La casa de atrás
Escucha mi voz, porque es la voz de los niños que sufren y sufren,
cuando los pueblos vierten su fe en las armas y en la guerra...
Hablo por las multitudes de cada país... que no quieren la guerra.
Karol Wojtyla
Cuando en el Taller de Creación Literaria que imparte el escritor y poeta Ignacio García, se me solicitaron unas cuartillas en donde explicara qué es para mí escribir, recordé a Ana. A la pequeña Ana Frank y pensé que como un tributo a ella y a los millones de víctimas del holocausto, de los genocidios cotidianos y anónimos, revivir estas olvidadas líneas.
Tiempo atrás tuve la oportunidad de realizar una travesía por el Viejo Continente en compañía de mi hija. El primer país que visitamos fue Holanda. El viaje se ajustó a la época de floración de sus mundialmente famosos tulipanes: los tulipanes holandeses, por lo que la primera ciudad que visitamos fue Ámsterdam, mágica e interesante tanto por su riqueza cultural como por sus profundas raíces históricas. En este instante, permítanme volver a los días de la infancia.
Mi generación nació cuando la Segunda Guerra Mundial devastaba Europa. En aquel tiempo oí, sin comprender, lo que allá acontecía. Y si para los adultos resulta difícil razonar los horrores que el ser humano es capaz de llevar a cabo en contra de un semejante, al niño y al adolescente, les resulta por completo incomprensible. Entre sueños recuerdo cuando por las noches, mis padres conversaban acerca de los horrores de la guerra y los genocidios perpetrados por los nazis. A aquella edad me era imposible comprender por qué por las mejillas de mi madre, corrían aquellas silenciosas lágrimas, entonces inexplicables ¿Por qué acongojarse por seres que ni conocíamos, que vivían tan lejos, sin hablar nuestro idioma ni creer en nuestro Dios? Tuvieron que pasar los años para dimensionar la tragedia.
Una tarde, mientras paseábamos, mi madre me señaló a una familia y en voz baja dijo:
-Mira, ellos son judíos.
A no ser porque su piel era más blanca que la nuestra, su pelo ensortijado y rubio y sus ojos del color del cielo, los vi exactamente igual que nosotros. Tenían una cabeza, dos brazos y dos piernas: como todos en casa. Así que olvidé lo de: …son judíos.
Siendo una adolescente -cuando las impresiones llegan directa y profundamente al alma- cayó en mis manos un pequeño libro. Su autora tenía al escribirlo, la misma edad que yo en el momento de leerlo. Se titulaba El diario de Ana Frank. Lo leí y releí con avidez.
Imaginé a Ana, una chica cuyos únicos delitos fueron haber nacido judía y vivir en los terribles días del nazismo. La imaginé en ese estrecho escondite donde se refugió por algo más de dos años, en un intento de salvar su vida y la de su familia, hasta el día en que fueron cobardemente denunciados y deportados a los campos de exterminio. Ahí donde ella, su madre y su hermana, encontraron la muerte.
Ana Frank nació en 1929, en la ciudad alemana de Francfort del Meno. En 1933 Adolfo Hitler llegó al frente del partido nazi. Otto y Edith Frank, huyeron a Ámsterdam con sus pequeñas hijas: Margot y Ana. En 1940 Alemania se apoderó de Holanda. Otto Frank, en un último intento para salvar a la familia, improvisó un escondite en la parte posterior de sus oficinas. Guardaron ropa y algo de víveres, planeando permanecer ahí hasta el final de la guerra. El 6 de julio de 1942, un día después de haber recibido Margot, la hermana mayor de Ana, un citatorio para ingresar a trabajos forzados, se trasladaron al escondite. Los acompañaba el matrimonio Van Pels, su hijo Peter, además del Dr Pfeffer: todos ellos judíos.
En el primer cumpleaños que pasa Ana en el escondrijo, recibe como regalo un diario. Durante su terrible encierro, el hecho de escribir adquiere para ella una importancia cada vez mayor. Anota: “Si no escribiera, me asfixiaría”.
