La jarra de limonada
Desde que tuvo edad para hacerlo, Adela disfrutó el arte de endulzar. Endulzaba el agua contenida en una antigua y enorme jarra decorada con diminutas guirnaldas de color azul pastel y le exprimía limones verdes y jugosos que cortaba del patio de su casa. La jarra con limonada la colocaba dentro del refrigerador, hasta que recipiente y contenido se enfriaban deliciosamente. Tarde a tarde, repetía esta especie de rito al regreso de la escuela primaria. A esta afición fue agregando otras actividades semejantes: después de cumplir con sus tareas escolares, preparaba salmueras avinagradas para curtir chiles, zanahorias, cebollas, ajos, pepinos y cualquier vegetal disponible en la cocina. Disfrutaba así mismo al hacer todo tipo de extractos naturales: café, jamaica, clavo, canela, carne. Por la noche, para la merienda, mezclaba deliciosas semillas tostadas de cacao con leche caliente, o preparaba aromáticas infusiones de hojas de naranjo, vainilla y tila para que los adultos conciliaran mejor sus sueños.
Cada primer viernes del mes de marzo, venía acompañado de la felicidad inmensa de colectar hierbas medicinales para preparar cierta receta tradicional: una vez dispuestas las hojas, tallos, flores o raíces en frascos, añadía alcohol de caña. Emocionada esperaba ver cómo, días después, la solución iba tomando el hermoso color de la clorofila: al inicio verde esmeralda, al cabo de algunas semanas, café verdoso, señal de que el producto estaba listo para ser usado en diversas formas: desde fricciones inofensivas, hasta cucharadas embriagadoras por la alta concentración de etilo.
Las prácticas de laboratorio en la secundaria le abrieron horizontes inimaginables: por ejemplo, mientras los cristales de cloruro de amonio enfriaban el matraz y lo cubrían de una capa de sudor, el ácido sulfúrico lo calentaba tanto, que era indispensable usar guantes aislantes de asbesto. Significaba una poderosa herramienta conocer los profundos enigmas de estas misteriosas sustancias. Las mezclas ofrecían gran variedad de colores, olores, densidades; diversas escalas de acidez, polaridad y tensión superficial, así como otras innumerables propiedades, y no tardó en descubrir que con ellas, podía influir en los seres animados, moviéndose por los diferentes grados de una escala con dos polos: cultivarlos o exterminarlos, ya fueran microorganismos, plantas, animales superiores, cuerpos de agua, atmósferas, fauna marina o aérea, gusanos, caracoles, lagartos, mohos, abejas, langostinos y cuanto ser vivo sea posible imaginar. En resumen, dos potencialidades: reproducir o aniquilar. Adela, fascinada por esos conocimientos, escogió la profesión de química.
Desde luego, se graduó de la universidad con honores, gracias a una tesis que demostraba el proceso por el cual, era posible disminuir los tiempos de extracción si reducía al máximo el tamaño de las partículas, es decir, al subdividir la sustancia a extraer, en partículas llevadas a su mínima expresión, la disolución sería instantánea, siempre y cuando las condiciones de temperatura, fueran las adecuadas. La brillantez de tal tesis, fue comprobar que el proceso contrario, o sea la recuperación del sólido a partir de la disolución, era más fácil cuando las partículas habían llegado a su menor tamaño y la temperatura se aumentaba. Este proceso de invertir la temperatura fue el que más dolores de cabeza le costó, hasta que logró representar el fenómeno a la perfección con un modelo matemático. La fama que adquirió por tan sobresaliente tesis, le abrió las puertas del ramo farmacéutico, que por aquél entonces, no se había saturado de las tecnologías que después entraron en moda: sintetizar moléculas orgánicas. Por los tiempos en que terminó su carrera, esta industria todavía estaba interesada en obtener de las plantas sus componentes para preparar medicinas naturales.
