EL
HOTEL DE LOS CORAZONES ROTOS
Gabriel
Fuster
“Necesito recuperar mi espacio, necesito tomarme un tiempo”, explico a Virginia Gil. Ella escucha absorta, como si estuviéramos hablando de Física aplicada y no relaciones humanas.
-¿Estás rompiendo conmigo? –interpela, alcanzando la embriaguez del asombro. La mano se apoya en el precipicio de la mesa para no caer dentro de la trituración del monstruo de la tristeza y empiece su masticación con la misma baba que apetece el cuero más duro, la piel imposible.
-Bonita, extrañaré tu sonrisa, pero
extraño más la mía últimamente –repito, convertido en un suspiro.
-¿Cómo me puedes hacer esto?
-No lo sé
-Primero, no quieras cubrirte la
cara con la sombra de tu mano. Yo rompí con un novio nomás porque me escribió
un poema horrible.
-Esto, siento yo, es la respuesta
correcta que no sea semejante al rencor, el ridículo o el remordimiento. Dime, ¿Cómo
puede uno enojarse con tanta honestidad?
-Diablos, borra esa sonrisa de
conductor de televisión, de niño autista. ¿Qué es lo que sientes?
-No siento nada. Si te cuento una
historia es posible que asomen gusanos, por tanto estoy muerto.
-Estúpido, quiero soñar un mundo
donde nunca hubieras existido. Estaría viviendo un mejor encuentro, ocupando un
hueco de dos horas sin hacer nada.
-Bonita, nunca dejaremos de ser
amigos.
-Esa es una mentira. Es algo que la
gente dice para incluir la permanencia tras una separación. La amistad es más lasciva
que el noviazgo mismo. Los recuerdos se hacen tus peores enemigos…
-El dinero es mi mejor amigo ahora
Virginia Gil no quiso interpretar
mi respuesta.
Yo mismo abrí la puerta y volví a
cerrarla, antes que el viento y la lluvia convirtieran el restaurante en un
paisaje de catástrofe.
Lo que sigue podía haber sido
cualquier cosa, pero nada tan prescindible como modificar el estado de
privacidad de tu cuenta social. No, a partir que el corazón es roto tan
someramente, todas las canciones cursis son sobre ti. Las chicas sufren sus
lecciones con una caja de pañuelos desechables. Los chicos superan la vergüenza
con una caja de pañuelos desechables y un frasco de crema para las manos.
El amor en los tiempos de embargo.
Por supuesto, los tiempos de cólera
son nada comparado con la premonición de lo que iba a pasar a Virginia Gil,
cuya juerga comenzó el momento que salimos a la calle. Estaba furiosa. Un
camión urbano pasa de largo y levanta el peso de la luz en nuestras caras igual
que el polvo salta de una alfombra a otra alfombra menor. Creyéndose un animal
de músculos encordados y disparados, Virginia Gil corrió a mitad de la calle,
tratando de alcanzar el vehículo. En el siguiente semáforo haciendo alto, Virginia
Gil saltó al cofre del camión. Con su collar, con su mandíbula, volteados al
aire, ella tomó uno de sus terriblemente esclavizadores zapatos de tacón y
rompió el parabrisas de tres golpes, para acusar al chofer de egoísta, de burro
estéril. Además de culparlo por el bombazo a la torre de Pemex, del fraude con
tarjetas Monex, de la gripe aviar y pretender cobrar un peaje distinto al
preestablecido, como si se tratase de su negocio.
En la prolongación de la Vía Venia,
a la altura del puente peatonal, encontramos un grupo de vecinos con pancartas
y los colores del devenir burócrata por el oeste, ocasionando que el tráfico se
redujera a un cuello de botella. Virginia Gil bajó del camión y entreabre el
paso con tacto secular, pateando culos, particularmente rompiendo el cerco con
un preciso puñetazo al teclado de las encías, en el primer hijo de puta dentro
de su campo visual. Había sido un hombre uniformado, pero mucho más arduo es
encontrar hombres útiles. Quizás el mediocre hubiera elegido a la rubia de los
pechos como melones para romper el círculo de la danza, pero Virginia debe ir a
la consulta del ginecólogo con más frecuencia que al confesionario, declarando:
“Mi nombre es L’amour de loin. ¿Y a
usted, qué lo trae por acá?”
A estas alturas, la población corre
la voz que se encuentra una defensora enardecida de la normalidad, como si toda
la vida hubiera esperado declarar una ganadora del puesto disponible y gastara
más tiempo buscando acomodamiento en el Hotel de los corazones rotos que
viviendo los días que le tocaban. Virginia Gil emprende el desmantelamiento del
lugar, al final de la calle de los llorosos. Su carrera como estrella del deseo,
tan brillante y turgente dentro del amarillo en los escasos periódicos que circulan
en el lugar y hacen comentarios sobre miedo y terror, pasa a enarbolar causas
distintas. Por ejemplo, la concurrencia de empezar por un retroceso, señalando
las actitudes al volante más estúpidas y comunes. Virginia Gil pinta nuevas marimbas
en el cruce que sirve a una ciudad para interponerse entre el punto que estamos
y el punto que queremos llegar. Ha sumado escaleras y espesuras hacia el mañana,
luego la multitud agarra a estos infractores que gustan hablar al celular
mientras conducen, estacionarse en doble fila o estacionarse en los espacios
reservados a los discapacitados, y los amarran todos en un gran hato, junto con
sus Blackberries y Tablets. Los empapan de keroseno y les
prenden fuego en una enorme pira que se mira hasta Roma, pero al revés. La
larga marcha se ladea para dejar pasar la hoguera, cantando fragmentos alternados
de Evita y Les Miserables.