Durante la reclusión, Ana y Peter conocen el amor. El amor puro y quimérico propio de la adolescencia. Tomados de las manos, a hurtadillas, por las noches persiguen las estrellas en el negro firmamento que, mentiroso, les ofrece una vida libre y sin fin. Para entonces el mayor deseo de Ana era llegar a ser escritora o periodista. Apunta unas semanas antes de su captura: “Cuando acabe la guerra quisiera publicar un libro titulado ‘La casa de atrás’ y mi diario podría servir de base para él”.
El día 4 de agosto de 1944, durante el brutal arresto de la familia, el pequeño diario cae al suelo y queda ahí… olvidado entre el polvo y la soledad... Días después lo encuentra uno de sus protectores holandeses. En un párrafo Ana se refiere a ellos: “Mientras algunos muestran su heroísmo en la guerra o frente a los alemanes, nuestros protectores lo hacen con el buen ánimo y el cariño que nos demuestran”.
Al término de la guerra, de los detenidos de la casa de atrás sólo sobrevive Otto, el padre, ya que Edith, Margot y Ana, habían fallecido víctimas de una epidemia de tifo en el campo de Bergen-Belsen. Era el mes de marzo de 1945 y estaban a sólo unas semanas de la liberación de los campos de concentración y exterminio.
Aquel lejano día al que ahora me refiero, visitamos la casa de atrás convertida en museo. La tarde estaba encapotada, lluviosa y fría. Era una típica tarde holandesa propia de una primavera temprana. La casa de Ana está situada en Prinsengracht 263, frente a un bello canal, cerca del corazón de Ámsterdam. En las amarillentas páginas de su diario, con letra de adolescente y matizadas de amor, de esperanza, a la par que de incomprensión y de temor a la muerte, Ana la describe una y otra vez.
En aquellos momentos... ahí, de pie junto a sus ventanas, asomada a través de los vidrios parcialmente pintados, vi el canal y las casas vecinas. Sentí la presencia de Ana, de Margot, de Peter... Creí escucharlos... a ellos y a los millones de seres humanos que a diario pierden la libertad, la esperanza, la dignidad y la vida, a manos de sus semejantes. Redacta casi al final de su diario: “Estamos escondidos. Somos judíos encadenados. Encadenados a un único lugar. Sin derechos... Tenemos que encontrar valor y ser fuertes”.
De manera ingenua pensé que el sangriento siglo XX y sus horrendos holocaustos, habrían servido de enseñanza a la humanidad entera. Nada más erróneo ni más equivocado... Cada día que transcurre, se añaden nuevos nombres a la lista de los asesinos colectivos. Ya no solamente Franco, Stalin, Hitler, Mussolini, Busch, están en ella; no, cada día hay y habrá más y más necrófilos que incrementen este negro registro.
Una y otra vez insisto que respeto y admiro a las etnias en general. El concepto de pureza de raza lo considero propio de ignorantes o dementes. Estoy plenamente convencida de que nuestro material genético es la mezcla del DNA de más de 100,000 años de evolución y que esa maravillosa argamasa heredada, debería tener como resultado ideal, al hombre. Al hombre como una sola raza: la raza humana y un único credo: el amor.
El juramento Hipocrático nos compromete a preservar la vida humana, sin distinciones de género, edad, origen o estatus socioeconómico. Quizá es por eso que igual me lastima la muerte de un judío que la de un árabe. Igual duelen los húngaros, los gitanos, los kosovares, los albaneses, los macedonios, los turcos, los africanos o los iraquíes. O un católico, un protestante, un mahometano, que un budista... De la misma manera duele la muerte silenciosamente vergonzosa de nuestros niños por neumonía, diarrea o desnutrición, por hambre o por frío, que la del anciano abandonado, o la de los miles de indígenas, marginados, sobreviviendo apenas en la pobreza extrema.
