La
banca
Ignacio
García
No, no me refiero a la
banca comercial financiera “mexicana” en manos de usureros no mexicanos. Más bien, hablo de esos descansos que se colocan en
parques, jardines y en algunos pequeños bosques, con la intención de que la
gente vaya a ellas, y descanse un poco, platique con los amigos, enamore al ser
de sus sueños o, simplemente, en la soledad más absoluta, reflexione acerca de
los mil avatares que tiene que resolver en la vida.
Ya aclarado de que
banca vamos a hablar, diré que las hay y muy famosas. Por ejemplo, aquella en
la que un día se sentó Borges a la orilla del Río Charles en Boston, Cambridge,
para tratar de leer algunas páginas ─ ya no se sabe si de Spinoza o Schoppenhauer.
De pronto, en medio de su ya avanzada penumbra, creyó distinguir en el lado
opuesto de su banca, a un hombre joven, bien vestido, con peinado a la manera
británica de la época, mirada inquisitiva y, lo más intrigante del asunto; muy
parecido al Borges ya viejo que tuvo esa visión de uno semejante a él, y sentado
a su lado. En un instante todo se fue como vino. Se trató sólo de un flash en medio de sol y hojas. No
obstante, eso bastó para que, llegado a casa, Borges urdiera, de un solo
plumazo, uno de sus cuentos preferidos y más famosos, me refiero a “El Otro”.
¿Visión? ¿Dictadura de la penumbra? ¿Ilusión óptica? ¡Qué importa! El cuento de
Borges anima al lector a parafrasear para nosotros mismos lo dicho allí: Mi alter ego creía
en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que
corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha
aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr
del tiempo y del agua.
Recordemos
asimismo, que un día, en medio de su ya
también avanzada penumbra debido al glaucoma, James Joyce fue a la banca de
Jardín Botánico Nacional de Irlanda, donde solía sentarse y aventar migas de
pan a las palomas. Entre uno y otro destello, el escritor creyó de pronto
descubrir, entre el grupo de palomas, a una de inigualable collar blanco que,
hacía ya 20 días, él no había visto entre el grupo. La vio descender venida de las
aguas azules de la Bahía de Dublín y del lado donde muy arriba soplan los
vientos de la Europa del norte; vientos entre los cuales se hallan los llegados de la isla de Grecia. A la
vez que observaba a la recién vuelta a casa, el escritor urdía en su mente ─a
manera de flujo de conciencia─ su próxima novela que aún no tenía título ni leit motiv que la hiciera avanzar más
allá de lo que Joyce a empujones trazaba con su lápiz. ¿Revelación súbita? ¿Epifanía?
Lo que haya sido, el arribo de la paloma, los 20 días sin verla, y esa brisa
marina que Joyce siempre imaginaba griega, le dieron la idea final. Del
bolsillo de su chaqueta sacó una navaja y, poco a poco, fue grabando sobre el
respaldo de madera de aquella banca, la palabra Odysseus. Sí, su próxima obra había tomado forma; su alter ego y trama de la novela se
establecieron en un instante en su mente. Su obra siguiente se llamaría Ulysses, obra cumbre de las letras
universales; un enjambre de letras que contiene
un extraño hábito
autobiográfico que llevó a James a
componer mentalmente una breve oración sobre sí mismo, con el sujeto en tercera
persona y el predicado en tiempo pretérito.
Fue una tarde de
otoño (apenas entrados los 90’s) que Emile Cioran salió de su departamento de
descanso en Budapest, con un cuaderno de notas bajo el brazo, y se dirigió al parque
Herăstrău para sentarse en una de las bancas frecuentadas en su adolescencia. Por
un tiempo, y antes de ponerse a escribir, vio volar hojas, arrastre de raíces y
arenilla, una que otra corneja que merodeaba a sus pies, y una…una. De pronto,
todo se convirtió en bruma. El filósofo de la zozobra olvidó de pronto no sólo
que estaba haciendo allí, sino no sabía quién era él, de dónde provenía, si
tenía una casa y si la poseía cuál era el camino de regreso a ella… Para uno de
los pensadores más lúcidos que ha dado el siglo XX desde Vàlery (palabras de
Walter Benjamin), Cioran había iniciado lo que
más tarde se diagnosticaría como la enfermedad de Alzheimer.
Unos vecinos que lo
vieron caminar vacilante por las calles, lo condujeron a su casa, donde poco a
poco fue recobrando –así sea sólo por algunos días—la memoria, antes de
perderse por completo en lo que él mismo llamó “la desgarradura del olvido”.
Fue por aquellos últimos días de conciencia exacerbada que escribió uno de sus últimos y letales
pensamientos:
“Existe un placer innegable en saber que lo que
se hace no posee ninguna base real, que da lo mismo realizar un acto que no
realizarlo. Sin embargo, en nuestros gestos cotidianos contemporizamos con la
Vacuidad, es decir, alternativamente y a veces al mismo tiempo, consideramos
este mundo como real e irreal. Mezclamos verdades puras con verdades sórdidas,
y esa amalgama, vergüenza del pensador, es la revancha del ser normal”.
