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martes, enero 08, 2013

Gabriel Fuster: Tres cuentos de Navidad...




TRES CUENTOS DE NAVIDAD
SÚBITOS, BREVES Y ELECTRÓNICOS
 
      A). MILAGRO EN LA CALLE 34 GRADOS

      Con la novedad que el mundo entró en su siguiente era glacial y somos el recuerdo de un sobreviviente que cae en el nocturno caracol de Dios, por tanto debo apurar mi llamada.
       -Hey, madre, soy yo. Escuche, no quiero que me haga un regalo esta Navidad….

      -¿Qué? –ella responde con sobresalto, como si estuviera escuchando la ruda grabación de la interrupción de su servicio por falta de pago o los reclamos de la empleada embarazada por los labios colectivos. Y con lo que solamente basta al habla, ya bajo la vista a mis pies bailando sobre el mismo lugar, temeroso de verle los ojos, no obstante mi madre se halla a varios kilómetros de distancia.

-No quiero que me haga un regalo de navidad este año. De hecho, Navidad me deprime. Las canciones son malas. Se malgasta electricidad. La gente maneja como loca. La tasa de suicidios se eleva en esta época del año, especialmente en Groelandia. Para terminar, en Veracruz no nieva.
      -¿Qué te pasa? ¿Necesitas dinero?

      -No, madre. No necesito dinero.

      -Bueno, Bartolo, no sé qué decir. Mira, se trata de una ocasión importante en todo el mundo, la fecha del nacimiento de nuestro señor Santa Claus. Mmm, debe ser que nadie se acuerda de tu cumpleaños

Dentro de la grandeza interna del eco, imagino que ella debe estar haciendo suya las señas de mi padre, sobre que me volví loco al salir de casa.
           -Madre, he descubierto que Navidad no se halla en la Biblia. Pregunta si no me crees.

           -Está bien, puesto que no quieres saber nada de Navidad, al menos puedes darte una vuelta y echarme una mano para arreglar el árbol…

           -¿Eh? – mi sorpresa es similar a la reacción que debieron tener los magos de Oriente, la vez que se quedaron viendo al cielo y vieron un ovni en forma de estrella.
          -Mira, no puedo. Estoy escribiendo una novela

          -Escribe un libro para niños. Tengo la idea para ti: Considera un puñado de niños acostumbrados a comer fritangas embolsadas y gaseosas y eso los lleva a volar…

          -¿Por qué? ¿Porque las botanas contienen pequeñas dosis de marihuana en sabor queso cheddar?

         -Sí, hijo, siendo todos capaces de visitar a Udo de Aquisgrán en su hermosa montaña flotante. Yo los llamo los niños Pink Freud, pero no termino de conceptualizarlos por completo. Quizás tú, con tu sentido de la melancolía, consigas una fabula contemporánea de la melancolía  y el libro inspire a obedecer a aquellos infantes que apuntan con su dedito a la profesora e imitan el sonido de una detonación: “¡Pau, pau, pau!”.
-Estoy muy ocupado en mi novela, ma…
           -Entiendo, no quieres que te haga un regalo esta Navidad

           -Gracias, Ahora, ¿Le podrías pasar el recado a la tía Rufina y los demás? No me queda crédito para hacer más llamadas.

El siguiente ruido es la descompostura de un oso bipolar y su inútil impulso, por asirse al plano ampliado de mi frialdad.
Hoy es Nochebuena y mañana es Navidad.
Tres golpes tímidos llaman a mi puerta. Es Estela, mi vecina. Estela es pésima negociadora para solicitar una taza de harina, sobre todo en la población que nunca comete errores iniciales.
-Me apena interrumpir tu hora de televisión, pero necesito que me hagas un favor
Ambos no encaminamos al departamento antípoda que atañe al contrato de arrendamiento con los Domínguez. El poeta Hölderling tampoco llegó a pisar el suelo de Grecia jamás. Es obvio lo que allí sucedió. En el interior, José, María y Jesús Domínguez se quedaron dormidos, bajo la potencia silenciosa de la resaca lunar. Fue entonces que el corto circuito de las guías de luz, esta mercancía inflamable de procedencia china, puso el árbol en llamas. En la medida que el árbol decorado se consumía gradualmente, el humo negro es aspirado como granos de café molido, llenando los pulmones de los inquilinos dormidos y aniquilándolos. Ahora yacían inmóviles. Lo sensato a escribir en sus lápidas es: “No Smoking”.