Adela seguía siendo una estudiosa, el éxito no le había cambiado su rutina y continuaba haciendo experimentaciones, sólo que ahora en lugar de consultar libros, los escribía, dando a conocer a sus colegas, sin asomo de egoísmo, teorías, postulados, técnicas, ecuaciones y axiomas del universo de las disoluciones. Las contribuciones tecnológicas que fue aportando a la firma que la contrató, se convirtieron en rápidos ascensos; se reprodujeron las conferencias en centros de investigación; las entrevistas, en televisión y prensa. La comunidad científica quería saber cuáles eran los últimos secretos que había acumulado a través de tantas horas de trabajo y estudio. Ni qué decir de la mejora que las medicinas presentaron por aquellos años, incluso se presumía del auge económico de su país, que multiplicó las exportaciones y observó una mejora en el sector salud, que no se había dado en décadas anteriores.
Habiendo agotado los descubrimientos sobre seres vegetales, volvió sus ojos hacia los insectos: por citar alguno, permítase describir el resultado de experimentos realizados con chapulines vivos del mercado de Oaxaca: tales bichos fueron sometidos a una estufa para quitarles la poca humedad inherente y con eso, se salvaron de entrar vivos a las retortas, en las cuales, ya sin dolor, fueron extraídos sus aceites esenciales con hexano. Esta mezcla, una vez evaporado el hidrocarburo, resultó muy buena para controlar a los chapulines cafés que crecen con desafuero en los viveros: esparciendo el polvo en el piso, los insectos no volvieron a comerse los tiernos brotes de exóticas orquídeas y carísimas gloxíneas importadas.
Adela seguía haciendo anotaciones, cálculos, teorías, editando libros, dando conferencias y todo lo relacionado a la actividad científica, de la que ella era parte muy importante. Agotado todo lo que estaba al alcance, en cuanto a solventes y sustancias extraíbles de los reinos vegetal y de los insectos, tenía ahora que dar el gran paso, el experimento maestro, la pieza clave que acabaría por demostrar de la manera más grandiosa su brillante teoría, o en su defecto, echarla por tierra: encontrar la manera de disolver y recuperar un cuerpo humano.
Por semanas, acarició esta idea convencida de que la Diosa Fortuna la acompañaría, pues sólo triunfos había conocido en su larga y notable carrera profesional. Un solo problema existía: noche tras noche se preguntaba cómo haría para proponer tal idea a sus superiores en los laboratorios, pues ¿quién se prestaría para ser el sujeto de tal experimento? Desde luego que lograr y controlar tan magnífico proceso, podría convertirlos en multimillonarios al revolucionar la industria del transporte humano, por citar sólo una de las posibles aplicaciones.
Estas cavilaciones, la seguridad de no fallar, y su amor a la ciencia (encima del gusto por el dinero), hicieron que tomara una decisión trascendental: haría la prueba en su propio cuerpo. Lo sometería al proceso de desintegración de sus partículas por un breve momento, justo el lapso que durara la evaporación espontánea del solvente, cosa que por otro lado, no confiaría a ningún ser viviente. Emplearía una sustancia volátil a veinte grados centígrados, temperatura por debajo de la ambiental en esa época del año. Era verano, y en lo que iba del mes, según indicaban minuciosos registros tomados en la hoja del calendario, ésta no había descendido de veinticinco centígrados ningún día. A pocas horas de iniciado el proceso de desintegración, reaparecería de la solución vivita y coleando, con la maravillosa experiencia de haberse reducido a tamaño de moléculas, sin daño alguno a su humanidad.
Decidió hacer el experimento en casa; no quería exponerse a la contrariedad importantísima de interrumpir el calor que debía recibir la solución de ella misma, durante el delicadísimo proceso de ser rescatada de la subdivisión infinitesimal. En el laboratorio, alguien podría, debido a la estación veraniega, prender el aire acondicionado y echar a perder todo el experimento.
Esa mañana, las cosas marcharon bien, por increíble que parezca, toda ella cupo en la vieja y legendaria jarra, en la que de niña, preparó la limonada cada vez que regresó de la escuela primaria. Este fue el recipiente de vidrio más grande y seguro que encontró en su casa. Para el mediodía, la enorme jarra lucía, en el interior del refrigerador, diminutas perlas de sudor bañando sin disolver, a las breves guirnaldas azul pastel.
