Soñar no es malo, todos soñamos
(Rosaura a las diez III, Conversación con el asesino, fragmento)
Marco Denevi
(Rosaura a las diez III, Conversación con el asesino, fragmento)
Marco Denevi
El que durante la vigilia se dedica a la acción, de noche no sueña. Si un día usted hace algún trabajo físico intenso, a la noche duerme como un tronco. De ahí, saque la ley general. Se sueña de noche cuando de día no se realizan los actos que deberían realizarse. El sueño es la contrapartida de la acción. El sueño nocturno es como la polución nocturna. El sueño es actividad transformada, convertida en humo, liberada, desahogada. No, usted soñará poco. Pero yo sí, yo sí sueño. Mi cerebro es una hornalla de sueños. Y todo, ¿sabe por qué? Porque de día vivo inhibido, vivo trabado. Porque no tengo carácter, como dice la señora Milagros.
»Desde niño he soñado siempre, he soñado mucho. De niño soñaba unos sueños absurdos, unas pesadillas que me hacían despertar de terror, y despierto y todo seguía gimiendo y sollozando en la cama, hasta que venía mi padre, encendía la luz, y con una sola mirada de sus ojos me levantaba al día frío y lúcido donde reinaba su cólera. Ya de grande, los sueños continuaron poblando mis noches. Dormir y soñar es para mí una misma cosa. Ni una hebra, ni una hilacha de sombra que no esté cargada de rostros, que no vocifere, que no se transforme en calles, en multitudes, en grandes edificios, en salones inmensos, en jardines o en selvas. Apenas me duermo, apenas mi pobre cerebro queda libre, brotan incesantemente los sueños, uno tras otro, sin una pausa, como si mi cabeza fuese una carroña sepultada en la tierra y que hiciera nacer gusanos y yerbajos. Y despertar, despertar es para mí como subir desde el fondo del mar, como elevarme lentamente desde un abismo oceánico hasta la superficie, como ascender cubierto de líquenes, chorreando verdores, esponjado de viscosidad. Y no, no, no me despierto del todo y de golpe. Mi cerebro parece un algodón embebecido, desflecado, que tarda en hacerse otra vez compacto. Por un rato largo, todavía, los sueños siguen macerándolo. Digo que estoy despierto, pero sueño. Los sueños continúan pareciéndome realidad. Los rostros que soñé, las cosas que soñé, están aún allí, vivos, vivos, y me rodean. No duermo ya, he recobrado la conciencia, mis nervios tendrían que haberse apoderado ya de mi cerebro, y sin embargo, ¿por qué, por qué mi cerebro sigue destilando sus sueños, por qué los sueños no se me borran, por qué se infiltran en mi conciencia y toman el sitio de la realidad?
»Porque usted podrá soñar la pesadilla más horripilante, que lo hará sufrir y llorar en el sueño, pero le basta despertar para que, no sólo el sueño, sino también el horror que le provocaba el sueño desaparezcan. Despertar es para usted pasar casi instantáneamente a un mundo claro, fuerte, luminoso, feliz, donde los sueños son desconocidos, o sólo son como el recuerdo de algo que ya le es ajeno. Pero para mí no, para mí no. El dolor, o la voluptuosidad, o la tortura de mi sueño siguen vivos, en mí, siguen presentes, aun después del sueño, y en medio de la realidad diurna, en medio de la realidad de la vigilia me hallo de pronto con aquella tortura, con aquella voluptuosidad, con aquel dolor, tan reales como en el sueño, me los encuentro allí, intactos, como un alga, o una planta negra, como una medusa que permanece viva, que triunfa de la sequedad y de la luz, que atraviesa la tierra y el día. Y entonces los dos mundos se entremezclan, en mí, como dos realidades distintas, distintas, pero igualmente poderosas.