Para Ana, para las Anas de todos los tiempos y países... para las Anas sin rostro ni nombre, asomarme a su mundo fue como cumplir una promesa no escrita, hecha por una adolescente a otra... que nunca conoció. Había pensado llamar a estos modestos reglones: La casa de Ana Frank, pero al conocer su deseo de llamar a ese primer libro: La casa de atrás, tomé prestado el nombre como un insignificante y póstumo homenaje a las víctimas del genocidio... De los holocaustos pasados, presentes y futuros...
¡Cuántos años tuvieron que pasar desde aquellos días en que vi las mudas lágrimas de mi madre correr por sus mejillas, para comprender su significado profundamente humano! Sólo que ahora que lo hago, ella, como Ana, tampoco está para saberlo.
Alicia Dorantes
9-VII-2009
Escucha mi voz, porque es la voz de los niños que sufren y sufren,
cuando los pueblos vierten su fe en las armas y en la guerra...
Hablo por las multitudes de cada país... que no quieren la guerra.
Karol Wojtyla
Cuando en el Taller de Creación Literaria que imparte el escritor y poeta Ignacio García, se me solicitaron unas cuartillas en donde explicara qué es para mí escribir, recordé a Ana. A la pequeña Ana Frank y pensé que como un tributo a ella y a los millones de víctimas del holocausto, de los genocidios cotidianos y anónimos, revivir estas olvidadas líneas.
Tiempo atrás tuve la oportunidad de realizar una travesía por el Viejo Continente en compañía de mi hija. El primer país que visitamos fue Holanda. El viaje se ajustó a la época de floración de sus mundialmente famosos tulipanes: los tulipanes holandeses, por lo que la primera ciudad que visitamos fue Ámsterdam, mágica e interesante tanto por su riqueza cultural como por sus profundas raíces históricas. En este instante, permítanme volver a los días de la infancia.
Mi generación nació cuando la Segunda Guerra Mundial devastaba Europa. En aquel tiempo oí, sin comprender, lo que allá acontecía. Y si para los adultos resulta difícil razonar los horrores que el ser humano es capaz de llevar a cabo en contra de un semejante, al niño y al adolescente, les resulta por completo incomprensible. Entre sueños recuerdo cuando por las noches, mis padres conversaban acerca de los horrores de la guerra y los genocidios perpetrados por los nazis. A aquella edad me era imposible comprender por qué por las mejillas de mi madre, corrían aquellas silenciosas lágrimas, entonces inexplicables ¿Por qué acongojarse por seres que ni conocíamos, que vivían tan lejos, sin hablar nuestro idioma ni creer en nuestro Dios? Tuvieron que pasar los años para dimensionar la tragedia.
Una tarde, mientras paseábamos, mi madre me señaló a una familia y en voz baja dijo:
-Mira, ellos son judíos.
A no ser porque su piel era más blanca que la nuestra, su pelo ensortijado y rubio y sus ojos del color del cielo, los vi exactamente igual que nosotros. Tenían una cabeza, dos brazos y dos piernas: como todos en casa. Así que olvidé lo de: …son judíos.
Siendo una adolescente -cuando las impresiones llegan directa y profundamente al alma- cayó en mis manos un pequeño libro. Su autora tenía al escribirlo, la misma edad que yo en el momento de leerlo. Se titulaba El diario de Ana Frank. Lo leí y releí con avidez.
Imaginé a Ana, una chica cuyos únicos delitos fueron haber nacido judía y vivir en los terribles días del nazismo. La imaginé en ese estrecho escondite donde se refugió por algo más de dos años, en un intento de salvar su vida y la de su familia, hasta el día en que fueron cobardemente denunciados y deportados a los campos de exterminio. Ahí donde ella, su madre y su hermana, encontraron la muerte.
