E. M. CIORAN
DE LAGRIMAS Y DE SANTOS
(Lacrimi si Sfinti, 1937)
(1a. Parte)
Prefacio
En sus Conversaciones con Chestov, Benjamin Fondane cita unas palabras
de Chestov,
según las cuales la mejor manera de filosofar consiste en «seguir solo
el propio camino», sin utilizar como guía a otro filósofo, o, mejor aún, en
hablar de sí mismo. Fondane añade: «el tipo del nuevo filósofo
es el pensador privado, Job sentado sobre su estercolero». Cioran pertenece a esa raza de pensadores.
Durante mucho tiempo ignorado, no fue leído más que por marginales. Si sus paradojas divierten o irritan a algunos de sus lectores, otros,
los verdaderos,
experimentan una extraña sensación de euforia al borde del abismo,
como esa joven
libanesa que le leía en un sótano de Beirut durante los bombardeos,
pues su espíritu le
resultaba estimulante y su humor tónico en medio del desastre. O como
aquella japonesa que, queriendo liquidarse, descubrió a tiempo las palabras de
Cioran sobre el suicidio y se puso a escribirle, transformando así su obsesión
en conversación epistolar. Lo que descubren quienes se acercan a su obra es el
don que tiene de arrastrarnos, mediante la escritura, hacia una aventura más
allá de lo libresco. Es el tono, que él mismo define como «lo que no puede
inventarse, aquello con lo que se nace... una gracia heredada, el privilegio
que tienen algunos de hacer sentir su pulsión orgánica, el tono es más que el
talento, en su esencia» (Del
inconveniente de haber nacido).
Cioran ha repudiado siempre el pensamiento teórico como tal: «Yo no he inventado nada, no he sido más que el secretario de mis sensaciones». Sus lecturas le han hecho regresar constantemente a sí mismo, sus congojas de siempre, que ha
convertido en una de las materias de su obra. Su escepticismo se halla
injertado sobre un temperamento constantemente al acecho. «Lo que queda de un
filósofo es su temperamento... cuanto más impetuoso es, más arremeterá contra
todo», escribe en El aciago demiurgo. Maestro de la paradoja, de la negación, de la denigración,
«cortesano del vacío», según una expresión que podría ser suya, Cioran es una
paradoja: un escéptico que no se ha desapegado de la vida y que ha sido siempre
prisionero de su naturaleza. Esa dependencia es ya perceptible en sus primeros
ensayos escritos en rumano. Resulta interesante hojear hoy, a la luz de su obra
posterior el Cioran lejano de los años treinta.
Relacionando esos ensayos de juventud con su obra francesa, aclaran el
camino que tomó tras su paso al francés con armas y bagajes, es decir tal como
era al final de la década de los treinta, lector apasionado de Kierkegaard y de
Chestov, y más aún del Eclesiastés y de Job, sus libros de cabecera. En esos primeros libros descubrimos lo que Cioran ha conservado de sí mismo y aquello de lo que se ha
desembarazado, y también cómo era entonces y el personaje en que se transformó
tras su encuentro con la lengua francesa.
A los veintitrés años, cuando publica Sobre las cimas de la desesperación (Pe culmile disperarii, 1934), Cioran ya lo ha leído todo y ha definido el objeto
de sus reflexiones: él solo enfrentado consigo mismo, con Dios y la Creación.
Desde el comienzo volvió su lucidez casi monstruosa contra sí mismo: el «pensar contra uno mismo»
y «el aficionado a los paroxismos» se hallan ya en ese primer libro. Sus
primeros capítulos los titula de manera reveladora: «No poder ya vivir», «El
sentimiento del final», «Lo grotesco y la desesperación», «Presentimiento de la
locura», «Melancolía», Extasis», «Apocalipsis», «Monopolio del sufrimiento»,
«Ironía y antiironía», «Trivialidad de la transfiguración», etc.
Todo está ya ahí; desde el sentimiento de lo irreparable y de
lo irremediable, la inquietud, la angustia, el sentimiento de la nada, el
elogio del silencio, hasta sus manías personales, sus insomnios, sus paseos
nocturnos, su pereza, su pasión por la música, la obsesión del suicidio. El día
que cumplió veintidós años escribió al final de uno de los capítulos de su
primer libro: «Experimento una extraña sensación al pensar que a esta edad soy
un especialista del problema de la muerte». Sobre las cimas de la desesperación
trata el tema del exilio metafísico: «¿Sería para nosotros la existencia un exilio y la nada una
patria?» -tema al que volverá cuarenta años más tarde en Del inconveniente de haber nacido: «Toda mi vida he vivido con el sentimiento
de haber sido alejado de mi verdadero lugar. Si la expresión "exilio
metafísico" no tuviera ningún sentido, mi existencia hubiera bastado para
darle uno». Sobre las cimas... revela un Cioran que
desea subrayar «los recursos líricos de la subjetividad» y para quien «el lirismo es una forma bárbara cuyo valor consiste en ser sólo sangre,
sinceridad y llamas», un Cioran que detesta «las civilizaciones refinadas,
anquilosadas en formas y marcos», y los hombres que se imponen actitudes hasta
en la agonía. (Más tarde, en La
tentación de existir, volverá a esa idea y a esa imagen en el retrato
que hará de los franceses, caracterizados como un pueblo de comediantes,
«grandes especialistas de la muerte»)
En un ensayo revelador compara la desesperación enraizada en el ser
con la duda, que es más cerebral, y escribe que los expertos en el Hombre
acaban siendo escépticos.
Repudiando el lirismo de su juventud, adoptando la duda y la sonrisa
irónica del
moralista, el Cioran que ha cambiado de lengua no abandonará sus
obsesiones, sus manías, sus tics.
Continuará obsesionado por la degradación del cuerpo, por la
enfermedad y el sufrimiento que le hacían escribir en 1934: «el problema del sufrimiento es infinitamente
más importante que el del silogismo... una lágrima tiene
siempre raíces más profundas que una sonrisa». Y en el capítulo «Nada es importante», estas líneas, tan suyas: «nunca he llorado, pues mis lágrimas se han transformado en
pensamientos. Y esos pensamientos, ¿no son acaso tan amargos como las
lágrimas?» Veinte años más tarde, volverá a utilizar dos
términos clave, «silogismo» y «amargo», para convertirlos en francés en un
título que tendrá gran éxito: Silogismos
de la amargura (1952).
Publicado en 1937, año en que llegó a París, De lágrimas y de santos (Lacrimi si
Sfinti)
estaba aún impregnado de ese «filosofar poéticamente» que propugnaba
en Sobre las
cimas de la desesperación.
Hallamos en ese libro su pasión por los místicos, los santos y
la música, temas de los que se acordará en el Breviario de podredumbre. «Los únicos hombres que envidio son los confesores y los
biógrafos de las santas, por no hablar de sus secretarios...»). En francés: «hubo un
tiempo en que estimaba que ser el secretario de una santa constituía la carrera
más alta reservada a un mortal...». En ese su
cuarto ensayo, lleno de efusiones, contradicciones e imprecaciones típicamente
suyas, Cioran hacía una curiosa hipótesis: entreverá lo que él llamaba «una hermenéutica de las lágrimas que intentará descubrir sus
orígenes y todas sus interpretaciones posibles...siendo la finalidad de
semejante hermenéutica el guiarnos en el espacio que separa el éxtasis de la
maldición».