Desde que tuvo edad para hacerlo, Adela disfrutó el arte de endulzar. Endulzaba el agua contenida en una antigua y enorme jarra decorada con diminutas guirnaldas de color azul pastel y le exprimía limones verdes y jugosos que cortaba del patio de su casa. La jarra con limonada la colocaba dentro del refrigerador, hasta que recipiente y contenido se enfriaban deliciosamente. Tarde a tarde, repetía esta especie de rito al regreso de la escuela primaria. A esta afición fue agregando otras actividades semejantes: después de cumplir con sus tareas escolares, preparaba salmueras avinagradas para curtir chiles, zanahorias, cebollas, ajos, pepinos y cualquier vegetal disponible en la cocina. Disfrutaba así mismo al hacer todo tipo de extractos naturales: café, jamaica, clavo, canela, carne. Por la noche, para la merienda, mezclaba deliciosas semillas tostadas de cacao con leche caliente, o preparaba aromáticas infusiones de hojas de naranjo, vainilla y tila para que los adultos conciliaran mejor sus sueños.
Cada primer viernes del mes de marzo, venía acompañado de la felicidad inmensa de colectar hierbas medicinales para preparar cierta receta tradicional: una vez dispuestas las hojas, tallos, flores o raíces en frascos, añadía alcohol de caña. Emocionada esperaba ver cómo, días después, la solución iba tomando el hermoso color de la clorofila: al inicio verde esmeralda, al cabo de algunas semanas, café verdoso, señal de que el producto estaba listo para ser usado en diversas formas: desde fricciones inofensivas, hasta cucharadas embriagadoras por la alta concentración de etilo.
Las prácticas de laboratorio en la secundaria le abrieron horizontes inimaginables: por ejemplo, mientras los cristales de cloruro de amonio enfriaban el matraz y lo cubrían de una capa de sudor, el ácido sulfúrico lo calentaba tanto, que era indispensable usar guantes aislantes de asbesto. Significaba una poderosa herramienta conocer los profundos enigmas de estas misteriosas sustancias. Las mezclas ofrecían gran variedad de colores, olores, densidades; diversas escalas de acidez, polaridad y tensión superficial, así como otras innumerables propiedades, y no tardó en descubrir que con ellas, podía influir en los seres animados, moviéndose por los diferentes grados de una escala con dos polos: cultivarlos o exterminarlos, ya fueran microorganismos, plantas, animales superiores, cuerpos de agua, atmósferas, fauna marina o aérea, gusanos, caracoles, lagartos, mohos, abejas, langostinos y cuanto ser vivo sea posible imaginar. En resumen, dos potencialidades: reproducir o aniquilar. Adela, fascinada por esos conocimientos, escogió la profesión de química.
Desde luego, se graduó de la universidad con honores, gracias a una tesis que demostraba el proceso por el cual, era posible disminuir los tiempos de extracción si reducía al máximo el tamaño de las partículas, es decir, al subdividir la sustancia a extraer, en partículas llevadas a su mínima expresión, la disolución sería instantánea, siempre y cuando las condiciones de temperatura, fueran las adecuadas. La brillantez de tal tesis, fue comprobar que el proceso contrario, o sea la recuperación del sólido a partir de la disolución, era más fácil cuando las partículas habían llegado a su menor tamaño y la temperatura se aumentaba. Este proceso de invertir la temperatura fue el que más dolores de cabeza le costó, hasta que logró representar el fenómeno a la perfección con un modelo matemático. La fama que adquirió por tan sobresaliente tesis, le abrió las puertas del ramo farmacéutico, que por aquél entonces, no se había saturado de las tecnologías que después entraron en moda: sintetizar moléculas orgánicas. Por los tiempos en que terminó su carrera, esta industria todavía estaba interesada en obtener de las plantas sus componentes para preparar medicinas naturales.
Adela seguía siendo una estudiosa, el éxito no le había cambiado su rutina y continuaba haciendo experimentaciones, sólo que ahora en lugar de consultar libros, los escribía, dando a conocer a sus colegas, sin asomo de egoísmo, teorías, postulados, técnicas, ecuaciones y axiomas del universo de las disoluciones. Las contribuciones tecnológicas que fue aportando a la firma que la contrató, se convirtieron en rápidos ascensos; se reprodujeron las conferencias en centros de investigación; las entrevistas, en televisión y prensa. La comunidad científica quería saber cuáles eran los últimos secretos que había acumulado a través de tantas horas de trabajo y estudio. Ni qué decir de la mejora que las medicinas presentaron por aquellos años, incluso se presumía del auge económico de su país, que multiplicó las exportaciones y observó una mejora en el sector salud, que no se había dado en décadas anteriores.
