PASEABA
Elías Canneti
Paseaba,
al ocaso de la tarde, por la plaza mayor del centro de la ciudad, y lo que allí
buscaba no era su vistosidad y su viveza, con ellas ya contaba, buscaba un
pequeño bulto marrón en el suelo que no sólo se reducía a una voz, sino a un
sonido único. Era un profundo, prolongado «a - a - a - a - a - a - a - a». Ni
disminuía ni aumentaba, pero jamás cesaba y en todo momento era perceptible
sobre los miles de clamores y vocerío de la plaza. Era el sonido más
persistente del Xemaá El Fná, el que a lo largo de toda una noche, y noche tras
noche, permanecía igual.
Lo oía
ya desde la lejanía. Cierta desazón, a la que no era capaz de dar una
interpretación correcta, me llevaba allí. Había paseado por la plaza en toda
ocasión; tantas cosas me atraían en ella que jamás dudé no volver a encontrar
el bulto aquél con todo cuanto le era propio. Sólo por esa voz, que había venido
a reducirse a un sonido único, sentía cierto temor. Se encontraba en la
frontera de lo vivo; la vida que generaba no consistía en otra cosa más que en
ese sonido. Por mi parte, escuchaba ansioso y amedrentado y para entonces
alcanzaba un punto preciso en mi camino, justo el mismo sitio, donde de súbito
oía algo así como el zumbido de un insecto: «a-a-a-a-a-a-a- a».
Sentía
cómo una calma inaprehensible se expandía a lo largo de mi cuerpo, y en tanto
mi paso había sido hasta el momento algo lento e inseguro, avanzaba ahora, de
repente, con resolución, derecho hacia el sonido. Yo sabía de dónde provenía.
Conocía el hatillo marrón en el suelo, del que no había visto más que un oscuro
y tosco pedazo de tela. Jamás vi la boca de la que provenía el «a - a - a - a -
a - a - a - a»; jamás el ojo, jamás las mejillas; ni una sola parte del
rostro. No habría podido afirmar si ese rostro era el de un ciego o si veía,
por el contrario. La sucia tela marrón era como una capucha totalmente calada
que lo cubría todo. La criatura —alguna había de ser— se acurrucaba en el suelo
y curvaba la espalda bajo la tela. Poca criatura había allí; parecía ligera y
débil, y eso era todo cuanto se podía conjeturar. No supe lo grande que era,
pues jamás la vi de pie. Lo que había en el suelo se mantenía tan agazapado
que aun tropezando involuntariamente con él no habría cesado por ello el
sonido. Nunca lo vi venir, jamás lo vi partir; no sabía si era transportado y
depositado allí o si caminaba por sus propias piernas.
El
lugar que había escogido no estaba en absoluto resguardado. Era la parte más
abierta de la plaza, de un incesante ir y venir en torno al montoncillo marrón.
En atardeceres concurridos se esfumaba entre las piernas de la gente, y aunque
yo sabía con exactitud dónde estaba, y oía continuamente su voz, me costaba
trabajo encontrarlo. Pero entonces la multitud se dispersaba y el bulto
permanecía en su lugar, como si a su alrededor, a lo largo y a lo ancho la
plaza estuviese ya vacía. Entonces quedaba en la oscuridad como una vieja y
mugrienta, abandonada, prenda de vestir de la que alguien quería desprenderse
y hubiese dejado caer a hurtadillas entre la multitud para no llamar la
atención. Pero ahora ya había desaparecido la gente y allí quedaba solo el
bulto. No esperé a que se levantase por sí mismo o fuese recogido. Me perdí en
la oscuridad con una ahogada sensación de impotencia y orgullo a su vez.
La
impotencia me era propia: Sabía que jamás trataría de hacer algo por llegar al
fondo del enigma. Sentía horror ante su presencia; y puesto que no sabía
otorgarle otra realidad, lo dejaba reposar allí sobre el suelo. Cuando me
aproximaba, cuidaba de no tropezar con él, como si acaso pudiese dañarlo o
ponerlo en peligro. Allí estaba todas las noches; y cada noche se paraba mi
corazón apenas escuchaba por vez primera el sonido, y de nuevo se paralizaba
cuando divisaba el bulto. Su camino de ida y vuelta me resultaba más sagrado
aún que el mío propio. Jamás le seguí el rastro y no sé dónde se perdía el
resto de la noche y de la mañana siguiente. Se trataba de algo excepcional, y
quizás se tenía a sí mismo por tal. A veces caía en la tentación de tocar con
un dedo muy suavemente la capucha marrón —esto lo notaría sin duda—, y quizás
poseyese un segundo sonido con el que responder. Pero esta aspiración se
desvanecía rápidamente en mi impotencia.
Dije
que en mi huida todavía me asaltaba otro sentimiento: el orgullo. Me sentía
orgulloso del fardo porque vivía. Lo que pensase mientras respiraba
profundamente hundido entre los demás, jamás lo podré saber. El significado de
su salmodia me resultaba tan oscuro como su entera presencia. Pero vivía, y
cada día, a su hora precisa, estaba de nuevo allí. Jamás vi que recogiese las
monedas que le arrojaban; poco era lo que se le echaba; nunca había más de dos
o tres monedas. Quizás no hubiese llegado a tanta miseria como para tener que
recogerlas. Tal vez no tenía lengua para pronunciar la «l» de «Alá», y el
nombre de Dios lo reducía a un «a - a-a-a-a-a-a- a». Pero vivía sin embargo, y
con un celo y una tenacidad sin par repetía su único acento; y así durante
horas y horas, hasta que se convertía en el único sonido de toda la ancha
plaza, en clamor que acallaba todas las otras voces.
En Las
voces de Marrakesh (Inpresiones de viaje)
Traducción:
José-Francisco Ivars
Editorial
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