Hay en todo autor una imagen clave que responde a una obsesión
profunda y reveladora. En la obra de Cioran es la imagen de las lágrimas y de
su corolario, los llantos. Esta curiosa fascinación
le perseguirá incluso cuando ya nada le vincule a aquella época, ni a los autores que «habrán encantado su juventud», y se piensa en
primer lugar en Nietzsche. Convertido más tarde en
«experto en decadencias», conservará nostalgias metafísicas violentas y la
imagen de las lágrimas surgirá con motivo de una reflexión, ascendiendo a la
superficie de la conciencia como una evocación constante. Más tarde, las lágrimas
cristalizarán poco a poco, desembarazadas de las connotaciones de su juventud
lírica. En De lágrimas y de santos prevé el día en que deplorará, en que se avergonzará de haber amado
tanto a las santas y «la mística, esa sensualidad trascendente». Se alejará de ellas y de sus efusiones, pero el adiós al lirismo no
borrará en él el pensamiento y la imagen que le obsesionan. «Se nos piden actos, pruebas, obras y todo lo que podemos
producir son lágrimas transformadas» (El aciago demiurgo). «El destino
terrestre nos ha encadenado a esta materia morosa, lágrima petrificada contra
la cual nuestras lágrimas, nacidas del tiempo, se rompen, mientras que ella,
inmemorial, ha caído del primer stremecimiento de Dios» (Breviario de podredumbre). «Deberíamos tirarnos al suelo y llorar cada vez que tenemos ganas; pero
hemos desaprendido a llorar... deberíamos poseer la facultad de gritar un cuarto de
hora al día por lo menos. Si queremos preservar un mínimo equilibrio, volvamos al grito...
la rabia, que procede del fondo mismo de la vida, nos ayudará a ello». (Ibid.) «La música, sistema de adioses, evoca una física cuyo punto de partida no serían los átomos
sino las lágrimas» (Silogismos de la amargura). «Signo de que se ha comprendido todo:
llorar sin motivo»
(El aciago demiurgo). «¡La mentira, fuente de lágrimas! Esa es la impostura del genio y
el secreto del arte» (Breviario de podredumbre).
Entre el Cioran rumano que a los veintiséis años escribía en De lágrimas y de santos:
«Imposible amar a Dios de otra manera que odiándolo. Quien no ha
experimentado la
emoción de lo absoluto con un puñal en la mano no sospecha lo que
significa el terror
metafísico de la conciencia», y el Cioran que escribe en Del inconveniente de haber nacido: «Desgarrado entre la violencia y el
desengaño, me doy la impresión de ser un terrorista que saliendo de casa con la
idea de perpetrar un atentado se hubiese detenido a medio camino para consultar
el Eclesiastés o Epícteto», hay identidad y
continuidad de tono. A pesar de su escepticismo, sigue siendo un negador ávido
de algún catastrófico sí», un «místico que se resiste a serlo», un Job más o
menos curado, pero que antes ha sido ese apestado evocado en De lágrimas y de santos: «Job,
lamentaciones cósmicas y sauces llorones... llagas abiertas de la naturaleza y
del alma... corazón humano, llaga abierta de Dios». Más tarde en Silogismos de la amargura, la
idea se precisa y la imagen se condensa en francés: «todo pensador, al comienzo de su carrera, opta a pesar suyo
por la dialéctica o los sauces llorones». Renunciando
a la búsqueda de las cimas, Cioran ha optado, como lo indica el enunciado claro
y brillante en francés, por la lucidez feroz, repudiando lo absoluto y los
sauces llorones pero no sus caprichos y sus obsesiones, merodeando alrededor de
sí mismo, de sus abismos y de sus ansiedades que oculta con una mezcla muy
propia de humor, rabia y resignación, volviendo siempre a sus estados de ánimo
personales. «¿Es culpa mía si no soy más que un
advenedizo de la neurosis, un Job en busca de una lepra, un Buda de pacotilla,
un escita vago y extraviado?»
Escuchémosle definirse tomándose a sí mismo como objeto de su burla:
«un fracasado
del desierto», «un estilita sin columna», «un erudito sardónico», «un
enterrador
ligeramente metafísico», «un veleidoso del nirvana», «un hastiado por
decreto divino», «un delirante loco de objetividad»... Cioran se complace en un autorretrato de extranjero, en el cual
reconocemos a un personaje familiar, real o imaginario, fascinado por el ocio («cuando se ha frecuentado regiones donde el ocio era de rigor...»), por el fatalismo erigido en camino («he mimado tanto la idea de fatalidad...») y por el tedio, un hombre que ha
«heredado del patrimonio de su tribu... la incapacidad de ilusionarse», un
«especialista del estragamiento», atraído por los abúlicos, los veleidosos,
obsesionado por los fracasados (ver «la efigie de un fracasado» en Breviario de podredumbre), y por los
tarados -los adjetivos «tarado», «fracasado», «aterrado», «inaudito»,
«incalificable», expresiones como «nuestros estupores cotidianos», se hallan
con frecuencia en su obra, como los colores sombríos o chillones de la paleta
de un pintor. El sarcasmo cioranesco, con frecuencia dirigido contra sus
propias tentaciones, esconde una forma de irrisión sutil, desarrollo de la
irrisión balcánico-latina que en rumano se denomina zeflemea. Sus «rabias y
resignaciones» son el eco de un espíritu de polémica y de renunciación, dos
rasgos que para Mircea Vulcanescu, en un ensayo célebre sobre La dimensión rumana de la existencia (1944), constituían una de las claves del espíritu rumano. Señalemos
que ese ensayo estaba dedicado a su amigo E. M. Cioran. El espíritu rumano,
decía Vulcanescu, tras haber atacado con virulencia y aniquilado al adversario
(hombre, Historia, palabras), se resigna, cayendo en un fatalismo que le es
propio.
Cuando Cioran escribe: «habría
que volver a encontrar el sentido del destino, el gusto por la lamentación,
restablecer las plañideras en los funerales», o
cuando dice «no tener gusto más que por el himno, la
blasfemia y la epilepsia», creemos oír detrás del
brillo del estilo y la gesticulación demostrativa, una tonalidad subyacente,
una lejana lamentación disfrazada de irrisión que toma del francés un sabor y
un encanto extraños. Esas
fórmulas donde las lágrimas a la manera oriental se encuentran con el
espíritu seco del francés, frases como: «harto de extraviarme en los funerales de mis
deseos», hacen oír en estado puro el sonido o el tono cioranesco. Más tarde, el
aforismo dominará por su brevedad moderando, aunque nunca borrando, el eco de
ese continuo lamentoso. «Apostemos por la catástrofe, más conforme con nuestro carácter
y nuestros gustos»,
escribe en el más puro estilo seco y breve de los moralistas
franceses, resumiendo así en Desgarradura
lo que siempre ha sido el fondo de su actitud.
Por otra parte, desde la «Carta a un amigo lejano», (Historia y utopía), donde se
define
explícitamente como procedente de otro lugar («Siento cómo Asia se mueve en mis venas... me considero en medio de los civilizados como un
intruso, como un troglodita enamorado de la caducidad,
sumergido en plegarias subversivas, víctima de un pánico que no emana de una visión del mundo sino de las crispaciones de la
carne y de las tinieblas de la sangre»), Cioran no ha cesado de proclamar sus
orígenes y de renegar a la vez de ellos. «Sólo
he experimentado una sensación de verdad, un estremecimiento de ser, en contacto con los analfabetos; algunos pastores de los
Cárpatos me han causado una impresión mucho más fuerte que los profesores alemanes o
los estetas de París». O bien: «¿Cómo dominarse, cómo ser dueño de sí
mismo cuando se procede de una región en la que se ruge en los entierros?».
