgores mediterráneos. Mínimos inconvenientes, que se alivian saliendo a pasear bien temprano: así lo hice yo aquel domingo, encaminándome hacia el cementerio de Plainpalais donde está enterrado Borges. Es el camposanto llamado “de los Reyes”, situado en un barrio discreto pero no muy lejano del centro mismo de la ciudad. Un muro lo rodea que recorrí de arriba abajo, encontrando varias puertas cerradas: ¿sería posible que el domingo no pudiera visitarse o que aún fuese demasiado pronto? Ante una de las entradas por las que no se podía entrar vi un bar, también clausurado, con un nombre funcional y no desprovisto de humor negro: “Aux Adieux”. Supongo que beber para despedirse es comenzar ya a ejercitar el saludable olvido. “¡Ánimo! ¡La vida debe continuar!”, suele decirse en tales casos al aparentemente inconsolable, pero pronto dispuesto al consuelo. Y se hace semejante recomendación como si la vida necesitara nuestra colaboración para continuar, como si no fuese a continuar de todos modos, queramos o no, con nosotros o a pesar de nosotros y siempre desde luego contra nosotros... En una calle lateral encontré por fin acceso expedito al recinto mortuorio. Y penetré en un jardín sereno, susurrante, de cálidos perfumes matinales. Las tumbas están convenientemente separadas, como los asientos en la clase business de un avión intercontinental. No hay amontonado agobio ni promiscuidad indebida, porque ahí no se entierra a cualquiera: parece más bien una antología de muertos. Es un lugar más propicio a la distensión que al sobrecogimiento, en el que aquel joven príncipe indio no habría probablemente sentido nunca el impacto traumático de la muerte que le convirtió en Buda. En uno de los bancos que flanquean sus educados senderos está sentado un caballero de mediana edad –de mi edad– que lee el periódico. Como somos los dos únicos vivos a la vista le saludo con un leve murmullo al que corresponde con una cortés inclinación de cabeza, mientras pienso que no hay mejor lugar para enterarse de la actualidad que entre tumbas. Es el remedio más eficaz para corregir el afán de noticias, la superstición –diría Borges– de que cada día ocurren cosas nuevas e importantes. A partir de ahora, me propongo leer siempre los diarios como si estuviese tomando el fresco de la mañana en un cementerio. ¿Tendré que explorar todo el jardín luctuoso para encontrar la lápida de Borges, de la que guardo el desvaído recuerdo de alguna fotografía? Afortunadamente, estamos en Suiza y el orden configura el paisaje tanto antes como después de la muerte. En la pared del edificio tanatorio, a modo de puente de mando del camposanto, encuentro la lista de los huéspedes y las coordenadas para situar su ubicación en un pequeño plano adjunto. De modo que con pocas vacilaciones puedo orientarme hacia Borges. En el camino paso junto a una tumba cuya lápida horizontal tiene forma de libro y que quizá no le hubiera desagradado, pero que corresponde a un editor ginebrino. Finalmente ahí está la suya, a la sombra de un árbol frondoso y con otro banco frente a ella, propicio para sentarse a leer o meditar. Es una piedra grisácea, de forma irregular y sin pulir, adornada con una viñeta en relieve en la que me parece ver siluetas de antiguos guerreros y una leyenda en la periclitada lengua de los vikingos, que desde luego no entiendo: “...and ne forthedon na”. También figuraen islandés la cita de la Vólsunga Saga que Borges utilizó en su cuento Ulrica: “Empuña su espada y la pone entre sus desnudeces”. La espada de la voluntaria castidad luego retirada por la pasión, la espada del deber entre Tristán e Isolda, la espada ausente entre Ulrica y Javier Otálora, la definitiva espada que separa a los amantes y cuya frialdad ya nada puede caldear: la espada de la muerte.
