C.S. LEWIS
Es fácil establecer un contraste entre la apreciación puramente musical de una sinfonía y la actitud de aquellas personas para quienes su audición es tan sólo, o sobre todo, un punto de partida para alcanzar cosas tan inaudibles (y, por lo tanto, tan poco musicales) como las emociones y las imágenes visuales. En cambio, en el caso de la literatura nunca puede haber una apreciación puramente literaria similar a la que permite la música. Todo texto literario es una secuencia de palabras, y los sonidos (o sus equivalentes gráficos) son palabras en la medida en que a través de ellos la mente alcanza algo que está más allá. Ser una palabra significa precisamente eso. Por tanto, aunque atravesar los sonidos musicales para llegar a algo inaudible y no musical pueda ser una mala manera de abordar la música, atravesar las palabras para llegar a algo no verbal y no literario no es una mala manera de leer. Es, simplemente, leer. Si no, deberíamos decir que leemos cuando dejamos que nuestros ojos se paseen por las páginas de un libro escrito en una lengua que desconocemos, y podríamos leer a los poetas franceses sin necesidad de aprender el francés. Lo único que exige la primera nota de una sinfonía es que sólo prestemos atención a ella. En cambio, la primera palabra de la Ilíada dirige nuestra mente hacia la ira: hacia algo que conocemos al margen del poema e, incluso, al margen de la literatura.
Con esto no quiero prejuzgar acerca de
la discusión entre quienes afirman que «un poema no debería significar sino
ser» y quienes lo niegan. Sea o no esto cierto del poema, no cabe duda de que
las palabras que lo integran deben significar. Una palabra que sólo «fuese», y
que no «significase», no sería una palabra. Esto vale incluso para la poesía
sin sentido. En su contexto, boojum no es un mero ruido. Si
interpretásemos el verso de Gertrude Stein a rose is a rose («una rosa
es una rosa») como arose is arose («surgió es surgió»), ya no sería el
mismo verso.
Cada arte es él mismo y no cualquier otro arte. Por tanto, todo principio general que descubramos deberá tener una forma específica de aplicación en cada una de las artes. Lo que ahora nos interesa es descubrir cómo se aplica correctamente a la lectura la distinción que hemos establecido entre usar y recibir. ¿Qué actitud del lector carente de sensibilidad literaria corresponde a la concentración exclusiva del oyente sin sensibilidad musical en la «melodía principal», y al uso que éste hace de ella? Para averiguarlo podemos guiarnos por el comportamiento de esos lectores. A mi entender éste presenta las siguientes características:
1. Nunca, salvo por obligación, leen
textos que no sean narrativos. No quiero decir que todos lean obras de
narrativa. Los peores lectores son aquellos que viven pegados a «las noticias».
Día a día, con apetito insaciable, leen acerca de personas desconocidas que, en
lugares desconocidos y en circunstancias que nunca llegan a estar del todo
claras, se casan con (o salvan, roban, violan o asesinan a) otras personas
igualmente desconocidas. Sin embargo, esto no los diferencia sustancialmente de
la categoría inmediatamente superior: la de los lectores de las formas más
rudimentarias de narrativa. Ambos desean leer acerca del mismo tipo de hechos.
La diferencia consiste en que los primeros, como Mopsa en la obra de
Shakespeare, quieren «estar seguros de que esos hechos son verdaderos». Ello se
debe a que es tal su ineptitud literaria que les resulta imposible considerar
la invención una actividad lícita o tan siquiera posible. (La historia de la
crítica literaria muestra que Europa tardó siglos en superar esta barrera.)
2. No tienen oído. Sólo leen con los
ojos. Son incapaces de distinguir entre las más horribles cacofonías y los más
perfectos ejemplos de ritmo y melodía vocálica. Esta falta de discernimiento es
la que nos permite descubrir la ausencia de sensibilidad literaria en personas
que por lo demás ostentan una elevada formación. Son capaces de escribir «la
relación entre la mecanización y la nacionalización» sin que se les mueva un
pelo.