Gracias a que Estela posee mayores pensamientos volátiles, escapó ilesa.
Estela Domínguez y yo envolvimos los cuerpos con las cortinas del baño y los arrojamos al contenedor de basura al final del estacionamiento. La noche es cómplice de nuestros pasos. Iniciando el año nuevo, el conserje del edificio habrá de juntar los cadáveres con los periódicos acumulados y las revistas atrasadas, las cajas de cartón colapsadas en un solo color y las bolsas negras de basura en distintos tamaños, y dejará todo perfectamente apilado en la banqueta. Aquí es Veracruz, donde tres cadáveres únicamente atraen la atención si no son debidamente dispuestos entre los desechos. Los cadáveres son como los árboles de Navidad. Esperan por los centros de acopio y la participación ciudadana, para ser recolectados y triturados, entonces servir de fertilizante a los parques y jardines municipales.

-Estela –yo me dirijo a ella, una vez que la tarea macabra nos descubre ociosos y nos sentamos a tomar un grato chocolate caliente, encima de las cenizas de un sofá. -Qué interesante Navidad, ¿no te parece?-
-Muy rara – responde, masticando una galleta.
-¿Cómo te sientes?
-Supongo que debo ser considerada una huérfana ahora.
-Estela, los caudillos y las seductoras de las grandes novelas, todos son huérfanos.
-Es cierto, aunque extraño mucho mi familia. Más en un modo abstracto, ya la casa está abierta de tal modo que el duelo no me encontrará.
-Por supuesto
-Chispas, si un día decido convertirme en una novelista. O siquiera una conductora de televisión, esta Navidad me dará un montón de credibilidad
-Estela, siento mucho el terrible accidente ocurrido a tus padres y a tu hermano
-Gracias.
-Hay un proverbio ruso que dice, más o menos, así: “Nunca tengas un picnic con el unicornio, puesto que un cónico carámbano no es competencia”.
-Bartolo es tu nombre, ¿Verdad?... ¿Tú también eres huérfano?
-No completamente, pero nadie recuerda mi cumpleaños hoy…
Ella mira debajo de mi nombre.
Yo temo dar un paso en falso en la obscuridad de su pecho.
-Me voy, Estela. Si necesitas algo, ya sabes donde localizarme – digo, encontrando a la salida.
Tengo que decir algo. Cogí la pluma para eso, cogí mi alma para eso. ¿Qué iba decir? Yo iba a inventar algo. Al momento, tocan la puerta. El visitante de Porlock. No, es Estela nuevamente, cargando una caja azul de zapatos.
-Esto es para ti –dice y me entrega el pesado paquete.
No espero encontrar manzanas doradas en dimensiones tan tibias, pero al mirar la atiborrada de carcajadas circulares, me surge la representación de la cornucopia. Era un objeto maravilloso.
-Es una reliquia. Lo conseguí en Mercado Libre. Ni siquiera sé qué hacer con ello, pues yo ni siquiera sé leer música. Quiero que lo tengas.
Alabo el obsequio y el extraordinario gusto de la donante. Estela me devuelve la sonrisa, con cierta reserva, pues los dos somos Virgo y preferimos morir antes de insinuarnos uno al otro. Lacan igual que Freud, sustenta la tesis que dos tabletas de Excedrin permiten a la naturaleza tomar su curso. Creí soñar con mi madre, mientras Estela buscaba un cajón donde guardar su ropa. No estoy aún seguro de su mudanza, pero gracias al solsticio de invierno, la calle 34 y la Corona de Adviento, un milagro súbito, breve y navideño había ocurrido: No me encontraba solo en adelante.

