SÚBITOS, BREVES Y ELECTRÓNICOS
Con
la novedad que el mundo entró en su siguiente era glacial y somos el recuerdo
de un sobreviviente que cae en el nocturno caracol de Dios, por tanto debo
apurar mi llamada.
-Hey, madre, soy yo. Escuche, no quiero que me
haga un regalo esta Navidad…. -¿Qué? –ella responde con sobresalto, como si estuviera escuchando la ruda grabación de la interrupción de su servicio por falta de pago o los reclamos de la empleada embarazada por los labios colectivos. Y con lo que solamente basta al habla, ya bajo la vista a mis pies bailando sobre el mismo lugar, temeroso de verle los ojos, no obstante mi madre se halla a varios kilómetros de distancia.
-No quiero que me haga un regalo de navidad
este año. De hecho, Navidad me deprime. Las canciones son malas. Se malgasta
electricidad. La gente maneja como loca. La tasa de suicidios se eleva en esta
época del año, especialmente en Groelandia. Para terminar, en Veracruz no
nieva.
-¿Qué te pasa? ¿Necesitas dinero?-No, madre. No necesito dinero.
-Bueno, Bartolo, no sé qué decir. Mira, se trata de una ocasión importante en todo el mundo, la fecha del nacimiento de nuestro señor Santa Claus. Mmm, debe ser que nadie se acuerda de tu cumpleaños
Dentro de la grandeza interna del eco, imagino
que ella debe estar haciendo suya las señas de mi padre, sobre que me volví
loco al salir de casa.
-Madre, he descubierto que Navidad no se halla
en la Biblia. Pregunta si no me crees. -Está bien, puesto que no quieres saber nada de Navidad, al menos puedes darte una vuelta y echarme una mano para arreglar el árbol…
-¿Eh? – mi sorpresa es similar a la reacción que debieron tener los magos de Oriente, la vez que se quedaron viendo al cielo y vieron un ovni en forma de estrella.
-Mira, no puedo. Estoy escribiendo una novela
-Escribe un libro para niños. Tengo la idea para ti: Considera un puñado de niños acostumbrados a comer fritangas embolsadas y gaseosas y eso los lleva a volar…
-¿Por qué? ¿Porque las botanas contienen pequeñas dosis de marihuana en sabor queso cheddar?
-Sí, hijo, siendo todos capaces de visitar a Udo de Aquisgrán en su hermosa montaña flotante. Yo los llamo los niños Pink Freud, pero no termino de conceptualizarlos por completo. Quizás tú, con tu sentido de la melancolía, consigas una fabula contemporánea de la melancolía y el libro inspire a obedecer a aquellos infantes que apuntan con su dedito a la profesora e imitan el sonido de una detonación: “¡Pau, pau, pau!”.
-Estoy muy ocupado en mi novela, ma…
-Entiendo, no quieres que te haga un regalo
esta Navidad-Gracias, Ahora, ¿Le podrías pasar el recado a la tía Rufina y los demás? No me queda crédito para hacer más llamadas.
El siguiente ruido es la descompostura de un
oso bipolar y su inútil impulso, por asirse al plano ampliado de mi frialdad.
Hoy es Nochebuena y mañana es Navidad.
Tres golpes tímidos llaman a mi puerta. Es
Estela, mi vecina. Estela es pésima negociadora para solicitar una taza de
harina, sobre todo en la población que nunca comete errores iniciales.
-Me apena interrumpir tu hora de televisión,
pero necesito que me hagas un favor
Ambos no encaminamos al departamento antípoda
que atañe al contrato de arrendamiento con los Domínguez. El poeta Hölderling
tampoco llegó a pisar el suelo de Grecia jamás. Es obvio lo que allí sucedió.
En el interior, José, María y Jesús Domínguez se quedaron dormidos, bajo la
potencia silenciosa de la resaca lunar. Fue entonces que el corto circuito de
las guías de luz, esta mercancía inflamable de procedencia china, puso el árbol
en llamas. En la medida que el árbol decorado se consumía gradualmente, el humo
negro es aspirado como granos de café molido, llenando los pulmones de los
inquilinos dormidos y aniquilándolos. Ahora yacían inmóviles. Lo sensato a
escribir en sus lápidas es: “No Smoking”.