3. Su inconsciencia no se limita al
oído. Tampoco son sensibles al estilo, e incluso llegan a preferir libros que
nosotros consideramos mal escritos. Haced la prueba y ofreced a un lector de
doce años sin sensibilidad literaria (no todos los muchachitos de esa edad carecen
de ella) La isla del tesoro a cambio de la historieta de piratas que
constituye su dieta habitual; o bien, a un lector de la peor clase de ciencia
ficción Los primeros hombres en la luna de Wells. A menudo os llevaréis
una desilusión. Al parecer les estaréis ofreciendo el tipo de cosas que les
gustan, pero mejor hechas: descripciones que realmente describen, diálogos
bastantes verosímiles, personajes claramente imaginables. Picotearán un poco
aquí y allá, y en seguida lo dejarán de lado. Ese tipo de libro contiene algo
que los desconcierta.
4. Les gustan las narraciones en las que el elemento verbal se reduce al mínimo: «tiras» donde la historia se cuenta en imágenes, o filmes con el menor diálogo posible.
5. Lo que piden son narraciones de
ritmo rápido. Siempre debe estar «sucediendo» algo. Sus críticas más comunes se
refieren a la «lentitud», al «detallismo», etc., de las obras que rechazan.
No es difícil descubrir el origen de
todo esto. Así como el oyente que no sabe escuchar música sólo se interesa por
la melodía, el lector sin sensibilidad literaria sólo se interesa por los
hechos. El primero descarta casi todos los sonidos que la orquesta produce
realmente: lo único que quiere es tararear la melodía. El segundo descarta casi
todo lo que hacen las palabras que tiene ante sus ojos: lo único que quiere es
saber qué sucedió después.
Sólo lee relatos porque únicamente en
ellos puede encontrar hechos. Es sordo para el aspecto auditivo de lo que lee
porque el ritmo y la melodía no le sirven para descubrir quién se casó con (o
salvó, robó, violó o asesinó a) quién. Le gustan las «tiras» y los filmes donde
casi no se habla porque en ellos nada se interpone entre él y los hechos. Y les
gusta la rapidez porque en un relato muy rápido sólo hay hechos.
Sus preferencias estilísticas requieren
un comentario más extenso. Podría parecer que se tratase en este caso de un
gusto por lo malo como tal, por lo malo en virtud de su maldad. Sin embargo,
creo que no es así.
Tenemos la impresión de que nuestro
juicio sobre el estilo de una persona, palabra por palabra y oración por
oración, es instantáneo. Sin embargo, siempre es posterior, por infinitesimal
que sea el intervalo, al efecto que las palabras y las oraciones producen en
nosotros. Cuando leemos en Milton la expresión «sombra escaqueada» en seguida
imaginamos cierta distribución de las luces y de las sombras, que se nos
aparece con una intensidad e inmediatez desacostumbradas, produciéndonos
placer. Por tanto, concluimos que la expresión «sombra escaqueada» es un
ejemplo de buen estilo. El resultado demuestra la excelencia de los medios
utilizados. La claridad del objeto demuestra la calidad de la lente con que lo
miramos. Si, en cambio, leemos el pasaje del final de Guy Mannering,
donde el héroe contempla el cielo y ve los planetas «rodando en su líquida
órbita de luz», la imagen de los planetas rodando ante los ojos, o de las
órbitas visibles, es tan ridícula que ni siquiera intentamos construirla.
Aunque interpretásemos que órbitas no es el término deseado, sino orbes, la
cosa no mejoraría, porque a simple vista los planetas no son orbes o esferas,
ni siquiera discos. Lo único que encontramos es confusión. Por tanto, decimos
que ese pasaje de Scott está mal escrito. La lente es mala porque no podemos
ver a través de ella. Análogamente, cada oración que leemos proporciona o no
satisfacción a nuestro oído interior. Sobre la base de esta experiencia
declaramos que el ritmo del autor es bueno o malo.
Cabe señalar que todas las experiencias
en que se basan nuestros juicios dependen de que tomemos en serio las palabras.
Si no prestamos plena atención tanto al sonido como al sentido, si no estamos
sumisamente dispuestos a concebir, imaginar y sentir lo que las palabras nos
sugieren, seremos incapaces de tener esas experiencias. Si no tratamos
realmente de mirar la lente, no podremos descubrir si ésta es buena o mala.