Ana Frank nació en 1929, en la ciudad alemana de Francfort del Meno. En 1933 Adolfo Hitler llegó al frente del partido nazi. Otto y Edith Frank, huyeron a Ámsterdam con sus pequeñas hijas: Margot y Ana. En 1940 Alemania se apoderó de Holanda. Otto Frank, en un último intento para salvar a la familia, improvisó un escondite en la parte posterior de sus oficinas. Guardaron ropa y algo de víveres, planeando permanecer ahí hasta el final de la guerra. El 6 de julio de 1942, un día después de haber recibido Margot, la hermana mayor de Ana, un citatorio para ingresar a trabajos forzados, se trasladaron al escondite. Los acompañaba el matrimonio Van Pels, su hijo Peter, además del Dr Pfeffer: todos ellos judíos.
En el primer cumpleaños que pasa Ana en el escondrijo, recibe como regalo un diario. Durante su terrible encierro, el hecho de escribir adquiere para ella una importancia cada vez mayor. Anota: “Si no escribiera, me asfixiaría”.
Durante la reclusión, Ana y Peter conocen el amor. El amor puro y quimérico propio de la adolescencia. Tomados de las manos, a hurtadillas, por las noches persiguen las estrellas en el negro firmamento que, mentiroso, les ofrece una vida libre y sin fin. Para entonces el mayor deseo de Ana era llegar a ser escritora o periodista. Apunta unas semanas antes de su captura: “Cuando acabe la guerra quisiera publicar un libro titulado ‘La casa de atrás’ y mi diario podría servir de base para él”.
El día 4 de agosto de 1944, durante el brutal arresto de la familia, el pequeño diario cae al suelo y queda ahí… olvidado entre el polvo y la soledad... Días después lo encuentra uno de sus protectores holandeses. En un párrafo Ana se refiere a ellos: “Mientras algunos muestran su heroísmo en la guerra o frente a los alemanes, nuestros protectores lo hacen con el buen ánimo y el cariño que nos demuestran”.
Al término de la guerra, de los detenidos de la casa de atrás sólo sobrevive Otto, el padre, ya que Edith, Margot y Ana, habían fallecido víctimas de una epidemia de tifo en el campo de Bergen-Belsen. Era el mes de marzo de 1945 y estaban a sólo unas semanas de la liberación de los campos de concentración y exterminio.
Aquel lejano día al que ahora me refiero, visitamos la casa de atrás convertida en museo. La tarde estaba encapotada, lluviosa y fría. Era una típica tarde holandesa propia de una primavera temprana. La casa de Ana está situada en Prinsengracht 263, frente a un bello canal, cerca del corazón de Ámsterdam. En las amarillentas páginas de su diario, con letra de adolescente y matizadas de amor, de esperanza, a la par que de incomprensión y de temor a la muerte, Ana la describe una y otra vez.
En aquellos momentos... ahí, de pie junto a sus ventanas, asomada a través de los vidrios parcialmente pintados, vi el canal y las casas vecinas. Sentí la presencia de Ana, de Margot, de Peter... Creí escucharlos... a ellos y a los millones de seres humanos que a diario pierden la libertad, la esperanza, la dignidad y la vida, a manos de sus semejantes. Redacta casi al final de su diario: “Estamos escondidos. Somos judíos encadenados. Encadenados a un único lugar. Sin derechos... Tenemos que encontrar valor y ser fuertes”.
De manera ingenua pensé que el sangriento siglo XX y sus horrendos holocaustos, habrían servido de enseñanza a la humanidad entera. Nada más erróneo ni más equivocado... Cada día que transcurre, se añaden nuevos nombres a la lista de los asesinos colectivos. Ya no solamente Franco, Stalin, Hitler, Mussolini, Busch, están en ella; no, cada día hay y habrá más y más necrófilos que incrementen este negro registro.
Una y otra vez insisto que respeto y admiro a las etnias en general. El concepto de pureza de raza lo considero propio de ignorantes o dementes. Estoy plenamente convencida de que nuestro material genético es la mezcla del DNA de más de 100,000 años de evolución y que esa maravillosa argamasa heredada, debería tener como resultado ideal, al hombre. Al hombre como una sola raza: la raza humana y un único credo: el amor.