Uno de los rasgos característicos de Cioran es que ha sabido tomar
consigo mismo la
distancia necesaria para la creación literaria, preservando a la vez y
trasvasándolo al
francés, algo del espíritu del «pensador visceral» que fue en sus
ensayos rumanos.
«Frente al hombre abstracto, que piensa por el placer de pensar, se
alza el hombre
visceral, el pensador determinado por un desequilibrio vital que se
sitúa más allá de la
ciencia y del arte. Me gustan los pensamientos que conservan un aroma
de sangre y de carne. Los hombres no han comprendido aún que la época de las
preocupaciones
superficiales e inteligentes se ha acabado y que el problema del
sufrimiento es
infinitamente más revelador que el del silogismo, un grito de
desesperación infinitamente más significativo que una observación sutil... ¿Por
qué nos negamos a admitir el valor exclusivo de las verdades vivas?» (Sobre las cimas de la desesperación).
La lengua francesa ha convertido a Cioran en lo que es mediante un
efecto de frenado y de control impuesto a sus excesos, a sus violencias y a sus
explosiones. Resulta nteresante observar que la lengua en la que ha escrito sus libros
rumanos es la lengua
desordenada de un joven intelectual balcánico de antes de la guerra.
La forma, las
fórmulas, secreto del estilo de Cioran en versión occidental, son un
don francés a ese
«Job civilizado en la escuela de los moralistas».
Sanda Stolojan
DE LAGRIMAS Y DE SANTOS
No es el conocimiento lo que nos acerca a los santos, sino el
despertar de las lágrimas
que duermen en lo más profundo de nosotros mismos. Entonces
únicamente, a través de ellas, tenemos acceso al conocimiento y comprendemos
cómo se puede llegar a ser santo después de haber sido hombre.
El mundo se engendra en el delirio, fuera del cual todo es quimera. ...¿Cómo no sentirse cercano a Santa Teresa, quien, tras
habérsele aparecido Jesús un día, salió de su celda corriendo y se puso a
bailar en medio del convento, en un arrebato frenético, batiendo el tambor para
llamar a sus hermanas a fin de que compartieran su alegría?
A los seis años leía las vidas de los mártires gritando: «¡Eternidad!
¡Eternidad!». Decidió entonces ir a convertir a los moros, deseo que no pudo
realizar, a pesar de lo cual su ardor siguió creciendo hasta el punto de que el
fuego de su alma no se ha apagado jamás, puesto que nosotros nos calentamos en
él todavía.
Por el beso culpable de una santa, aceptaría yo la peste como
una bendición.¿Seré un día lo suficientemente puro para reflejarme en las
lágrimas de los santos? Resulta extraño pensar que varios santos hayan podido
vivir en la misma época. Intento imaginarlos juntos, pero carezco de fervor y
de imaginación. ¡Teresa de Avila, a los cincuenta y dos años, célebre y
admirada, encontrando en Medina del Campo a un San Juan de la Cruz de
veinticinco años, desconocido y apasionado...! La mística española es un
momento divino de la historia humana. ¿Quién podría escribir el diálogo de los
santos? Un Shakespeare aquejado de inocencia o un Dostoievski exiliado en una
Siberia celeste. Toda mi vida merodearé en las inmediaciones de los santos...
acogedor que enterraba en su Nada los suspiros humanos. Hoy nos
hallamos desconsolados por no tener a quién confesar nuestros tormentos. ¿Cómo
dudar de que
antaño este mundo haya estado en
Dios? La Historia se divide en un antaño en el
que los hombres se sentían atraídos por el vacío vibrante de la Divinidad y un
hoy en el que la nimiedad del mundo carece de aliento divino. La música me ha dado demasiada audacia frente a Dios. Eso es lo
que me aleja de los místicos orientales...En el Juicio Final sólo se pesarán
las lágrimas.
Los ojos no ven nada. Catherine Emmerich tiene razón cuando dice que
ve con el
corazón. Puesto que el corazón es
la vista de los santos, ¿cómo no verían más que
nosotros? El ojo tiene un campo reducido, ve siempre desde el
exterior. Pero, siendo el
mundo interior al corazón, la introspección es el único método que
existe para alcanzar el conocimiento. ¿El campo visual del corazón? El Mundo,
más Dios, más la nada. Es decir, todo. Frecuentar a los santos es como hacerlo
con la música o las bibliotecas. desexualizados,ponemos nuestros instintos al
servicio de otro mundo. En la medida en que resistimos a la santidad,
demostramos que nuestros instintos están sanos. El reino de los cielos invade
poco a poco los vacíos de nuestra vitalidad. El objetivo del imperialismo
celeste es el cero vital.
Cuando la vida pierde su dirección natural, busca otra. Así se explica
que el azul del cielo haya sido durante tanto tiempo el lugar del supremo vagabundeo... Añadamos que el hombre no puede vivir sin apoyo en el espacio;
ese género de apoyo la música nos lo niega totalmente. Arte del consuelo por
excelencia, ella abre en nosotros sin embargo más heridas que todas las demás.
La música es una tumba de deleites, una beatitud que nos
amortaja...«No puedo diferenciar las lágrimas de la música» (Nietzsche). Quien
no comprende esto instantáneamente, no ha vivido nunca en la intimidad de la
música. Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la
nostalgia del paraíso. Hasta el comienzo del siglo XVIII abundaban los
«tratados de perfección». Quienes se habían detenido en el camino de la
santidad se consolaban escribiéndolos, hasta el punto de que durante siglos la
perfección fue la obsesión de los santos fracasados. Los otros, los santos que lograron serlo, no se preocupaban ya de
ella, puesto que la poseían.
Más recientemente, la perfección ha sido considerada con gran
desconfianza y con un evidente matiz de desprecio. Optando por la tragedia, el hombre
moderno tenía
necesariamente que superar la nostalgia del paraíso y dispensarse del
deseo de perfección. Otras épocas, sometidas al terror y a las delicias
cristianas, produjeron santos de los que se estaba orgulloso. Hoy, de lo más
que somos capaces es de apreciarlos. Cada vez que creemos amarlos, no se trata más que de una debilidad
nuestra que durante cierto tiempo nos los vuelve más cercanos.
Cuando el comienzo de una vida ha estado dominado por el sentimiento
de la muerte, el paso del tiempo acaba pareciéndose a un retroceso hacia el
nacimiento, a una
reconquista de las etapas de la existencia. Morir, vivir, sufrir y
nacer serían los momentos de esa involución. ¿O es otra vida lo que nace de las
ruinas de la muerte? Una necesidad de amar, de sufrir y de resucitar sucede así
al óbito. Para que exista otra vida, se necesita morir antes. Se comprende por
qué las transfiguraciones son tan raras. Después
de todo, podríamos habernos dispensado de la obsesión de la santidad. Cada uno de nosotros se hubiera dedicado a sus ocupaciones,
soportando alegremente sus imperfecciones. La
frecuentación de los santos engendra un tormento estéril, su compañía es un
veneno cuya virulencia crece a medida que aumenta nuestra soledad. ¿No nos han corrompido acaso mostrándonos mediante el ejemplo
que los infortunios tenían una finalidad? Nosotros
estábamos acostumbrados a sufrir sin objetivo, fascinados por la inutilidad de
nuestros dolores, felices de contemplarnos en nuestras propias heridas.
