La literatura no está hecha para salvarnos la vida, acaso nos recuerda nuestra posibilidad humana y mortal de vivir con deleite los instantes que nos quedan.
I balance all, brought all to mind,
The years to come seemed wasted of breath,
A wasted of breath, the years behind.
In balance with this life, this death.
An irish air man foresees his death
W.B. Yeats
Este artículo en principio se había planeado como una exposición, a manera de prontuario, de las obras, los personajes y los autores que trabajaron la idea del suicidio y que tal vez habían dado un paso ‘más allá’. Sin embargo una lectura al margen de una investigación temática, una casualidad y un profundo sentimiento de suicida que aplaza cuanto puede sus términos se combinaron y este es el resultado.
Soren Kierkegaard afirmaba que la diferencia entre la desesperación del artista y la de la sociedad de su época está determinada por la expresión. Según esta afirmación, el artista es quien trata de exponer la dimensión de la crisis en la que se halla inmerso. Por ende la obra es síntoma y consecuencia del proceso. No digo con ello que la creación sea capaz de explicar el vacío, no es este su objetivo, y siendo un producto de la crisis del artista no puede exceder el universo que le da origen. Pero esta premisa me sirve para determinar que la creatividad es la única capaz de señalar la precariedad de la razón para explicar el absurdo en el que estamos.
La muerte, «esa ignorada región de cuyos confines ningún viajero regresa», en palabras de Hamlet, es una de las posibilidades que el artista escoge para interpretar el sentido de la incomprensible vida. Platón y Jenofontes, en la Apología de Sócrates, o Cortázar en Rayuela, al describir los mecanismos y circunstancias de los personajes, tratan de intimar con un fenómeno parcialmente conocido. El artista que se propone describir las contrariedades y emociones de un hombre que ha decidido darse muerte (llámese Sócrates, Werther u Horacio Oliveira) debe exponer la complicada trama de emociones y sensaciones adversas y poderosas que un individuo, que el propio autor, enfrenta cuando se decide por la autodestrucción.
Un bel morir
La obra de arte podría funcionar como rescate de nuestra vida intrascendente -ser leído, ser recordado, superar el duro destierro del olvido- pero sentimos que no es suficiente, que la obra no supera los instantes de goce estético que ella nos depara, y nuestro espíritu torna a la angustia: «(…) la obra de arte (…) no puede ser el fin, el sentido y el consuelo de una vida. Crear o no crear, no cambia nada.» Estas palabras tomadas del Mito de Sísifo de Albert Camus ilustran con pasión la consecuencia más recalcitrante del proceso artístico, tanto para su creador como para su intérprete: la nada.
En el vacío de nuestra actualidad ya no creemos que la obra de arte nos rescate. Ni un libro de Balzac, ni un concierto de Bach, ni una sola pintura de Van Gogh puede evitarnos un sentimiento de amargura frente a nuestra propia vida, siendo obvio que para el mismo Van Gogh fue insuficiente.
El arte no nos libera de la dura tarea de asumirnos dentro de este «cero del mañana» (Dostoievski); por el contrario, nos impone la conciencia de vernos en un reflejo tanto más horrible, artístico y, por ende, devotamente humano: no se huye de la realidad a través de un Nocturno de Chopin, pues parece que impone melancolías ajenas a nuestro corazón sin tribulaciones.
Pero leyendo a Camus encontramos que aunque el arte no nos salva la vida, sí puede revelarnos la belleza del mundo: leer a Stevenson, disfrutar sensiblemente una fotografía, un solo de violín, enfermar de placer tras haber declamado un soneto, clavarme infinitamente una imagen de la divinidad en el pecho, invocar el demonio de mi deceso en las prédicas de un hechicero o cualquier otra manifestación del goce más elemental y honesto de mi voluntad creadora son formas de la dicha que me otorga la libertad del arte.
En el vacío de nuestra actualidad ya no creemos que la obra de arte nos rescate. Ni un libro de Balzac, ni un concierto de Bach, ni una sola pintura de Van Gogh puede evitarnos un sentimiento de amargura frente a nuestra propia vida, siendo obvio que para el mismo Van Gogh fue insuficiente.
El arte no nos libera de la dura tarea de asumirnos dentro de este «cero del mañana» (Dostoievski); por el contrario, nos impone la conciencia de vernos en un reflejo tanto más horrible, artístico y, por ende, devotamente humano: no se huye de la realidad a través de un Nocturno de Chopin, pues parece que impone melancolías ajenas a nuestro corazón sin tribulaciones.
Pero leyendo a Camus encontramos que aunque el arte no nos salva la vida, sí puede revelarnos la belleza del mundo: leer a Stevenson, disfrutar sensiblemente una fotografía, un solo de violín, enfermar de placer tras haber declamado un soneto, clavarme infinitamente una imagen de la divinidad en el pecho, invocar el demonio de mi deceso en las prédicas de un hechicero o cualquier otra manifestación del goce más elemental y honesto de mi voluntad creadora son formas de la dicha que me otorga la libertad del arte.
En mi experiencia con la literatura, el acceso al arte me ha servido sólo para tomar distancia del mundo y reconocer la posición desde la que miro, o sueño, o muero. Nunca ha servido para reconciliarme, para desear más la existencia o para animarme, este no es el cometido del arte y tampoco es mi búsqueda. Sin embargo, ante la afirmación de las verdades más necesarias y urgentes, el vivir encarando la muerte como otro proceso de mi fisonomía, el amor a las empresas letales -pues en cada grado y manifestación del arte he hallado la necesidad de obrar sin el mañana-, mis esperanzas no han claudicado. Se renuevan a diario en las páginas de un libro ansiado, en la desbordante plenitud que reside en la hierba, en los colores melancólicos de un día nublado, en la idea de que no todo sucumbirá cuando cierre largamente los ojos…
Borges dice en Otro poema de los dones: «este mundo, donde la belleza es común». Comprendo que la belleza está acompañada por el pérfido sentimiento de repugnancia que genera también lo cotidiano, pero el arte aun a lo desagradable lo hace objeto de la mirada atenta e, incluso, de admiración. Hay algo de inhumano en la idea del suicidio, su presencia psicológica hace mortífero el flujo de nuestra sangre, no por la condena a este acto (al margen de las creencias), sino por su reivindicación de la existencia: casi deseamos morir porque creemos que en el estado actual de las cosas es lamentable vivir, pero tal es nuestra pasión que ansiamos la vida hasta las heces.
En la literatura esa pasión se exacerba, nunca se diluye. No asistimos a una catarsis inferior que nos prepara para otro día de mundanidad. Asistimos al colosal ejercicio de exponer nuestra carne para su trance final, haciendo hermosa cada situación cínica, grosera o redundante, preparamos bellamente nuestra agonía o nuestra desaparición fortuita. Creo en el arte hasta ese punto, lo demás no me concierne; ya muerto, por mi propia mano o por la del destino, puedo decir con Kirilov (personaje de Los Poseídos, de Dostoievski): ¿Qué ha de importarme?
A Alexander García, se le puede escribir a catarphilus@hotmail.com
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