»Soñar, vivir, ¿dónde está la diferencia? Yo no percibo la diferencia. Para mí es todo lo mismo. Soñar una muerte es vivir esa muerte. Soñar un goce es vivir ese goce. Los sueños deben de imprimir en mi cerebro tantas impresiones, tantas y tan profundas, que lo cubrirán todo, lo dejarán todo maculado con sus improntas, y por eso la realidad, después, ya no encontrará sitio, ya no podrá sino añadir una sobreimpresión que al cerebro le parecerá un nuevo sueño. Sí, sí. Digo bien, un nuevo sueño. Otro sueño.
***
—Por eso, ah, por eso me bastaba soñar con alguien, me bastaba que alguien apareciera en mis sueños, me bastaba que alguien tomase intervención en mis sueños y fuese, en mis sueños, mi amante o mi verdugo, para que, luego, despierto, para que, luego, en mi vigilia, ese alguien siguiera inspirándome deseo o repulsión.
»Además, ¿quién dijo…?, creo haberlo leído alguna vez, ¿quién dijo que si los sueños tuvieran la periodicidad de la experiencia, nadie sabría ya cuándo sueña y cuándo está despierto? ¿Fue Descartes? No sé. No sé si Descartes o Pascal. Pues yo, yo, sí, yo, he tenido sueños periódicos, repetidos, constantes. Hay todo un universo de calles, de teatros, de hombres y mujeres, de perros y de flores, al que yo vuelvo muchas veces en sueños. Lo conozco bien. Lo recuerdo perfectamente. Es siempre el mismo sueño… No, el mismo sueño, no. No es la misma escena. Es el mismo escenario. La escena cambia. Una vez sueño una cosa y otra vez otra. Pero en los mismos sitios, en los mismos lugares, con las mismas personas, que siempre tienen el mismo nombre, la misma cara, el mismo aspecto. En un sueño conversamos amigablemente, y en otro, a lo mejor, me insultan. Pero cuando vuelvo a verlas las reconozco y recuerdo haberlas visto antes. Sí, es todo un mundo, todo un mudo inmutable que me aguarda en el sueño. Hay, por ejemplo, un teatro, un enorme teatro al que concurro a oír un concierto. Podría describirle ese teatro tan detalladamente como esta habitación. Tiene una platea inmensa. Salen los músicos al escenario y se ponen a afinar los instrumentos. Y afinan, afinan, haciendo un ruido de mil demonios. Y pasan las horas, y el concierto no empieza. Y yo, sentado en mi butaca, siento una angustia terrible. Y los músicos afinando, afinando, toda la noche. A ese teatro, a esa butaca, he ido muchas veces. Me hubiera gustado aprender música. Sí, ahora veo cuánto me gusta la música. Pero mi padre me puso en su taller…
»También he soñado que soñaba. ¿Usted no, nunca? No, usted no habrá pasado nunca del primer círculo del sueño. Pero yo sí. Yo soñé que soñaba. Y soñé que despertaba del segundo sueño, del sueño soñado, y decía: “Ah, fue un sueño”, y creía estar despierto. Quizá la vida sea eso, un sueño metido dentro de otro. Quizá la vida sea el tercer sueño concéntrico del que uno despierta cuando se muere. ¿Y aquel sueño de mi discusión con la señora Milagros? Je, je. La señora Milagros me gritaba, yo quería contestarle, pero no me salía sonido alguno. Abría la boca, pero no podía hablar. Sentía la boca llena de algo. Me metía los dedos y empezaba a sacar de la garganta un trapo, un trapo mojado, sucio, viejo. Y yo sacaba aquel trapo, sacaba metros y metros, y me apuraba porque la señora Milagros seguía gritándome, y yo quería gritarle a mi vez, y no podía, porque nunca terminaba de extraer de mi boca aquella cinta que parecía no tener fin.