La muerte sólo tiene sentido para quienes han amado apasionadamente la
vida. ¡Morir
sin dejar aquí nada...! El desapego es una negación tanto de la vida
como de la muerte. Quien ha superado el miedo de morir, ha triunfado también sobre la
vida, la cual no es más que el otro nombre de ese miedo. No expirando en la cama, los
mendigos no mueren, por así decirlo. Sólo se muere horizontalmente, durante esa
preparación en la que el vivo supura la muerte. Cuando nada nos une a un lugar,
¿qué nostalgias podríamos tener en los últimos instantes?
¿Habrán escogido los mendigos su destino para no tener
nostalgias que les torturen en la agonía? Errantes en la vida, continúan siendo
vagabundos en la muerte. Durante el tiempo en que trabajó en el Mesías, Händel
se sintió transportado al cielo. Según sus propias palabras, sólo descendió a
tierra al terminar su obra. Sin embargo, comparado con Bach, Händel es de aquí
abajo. Lo que en el primero es divino es heroico en el segundo. La amplitud
terrestre es la nota dominante händeliana: una transfiguración desde fuera. Bach une la visión de un Grünewald a la interioridad de un Holbein;
Händel, la solidez y los contornos de Durero a la audacia visionaria de
Baldung-Grien.
Imposible hacerse una idea precisa sobre los santos. Representan un
absoluto al cual es preferible no apegarse, pero que tampoco conviene rechazar.
Cualquier actitud nos
condena. Tomando partido por los santos, estamos perdidos,
sublevándonos contra ellos nos enemistamos con lo absoluto. Si no hubieran
existido, ¡cuánto más libres habríamos sido! ¡Cuántas dudas menos hubiésemos
tenido! ¿Qué ha podido ponerlos en medio de nuestro camino? Sería inútil querer
olvidar el Sufrimiento. El órgano expresa el estremecimiento interior de Dios.
Comulgando con sus vibraciones nos autodivinizamos, nos desvanecemos en El. Job, lamentaciones cósmicas y sauces
llorones... Llagas abiertas de la naturaleza y del alma... Y el corazón humano
- llaga abierta de Dios.
Toda forma de éxtasis suplanta a la sexualidad, la cual no
tendría ningún sentido sin la mediocridad de las criaturas. Pero como éstas
apenas poseen otro medio de evadirse de ellas mismas, la sexualidad las salva
provisionalmente. Dicho acto excede a su significación elemental -es un triunfo
sobre la animalidad, dado que la sexualidad, fisiológicamente hablando, es la
única puerta que se abre sobre el cielo. ¡Levantar bajo la amenaza del látigo
bloques de piedra, pero verlos entrar en la eternidad y sentir nacer el vacío
alrededor de las pirámides mediante la deserción del tiempo...! El último esclavo
estaba más cerca de la eternidad que cualquier filósofo occidental. Los egipcios vivían en el éxtasis del sol y de la
muerte. Para nosotros, el cielo se ha convertido en una lápida fúnebre. El mundo moderno ha
sucumbido a la seducción de las cosas acabadas.
¿Lograré un día no citar más que a Dios? Ni los hombres, ni siquiera
los santos, tienen nombre. Sólo Dios lo posee. Pero, ¿qué
sabemos nosotros de El, sino que es una desesperación que comienza donde acaban todas las demás? Únicamente
el paraíso o el mar podrían dispensarme del recurso a la música. Las tristezas producen en el alma una sombra de claustro. Comenzamos
entonces a comprender a los santos... Por mucho
que ellos quieran acompañarnos hasta el límite de nuestra pesadumbre, no lo logran, y nos abandonan en pleno camino,
justo en medio de las amarguras y los arrepentimientos. Las enfermedades han
acercado el cielo y la tierra. Sin ellas se hubieran ignorado mutuamente. La
necesidad de consuelo ha superado a la enfermedad, y en la intersección del
cielo con la tierra ha dado origen a la santidad.
Hay hombres que han logrado imprimir una especie de elegancia a su
muerte. Para ellos morir fue una cuestión de estilo. Pero la muerte es materia y terror. No se puede morir con distinción
sin soslayarla. Cada vez que pienso en el miedo enorme que tenía Tolstoi a la
muerte, comienzo a comprender el presentimiento del final en los elefantes. El
límite de cada dolor es un dolor aún mayor.
Los hombres sólo se reconciliaron con la muerte para evitar el miedo que ella les inspira; sin
embargo, sin ese miedo morir no tiene el mínimo interés. Pues la muerte existe únicamente
en él y a través de él. La sabiduría nacida del acuerdo con la muerte es, frente a
las postrimerías, la actitud más superficial que existe. El propio Montaigne
fue infectado por ella, sin lo cual sería incomprensible que haya podido
vanagloriarse de aceptar lo inevitable.
Quien ha superado el miedo puede creerse inmortal; quien no lo conoce,
lo es. Es
probable que en el paraíso las criaturas desaparezcan también, pero no
conociendo el
miedo de morir, no morirían, en suma, nunca. El miedo es una muerte de
cada instante. La muerte objetiva, exterior, para un Rilke, no significaba
nada. Para Novalis tampoco. Pero después de todo, ¿existe algún poeta que haya
muerto una sola vez?
Soy como un Anteo de la desesperación. La mía aumenta tras cada
contacto con la
tierra. ¡Ah, si pudiera dormirme en Dios a fin de morir para mí mismo!
El único olvido verdadero es el sueño en la Divinidad. Señor, ¿no eres tú más
que un error del corazón, como el mundo es un error del espíritu?
Sólo creemos en Dios para evitar el torturador monólogo de la soledad.
¿A quién, si no, dirigirse? Al parecer, El acepta de buena gana el diálogo y no
nos guarda rencor por haberle escogido como pretexto teatral de nuestros
abatimientos. Me apegué a las apariencias cuando comprendí que sólo había algo
absoluto en la renuncia. Habiendo agotado el contenido de la eternidad, la Edad Media nos da
derecho a amar las cosas pasajeras. El cristianismo entero no es más que una
crisis de lágrimas, de la que sólo nos queda un regusto amargo. Hacia el final de la Edad Media abundaban los escritos anónimos
titulados «El arte de morir», cuyo éxito era extraordinario. Semejante tema, ¿puede aún
conmover a alguien hoy? Nadie prepara ya su muerte, nadie la cultiva, de ahí
que se escabulla en el mismo momento en que nos arrebata. Los antiguos sabían
morir. Elevarse por encima de la muerte fue el ideal constante de su sabiduría.
Para nosotros, la muerte es una sorpresa
horrible. La Edad Media conoció el sentimiento de
la muerte con una intensidad única. Pero supo, con un arte especial,
incorporarlo al tejido íntimo del ser. Nadie intentaba hacer trampas con ella.
Lo que nosotros, por nuestra parte, quisiéramos, es morir sin el rodeo de la muerte.