Nunca podremos saber si un texto es malo, a menos que hayamos empezado por
tratar de leerlo como si fuese bueno, para luego descubrir que con ello el
autor estaba recibiendo un cumplido que no merecía. En cambio, el mal lector
nunca está dispuesto a prodigar a las palabras más que el mínimo de atención
que necesita para extraer del texto los hechos. La mayoría de las cosas que
proporciona la buena literatura —y que la mala no proporciona— son cosas que
ese lector no desea y con las que no sabe qué hacer.
Por eso no valora el buen estilo. Por
eso, también, prefiere el mal estilo. Los dibujos de las «tiras» no necesitan
ser buenos: si lo fuesen, su calidad constituiría incluso un obstáculo. Porque
cualquier persona u objeto ha de poder reconocerse en ellos de inmediato y sin
esfuerzo. Las figuras no están para ser examinadas en detalle sino para ser
comprendidas como proposiciones; apenas se diferencian de los jeroglíficos.
Pues bien: la función que desempeñan las palabras para el mal lector es más o
menos ésa. Para él, la mejor expresión de un fenómeno o de una emoción (las
emociones pueden formar parte de los hechos) es el cliché más gastado: porque
permite un reconocimiento inmediato. «Se me heló la sangre» es un jeroglífico
que representa el miedo. Lo que un gran escritor haría para tratar de expresar
la singularidad de determinado miedo supone un doble obstáculo para este tipo
de lector. De una parte, se le ofrece algo que no le interesa. De la otra, eso
sólo se le ofrece si está dispuesto a dedicar a las palabras una clase y un
grado de atención que no desea prodigarles. Es como si alguien tratase de
vendernos algo que no nos sirve a un precio que no queremos pagar. El buen
estilo le molestará porque es demasiado parco para lo que le interesa, o bien
porque es demasiado rico. En un pasaje de D. H. Lawrence donde se describe un
paisaje boscoso —o en otro de Ruskin, que describe un valle rodeado de
montañas— encontrará muchísimo más de lo que es capaz de utilizar. Pero quedará
insatisfecho con el siguiente pasaje de Malory: «Llegó ante un castillo grande
y espléndido, con una poterna hacia el mar, que estaba abierta y sin guardia;
en la entrada sólo había dos leones, y la luna brillaba». Tampoco estaría
satisfecho si en lugar de: «Se me heló la sangre» leyese: «Tenía un miedo
terrible». Para la imaginación del buen lector, este tipo de enunciación
escueta de los hechos suele ser más evocativa. Pero el malo no se conforma con
que la luna brille. Preferiría que le dijeran que el castillo estaba «sumido en
el plateado diluvio de la luz lunar». Esto se explica en parte por la escasa
atención que presta a las palabras. Si algo no se destaca, si el autor no lo
«adereza», lo más probable es que pase inadvertido. Pero lo decisivo es que
busca el jeroglífico: algo que desencadene sus reacciones estereotipadas ante
la luz de la luna (desde luego, tal como aparece en los libros, las canciones y
los filmes; creo que los recuerdos del mundo real son muy tenues e influyen
apenas en su lectura). Por tanto, su manera de leer adolece paradójicamente de
dos defectos. Carece de la imaginación atenta y obediente que le habría
permitido utilizar cualquier descripción completa y detallada de una escena o
de un sentimiento. Y, de otra parte, también le falta la imaginación fecunda,
capaz de construir (en el momento) la escena basándose en los meros hechos. Por
tanto, lo que pide es un decoroso simulacro de descripción y análisis, que no
requiera una lectura atenta, pero que baste para hacerle sentir que la acción
no se desarrolla en el vacío: algunas referencias vagas a los árboles, la
sombra y la hierba, en el caso de un bosque; o alguna alusión al ruido de
botellas destapadas y a mesas desbordantes, en el caso de un banquete. Para
esto, nada mejor que los clichés. Este tipo de pasajes le impresionan tanto
como el telón de fondo al aficionado al teatro: nadie le presta realmente
atención, pero todos notarían su ausencia si no estuviera allí. Así pues, el
buen estilo casi siempre molesta, de una manera u otra, a este tipo de lector.
