Defendiendo nuestras tradiciones
En el soplo de mi aliento, y en mi sangre confundida, ¿no serás, muerte en mi vida, agua, fuego, polvo y viento?
Xavier Villarrutia
Mis niños queridos:
Son tan pequeños, que aún no valoran lo que sus abuelos disfrutan estos días, que los vivos dedican al recuerdo de los muertos, sobre todo si los vivimos en alguno de los muchos “poblados valientes”. -Abuela ¿por qué les llamas valientes?- preguntará alguno de ustedes… Porque para nuestra fortuna, esos pueblos luchan por preservar sus creencias ancestrales aún en contra del embate de la modernidad y de la imitación de costumbres extranjeras totalmente ajenas a las nuestras; contra la introducción de palabras y celebraciones mal comprendidas, como Hallowen, entre otras. Nuestro México, país enorme y bello, es rico en leyendas y tradiciones. Muchas de ellas jamás fueron escritas; se han trasmitido en la voz autorizada de los tatas y por lo mismo, se están perdiendo.
A grandes rasgos les platicaré algo de lo que sucede en un pueblo, en el que siglos atrás se mezclaron como en un crisol, las raíces indígenas, con las costumbres traídas allende los mares por los conquistadores españoles. De ese amasijo de etnias, costumbres y religiones, surgió Naolinco. Desde tiempo ha, cada día primero de noviembre –siempre y cuando nos sea posible–, tomamos el sinuoso camino que nos conduce hasta él ¡Lo hemos recorrido tanto y tanto que conocemos sus numerosas curvas; sin embargo, sus paisajes a diario nos sorprenden. Son siempre diferentes. Cambian según la hora del día y de la estación vivida.
Hoy es otoño, estación que huela a dulce de calabaza en miel, aderezada con canela. Es la época en que el campo se acicala con matices ocres y oro. Cuando las plantas secas del maíz yacen dobladas en espera de ser removidas y algunos árboles desprenden sus hojas caducas disponiéndose a lucir en breve, el nuevo traje primaveral, en tanto que miles –millones– de sencillas margaritas amarillas y blancas, crecen aquí y allá y displicentes, se dejan acariciar por la fría brisa matinal... Para los naolinqueños los días dedicados a los muertos son días especiales ya que esperan agasajar a las almas de sus seres queridos, de los que adelantaron el viaje sin retorno. El poblado abre sus brazos a miles de visitantes a fin de vivir juntos los días de muertos... a cambio sólo del respeto a sus creencias, las hagan suyas o no.
El pensamiento mágico-religioso de que existe otra vida después de la muerte, ha existido desde tiempo inmemorial en la mayor parte de las civilizaciones de la tierra. En México, esta celebración es el resultado del sincretismo entre tres razas, tres culturas, tres religiones. De mundos diferentes: el indígena, el español y el africano. Ejemplo perfecto de la eterna dualidad de luz-sombra. Noche-día. Vida-muerte. Días de tristeza porque se recuerda a los ausentes, pero al mismo tiempo de júbilo, ya que se tiene la firme convicción de que en esa fecha volverán y estarán con y entre nosotros.
La religiosidad, el misticismo de los pueblos prehispánicos, estuvieron relacionados con el movimientos de los cuerpos celestes: el sol, la luna y Venus, la estrella de la tarde, deidificados por ellos y cuya conjunción y movimientos les permitieron calcular un siglo de 52 años y un año de 365 días, dividido en 18 veintenas, más cinco días funestos, durante los cuales, cualquier cosa mala podría suceder. Creían que el sol, en su diario recorrido, viajaba a través de veinticuatro escalones equivalentes a las veinticuatro horas del día y que al acercarse al ocaso, llevaba con él las almas de los difuntos. Para llegar al inframundo o el mundo de los muertos, era preciso descender nueve escalones o niveles, cada uno de ellos con un nombre y significado diferente. Cada uno representado ahora en los niveles de los altares erigidos, pero modificado según la capacidad económica de la familia donde éste, se instale. Cuando alcanzaban el octavo escalón, ya sólo el río Chignahuapan los separaba del reino de Mictlán, Señor de la muerte. En éste difícil y largo transitar, el difunto debía de ir siempre acompañado por un perro, representante del dios Xólotl.
El destino del hombre en la otra vida, quedaba determinado más que por su conducta terrenal buena o mala, por el tipo de muerte que encontraba. Los guerreros llamados Cuahuteca –muertos en la batalla o en la piedra de los sacrificios– eran los elegidos: ellos iban al Oriente. Les seguían en el Occidente y con el mismo rango, las mujeres muertas en el trabajo de parto, convertidas en Cihuatéotl o mujeres divinas, que en forma de palomas acompañaban al sol en el ocaso. A los demás difuntos que se dirigían al inframundo, les tomaba cuatro años de viaje antes de alcanzar el Mictlán, ubicado hasta el noveno y último escalón. Había sitios especiales para otros diferentes tipos de muerte. Al reino de Tláloc, dios del agua, acudían los ahogados o los que sufrían de hidropesía, de pústulas o de flictenas. Como los niños que eran normalmente amamantados hasta los cuatro años de edad, cuando morían antes, se creía que llegaban al árbol nodriza, un gran árbol cubierto de pezones donde podían continuar amamantándose.