El juramento Hipocrático nos compromete a preservar la vida humana, sin distinciones de género, edad, origen o estatus socioeconómico. Quizá es por eso que igual me lastima la muerte de un judío que la de un árabe. Igual duelen los húngaros, los gitanos, los kosovares, los albaneses, los macedonios, los turcos, los africanos o los iraquíes. O un católico, un protestante, un mahometano, que un budista... De la misma manera duele la muerte silenciosamente vergonzosa de nuestros niños por neumonía, diarrea o desnutrición, por hambre o por frío, que la del anciano abandonado, o la de los miles de indígenas, marginados, sobreviviendo apenas en la pobreza extrema.
Para Ana, para las Anas de todos los tiempos y países... para las Anas sin rostro ni nombre, asomarme a su mundo fue como cumplir una promesa no escrita, hecha por una adolescente a otra... que nunca conoció. Había pensado llamar a estos modestos reglones: La casa de Ana Frank, pero al conocer su deseo de llamar a ese primer libro: La casa de atrás, tomé prestado el nombre como un insignificante y póstumo homenaje a las víctimas del genocidio... De los holocaustos pasados, presentes y futuros...
¡Cuántos años tuvieron que pasar desde aquellos días en que vi las mudas lágrimas de mi madre correr por sus mejillas, para comprender su significado profundamente humano! Sólo que ahora que lo hago, ella, como Ana, tampoco está para saberlo.
Alicia Dorantes
9-VII-2009
1 comentario:
Leí El diario de Ana Frank como muchos púberes, entendiendo más que la temática racista, de guerra, ostentación del poder sobre alguien, eso que era tan elusivo: el sentimiento de una chica -como cualquiera en aquel tiempo-, que de pronto, quedaba sin su mundo, el de todos los días. Leí ese libro como leí Pregúntale a Alicia cuando todavía las drogas no eran el problema social y común a muchos jóvenes como lo es en esta época; y ahora, me parece que a pesar de que suena muy distinto un problema de persecusión por ser minoría al de la farmacodependencia y todo esto del "narco", que sí están asociados. Provienen de la misma fuente, de las mismas ambiciones ¡tan humanas! y espero que nadie se escandalice por que diga aquí que esa posibilidad que está en cada uno de nosotros aunque no se manifieste sino en ciertas circunstancias. Peor es negarlo, peor es seguir creyendo que los racistas, los que buscan el dinero fácil, los placeres instantáneos son otros y que nosotros nunca seremos así (¡bendito dios!, habrán de exclamar muchos, supongo). Creo que por eso no aprendemos de la Historia, ni de las historias que a diario nos acontecen, vemos en pantalla tan campantes, tan acostumbrados a la guerra, el hambre, la pobreza, etc. mientras a nosotros no nos toque. Pero bueno, es sólo otra de estas reflexiones mías que espero no incomoden demasiado. Ana Frank para mí, sólo fue una muchacha como cualquier otra, como yo...pude haber sido yo, y que sí, estaba prisionera de un mundo que ella no entendía por qué tenía las reglas que tenía. A veces, no es necesario ser judía, ni haber vivido en la Alemania de Hitler, por ejemplo, para estar prisionera de una cultura -patriarcal, llena de prejuicios, muchos de ellos originados en la religión o malentendida por los laicos-, una muchacha que pudo igual ser sojuzgada por su "tribu" y ser sometida a lo que tengo entendido más o menos que eran sometidas las mujeres judías por sus propios padres, custodios de su virtud, de sus actos, en fin. No se necesita en muchas partes del mundo -aún hoy-, ser judía para estar prisionera de su propio cuerpo, que no le pertenece y ser tratada con indignidad ahí, en el seno mismo de su familia. Y crecer viendo cómo se trata a las mujeres, a los niños, a los ancianos, a los enfermos mentales (eso lo veo yo a diario) y no precisamente extraños, nazis, racistas, sino muchas veces, la misma familia...
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