Cuando un buen escritor nos lleva a un jardín suele darnos una imagen precisa
de ese jardín particular en ese momento particular —descripción que no necesita
ser larga, pues lo importante es saber seleccionar—, o bien se limita a decir:
«Fue en el jardín, por la mañana temprano». Al mal lector no le gusta una cosa
ni la otra. Lo primero le parece mero «relleno»: quiere que el autor «se deje
de rodeos y vaya al grano». Lo segundo le espanta como el vacío: allí su
imaginación no puede respirar.
Hemos dicho que el interés de este tipo
de lector por las palabras es tan reducido que su uso de ellas dista mucho de
ser pleno. Pero conviene señalar la existencia de un tipo diferente de lector,
que se interesa muchísimo más por ellas, si bien no de la manera correcta. Me
refiero a los que llamo «fanáticos del estilo». Cuando cogen un libro, estas
personas se concentran en lo que llaman su «estilo» o su «lenguaje». El juicio
que éste les merece no se basa en sus cualidades sonoras ni en su capacidad
expresiva, sino en su adecuación a ciertas reglas arbitrarias. Para ellos, leer
es una caza de brujas permanentemente dirigida contra los americanismos, los
galicismos, las oraciones que acaban con una preposición y la inserción de
adverbios en los infinitivos. No se preguntan si el americanismo o el galicismo
en cuestión enriquece o empobrece la expresividad de nuestra lengua. Tampoco
les importa que los mejores hablantes y escritores ingleses lleven más de un
milenio construyendo oraciones acabadas con preposiciones. Hay muchas palabras
que les desagradan por razones arbitrarias. Una es «una palabra que siempre han
odiado»; otra «siempre les sugiere determinada cosa». Ésta es demasiado común;
aquélla, demasiado rara. Son las personas menos cualificadas para opinar sobre
el estilo, porque jamás aplican los únicos dos criterios realmente pertinentes:
los que sólo toman en cuenta (como diría Dryden) su aspecto «sonante y
significante». Valoran el instrumento por cualquiera de sus aspectos menos por
su idoneidad para realizar la función que se le ha asignado; tratan la lengua
como algo que «es», no como algo que «significa»; para criticar la lente la
miran en lugar de mirar a través de ella. Se ha dicho muchas veces que la ley
sobre la obscenidad literaria se aplicaba exclusivamente contra determinadas
palabras, y que los libros no se prohibían por su intención sino por su
vocabulario; de manera que un escritor podía administrar sin trabas a su
público los afrodisíacos más poderosos siempre y cuando fuese capaz —¿qué escritor
competente no lo es?— de evitar los vocablos interdictos. Los criterios del
fanático del estilo son tan ineficaces —aunque por otra razón— como los de esa
ley; equivocan su objetivo de la misma manera. Si la mayoría de las personas
son iliteratas, él es «antiliterato». Crea en la mente de esas personas (que,
por lo general, han tenido que soportarlo en la escuela) una aversión hasta por
la palabra estilo, y una profunda desconfianza por todo libro del que se diga
que está bien escrito. Si estilo es lo que aprecia el fanático del estilo,
entonces esa aversión y esa desconfianza están totalmente justificadas.
Como ya he dicho, el oyente que no sabe escuchar música selecciona la melodía principal; la utiliza para tararearla o silbarla, y para entregarse a ensoñaciones emocionales e imaginativas. Por supuesto, las melodías que más le gustan son las que más se prestan a ese tratamiento. Del mismo modo, el mal lector selecciona los hechos, «lo que sucedió». Los tipos de hechos que más le gustan concuerdan con la forma en que los utiliza. Podemos distinguir tres tipos principales.