»Je, je, yo podría escribir un libro con todos mis sueños, y los psicoanalistas harían su agosto. Ellos dicen que los sueños expresan nuestros deseos reprimidos. No siempre, no siempre. Porque, por ejemplo, cuando falleció mi padre… ¿Deseos reprimidos? ¿Siempre, siempre? ¿Incluso los más escondidos, los más viles, los más inmorales, incluso aquellos que deseamos no desear? ¿Todos, todos? Yo, de luto riguroso, recorría las habitaciones de mi casa. Al llegar al dormitorio que había sido suyo, lo veía a él, a él, allí, vivo, de pie, a él, que me miraba, que se acercaba, que me interrogaba por las causas de mi luto. Yo, aterrado, aterrado no por su aparición, no, porque en el sueño comprendía súbitamente que el que estuviese vivo era lo cierto, lo real, lo verdadero, y que su muerte había sido un sueño, aterrado por el horror de tener que confesarle que lo había creído muerto, callaba. Pero él, adivinándolo todo, me decía: “¡Tonto, tonto! A que soñaste otra vez, ¿eh? Soñaste que yo me moría, te has vestido de luto y has clausurado mi cuarto. ¡Tonto, tonto!”. Y yo, en el sueño, pensaba: “Entonces, su enfermedad, su muerte, aquel espantoso perfume de claveles, toda la noche, aquellos cirios, aquel viaje hasta el cementerio, aquel ruido de cascos de caballos, sobre los adoquines, por cuadras y cuadras, ¿todo era un sueño? Entonces, ¿no era verdad?”. Al llegar a este punto despertaba, y comprendiendo que no, que su muerte no era un sueño, que el sueño había sido su resurrección, sentía casi un alivio, un alivio que en seguida me llenaba de un nuevo pavor. Pero a la noche siguiente volvía a soñar lo mismo, y así durante noches y noches, hasta que el sueño, a fuerza de repetirse, se hacía más poderoso que la realidad, porque la muerte real de mi padre había sido una sola, pero sus resurrecciones soñadas eran muchas, y al cabo de tanto soñar me parecía que había soñado que se moría, pero que él estaba vivo y que en cualquier momento aparecería a preguntarme por qué andaba vestido de negro. Y un vértigo, un vértigo de locura hacía vacilar mi razón como una llama al viento.
»Y cada noche, antes de dormirme, le rogaba a Dios que no me enviara más aquel sueño obstinado y terrible. Pero el sueño volvía, y la señora Milagros me decía: “Soñar no es malo. Todos soñamos”. Y me arrebataba el tónico
Rosaura a las diez, Editorial Corregidor, Obras completas de Marco Denevi, Tomo I Volúmen I
»Desde niño he soñado siempre, he soñado mucho. De niño soñaba unos sueños absurdos, unas pesadillas que me hacían despertar de terror, y despierto y todo seguía gimiendo y sollozando en la cama, hasta que venía mi padre, encendía la luz, y con una sola mirada de sus ojos me levantaba al día frío y lúcido donde reinaba su cólera. Ya de grande, los sueños continuaron poblando mis noches. Dormir y soñar es para mí una misma cosa. Ni una hebra, ni una hilacha de sombra que no esté cargada de rostros, que no vocifere, que no se transforme en calles, en multitudes, en grandes edificios, en salones inmensos, en jardines o en selvas. Apenas me duermo, apenas mi pobre cerebro queda libre, brotan incesantemente los sueños, uno tras otro, sin una pausa, como si mi cabeza fuese una carroña sepultada en la tierra y que hiciera nacer gusanos y yerbajos. Y despertar, despertar es para mí como subir desde el fondo del mar, como elevarme lentamente desde un abismo oceánico hasta la superficie, como ascender cubierto de líquenes, chorreando verdores, esponjado de viscosidad. Y no, no, no me despierto del todo y de golpe. Mi cerebro parece un algodón embebecido, desflecado, que tarda en hacerse otra vez compacto. Por un rato largo, todavía, los sueños siguen macerándolo. Digo que estoy despierto, pero sueño. Los sueños continúan pareciéndome realidad. Los rostros que soñé, las cosas que soñé, están aún allí, vivos, vivos, y me rodean. No duermo ya, he recobrado la conciencia, mis nervios tendrían que haberse apoderado ya de mi cerebro, y sin embargo, ¿por qué, por qué mi cerebro sigue destilando sus sueños, por qué los sueños no se me borran, por qué se infiltran en mi conciencia y toman el sitio de la realidad?
