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lunes, julio 13, 2009

Alberto Navarro: Los sin-tiempo



Los Sin-tiempo

Tenía ya la edad de 10 años entrados, cuando comenzó a preguntarse por lo extraño de su nombre. Nunca había conocido a nadie con ese apelativo ni a nadie que nombrara así a alguien más. Había de hecho consultado entre las escasas fotos que guardaba herrumbrosamente la abuela para ver si encontraba alguna pista sobre éste, pero siempre sin suerte. No conoció a sus padres, su abuelo murió en la Revolución y desde entonces la abuela enmudeció y su mirada se extravió para siempre. Así ha vivido desde entonces, como si la muerte se hubiese olvidado de ella para que pudiese con su silencio testimonio atestiguar la muerte de todos los demás habitantes del pueblo. Alguna vez le preguntó a su tía Virgen de Guadalupe y a Don Felipe de Jesús, si sabían quién y por qué le habían puesto ese nombre, pero sólo se limitaban a encoger los hombros.
Era un pueblo -como muchos otros- por el que había pasado la Revolución sin que nada hubiese cambiado. Las vías del tren abandonadas, las construcciones de la antigua hacienda quemadas, las pulquerías y los expendios llenos de indios, alguna vez campesinos, que no hacían otra cosa que beber todo el día hasta caerse de borrachos. La mayoría en el pueblo, no sabía leer ni escribir. El gobierno nunca se aparecía por allí, salvo –según lo expresan- cada determinado número de años a tomarles unas fotos a los papás, a las mamás y a los viejos, para luego unos meses después regresar a entregarles unas credenciales. Al paso de otros meses después, venían otra vez por ellos y se los llevaban en un camión para que cruzaran con un crayón sobre unas papeletas, como los señores que los llevan les decían. Los jóvenes, apenas cumplían los dieciocho años, a veces antes, se alistaban para abandonar el terruño e irse a buscar suerte a los steits –como le decían ellos al país del norte. “Allá no hay pobreza y si harto trabajo para comer y comprar teles” –decían los que de vez en cuando regresaban por unos días para volverse a ir.
A la mañana siguiente, fue encontrado el cuerpo sin vida de su tío De Todos los Santos. De tanto beber festejando su cumpleaños la noche anterior hasta la madrugada, se quedó dormido en las vías del tren, amaneciendo muerto y con las piernas cercenadas por el paso de éste. Era dos de noviembre. Todo el pueblo se cooperó para comprarle un ataúd. No lograron juntar entre todos más que mil novecientos diez pesos, para apenas comprarle un ataúd para niño. Afortunadamente, como había perdido las piernas, cupo perfectamente en lo que en realidad parecía más un cajón de naranjas sin aberturas. No era nuevo, de hecho, traía la inscripción de un tal San Nicolás que había nacido un día veinticuatro de diciembre, pero el año estaba muy borroso, no alcanzaba a distinguirse. Luego de concluida la procesión y el entierro del tío, la pregunta sobre el por qué de su nombre volvió a asaltarle, pero no le dio importancia. Apenas habían llegado a la mitad del camino de regreso al pueblo, cuando se toparon con unos jóvenes que venían en el sentido contrario al de ellos. Traían el rostro resignado y triste, el paso lento. Preguntaron sobre quién era el muerto, mientras se descubrían la cabeza alzándose las cachuchas de beisbolistas que portaban. Simultáneamente, alguien de voz juvenil de entre los que formaban la procesión preguntaba también a éstos a dónde se dirigían.
- A buscar fortuna –dijeron-.
- ¿Y dónde queda eso? –preguntó alguien cuya edad no debía superar los 15 años de edad-.
- Pasando el río.
- Guardó silencio un rato. Y luego, les volvió a preguntar: ¿cuándo volverían?
- Para las fiestas de la Revolución…si Dios quiere –respondieron-, y siguieron su camino.



En eso, su tía Virgen de Guadalupe le tomó de la mano y le preguntó a manera de regaño, que qué había dicho el cholo aquél. Le dijo a la tía que habían dicho que iban pasando el río. Luego le preguntó por qué se iban si iban tristes. La tía Virgen de Guadalupe le dijo que tenían que hacerlo para no morirse de hambre. Confundido, luego de guardar silencio, le preguntó si un día el también tendría que irse pasando el río. La tía le dijo que ojalá y no, mientras comenzaba en silencio a llorar. Una lágrima tras otra, ininterrumpidamente corrían sobre sus mejillas, mientras en silencio y tratando inútilmente de que su sobrino no se diera cuenta de su diario y secreto llanto, en ese momento desbordado –ese que es siempre invisible para los no-pobres-, se decía a sí misma: ¿Por qué Dios nos ha olvidado? Bajando la vista un poco hacia el costado para ver a su sobrino, se dio cuenta que éste, atento y sin desviar la mirada de sus ojos le miraba sin parpadear y dejándose llevar de la mano de su tía, como su tía y las generaciones anteriores a su vez, siempre lo habían hecho, preguntándose también lo mismo. Entonces la tía, a pesar de no poder explicarse el dolor y tristeza que sentía, le recordó que ya pronto sería su cumpleaños. Pareció pestañear, aunque no dejaba de mirar fijamente los ojos de su tía, entonces le preguntó si faltaba mucho. Ésta, levantó los ojos al cielo, como si buscase la respuesta inscrita en las nubes. Luego de un largo silencio mientras con atención y sin ansiedad esperaba respuesta, contestó que faltaban dieciocho días.
Los días transcurrieron en absoluto sin cambio ni sobresalto alguno, salvo que RevdeMéx no pudo festejar con su tía su cumpleaños. Murió de tos el 18 de noviembre de cualquier año, como les sucede comúnmente a los niños en el pueblo desde siempre.

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