B). CLAUSTROFOBIA
Claustrofobia es el miedo irracional a Santa Claus.
Los contornos del asilo dando acogida a mi padre no pueden curarlo ni las letras brillantes, aunque me gustan los focos colgando en burbujas de luz artificial para adquirir la forma de una botella. Toco el timbre, que entona las notas perfectas de “We Wish You a Merry Christmas”, con toda la fatiga de mi cuerpo. Una mujer abre la puerta, con una copa de vino en la mano, como si la navidad fuera una brutal competencia de dipsómanos. 
-Adelante. No te conozco ni entiendo por qué no te abrigas mejor, pero pasa, la gente está lista para empezar la cena
-Soy el hijo de papá Noel
-Oh
No hubo otro argumento por mi comentario y dio otro sorbo a su copa, dejando claro que lo dicho por mí, no venía al caso. Enseguida, me toma del brazo y me encamina al interior.
-Puedes decirme Maruca, si quieres. Yo soy la auxiliar de “Servicios de Admisión” aquí -comenta, sin levantar la vista de su copa. Yo no le respondo, sino que me dedico a mirar los filos de la puerta donde se halla la fiesta y la gente del hospital se ha reunido con sus familiares. Siento que todo pesa hacia arriba y mi acompañante, con la sonrisa de un sol, anuncia:
-¡Atención, todo el mundo! ¡Tenemos un nuevo invitado, es el hijo de papá Noel!
Hay una pausa en el ajetreo de la sala, entonces todos dirigen las miradas y las exclamaciones hacia el hombre en silla de ruedas, impulsado por el palmoteado en las espaldas.
-Suerte que tengo un hijo, porque mi dinero al igual que yo, tenemos muy mala memoria…
-Hey, Te ves bien. Me doy cuenta que has hecho muchos amigos aquí…
-¿Te das cuenta? El asilo comparte el secreto de las comunas que le sentaban tan bien a Cristo. Qué sé yo, como dicen, desconectarte de la vida es eutanasia y todos los ancianos son ridículos para quien los ve desde afuera.
-Sí, ya te entiendo, pero ¿Cuál es el gran secreto? –pregunto, intrigado.
-¿Le decimos? – papá Noel se dirige a Maruca.
-Por qué no, es tu hijo…¡Qué mejor regalo! –responde Maruca
-Bueno
Papá Noel tiene un cirio encendido en el bolsillo y la gente se arremolina alrededor nuestro un poco más apretado, como si se tratara de una intima reunión de fogata. Sonrío a la muchacha con ojos bonitos y piercing en la nariz enardecida. Al mismo tiempo, una anciana acarrea una bota navideña en fieltro.
-Todos ponen su nombre en una pequeña tira de papel y lo colocamos dentro de la bota de tela y lo sacudimos con fuerza, de modo que no haya trampa ni entripados.
-Me emociona todas las veces que escucho la misma historia –exclama la chica anónima.
-Entonces, al punto de la medianoche, el niño Jesús mete su mano santa al enorme calcetín y elige un nombre al azar.
-¿Qué le sucede al ganador?
-Lo perseguimos y nos lo comemos.
-¿Se refieren a la persona?
-Sí, lo hacemos en solidaridad con todos los pavos vivos –reitera la voz a mi izquierda, sin rostro.
-Solo espero que no toque en turno uno de esos bebés que apenas caminan otra vez. Cada vez que sucede, muchos se quedan con hambre – añade otra voz, a mi derecha. 
-Te digo, los ataques de claustrofobia son muy comunes aquí  – comenta papá Noel
Aprovechando la ocasión en que Pedrito el Negro volvía del baño, digo a todos adiós. “Ahhhh”, exclama el salón entero, al escuchar mi despedida. Uno no tiene que ser Frosty, el muñeco bipolar, ni el aguafiestas de la nariz roja, sino conocer el arte menor del abandono social, justo antes de que toque el turno de cantar al micrófono, de ser provocado de palabra o ser devorado. No tengo tiempo de recuperar mis zapatos, al momento de alcanzar la salida. Navidad en la cuarta dimensión. Por su parte, Santa Claus debe mostrarte el genuino miedo a los espacios cerrados, el momento que busques hacer tus pagos de última hora y la puerta del banco muestre su letrero que dice: Hoy no abrimos.