Gracias a que Estela posee mayores
pensamientos volátiles, escapó ilesa.
Estela Domínguez y yo envolvimos los cuerpos
con las cortinas del baño y los arrojamos al contenedor de basura al final del
estacionamiento. La noche es cómplice de nuestros pasos. Iniciando el año
nuevo, el conserje del edificio habrá de juntar los cadáveres con los
periódicos acumulados y las revistas atrasadas, las cajas de cartón colapsadas
en un solo color y las bolsas negras de basura en distintos tamaños, y dejará
todo perfectamente apilado en la banqueta. Aquí es Veracruz, donde tres
cadáveres únicamente atraen la atención si no son debidamente dispuestos entre
los desechos. Los cadáveres son como los árboles de Navidad. Esperan por los
centros de acopio y la participación ciudadana, para ser recolectados y
triturados, entonces servir de fertilizante a los parques y jardines
municipales.
-Estela –yo me dirijo a ella, una vez que la
tarea macabra nos descubre ociosos y nos sentamos a tomar un grato chocolate
caliente, encima de las cenizas de un sofá. -Qué interesante Navidad, ¿no te
parece?-
-Muy rara – responde, masticando una galleta.
-¿Cómo te sientes?
-Supongo que debo ser considerada una huérfana
ahora.
-Estela, los caudillos y las seductoras de las
grandes novelas, todos son huérfanos.
-Es cierto, aunque extraño mucho mi familia.
Más en un modo abstracto, ya la casa está abierta de tal modo que el duelo no
me encontrará.
-Por supuesto
-Chispas, si un día decido convertirme en una
novelista. O siquiera una conductora de televisión, esta Navidad me dará un
montón de credibilidad
-Estela, siento mucho el terrible accidente
ocurrido a tus padres y a tu hermano
-Gracias.
-Hay un proverbio ruso que dice, más o menos,
así: “Nunca tengas un picnic con el unicornio, puesto que un cónico carámbano
no es competencia”.
-Bartolo es tu nombre, ¿Verdad?... ¿Tú también
eres huérfano?
-No completamente, pero nadie recuerda mi
cumpleaños hoy…
Ella mira debajo de mi nombre.
Yo temo dar un paso en falso en la obscuridad
de su pecho.
-Me voy, Estela. Si necesitas algo, ya sabes
donde localizarme – digo, encontrando a la salida.
Tengo que decir algo. Cogí la pluma para eso, cogí mi alma para eso.
¿Qué iba decir? Yo iba a inventar algo. Al momento, tocan la puerta. El
visitante de Porlock. No, es Estela nuevamente, cargando una caja azul de
zapatos.
-Esto es para ti –dice y me entrega el pesado
paquete.
No espero encontrar manzanas doradas en
dimensiones tan tibias, pero al mirar la atiborrada de carcajadas circulares,
me surge la representación de la cornucopia. Era un objeto maravilloso.
-Es una reliquia. Lo conseguí en Mercado
Libre. Ni siquiera sé qué hacer con ello, pues yo ni siquiera sé leer música.
Quiero que lo tengas.
Alabo el obsequio y el extraordinario gusto de
la donante. Estela me devuelve la sonrisa, con cierta reserva, pues los dos
somos Virgo y preferimos morir antes de insinuarnos uno al otro. Lacan igual
que Freud, sustenta la tesis que dos tabletas de Excedrin permiten a la
naturaleza tomar su curso. Creí soñar con mi madre, mientras Estela buscaba un
cajón donde guardar su ropa. No estoy aún seguro de su mudanza, pero gracias al
solsticio de invierno, la calle 34 y la Corona de Adviento, un milagro súbito,
breve y navideño había ocurrido: No me encontraba solo en adelante.
B). CLAUSTROFOBIA
Claustrofobia
es el miedo irracional a Santa Claus.
Los
contornos del asilo dando acogida a mi padre no pueden curarlo ni las letras
brillantes, aunque me gustan los focos colgando en burbujas de luz artificial
para adquirir la forma de una botella. Toco el timbre, que entona las notas
perfectas de “We Wish You a Merry
Christmas”, con toda la fatiga de mi cuerpo. Una mujer abre la puerta, con
una copa de vino en la mano, como si la navidad fuera una brutal competencia de
dipsómanos.