Le gusta lo «emocionante»: los peligros
inminentes y los escapes por un tris. El placer consiste en la permanente
excitación y distensión de la ansiedad (indirecta). El hecho de que existan
jugadores demuestra que muchas personas encuentran placer incluso a través de
la ansiedad real, o, al menos, que ésta es un ingrediente necesario de la
actividad placentera. La popularidad de que gozan las demostraciones de los
rompecoches y otros espectáculos de ese tipo demuestra que la sensación de
miedo, cuando va unida a la de un peligro real, es placentera. Las personas de
espíritu más templado buscan el peligro y el miedo reales por mero placer. En
cierta ocasión un montañero me dijo lo siguiente: «Una ascensión sólo es
realmente divertida si en algún momento uno jura que si logra bajar con vida
jamás volverá a subir a una montaña». El hecho de que la persona que no sabe
leer bien desee «emociones» no tiene nada de asombroso. Es un deseo que todos
compartimos. A todos nos gusta estar pendientes de un final reñido.
En segundo lugar, le gusta que su
curiosidad sea excitada, exacerbada y, finalmente, satisfecha. De ahí la
popularidad de los relatos de misterio. Este tipo de placer es universal y, por
tanto, no necesita explicación. A él se debe gran parte de la alegría que
siente el filósofo, el científico o el erudito. Y también el cotilla.
En tercer lugar, le gustan los relatos
que le permiten participar —indirectamente, a través de los personajes— del
placer o la dicha. Esos relatos son de varios tipos. Pueden ser historias de
amor, que, a su vez, pueden ser sensuales y pornográficas o sentimentales y
edificantes. Pueden ser relatos cuyo tema sea el éxito en la vida: historias
sobre la alta sociedad o, simplemente, sobre la vida de gente rica y rodeada de
lujos. Será mejor no suponer que en cualquiera de estos casos el placer
indirecto siempre es un sucedáneo del placer real. No sólo las mujeres feas y
no amadas leen historias de amor; no todos los que leen historias sobre éxitos
son unos fracasados. Distingo entre estas clases de historias por razones de
claridad. De hecho, la mayoría de los libros sólo pertenecen en su mayor parte
pero no por completo a una u otra de dichas clases. Los relatos de emoción o de
misterio suelen incluir —a menudo automáticamente— un «toque» de amor. La
historia de amor, el idilio o el relato sobre la alta sociedad deben tener
algún ingrediente de suspense y ansiedad, por trivial que sea.
Que quede bien claro que el lector sin
sensibilidad literaria no lee mal porque disfrute de esta manera con los
relatos, sino porque sólo es capaz de hacerlo así. Lo que le impide alcanzar
una experiencia literaria plena no es lo que tiene sino lo que le falta. Bien
podría haber hecho una cosa sin dejar de hacer las otras. Porque hay buenos
lectores que también disfrutan de esa manera cuando leen buenos libros. A todos
se nos corta la respiración mientras el Cíclope tantea el cuerpo del carnero
que transporta a Ulises, y nos preguntamos cómo reaccionará Fedra (e Hipólito)
ante el inesperado regreso de Teseo, o cómo influirá la deshonra de la familia
Bennet sobre el amor de Darcy por Elizabeth. Nuestra curiosidad se excita
muchísimo cuando leemos la primera parte de Confesiones de un pecador
justificado, o al enterarnos del cambio de conducta del general Tilney.
Deseamos intensamente poder descubrir quién es el desconocido benefactor de Pip
en Grandes esperanzas. Cada estrofa de The House of Busirane de
Spenser estimula nuestra curiosidad. En cuanto al goce indirecto de la dicha
imaginada, la mera existencia del género pastoril le asegura un puesto
respetable en la literatura.
Y en los demás géneros, si bien no exigimos que todo relato tenga un final feliz, cuando éste se produce, y encaja bien y está bien hecho, disfrutamos, sin duda, de la dicha de los personajes. Estamos dispuestos incluso a disfrutar indirectamente de la realización de deseos totalmente irrealizables, como los de la escena de la estatua en Cuento de invierno; porque ¿hay acaso deseo más irrealizable que el de que resucite la persona a quien hemos tratado con crueldad e injusticia, y que ésta nos perdone, y que «todo vuelva a ser como antes»? Quienes sólo buscan en la lectura esa felicidad indirecta son malos lectores; pero se equivocan quienes afirman que el buen lector nunca puede gozar también de ella.
En La Experiencia De Leer
Traducción: Ricardo Pochtar
Imagen: © Bettmann/CORBIS
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