A la llegada de los conquistadores, se supo que ellos, en sus lejanas tierras honraban a la Virgen María y a los mártires cristianos precisamente los días 1 y 2 de noviembre; por ello, ambas celebraciones se fundieron en una sola. Se mezclaron en el mismo sagrario el copal del indígena y el incienso del español… así nació el altar de las ofrendas.
En los hogares de esos pueblos sabios, desde el más humilde hasta el más acaudalado, recuerdan y veneran a los fieles difuntos. Levantan altares, los acicalan con flor de cempasúchil, con velas y veladoras. Colocan deliciosos platillos a modo de ofrenda, precisamente aquellos que a sus deudos les gustaba saborear: café, chocolate, pan, diversos tipos de tamales, mole, fruta y ¿por qué no? hasta un buen aguardiente si al deudo le agradaba o el caso así lo amerita.
Para que los altares estén completos deben de reunir además, los cuatro elementos básicos que según sus creencias conformaban el universo: el fuego, representado por velas, veladoras y cirios, el viento que mece tanto a las flamas, como el policromo papel de china artísticamente picado, la tierra y sus espléndidos productos en forma de flores y frutas de la estación; sólo por mencionar: naranjas, mandarinas, berenjenas, tejocotes, jinicuiles, nísperos, guayabas, plátanos, cachichines, etc., y el agua, sinónimo de vida.
La instalación de los altares se inicia entre el veintiocho y veintinueve de octubre. Se dice que las primeras almas en llegar son las de los asesinados, por lo que es menester poner un traste con agua y una gruesa tortilla de masa, para que el perro Xólotl que acompaña a esa alma, pueda beber y comer en cuanto llegue. El día treinta se venera a los pequeños difuntos que no fueron bautizados... por lo que viven en el limbo; el día primero de noviembre a los difuntos adultos, quienes robarán para sí, el apetitoso aroma de las ofrendas, de los deliciosos y variados tamales, del pan de manteca, mantequilla o de huevo, del atole, el ponche y el café.
Al viejo cementerio se le arregla con anticipación. Luce sus mejores galas para recibir a familiares y amigos de los difuntos, amén de los muchos invitados. Los sepulcros se pintan con colores brillantes. Los cubren las flores naturales o de papel encerado, las velas y veladoras. La calzada principal resulta insuficiente para la gran afluencia de visitantes. A los caminillos que hay entre las tumbas, se les arranca la hierba para permitir el paso entre ellos. En el corazón del cementerio hay una capilla circular, donde en orden pasan, ya sea en grupos pequeños, ya en grandes, a cantar las alabanzas y los alabados, diferentes ambos en construcción, métrica, contenido y dedicatoria. Originalmente eran cantados a capela, pero en últimas fechas se acompañan de diversos instrumentos. El más común: la guitarra.
Esa noche suele ser deliciosamente fría y clara. Más clara todavía por la vacilante luz de las velas encendidas... El ambiente huele a flor, a cera quemada, a rezo, a canto triste, a devoción. Huele a hermandad, a esperanza y a paz...
Inútilmente he buscado las tumbas de las tías, viejecillas buenas a quien mi padre me enseñó a querer y que en su momento me prodigaron mimos y ternura, permitiendo a mi infantil imaginación volar... volar sin límites entre las altas paredes del caserón familiar, sin embargo, casi a la entrada del panteón, me llamó la atención una tumba vieja, lacerada por el tiempo. Un sepulcro sumergido en el olvido. Más me impresionó el nombre grabado en aquella fría lápida de mármol. Era el de mi bisabuelo, don Antonio Dorantes, fallecido en 1878. Es obvio que ni mi padre ni yo lo conocimos, pero los relatos que de él hacía, me hicieron guardarle respeto y cariño. Sí. Ahí estaban parte de mis raíces paternas, sin duda, el origen de los invisibles lazos de afecto que me une a Naolinco... en náhuatl: el lugar del cuarto movimiento del sol…
Pequeños niños: ojalá alguna vez la vida nos ofrezca la oportunidad de visitar juntos el poblado. Creo que para ustedes, como para cualquier otro ser humano, resulta muy importante conocer las raíces familiares que nos unen al dormido pasado; pero además, que aprendan a amar y defender las viejas tradiciones de su pueblo…
Los quiere su abuela:
Alicia.
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