-Adelante.
No te conozco ni entiendo por qué no te abrigas mejor, pero pasa, la gente está
lista para empezar la cena
-Soy
el hijo de papá Noel
-Oh
No
hubo otro argumento por mi comentario y dio otro sorbo a su copa, dejando claro
que lo dicho por mí, no venía al caso. Enseguida, me toma del brazo y me
encamina al interior.
-Puedes
decirme Maruca, si quieres. Yo soy la auxiliar de “Servicios de Admisión” aquí
-comenta, sin levantar la vista de su copa. Yo no le respondo, sino que me
dedico a mirar los filos de la puerta donde se halla la fiesta y la gente del
hospital se ha reunido con sus familiares. Siento que todo pesa hacia arriba y
mi acompañante, con la sonrisa de un sol, anuncia:
-¡Atención,
todo el mundo! ¡Tenemos un nuevo invitado, es el hijo de papá Noel!
Hay
una pausa en el ajetreo de la sala, entonces todos dirigen las miradas y las
exclamaciones hacia el hombre en silla de ruedas, impulsado por el palmoteado
en las espaldas.
-Suerte
que tengo un hijo, porque mi dinero al igual que yo, tenemos muy mala memoria…
-Hey,
Te ves bien. Me doy cuenta que has hecho muchos amigos aquí…
-¿Te
das cuenta? El asilo comparte el secreto de las comunas que le sentaban tan
bien a Cristo. Qué sé yo, como dicen, desconectarte de la vida es eutanasia y
todos los ancianos son ridículos para quien los ve desde afuera.
-Sí,
ya te entiendo, pero ¿Cuál es el gran secreto? –pregunto, intrigado.
-¿Le
decimos? – papá Noel se dirige a Maruca.
-Por
qué no, es tu hijo…¡Qué mejor regalo! –responde Maruca
-Bueno
Papá
Noel tiene un cirio encendido en el bolsillo y la gente se arremolina alrededor
nuestro un poco más apretado, como si se tratara de una intima reunión de
fogata. Sonrío a la muchacha con ojos bonitos y piercing en la nariz enardecida. Al mismo tiempo, una anciana
acarrea una bota navideña en fieltro.
-Todos
ponen su nombre en una pequeña tira de papel y lo colocamos dentro de la bota
de tela y lo sacudimos con fuerza, de modo que no haya trampa ni entripados.
-Me
emociona todas las veces que escucho la misma historia –exclama la chica
anónima.
-Entonces,
al punto de la medianoche, el niño Jesús mete su mano santa al enorme calcetín
y elige un nombre al azar.
-¿Qué
le sucede al ganador?
-Lo
perseguimos y nos lo comemos.
-¿Se
refieren a la persona?
-Sí,
lo hacemos en solidaridad con todos los pavos vivos –reitera la voz a mi
izquierda, sin rostro.
-Solo
espero que no toque en turno uno de esos bebés que apenas caminan otra vez.
Cada vez que sucede, muchos se quedan con hambre – añade otra voz, a mi derecha.
-Te
digo, los ataques de claustrofobia son muy comunes aquí – comenta papá Noel
Aprovechando
la ocasión en que Pedrito el Negro volvía
del baño, digo a todos adiós. “Ahhhh”, exclama el salón entero, al escuchar mi
despedida. Uno no tiene que ser Frosty, el muñeco bipolar, ni el aguafiestas de
la nariz roja, sino conocer el arte menor del abandono social, justo antes de
que toque el turno de cantar al micrófono, de ser provocado de palabra o ser
devorado. No tengo tiempo de recuperar mis zapatos, al momento de alcanzar la
salida. Navidad en la cuarta dimensión. Por su parte, Santa Claus debe
mostrarte el genuino miedo a los espacios cerrados, el momento que busques
hacer tus pagos de última hora y la puerta del banco muestre su letrero que
dice: Hoy no abrimos.
C). EL INVIERNO DE NUESTRO DESCONTENTO
Mi primera nevada
fue en Central Park, dónde pensé reconocer todos los castillos de hielo en un
viento apurado de caracoles en el aire, como si hubiera bostezado Van Gogh.