Aunque mi estancia en Ginebra se debiese a motivos vagamente académicos, el fin de semana estaba resultando perfecto en su placidez. Quizá algo menos de calor hubiera sido de agradecer, pero el mes de julio se adentraba decididamente en la canícula y el Ródano resplandecía, un poco congestionado, con fulgores mediterráneos. Mínimos inconvenientes, que se alivian saliendo a pasear bien temprano: así lo hice yo aquel domingo, encaminándome hacia el cementerio de Plainpalais donde está enterrado Borges. Es el camposanto llamado “de los Reyes”, situado en un barrio discreto pero no muy lejano del centro mismo de la ciudad. Un muro lo rodea que recorrí de arriba abajo, encontrando varias puertas cerradas: ¿sería posible que el domingo no pudiera visitarse o que aún fuese demasiado pronto? Ante una de las entradas por las que no se podía entrar vi un bar, también clausurado, con un nombre funcional y no desprovisto de humor negro: “Aux Adieux”. Supongo que beber para despedirse es comenzar ya a ejercitar el saludable olvido. “¡Ánimo! ¡La vida debe continuar!”, suele decirse en tales casos al aparentemente inconsolable, pero pronto dispuesto al consuelo. Y se hace semejante recomendación como si la vida necesitara nuestra colaboración para continuar, como si no fuese a continuar de todos modos, queramos o no, con nosotros o a pesar de nosotros y siempre desde luego contra nosotros... En una calle lateral encontré por fin acceso expedito al recinto mortuorio. Y penetré en un jardín sereno, susurrante, de cálidos perfumes matinales. Las tumbas están convenientemente separadas, como los asientos en la clase business de un avión intercontinental. No hay amontonado agobio ni promiscuidad indebida, porque ahí no se entierra a cualquiera: parece más bien una antología de muertos. Es un lugar más propicio a la distensión que al sobrecogimiento, en el que aquel joven príncipe indio no habría probablemente sentido nunca el impacto traumático de la muerte que le convirtió en Buda. En uno de los bancos que flanquean sus educados senderos está sentado un caballero de mediana edad –de mi edad– que lee el periódico. Como somos los dos únicos vivos a la vista le saludo con un leve murmullo al que corresponde con una cortés inclinación de cabeza, mientras pienso que no hay mejor lugar para enterarse de la actualidad que entre tumbas. Es el remedio más eficaz para corregir el afán de noticias, la superstición –diría Borges– de que cada día ocurren cosas nuevas e importantes. A partir de ahora, me propongo leer siempre los diarios como si estuviese tomando el fresco de la mañana en un cementerio. ¿Tendré que explorar todo el jardín luctuoso para encontrar la lápida de Borges, de la que guardo el desvaído recuerdo de alguna fotografía? Afortunadamente, estamos en Suiza y el orden configura el paisaje tanto antes como después de la muerte. En la pared del edificio tanatorio, a modo de puente de mando del camposanto, encuentro la lista de los huéspedes y las coordenadas para situar su ubicación en un pequeño plano adjunto. De modo que con pocas vacilaciones puedo orientarme hacia Borges. En el camino paso junto a una tumba cuya lápida horizontal tiene forma de libro y que quizá no le hubiera desagradado, pero que corresponde a un editor ginebrino. Finalmente ahí está la suya, a la sombra de un árbol frondoso y con otro banco frente a ella, propicio para sentarse a leer o meditar. Es una piedra grisácea, de forma irregular y sin pulir, adornada con una viñeta en relieve en la que me parece ver siluetas de antiguos guerreros y una leyenda en la periclitada lengua de los vikingos, que desde luego no entiendo: “...and ne forthedon na”. También figuraen islandés la cita de la Vólsunga Saga que Borges utilizó en su cuento Ulrica: “Empuña su espada y la pone entre sus desnudeces”. La espada de la voluntaria castidad luego retirada por la pasión, la espada del deber entre Tristán e Isolda, la espada ausente entre Ulrica y Javier Otálora, la definitiva espada que separa a los amantes y cuya frialdad ya nada puede caldear: la espada de la muerte.
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