»Porque usted podrá soñar la pesadilla más horripilante, que lo hará sufrir y llorar en el sueño, pero le basta despertar para que, no sólo el sueño, sino también el horror que le provocaba el sueño desaparezcan. Despertar es para usted pasar casi instantáneamente a un mundo claro, fuerte, luminoso, feliz, donde los sueños son desconocidos, o sólo son como el recuerdo de algo que ya le es ajeno. Pero para mí no, para mí no. El dolor, o la voluptuosidad, o la tortura de mi sueño siguen vivos, en mí, siguen presentes, aun después del sueño, y en medio de la realidad diurna, en medio de la realidad de la vigilia me hallo de pronto con aquella tortura, con aquella voluptuosidad, con aquel dolor, tan reales como en el sueño, me los encuentro allí, intactos, como un alga, o una planta negra, como una medusa que permanece viva, que triunfa de la sequedad y de la luz, que atraviesa la tierra y el día. Y entonces los dos mundos se entremezclan, en mí, como dos realidades distintas, distintas, pero igualmente poderosas.
»Soñar, vivir, ¿dónde está la diferencia? Yo no percibo la diferencia. Para mí es todo lo mismo. Soñar una muerte es vivir esa muerte. Soñar un goce es vivir ese goce. Los sueños deben de imprimir en mi cerebro tantas impresiones, tantas y tan profundas, que lo cubrirán todo, lo dejarán todo maculado con sus improntas, y por eso la realidad, después, ya no encontrará sitio, ya no podrá sino añadir una sobreimpresión que al cerebro le parecerá un nuevo sueño. Sí, sí. Digo bien, un nuevo sueño. Otro sueño.
***
—Por eso, ah, por eso me bastaba soñar con alguien, me bastaba que alguien apareciera en mis sueños, me bastaba que alguien tomase intervención en mis sueños y fuese, en mis sueños, mi amante o mi verdugo, para que, luego, despierto, para que, luego, en mi vigilia, ese alguien siguiera inspirándome deseo o repulsión.
»Además, ¿quién dijo…?, creo haberlo leído alguna vez, ¿quién dijo que si los sueños tuvieran la periodicidad de la experiencia, nadie sabría ya cuándo sueña y cuándo está despierto? ¿Fue Descartes? No sé. No sé si Descartes o Pascal. Pues yo, yo, sí, yo, he tenido sueños periódicos, repetidos, constantes. Hay todo un universo de calles, de teatros, de hombres y mujeres, de perros y de flores, al que yo vuelvo muchas veces en sueños. Lo conozco bien. Lo recuerdo perfectamente. Es siempre el mismo sueño… No, el mismo sueño, no. No es la misma escena. Es el mismo escenario. La escena cambia. Una vez sueño una cosa y otra vez otra. Pero en los mismos sitios, en los mismos lugares, con las mismas personas, que siempre tienen el mismo nombre, la misma cara, el mismo aspecto. En un sueño conversamos amigablemente, y en otro, a lo mejor, me insultan. Pero cuando vuelvo a verlas las reconozco y recuerdo haberlas visto antes. Sí, es todo un mundo, todo un mudo inmutable que me aguarda en el sueño. Hay, por ejemplo, un teatro, un enorme teatro al que concurro a oír un concierto. Podría describirle ese teatro tan detalladamente como esta habitación. Tiene una platea inmensa. Salen los músicos al escenario y se ponen a afinar los instrumentos. Y afinan, afinan, haciendo un ruido de mil demonios. Y pasan las horas, y el concierto no empieza. Y yo, sentado en mi butaca, siento una angustia terrible. Y los músicos afinando, afinando, toda la noche. A ese teatro, a esa butaca, he ido muchas veces. Me hubiera gustado aprender música. Sí, ahora veo cuánto me gusta la música. Pero mi padre me puso en su taller…