          C). EL INVIERNO DE NUESTRO DESCONTENTO  

       Mi primera nevada fue en Central Park, dónde pensé reconocer todos los castillos de hielo en un viento apurado de caracoles en el aire, como si hubiera bostezado Van Gogh. Cada paso es el epílogo del asfalto. Dentro de Radio City Music Hall presencié el cuadro de la Natividad más imponente del mundo, enteramente en vivo. Mi cuerpo fue el incienso. Al punto de la medianoche, los versos de Hark, the Herald Angels Sing, con eco de badajo, tomaron el rostro de mi esposa, por lo que la llamo estrella transeúnte.
Se trataba de cumplir un ciclo que hubo iniciado el primer Gabriel Fuster de tres generaciones atrás. El llegó a New York a bordo de un barco de pasajeros, como todos los inmigrantes saltando tres brincos de su dintel cartográfico, al encuentro de la estatua anclada en el mar, repleta de luz urbana. A Gabriel Fuster Aguirre le siguió Gabriel Fuster Jiménez, quien a su vez esperaba tener un titán. El sueño de ambos es mi sueño. El año 1970 halla vestigios de una fotografía en blanco y negro, mostrando al abuelo, recostado sobre la nieve, a mitad de Central Park. En el buró descansa la fotografía de mi papá, quién tiene copos de tiempo en los hombros. Volver al mismo sitio es la idea infinita que cosquillea a Gabriel Fuster Salamanca, marcado por su condición de heredero. Al paso de los años, acudo al encuentro de los sibaritas que habitan al otro lado. En cada ocasión, el Arcángel Gabriel nos entrega las llaves de la ciudad.
-¡Santo cielo! –exclamo, preso del susto. La taza de cocoa queda detenida involuntariamente a la altura de los labios entreabiertos.
-¿Qué sucede? –murmura Judith, preocupada por mi expresión. Observa mi mano temblar y bajar la bebida a la mesa, en tanto sigo con el dedo de mi otra mano la pequeña y frágil calle 56th East hasta donde lo permite el marco de la ventana.
-No puedo creer lo que acabo de ver – declaro, atormentado en el mismo punto de quiebre que supone el horror cuando se roban la rosa de tu cama.
-¡Que fue lo que viste?
-Vi a mi abuelo pasar de largo…
-Déjate de juegos. Las pastillas no han apaciguado el fuerte cólico y tengo el sufrimiento mental de estar mirando a la cocina. Tranquilo, no es la primera vez que alguien extraño guarda un parecido con las personas que queremos.
-Tienes razón… -digo y abrazo mi cuerpo igual que trajera encima una camisa de fuerza. Judith se impacienta, retira su plato y voltea a vigilar a la gente en las mesas contiguas.
La calle se cunde de faros desesperados, doblando la esquina para escapar al despliegue de los pájaros, de un monumento a otro. 
-Cielos, ahora es mi papá
-¿Qué quieres decir con “mi papá”?
-Mi papá, Gabriel Fuster Jiménez. Diablos, ¿Qué calle es ésta?
-Basta, tienes que detener esto….
No la escucho. Salgo al clima severo en la acera. No encuentro a nadie. La ventisca enrosca mis gritos infructuosos, siendo como si me contara secretos. O me recordara quitarme los anteojos, porque hay un nudo ciego. Una fila de niños envueltos en chocante aura púrpura rodea el estambre de cables de alto poder y se pierden en las luces zigzagueantes de Times Square.
Trato de agarrar a uno de ellos, pero se zafa del brazo y se cobija bajo una caja de cartón, como los ratones de la luna. El altoparlante en Ellis Island anuncia que habrá otro éxodo de almas perdidas al siguiente minuto. El edificio Empire State es la torre de marfil, iluminado de potentados envueltos en llamas por cientos, en su interior. Zaratustra no halla contratiempo para vivir en la puerta giratoria de su entrada, pues aparte de ejercitarse, siempre es el primero en salir a la calle a repartir panfletos. Mi corazón explota y se conecta a las ramificaciones azules y rojas que repliegan las venas y arterias del Metro neoyorquino, en la certeza de que existe el dibujo arcaico del amor.
En Nueva York sucede todo.
Otra vez, la nieve cubre de abajo hacia arriba, en cuanto un par de manos agita el globo de cristal.  

GF / 21.12.12

 

 

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