Habiendo agotado los descubrimientos sobre seres vegetales, volvió sus ojos hacia los insectos: por citar alguno, permítase describir el resultado de experimentos realizados con chapulines vivos del mercado de Oaxaca: tales bichos fueron sometidos a una estufa para quitarles la poca humedad inherente y con eso, se salvaron de entrar vivos a las retortas, en las cuales, ya sin dolor, fueron extraídos sus aceites esenciales con hexano. Esta mezcla, una vez evaporado el hidrocarburo, resultó muy buena para controlar a los chapulines cafés que crecen con desafuero en los viveros: esparciendo el polvo en el piso, los insectos no volvieron a comerse los tiernos brotes de exóticas orquídeas y carísimas gloxíneas importadas.
Adela seguía haciendo anotaciones, cálculos, teorías, editando libros, dando conferencias y todo lo relacionado a la actividad científica, de la que ella era parte muy importante. Agotado todo lo que estaba al alcance, en cuanto a solventes y sustancias extraíbles de los reinos vegetal y de los insectos, tenía ahora que dar el gran paso, el experimento maestro, la pieza clave que acabaría por demostrar de la manera más grandiosa su brillante teoría, o en su defecto, echarla por tierra: encontrar la manera de disolver y recuperar un cuerpo humano.
Por semanas, acarició esta idea convencida de que la Diosa Fortuna la acompañaría, pues sólo triunfos había conocido en su larga y notable carrera profesional. Un solo problema existía: noche tras noche se preguntaba cómo haría para proponer tal idea a sus superiores en los laboratorios, pues ¿quién se prestaría para ser el sujeto de tal experimento? Desde luego que lograr y controlar tan magnífico proceso, podría convertirlos en multimillonarios al revolucionar la industria del transporte humano, por citar sólo una de las posibles aplicaciones.
Estas cavilaciones, la seguridad de no fallar, y su amor a la ciencia (encima del gusto por el dinero), hicieron que tomara una decisión trascendental: haría la prueba en su propio cuerpo. Lo sometería al proceso de desintegración de sus partículas por un breve momento, justo el lapso que durara la evaporación espontánea del solvente, cosa que por otro lado, no confiaría a ningún ser viviente. Emplearía una sustancia volátil a veinte grados centígrados, temperatura por debajo de la ambiental en esa época del año. Era verano, y en lo que iba del mes, según indicaban minuciosos registros tomados en la hoja del calendario, ésta no había descendido de veinticinco centígrados ningún día. A pocas horas de iniciado el proceso de desintegración, reaparecería de la solución vivita y coleando, con la maravillosa experiencia de haberse reducido a tamaño de moléculas, sin daño alguno a su humanidad.
Decidió hacer el experimento en casa; no quería exponerse a la contrariedad importantísima de interrumpir el calor que debía recibir la solución de ella misma, durante el delicadísimo proceso de ser rescatada de la subdivisión infinitesimal. En el laboratorio, alguien podría, debido a la estación veraniega, prender el aire acondicionado y echar a perder todo el experimento.
Esa mañana, las cosas marcharon bien, por increíble que parezca, toda ella cupo en la vieja y legendaria jarra, en la que de niña, preparó la limonada cada vez que regresó de la escuela primaria. Este fue el recipiente de vidrio más grande y seguro que encontró en su casa. Para el mediodía, la enorme jarra lucía, en el interior del refrigerador, diminutas perlas de sudor bañando sin disolver, a las breves guirnaldas azul pastel.
2 comentarios:
Me gusto, dos veces,
GF
me gustó mucho su cuento. No tiene desperdicio ninguna de las palabras. Arturo García Niño, aconsejaba siempre a sus alumnos del taller de Narrativa que leyéramos acerca de lo que pensábamos escribir, y eso enriquecería mucho el texto. Se agradece como le dijeron ya antes, doblemente, porque se nota o que investigó del tema del que escribe o sabe de él por experiencia. Me gustaría leer más cuentos suyos...
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