La conciencia apareció gracias a los instantes de libertad y de
pereza. Cuando estás
acostado con los ojos fijos en el cielo o en un punto cualquiera,
entre el mundo y tú se
origina un vacío sin el cual la conciencia no existiría. La
inmovilidad horizontal es la
condición indispensable de la meditación. Cierto es que en esa postura
apenas se
conciben pensamientos alegres. Pero la meditación es la expresión de
una no-participación y como tal de una no-tolerancia, de un rechazo del ser.
Dios ha explotado todos nuestros complejos de inferioridad, empezando
por el que nos
impide creernos dioses. Cuando hemos aniquilado el mundo y nos
quedamos solos, orgullosos de nuestra hazaña, Dios, rival de la Nada, aparece
como una última tentación. Que la especie humana haya resistido sin corromperse
a las profundidades del cristianismo me parece ser la única prueba de su
vocación metafísica. Pero hoy el hombre no soporta ya el terror de las
postrimerías. El cristianismo ha legalizado sus angustias y lo ha mantenido en
tensión. Sólo un descanso de algunos milenios podría remozar a ese ser devastado
por tantos cielos.
Con el Renacimiento comienza el eclipse de la resignación. De ahí la
aureola trágica del hombre moderno. Los antiguos aceptaban su destino. Ningún moderno se
ha rebajado a esa concesión. El desprecio del destino nos es igualmente ajeno,
dado que carecemos demasiado de sabiduría para no amarlo con una pasión
dolorosa. La caída de Adán es el único acontecimiento histórico del paraíso.
Preocuparse por la santidad: combatir la enfermedad con la enfermedad.
¿Poseeré la suficiente música dentro de mí como para no desaparecer jamás? Hay adagios
tras los que no puede uno ya pudrirse. Únicamente los éxtasis sonoros me
producen una sensación de inmortalidad. Hay días intemporales en los que somos
víctimas de reminiscencias de no se sabe qué más allá...Afligirse a causa del tiempo es entonces inconcebible. El vino ha
hecho más por acercar los hombres a Dios que la teología. Hace tiempo que los
borrachos tristes -¿y los hay que no lo sean?- han superado a los eremitas. Llega
un momento en que relacionamos todo con Dios. Pero sucede también que nos asustamos
ante la idea de que deje un día de ser actual. Esa provisionalidad del
principio último -idea absurda en sí, pero presente en la conciencia -nos llena
de una inquietud extraña. ¿Dios sería únicamente una pasión fugitiva, una moda del espíritu? Hay quien se pregunta aún si la
vida tiene o no un sentido. Lo cual equivale a preguntarse si es o no soportable. Ahí acaban los problemas
y comienzan las resoluciones.
La ventaja de pensar en Dios es poder decir sobre El cualquier cosa.
Cuanto menos
unimos unas ideas con otras, más posibilidades tenemos de acercarnos a
la verdad. Dios se aprovecha, en suma, de las periferias de la lógica. Shakespeare
y Dostoievski hacen que persista en nosotros la nostalgia de no ser santos o
criminales. Esas dos maneras de autodestruirse...
¿Por qué los santos escriben tan bien? ¿Es únicamente porque están
inspirados? Lo
cierto es que poseen un estilo particular cada vez que describen a Dios. Les resulta fácil
escribir estando como están a la escucha de los susurros divinos. Sus
obras poseen una sencillez sobrehumana, pero como en ellas no tratan del mundo,
no pueden considerarse escritores. No les reconocemos como tales pues no nos
hallamos en ellos.
Poseemos en nosotros mismos toda la música: yace en las capas
profundas del
recuerdo. Todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia. En
la época en que
no teníamos nombre debimos
haberlo oído todo. La aridez del corazón es una expresión que repiten sin cesar los santos cuando evocan sus crisis. Es entonces cuando imploran la gracia como una liberación
y la invocación del amor se convierte en obsesión. ¿Pero su corazón está árido
únicamente por falta de amor? Se confunden cuando atribuyen a esa carencia su
desierto interior. Si supieran que pagan con esa aridez los instantes vibrantes
del éxtasis, ¡qué cobardes serían entonces ante Dios, cómo evitarían encontrarlo!
No veo más que ruinas alrededor del éxtasis, pues mientras nos hallamos en El,
nos hallamos fuera de nosotros mismos, y nuestro ser no es más que la ruina de
un recuerdo inmemorial.
Todo ha existido ya. La vida me parece una ondulación sin sustancia.
Las cosas no se
repiten nunca, pero se diría que vivimos en los reflejos de un mundo
pasado, cuyos ecos tardíos prolongamos nosotros. La memoria no sólo es un
argumento contra el tiempo, la memoria actúa contra este mundo, revelándonos
confusamente los mundos probables del pasado y el paraíso, su culminación. Retroceder en la memoria nos convierte en metafísicos; volver a
nuestros orígenes, en santos. El gran mérito de Nietzsche fue haber sabido defenderse a tiempo contra la santidad. ¿Qué
habría sido de él si hubiera dado rienda suelta a sus inclinaciones naturales? –
Un Pascal con todas las locuras de los santos. Creer en la filosofía es un signo de buena salud. Lo que no lo es, es
ponerse a pensar. Nuestra ausencia de orgullo compromete a la muerte. Ha sido
probablemente el cristianismo lo que nos ha enseñado a cerrar los ojos -a bajar la mirada- para que la muerte nos halle sosegados y sumisos. Dos mil años de educación nos
han acostumbrado a una muerte sensata y comedida. ¡Morimos postrados, atraídos hacia abajo, nos extinguimos
escondidos por nuestros párpados, en lugar de morir con los músculos tensos
como un corredor que espera la señal dispuesto a desafiar al espacio y a vencer
a la muerte en pleno orgullo e ilusión de su fuerza! Sueño con frecuencia con
una muerte indiscreta, cómplice de las vastedades...
Durante las noches que pasamos en vela, remontando el curso del
tiempo, revivimos
terrores y alegrías ancestrales, acontecimientos anteriores a nuestra
historia y a nuestros recuerdos. Los insomnios operan un retorno a los orígenes
y nos transportan al comienzo de los seres, nos expulsan fuera de lo temporal y
nos obligan a escuchar nuestros últimos recuerdos, que son también los
primeros. En esta disolución musical gastamos nuestros antecedentes, agotamos
nuestro pasado. ¿No experimentamos entonces el sentimiento de que hemos muerto
llevándonos al tiempo con nosotros?
Cuanto más totalmente desaparece el tiempo de nuestra memoria, más
cercanos nos
hallamos de la mística.
La memoria se adhiere tanto mejor a las apariencias, a lo inmediato,
cuanto más fresca y sana se halla. Su arqueología nos descubre documentos sobre
otro mundo a costa de éste. Cuando
pienso en mis noches, en tantas soledades y tantos suplicios en esas soledades,
sueño con partir, abandonando los caminos trillados. Pero, ¿a dónde ir? Hay
fuera de nosotros abismos comparables a los del alma.
Yo he debido vivir otras vidas. ¿Cómo si no explicar tanto espanto?
Las existencias
anteriores son la única justificación del terror. Sólo los orientales
han comprendido algo sobre el alma. Ellos nos han precedido y nos sobrevivirán. ¿Por qué nosotros,
modernos, hemos suprimido nuestras peregrinaciones? Expiamos en una sola vida el
devenir infinito. Comparado con Aristóteles, un santo es un analfabeto. ¿Por
qué, entonces, nos parece que podríamos aprender
más de este último? La filosofía carece de respuestas. Frente a ella,
la santidad es una ciencia exacta, dado que aporta respuestas positivas y precisas a las
interrogaciones a las cuales los filósofos no han tenido el coraje de elevarse.