La llegada de Virginia Gil al Hotel
de los corazones rotos ostenta el record olímpico en la caminadora eléctrica de
CV Directo. Por suerte, el lobby es pequeño como la cabeza de un alfiler, a modo
que el vaho de nuestra respiración deja una fina capa en el cristal. En un
trazo, el botones dibuja un sol con el dedo. Debido a la hora, el comedor y el
mostrador están cerrados. Los locales y oficinas están cerrados. Detrás de sus
berrinches, Virginia Gil exige que varios percheros con sombreros de todos
tamaños y colores le sean mostrados, pese que nunca ha tenido un muerto entre
los brazos. El alojamiento está hasta el tope. Virginia Gil interroga a los
solteros puntuales, buscando saber cuántos han agredido, burlado o ultrajado su
palabra, sin prometer un desayuno siquiera. El que espera, el que no puede
saltar, suda perplejo. Repentinamente, está en el piso de la biblioteca, en
otra casa, con la mirada fija en la flecha anclada a una tabla que divide cuatro colores en cuatro secciones
marcadas: pie derecho, pie izquierdo, mano derecha y mano izquierda. Y
repasando diferentes posturas sobre el tapete de plástico que se extiende en
líneas de grandes círculos. Un chino empieza a ocupar la combinación de pies y
manos sin detenerse. En otra partida, se le suman 34 chinos. En cinco partidas
son un millón. Otro millón forma una retadora. La mayoría muere de asfixia, exceso
de equipaje o agotamiento. Virginia gil desearía hacerse de los dados de diez
cara para sumar ideas pecaminosas sobre la apariencia inocente de un juego y
ser la primera en perder y el doctor le aplique el palpado de senos y golpeado
de nalgas. Los minutos han pasado de manera insidiosa. La policía rodea el
edificio, pretendiendo llevar a cabo un operativo que detenga a Virginia Gil,
antes de que ella recurra al método de pago con gemas como rescate. Yo le
suplico que se entregue a las autoridades, que piense en su madre, pero ella no
es capaz de obedecer una orden directa, respondiendo: “Mi madre siempre se
opuso a nuestro noviazgo, estúpido”. Yo caigo en cuenta de lo mucho que
contrariado a la señora. Entonces, la animo a invadir la suite presidencial.
Ella estaba muy resentida, queriendo aguantar la respiración. No es para más,
el aire lleva consigo el polvo de todos los seres que han habitado la tierra. “Por
favor, déjenme en paz. Tengo 32 años y caderas de 36 pulgadas y él único
episodio de felicidad en la vida es el gran sabor de Coca-Cola. La depresión es
la peor prisión, pues puedo escapar todas las veces, pero al final siempre
vuelvo a mi celda de castigo cuando me entra el hambre. Al menos en el Cereso
regional todos bailan al ritmo del rock de la cárcel”. Ella reclama. Yo no
podía estar más de acuerdo y entonces escuché la voz de su madre hablando por
un altoparlante, recitando: “Actioni
contrariam semper et æqualem esse reactionem". La experiencia se
siente semejante a la
poesía plagiada de Neruda o Ricardo Montaner al oído.
-Quiere decir, "Para
toda acción hay siempre una reacción opuesta e igual”. Son las palabras de la tercera ley de Newton sobre las
fuerzas inculcadas del movimiento, de su
tratado en latín intitulado “Axiomata
leve leges motus” – la señora esclarece, sacando a todos los curiosos de su
sopor. Y añade – Bebé, nosotras no creemos en berrinches. Tómate un té de tila
y dale al libro un uso de papel de baño.
Virginia
Gil empieza a negociar la liberación de su remordimiento.
Permanecer enamorado del ex, no
significa que lo quieras todavía, sino que se te remueve dentro del estomago la
idea de ignorar qué hiciste mal y algo hipócrita de rumiar, gajo a gajo.
El abrazo de bienvenida poco tuvo
que ver con la escena de los grandes regresos, pero consumimos el tiempo. Ella
comenzó el contoneo de un pequeño baile, bajo los términos de ser perturbado
por los forcejeos en el siguiente minuto. Los soldados del III Batallón, la
policía naval y el agrupamiento canino, la patrulla fronteriza y el
agrupamiento de caballería, los reporteros y sus camarógrafos, los scouts de
México, el destacamento de los guardias de seguridad privada, el delegado del
SAT, los dobles de Elvis Presley. Todos se acercan a nosotros con la fuerza de
la sangre golpeándoles las sienes, pero yo les marco un alto con la mano
delante, diciendo: “Por favor, tengan un poco de respeto, ¿No se dan cuenta que
se halla sentimentalmente inestable?”. Conformes, aprobando con una afable
inclinación de cabeza, ellos retroceden tres pasos, excepto por la mesera del Pink Cadillac, quién saca el aerosol irritante
de su bolso y nos lo echa en los ojos, gritando: “¡Yo soy la verdadera Virginia
Gil!”.
Ya para entonces, el daño estaba
hecho, pero no hubo lágrima. No hubo un escupitajo venenoso contra mis gafas de
carey. No hubo una carrera loca y despeinada como si las calles le
perteneciesen por despecho.
Virginia Gil pegó la espalda a su
asiento y se abandonó a la sensación de alivio.
All shook up
No he sabido una palabra de
Virginia en meses, pero adivino que debe estar provista de algún tatuaje en el pubis
que diga “Viva Las Vegas”, aunque siguiendo una inspección cuidadosa, dará la
impresión inicial de haber sido hecho en un reclusorio. Por supuesto, cualquier
paliza hubiera dado pie a que nos reconciliáramos en silencio, pero como Virginia
Gil siempre lo supo, el tiempo cura el corazón de la persona que lastimaste un
poco más tarde que lo que toma sanar tu cabeza y brazos y piernas rotos.
El amor es física aplicada, en
definitiva.
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