Cada paso es el epílogo del asfalto. Dentro de Radio City Music Hall presencié
el cuadro de la Natividad más imponente del mundo, enteramente en vivo. Mi
cuerpo fue el incienso. Al punto de la medianoche, los versos de Hark, the Herald Angels Sing, con eco de
badajo, tomaron el rostro de mi esposa, por lo que la llamo estrella
transeúnte.
Se trataba de
cumplir un ciclo que hubo iniciado el primer Gabriel Fuster de tres
generaciones atrás. El llegó a New York a bordo de un barco de pasajeros, como
todos los inmigrantes saltando tres brincos de su dintel cartográfico, al
encuentro de la estatua anclada en el mar, repleta de luz urbana. A Gabriel
Fuster Aguirre le siguió Gabriel Fuster Jiménez, quien a su vez esperaba tener
un titán. El sueño de ambos es mi sueño. El año 1970 halla vestigios de una
fotografía en blanco y negro, mostrando al abuelo, recostado sobre la nieve, a
mitad de Central Park. En el buró descansa la fotografía de mi papá, quién
tiene copos de tiempo en los hombros. Volver al mismo sitio es la idea infinita
que cosquillea a Gabriel Fuster Salamanca, marcado por su condición de
heredero. Al paso de los años, acudo al encuentro de los sibaritas que habitan
al otro lado. En cada ocasión, el Arcángel Gabriel nos entrega las llaves de la
ciudad.
-¡Santo cielo!
–exclamo, preso del susto. La taza de cocoa queda detenida involuntariamente a
la altura de los labios entreabiertos.
-¿Qué sucede?
–murmura Judith, preocupada por mi expresión. Observa mi mano temblar y bajar
la bebida a la mesa, en tanto sigo con el dedo de mi otra mano la pequeña y
frágil calle 56th East hasta donde lo permite el marco de la ventana.
-No puedo creer lo
que acabo de ver – declaro, atormentado en el mismo punto de quiebre que supone
el horror cuando se roban la rosa de tu cama.
-¡Que fue lo que
viste?
-Vi a mi abuelo
pasar de largo…
-Déjate de juegos.
Las pastillas no han apaciguado el fuerte cólico y tengo el sufrimiento mental
de estar mirando a la cocina. Tranquilo, no es la primera vez que alguien
extraño guarda un parecido con las personas que queremos.
-Tienes razón…
-digo y abrazo mi cuerpo igual que trajera encima una camisa de fuerza. Judith
se impacienta, retira su plato y voltea a vigilar a la gente en las mesas
contiguas.
La calle se cunde
de faros desesperados, doblando la esquina para escapar al despliegue de los
pájaros, de un monumento a otro.
-Cielos, ahora es mi
papá
-¿Qué quieres decir
con “mi papá”?
-Mi papá, Gabriel
Fuster Jiménez. Diablos, ¿Qué calle es ésta?
-Basta, tienes que
detener esto….
No la escucho.
Salgo al clima severo en la acera. No encuentro a nadie. La ventisca enrosca
mis gritos infructuosos, siendo como si me contara secretos. O me recordara
quitarme los anteojos, porque hay un nudo ciego. Una fila de niños envueltos en
chocante aura púrpura rodea el estambre de cables de alto poder y se pierden en las luces zigzagueantes de Times Square.
Trato de agarrar a
uno de ellos, pero se zafa del brazo y se cobija bajo una caja de cartón, como
los ratones de la luna. El altoparlante en Ellis Island anuncia que habrá otro
éxodo de almas perdidas al siguiente minuto. El edificio Empire State es la
torre de marfil, iluminado de potentados envueltos en llamas por cientos, en su
interior. Zaratustra no halla contratiempo para vivir en la puerta giratoria de
su entrada, pues aparte de ejercitarse, siempre es el primero en salir a la
calle a repartir panfletos. Mi corazón explota y se conecta a las
ramificaciones azules y rojas que repliegan las venas y arterias del Metro
neoyorquino, en la certeza de que existe el dibujo arcaico del amor.
En Nueva York
sucede todo.
Otra vez, la nieve
cubre de abajo hacia arriba, en cuanto un par de manos agita el globo de
cristal.
GF / 21.12.12
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