La santidad tiene un método: el
dolor, y un fin: Dios. Como no es ni práctica ni cómoda, los hombres la han
relegado al ámbito de lo fantástico y la adoran a distancia. Conservan a su
lado a la filosofía para poder despreciarla, con lo cual los mortales
demuestran que son inteligentes. Pues todo lo que de vivo tiene la filosofía se
reduce a préstamos de la religión.
Los filósofos tienen la sangre fría. Sólo existe calor en las inmediaciones de Dios. A causa de todo lo
que posee de siberiana, nuestra naturaleza exige santos. Nada más fácil que
desembarazarse de la herencia filosófica, pues las raíces de la filosofía se
detienen en nuestras incertidumbres, mientras que las de la santidad superan en
profundidad al sufrimiento mismo. El coraje supremo de la filosofía es el escepticismo.
Más allá de él, no reconoce más que el caos. Un filósofo sólo puede evitar la mediocridad mediante el escepticismo
o la mística, esas dos formas de la desesperación frente al conocimiento. La mística
es una evasión fuera
del conocimiento, el escepticismo un conocimiento sin esperanza. Dos
maneras de decir que el mundo no es una solución.
En adelante, nuestro sufrimiento no podrá ser más que vano o satánico.
Un poema de
Baudelaire nos resulta más cercano que los excesos sublimes de los
santos.
Abandonándonos a la ebriedad de la desolación, ¿cómo podríamos
interesarnos por la
escala de las perfecciones a la que se llega mediante el ascetismo? El
hombre moderno se halla en los antípodas de los santos, pero no a causa de su
frivolidad, sino de su desvergüenza trágica y de su sed de decepciones eternamente renovadas.
Ser incapaz de resistirse a sí mismo: a eso conduce la ausencia de educación en
la elección de nuestras tristezas. Si Dios puede revelarse a nosotros a través
de sensaciones, tanto mejor: evitaremos así la disciplina inhumana de la revelación. Los santos son
irremediablemente inactuales y, si alguien se interesa aún por ellos, es
únicamente por desprecio del devenir. De los filósofos, sólo nos intrigan
aquellos que, exasperados por los sistemas, se pusieron a buscar la felicidad.
Así nacen las filosofías crepusculares, más consoladoras que las religiones,
pues nos liberan de todas las prohibiciones. Una dulce lasitud emana de ellas;
parecen un edén de incertidumbres, más que necesarias tras la frecuentación insalubre
de los santos.
El escepticismo es la estupefacción ante el vacío de los problemas y
de las cosas. Sólo
los antiguos han sido verdaderos escépticos. Sus dudas, impregnadas de
una indulgencia otoñal y de una felicidad desengañada, tenían estilo, como
todas las cosas delicadas en su ocaso. El único mérito de los filósofos es haberse ruborizado, de vez en cuando, de ser hombres. Platón y Nietzsche son una excepción: su vergüenza no cesó jamás. El primero intentó arrancarnos del mundo, el
segundo hacernos salir de nosotros mismos. Ambos podrían dar una lección a los
santos. El honor de la filosofía queda así salvado.
Si Dios creó el mundo, fue por temor de la soledad; ésa es la única
explicación de la
Creación. Nuestra razón de ser, la de sus criaturas, consiste
únicamente en distraer al
Creador. Pobres bufones, olvidamos que vivimos dramas para divertir a
un espectador
cuyos aplausos todavía nadie ha oído sobre la tierra... Y si Dios ha inventado
a los santos -como pretexto de diálogo- ha sido para aliviar aún más el peso de
su aislamiento.
Por lo que a mí respecta, mi dignidad exige que Le oponga otras
soledades, sin las
cuales yo sólo sería un payaso más. Hay seres de los que El no puede
ocuparse sin perder su inocencia. Nuestra dicha estriba en haber descubierto el
infierno en nosotros mismos. ¿Adónde nos hubiera llevado su representación
exterior? Dos mil años de terror nos hubieran conducido al callejón sin salida
o al suicidio. Cuando se lee la descripción del Juicio Final que hace Santa
Hildegaard, se aborrecen todos los paraísos y todos los infiernos y se congratula
uno de su transposición subjetiva. Lo que nos salva es la psicología, esa prueba de nuestra
frivolidad. Para nosotros el mundo no es sino un accidente, un error, un desliz
del yo.
La mejor prueba de que la música no es de esencia humana es que nunca
sugiere la
representación del infierno. Ni siquiera las marchas fúnebres lo
logran. El infierno es
presente, actualidad; lo cual significa que conservamos solamente la
memoria del
paraíso. Si hubiéramos conocido el infierno en nuestro pasado
inmemorial, ¿no
estaríamos suspirando a causa del recuerdo del infierno perdido? Comenzamos a saber lo
que es la soledad cuando oímos el silencio de las cosas. Comprendemos entonces
el secreto sepultado en la piedra y despertado en la planta, el ritmo oculto o
visible de la naturaleza entera. El misterio de la soledad reside en el hecho de
que para ella no existen criaturas inanimadas.
Cada Objeto posee su lenguaje propio que desciframos gracias a
silencios inigualables. Cada vez que el tiempo es abolido y que la conciencia se agota en la
percepción del espacio, somos victimas de una disposición eleática. Entonces, en esa
petrificación universal, los recuerdos se anulan en un instante infinito. Hasta tal
punto el espacio nos posee, que miramos el mundo y todo para nosotros no es más
que espera inútil y sin fin.
Aspiramos entonces a otras petrificaciones, pues las tentaciones del
espacio despiertan trémulos deseos de torpor. Dios se instala en los vacíos del alma. Se
le van los ojos tras los desiertos interiores, pues al igual que la enfermedad,
se arrellana en los puntos de menor resistencia. Una criatura armoniosa no
puede creer en El. Fueron los enfermos y los pobres quienes le dieron a
conocer, para uso de atormentados y desesperados. Hay momentos en que,
sintiendo bullir en mí un odio asesino por todos los «agentes» del otro mundo,
les infligiría suplicios inauditos. ¿Qué convicción es esta que me dice que si
viviera entre los santos me armaría de un puñal? ¿Por qué no confesar que una masacre
de ángeles me colmaría? A todos esos fanáticos de la deserción les colgaría de
la lengua y les dejaría caer sobre un lecho de lis. ¿Es posible que no tengamos
la prudencia elemental de cortar inmediatamente de raíz toda vocación
sobrenatural? ¿Cómo no detestar a toda esa ralea del paraíso que provoca y
alimenta esta sed mórbida de sombras y de luces procedentes de otro lugar, de
consolaciones y tentaciones transcendentales?
Las lágrimas son el criterio de la verdad en el mundo de los
sentimientos. Las lágrimas y no los llantos. Existe una disposición para las
lágrimas que se expresa mediante una
avalancha interior Hay iniciados en materia de lágrimas que nunca han llorado realmente.