Está,
finalmente, la banca que Sylvia Plath, quien aprovechando un viaje de negocios
de su ex -esposo, el también escritor Ted Hughes, lo acompañó a la ciudad de
Nueva York, y eligió el Central Park
para pasar tres, cuatro tardes inolvidables. Los niños se habían quedado en
casa y ella tenía ahora un tiempo para hacer lo que más le gustaba: escribir a
solas. El ejercicio de la poesía era para ella una suerte de catarsis, cuando
no, de auto-exorcismo para echar de ella unos demonios que habían vagado por
allí, hallaron la casa de Sylvia limpia y barrida, y se hicieron de su mente y
espíritu, al grado de empujarla varias veces al suicidio.
Sentada por las tardes en aquella banca de
Central Park, hacía parecer como que eso era lo que la poeta requería: un poco
de libertad para escribir, responsabilidad compartida con los niños, unos oídos
que oyeran el grito de su interior. Su cara era luminosa cuando regresaron de
Nueva York a su casa en Londres. Ted Hughes estaba optimista… tanto que, en
cuanto pudo, salió por la puerta de atrás en busca de su amante Assia Wevill, para dejar otra vez con toda la carga material
y existencial, a su ex -esposa (se habían ya divorciado apenas un año atrás y los intentos
de Hughes eran más bien un descargo de culpa). Lo que nadie sabía, era que fue
allí, en una de aquellas bancas de Central Park, que Sylvia había tomado la decisión
final. En una de las rendijas de la banca, dejó una hoja echa rollo que
contenía lo que sería el último de sus poemas; he aquí los últimos párrafos:
Imaginé que volverías como dijiste,
Pero crecí y olvidé tu nombre.
(Creo que te inventé en mi mente).
Debí haber amado al pájaro de trueno, no a ti;
Al menos cuando la primavera llega ruge nuevamente.
Cierro los ojos y el mundo muere.
(Creo que te inventé en mi mente)
El
11 de febrero de 1963, tres días después de su estancia en Nueva York, Sylvia
se levanto, bañó, vistió y dio de desayunar a los niños. Acto seguido, los puso
a salvo en alguna de las habitaciones; abrió la llave del gas de la hornilla, y
dejó que éste se fuera llevando su espíritu… no así sus poemas:
No quiero una caja sencilla, quiero un sarcófago
de atigradas listas y un rostro pintado, redondo
como la luna, que mire, quiero
estar mirándolo cuando lleguen, escogiendo
entre minerales mudos y raíces.
de atigradas listas y un rostro pintado, redondo
como la luna, que mire, quiero
estar mirándolo cuando lleguen, escogiendo
entre minerales mudos y raíces.
…
¡Debí haber preservado mis días, como frutos, en azúcar!
Mi espejo se empaña:
unos pocos hálitos, y no reflejará ya nada.
COLOFÓN
No parece extraño que cualquier
persona tenga entonces su banca favorita y acuda a ella cuando, sabe, nadie más
la ocupa. La del poeta, es una hecha de gruesos tablones de árbol mulato, con
apenas algunas fisuras, y la enfermedad de moho, producto de la brisa que le
llega de una cascada a su lado izquierdo. La banca se halla en un jardín que
bien podría decirse “se bifurca”, debido a las múltiples opciones que tiene
para pasear por él. ¡Debí haber preservado mis días, como frutos, en azúcar!
Mi espejo se empaña:
unos pocos hálitos, y no reflejará ya nada.
COLOFÓN
No pocas ocasiones, el poeta ha
pasado frente a ella con la tentación de sentarse. ¿Para qué? No lo sabe. Tal
vez para experimentar qué se siente hablar a solas, sin tener como acompañante
a lo más hermoso que han vislumbrado sus ojos. Pero se niega. Quizá, porque teme
que, al sentarse, vuelva a resucitar en él aquella ilusión sin esperanza
alguna. O, como en el caso de Borges, su Otro
vuelva a los caminos de la ingenuidad y
el fracaso y se abran entonces ese tipo de heridas y desgarraduras que las
ausencias provocan.
Él, mejor sigue de frente. Sabe que
es su banca y a la vez que nunca jamás volverá a serlo ya. Porque para que una
cosa sea de uno para siempre, debe llevar los signos del por qué, y aquí,
cualquier señal de motivos ajenos a la ausencia, han desaparecido. Sentarse solo
a la banca, sería como tener una espada que no sirve para quien luchar. Vale
sentarse allí, si la presencia Única desbarata
en él todo concepto del universo que le rodea, y lo que permanece es solamente
ese estado de éxtasis, de conmoción y pérdida de lo más elemental, debido a esa
hermosura que en él consume todo su ser. Allí, él olvidaba su quehacer y el
ajeno, resistía los embates del mundo y sus demonios, y sólo existía mirada
para quien hablaba sin más acento que aquel que luego es llevado por las noches
al cuaderno para convertirlos en poema de belleza extrema.
Cuando pasa
frente a esa banca es inevitable verla de reojo: tan sola, tan correoso y vacía
de voces: tan inevitablemente común, pues falta en ella la figura fascinante de
quien le dio forma e hizo del poeta parte de ella.
No, no podría
ni podrá ya el poeta a volverse a sentar en esa banca. Le harían falta esos
ojos que siempre esquivaron los mejores de sus versos, y le faltarían aquellos
labios que como pañuelos rojos, hoy ondean en los territorios más lejanos de su
corazón. Pues no es mentira que la ausencia disminuye las pequeñas pasiones y aumenta
las grandes, lo mismo que el viento apaga las velas y aviva las hogueras.
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