Más que un nombre
Lourdes Franyuti
Es extraño. Es inicio de semana y me despierto con gran vitalidad. No ha sido necesario esperar a que el despertador me torture con su peculiar sonido. Todavía no amanece y ya me encuentro haciendo ejercicio; trotando a lo largo del bulevard escuchando a Carlos Baute.
Esta mañana me ha saludado gente que no conozco. Me llaman por mi nombre y con cierta vergüenza contesto a sus saludos. Por más que fijo mi vista en sus rostros, no reconozco a nadie. Algunos caminan, otros corren, la mayoría aprovecha el aire puro para respirar profundamente. Me intriga el hecho de que todos sepan quién soy. Me detengo en el alto mirador de la bahía, el punto donde se aprecia más cerca la Isla de Santa Lucía. Un hombre de baja estatura me saluda y hace una señal de auxilio. Se encuentra en el muelle acarreando víveres; observo detenidamente su aspecto y no me da la impresión de que sea pescador; sólo sé que tiene prisa por terminar de empacar.
En el momento que le estrecho mi mano para presentarme, escucho una frase: “No es necesario que digas quién eres, todos conocemos tu nombre… ayúdame por favor”. Si antes estaba intrigada porque todos me conocieran, ahora realmente me inquieta. Me quedo parada enfrente del hombrecillo y le pregunto por qué sabe mi nombre. No soy una figura pública; es más, creo que ante los ojos de muchos, paso desapercibida.
“Mira el reflejo del mar”. Contesta él, y hago lo que me dice. Veo mi cara moviéndose en el agua. “Te asusta que todos sepamos tu nombre, te saludemos, te volteemos a ver… Eres lo que ves en el mar: Más que un nombre. Tu nombre es lo que te caracteriza de los demás, le da esencia e integridad a tu persona, ¡cuídalo!”. Exclama retirándose hacia la isla. Su lancha tiene pintado el nombre de El farero, así que deduzco que es él quién cuida el faro de la isla.
Veo la lancha alejándose del muelle, sonrío al darme cuenta que su estela le regala al mar un nombre: el mío.
Lourdes Franyuti
Es extraño. Es inicio de semana y me despierto con gran vitalidad. No ha sido necesario esperar a que el despertador me torture con su peculiar sonido. Todavía no amanece y ya me encuentro haciendo ejercicio; trotando a lo largo del bulevard escuchando a Carlos Baute.
Esta mañana me ha saludado gente que no conozco. Me llaman por mi nombre y con cierta vergüenza contesto a sus saludos. Por más que fijo mi vista en sus rostros, no reconozco a nadie. Algunos caminan, otros corren, la mayoría aprovecha el aire puro para respirar profundamente. Me intriga el hecho de que todos sepan quién soy. Me detengo en el alto mirador de la bahía, el punto donde se aprecia más cerca la Isla de Santa Lucía. Un hombre de baja estatura me saluda y hace una señal de auxilio. Se encuentra en el muelle acarreando víveres; observo detenidamente su aspecto y no me da la impresión de que sea pescador; sólo sé que tiene prisa por terminar de empacar.
En el momento que le estrecho mi mano para presentarme, escucho una frase: “No es necesario que digas quién eres, todos conocemos tu nombre… ayúdame por favor”. Si antes estaba intrigada porque todos me conocieran, ahora realmente me inquieta. Me quedo parada enfrente del hombrecillo y le pregunto por qué sabe mi nombre. No soy una figura pública; es más, creo que ante los ojos de muchos, paso desapercibida.
“Mira el reflejo del mar”. Contesta él, y hago lo que me dice. Veo mi cara moviéndose en el agua. “Te asusta que todos sepamos tu nombre, te saludemos, te volteemos a ver… Eres lo que ves en el mar: Más que un nombre. Tu nombre es lo que te caracteriza de los demás, le da esencia e integridad a tu persona, ¡cuídalo!”. Exclama retirándose hacia la isla. Su lancha tiene pintado el nombre de El farero, así que deduzco que es él quién cuida el faro de la isla.
Veo la lancha alejándose del muelle, sonrío al darme cuenta que su estela le regala al mar un nombre: el mío.
1 comentario:
me gustó mucho su relato...tiene ese algo inasible que sólo las mujeres y los hombres creativos pueden alcanzar. Y tal vez, sólo tal vez, lo entiendo mejor esta mañana, de vuelta en el DF, en casa, mientras afuera llueve, tras haber surcado las traicioneras aguas del Filobobos al lado de los amigos de siempre; ese río, creo, que nos conocía también y con el cual cumplimos una cita concertada mucho tiempo atrás. Los lugares, el mar, la montaña, las personas nos aguardan con su paciencia de siglos, en una vereda del camino, para decirnos lo que necesitamos saber, para que nos veamos realmente, por un instante lúcido. Gracias por su escritura. Hasta otro momento
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