Quien no ha frecuentado nunca a los poetas ignora lo que es la
irresponsabilidad y el
desorden del espíritu. Cuando se les trata, se experimenta el
sentimiento de que todo
está permitido. No teniendo que dar cuentas de nada a nadie (salvo a sí mismos), no
van -ni desean ir- a ninguna parte. Comprenderlos es una gran maldición, pues
nos enseñan a no tener ya nada que perder. Los santos, dirigiéndose a alguien,
en su caso a Dios, limitan fatalmente su genio poético. Lo indefinido de la
poesía son recisamente los estremecimientos sagrados sin Dios. Si los santos
hubieran sabido lo que su lirismo perdía con la intrusión de la Divinidad,
habrían renunciado a la santidad y se habrían convertido en poetas. La santidad
no conoce más que la libertad en Dios. Pero los mortales sólo se dejan poseer por el desenfreno poético.
Si la verdad no fuera tan aburrida, la ciencia habría eliminado
rápidamente a Dios. Pero al igual que los santos, Dios es una ocasión de
escapar a la abrumadora trivialidad de lo verdadero. Lo que me interesa en la
santidad, quizá sea el delirio de grandeza que esconde detrás de sus
delicadezas, los apetitos inmensos disfrazados de humildad, la insatisfacción
que oculta su caridad. Pues los santos han sabido explotar sus debilidades con
una ciencia propiamente sobrenatural. Sin embargo, su megalomanía es
indefinible, extraña, turbadora. ¿De dónde proviene, a pesar de todo, nuestra
compasión inconfesable por ellos? Creer
en ellos apenas es ya posible. Admiramos sus ilusiones, simplemente.
De ahí esa compasión...
¿No habría aún suficiente sufrimiento en este mundo? Se diría que no, a juzgar por la
complacencia de los santos, expertos en el arte de la
auto-flagelación. No existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un
refinamiento sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio
del cielo. Esta plenitud de lo efímero... Es imperdonable que los santos no
hayan derramado una sola lágrima en señal de reconocimiento hacia las cosas
perecederas. Cuando me domina una intensa pasión por la tierra, por todo lo que
nace y muere, cuando lo frágil me fascina, me disimulo a mi mismo mi odio a Dios, y
si soy indulgente con El es a causa de un inmemorial reflejo de cobardía. Sin
ese presentimiento de la noche que es Dios, la vida sería un crepúsculo
cautivador.
Cada vez que pienso en esas ásperas soledades en las que se perfilan
monasterios sobre un fondo gris, intento comprender los momentos sombríos de la
piedad, el aburrimiento a la sombra del velo. La pasión de la soledad que
engendra «el absoluto monacal», esa sed devoradora de Dios, crece con la
desolación del ambiente. Veo miradas romperse a lo largo de las paredes,
corazones a los que nada tienta, tristezas privadas de música. La desesperación
nacida entre un desierto y un cielo igualmente implacables ha conducido a la
exacerbación de la santidad. La «aridez de la conciencia» de la que se quejan
los santos es el equivalente psíquico del desierto exterior. Todo es nada: ésa es la
revelación inicial de los conventos. Así comienza la mística. Entre la nada y
Dios no hay ni siquiera un paso, pues Dios es la expresión positiva de la nada.
Quien no haya presentido lo que significa el enrarecimiento del aire
en un convento y la evacuación del tiempo en una celda, intentará en vano
comprender la llamada de la
soledad, el gusto por la desesperación. Pienso especialmente en los
conventos españoles, en los que tantos reyes y santos alojaron su melancolía y
su locura. El mérito de España ha consistido no sólo en haber cultivado lo
excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el
clima normal del hombre. ¿Hay algo más natural que la presencia de los místicos
en ese pueblo que ha suprimido la distancia entre el cielo y la tierra? Debemos
pensar en Dios noche y día para desgastarlo, para «trivializarlo». Sólo lo lograremos
provocándole sin cesar, hasta que nos hartemos de El y llegue a sernos indiferente.
La insistencia con la que se instala en nuestro espacio interior acaba resultándole
fatal. La novedad del cristianismo: lo siniestro ha vencido a lo sublime en
esta religión de
crepúsculos incendiarios. Otras religiones han concebido la felicidad
de una lenta extinción; el cristianismo ha hecho de la muerte una semilla. ¿Qué
remedio imaginar contra esa muerte germinativa, contra la vida de esa muerte? La perfección sin fallos de un San
Francisco de Asís lo convierte en un extranjero para mí. No le encuentro ningún
punto débil que me permita acercarme a él y comprenderlo.
Su perfección es difícilmente perdonable. Creo sin embargo haberle
encontrado una
excusa. Cuando al final de su vida se quedó casi ciego, los médicos
imputaron su mal a
una sola causa: el exceso de lágrimas. La santidad es la superación
del estado de criatura. El deseo de ser en
Dios no concuerda con la existencia al lado o debajo de El que define nuestra
caída.
...Y si yo no puedo vivir, al menos quisiera morir en Dios. O si no,
combinar las dos
cosas: enterrarme vivo en El. Cuando se agota en nosotros un motivo musical, el vacío
que se instaura en su lugar es ilimitado. Nada más propio para revelarnos la
divinidad en las fronteras de la expansión sonora que la multiplicación
interior -mediante el recuerdo- de una fuga de Bach. Cuando evocamos un motivo
y su fiebre ascensional, acabamos precipitándonos directamente en lo divino. La
música es la emanación final del universo, como Dios es la emanación última de
la música.
Soy como un mar que retira sus aguas para hacer sitio a Dios. El
imperialismo divino
supone el reflujo del hombre. Abrumado por la soledad de la materia,
El ha llorado los océanos y los mares. De ahí la llamada misteriosa de las
inmensidades marinas y la tentación de una inmersión definitiva, como rodeo
hacia El...Aquel cuya emoción en las inmediaciones de los cielos y de los mares
no haya rozado las lágrimas, no ha frecuentado los turbios parajes de la
divinidad, en los que la soledad es tal que atrae a otras mayores aún.
Sin Dios todo es noche y con El hasta la luz se vuelve inútil. Desprecio
al cristiano porque es capaz de amar a sus semejantes de cerca. Para volver a descubrir al
hombre yo necesitaría el Sahara. Dado que no existe solución a ningún problema
ni salida a ninguna situación, no tenemos más remedio que resignarnos a no
poder avanzar. Los pensamientos, alimentados con sufrimiento, se vuelven
aporías, ese claroscuro del espíritu. La suma de lo insoluble proyecta una
trémula sombra sobre las cosas. La incurable gravedad del crepúsculo... Todas
las decadencias existen para sostenerme.
La mística oscila entre la pasión del éxtasis y el horror del vacío.
No se puede conocer la primera sin haber conocido el segundo. Ambos suponen una
ardua voluntad de «tabla rasa», un esfuerzo hacia una vaciedad psíquica... El
alma, una vez madura para una vacuidad duradera y fecunda, se eleva hasta la
desaparición total. La conciencia se dilata más allá de los límites cósmicos.
La condición indispensable del estado de éxtasis y de la existencia del vacío
es una conciencia privada de todas las
imágenes. No se ve ya nada fuera de la nada, y esa nada es todo. El éxtasis es una presencia total sin objeto, un vacío lleno. Un
estremecimiento atraviesa la nada, una invasión de ser en la ausencia absoluta. El vacío es la condición
del éxtasis, como el éxtasis es la condición del vacío. Hay en la obsesión de
lo absoluto un gusto por la autodestrucción. De ahí la fascinación que ejercen
el convento y el burdel. «celdas» y «mujeres» por todas partes. El asco de vivir
crece tanto a la sombra de las santas como de las putas.
El «apetito de Dios» del que habla San Juan de la Cruz es en primer
lugar negación y en último solamente afirmación de la existencia. Para quien,
decepcionado, se resigne a soportar el mundo y sus tinieblas, la presencia de
ese apetito y su grado de intensidad prueban hasta qué punto ya no nos apegamos
al mundo. Cada vez que pensamos en Dios instintivamente, confesamos una deficiencia y un desconcierto. La nada vital es el punto
de apoyo ideal de la Divinidad.
La mística es una irrupción de lo absoluto en la historia. Al igual que
la música, ella es el nimbo de toda cultura, su justificación última. Todos los
nihilistas tuvieron problemas con Dios. Una prueba más de la vecindad con la nada
de la divinidad. Habiéndolo profanado todo, no nos queda ya más que destruir
esa última reserva de la nada. Los mortales hablan de Dios para disimular su
locura. Nuestros extravíos tendrán excusa
mientras nos ocupemos de El. ¿Dios? Una demencia
admitida, oficial.
Cada vez que nuestro cansancio del mundo adopta una forma religiosa,
Dios es un mar
en el que nos abandonamos para olvidarnos a nosotros mismos. La
inmersión en el
abismo divino nos salva de la tentación de ser lo que somos. Otras
veces le descubrimos como una zona luminosa en el extremo de un retroceso interior,
lo cual os consuela bastante menos, pues encontrándole en nosotros disponemos de El en cierto modo. Tenemos
un derecho sobre El, puesto que el asentimiento que le damos no excede de las
dimensiones de una ilusión. Dios como un mar y Dios como una zona luminosa
alternan en nuestra experiencia de lo divino. En ambos casos el único objetivo
es el olvido, el irremediable olvido. Cuando escuchamos a Bach, vemos germinar a Dios. Su obra es generadora de divinidad.
Tras un oratorio, una cantata o una «Pasión», El tiene que existir. De lo contrario
toda la obra del Cantor sería una ilusión desgarradora. ...Pensar que tantos
teólogos y filósofos han perdido días y noches buscando pruebas de la
existencia de Dios, olvidando la única... La idea de Dios es la más práctica y
la más peligrosa que se ha concebido jamás. A causa de ella la humanidad se
salva o se pierde. Lo «absoluto» es una presencia corruptora en la sangre.
Es inútil querer acabar de una vez para siempre con los santos, pues
ellos nos legan a
Dios como la abeja su aguijón. ¿Por qué se piensa tan raramente en los
cínicos? ¿Porque lo supieron todo y sacaron las consecuencias de esa suprema indiscreción?
Sin duda es más cómodo olvidarlos. Pues su falta de consideración por
la ilusión les
convierte en espíritus ávidos de lo insoluble. No comprendo cómo un
Plotino o un Meister Eckhart pueden rechazar el tiempo hasta ese punto, y sobre
todo que no experimenten por él ninguna nostalgia. Lo que les tortura no es la ruptura de los últimos vínculos
temporales, sino el hecho de no lograr romperlos todos y para siempre.
...La imposibilidad de no descubrir una vibración fúnebre en la
eternidad. La vida de Dios equivale a la muerte de la criatura, no a una soledad con El sino en
El. Es la «soledad en Dios» de San Juan de la
Cruz. En él la unión entre la soledad humana y el desierto infinito de Dios se
vuelve delicia inexpresable, anunciadora de su identificación completa. ¿Qué le
sucede al místico en su aventura divina, qué
hace en Dios? Lo ignoramos, puesto que es incapaz de
decírnoslo.
Si existiese un acceso directo al júbilo en Dios -sin los tormentos
que preceden al
éxtasis- la vía sobrenatural se encontraría al alcance de todo el
mundo. Pero a falta de
semejante acceso, estamos condenados a ascender una escala sin
alcanzar nunca el
último grado. Al lado de la soledad en Dios propiamente dicha, existe
otra que no es, en el fondo, más que un aislamiento
en él: la sensación de hallarse solo y abandonado
en medio de un paisaje desolado, la certeza de no estar en nuestra casa dentro de la
Divinidad. La llegada del hombre equivale a una conmoción cuyos ecos alimentan
la pesadilla divina. Pues el hombre añade una paradoja a la naturaleza
situándose a medio camino entre ella y la Divinidad. Desde la irrupción de la
conciencia, las relaciones entre el cielo y la tierra han cambiado. Y Dios ha
aparecido como lo que realmente es: un cero
más. Salvo en los momentos en que la necesidad de consuelo se deja sentir,
los poetas se preocupan de los santos únicamente en la medida en que éstos son interesantes.
La memoria se vuelve activa en cuanto el tiempo deja de ser su
dimensión... La
experiencia de la eternidad es actualidad; se desarrolla ahora o en cualquier momento,
sin referencia a nuestra vida pasada. Doy un salto fuera del tiempo,
eso es todo; inútil
recordar cualquier cosa. Pero cuando se trata de nuestro pasado esencial, de la eternidad que precede al tiempo, sólo los
recuerdos pretemporales hacen accesible ese pasado. Existe otra memoria,
soñolienta y profunda, que despertamos raramente, se remonta a los primeros
latidos del tiempo, retrocede hacia los orígenes, es decir, hacia el límite superior
de los recuerdos. Es la memoria
inteligible.
Todo recuerdo es un síntoma mórbido. La vida como estado puro, como
fenómeno no
alterado, es actualidad absoluta. La memoria es negación del instinto
y su hipertrofia una enfermedad incurable. La humanidad prescinde de Dios desde que le despojó de sus atributos
como Persona. Queriendo ampliar el ámbito de influencia del Todopoderoso, le ha
sustraído, a Pesar de sí misma, de nuestra visión inmediata. ¿Hacia quién
volvernos si ha dejado de ser una persona que pueda comprendernos y
respondernos? Habiendo aumentado de extensión, Dios está en todas partes y en
ninguna. Hoy es, como máximo, un Ausente universal. Atribuyéndole mayores dimensiones, lo hemos alejado de nosotros en la
misma proporción. ¿Por qué, en lugar de dejarlo tal como estaba en su
modestia primordial, lo hemos desfigurado? Incitados por un orgullo sin límites, le hemos
atribuido demasiadas cualidades. Sin embargo, nunca ha sido menos actual que
hoy. ¡Somos castigados por haberle exaltado demasiado! Quien le haya perdido no
volverá a encontrarle jamás, aunque le buscase en otras formas de
ilusión...Acudiendo en su ayuda, no hemos logrado más que entregarlo a la envidia
humana. Así, por haber querido reparar un error enorme, hemos destruido el
único error de valor.
El destino histórico del hombre consiste en llevar la idea de Dios
hasta su final. Habiendo agotado todas las posibilidades de la experiencia
divina, ensayado a Dios en todas sus formas, llegaremos fatalmente a la
saciedad y al asco, tras lo cual respiraremos libremente. Hay sin embargo en el
combate contra un Dios que ha encontrado su último refugio en ciertos
repliegues de nuestra alma, un malestar indefinible, malestar originado por
nuestro temor a perderle. ¿Cómo alimentarse con sus últimos restos, cómo poder gozar
con toda tranquilidad de la libertad consecutiva a su liquidación?
Está atento a la PARTE II
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