»También he soñado que soñaba. ¿Usted no, nunca? No, usted no habrá pasado nunca del primer círculo del sueño. Pero yo sí. Yo soñé que soñaba. Y soñé que despertaba del segundo sueño, del sueño soñado, y decía: “Ah, fue un sueño”, y creía estar despierto. Quizá la vida sea eso, un sueño metido dentro de otro. Quizá la vida sea el tercer sueño concéntrico del que uno despierta cuando se muere. ¿Y aquel sueño de mi discusión con la señora Milagros? Je, je. La señora Milagros me gritaba, yo quería contestarle, pero no me salía sonido alguno. Abría la boca, pero no podía hablar. Sentía la boca llena de algo. Me metía los dedos y empezaba a sacar de la garganta un trapo, un trapo mojado, sucio, viejo. Y yo sacaba aquel trapo, sacaba metros y metros, y me apuraba porque la señora Milagros seguía gritándome, y yo quería gritarle a mi vez, y no podía, porque nunca terminaba de extraer de mi boca aquella cinta que parecía no tener fin.
»Je, je, yo podría escribir un libro con todos mis sueños, y los psicoanalistas harían su agosto. Ellos dicen que los sueños expresan nuestros deseos reprimidos. No siempre, no siempre. Porque, por ejemplo, cuando falleció mi padre… ¿Deseos reprimidos? ¿Siempre, siempre? ¿Incluso los más escondidos, los más viles, los más inmorales, incluso aquellos que deseamos no desear? ¿Todos, todos? Yo, de luto riguroso, recorría las habitaciones de mi casa. Al llegar al dormitorio que había sido suyo, lo veía a él, a él, allí, vivo, de pie, a él, que me miraba, que se acercaba, que me interrogaba por las causas de mi luto. Yo, aterrado, aterrado no por su aparición, no, porque en el sueño comprendía súbitamente que el que estuviese vivo era lo cierto, lo real, lo verdadero, y que su muerte había sido un sueño, aterrado por el horror de tener que confesarle que lo había creído muerto, callaba. Pero él, adivinándolo todo, me decía: “¡Tonto, tonto! A que soñaste otra vez, ¿eh? Soñaste que yo me moría, te has vestido de luto y has clausurado mi cuarto. ¡Tonto, tonto!”. Y yo, en el sueño, pensaba: “Entonces, su enfermedad, su muerte, aquel espantoso perfume de claveles, toda la noche, aquellos cirios, aquel viaje hasta el cementerio, aquel ruido de cascos de caballos, sobre los adoquines, por cuadras y cuadras, ¿todo era un sueño? Entonces, ¿no era verdad?”. Al llegar a este punto despertaba, y comprendiendo que no, que su muerte no era un sueño, que el sueño había sido su resurrección, sentía casi un alivio, un alivio que en seguida me llenaba de un nuevo pavor. Pero a la noche siguiente volvía a soñar lo mismo, y así durante noches y noches, hasta que el sueño, a fuerza de repetirse, se hacía más poderoso que la realidad, porque la muerte real de mi padre había sido una sola, pero sus resurrecciones soñadas eran muchas, y al cabo de tanto soñar me parecía que había soñado que se moría, pero que él estaba vivo y que en cualquier momento aparecería a preguntarme por qué andaba vestido de negro. Y un vértigo, un vértigo de locura hacía vacilar mi razón como una llama al viento.
»Y cada noche, antes de dormirme, le rogaba a Dios que no me enviara más aquel sueño obstinado y terrible. Pero el sueño volvía, y la señora Milagros me decía: “Soñar no es malo. Todos soñamos”. Y me arrebataba el tónico
Rosaura a las diez, Editorial Corregidor, Obras completas de Marco Denevi, Tomo I Volúmen I
1 comentario:
Mis sueños me persiguen desde mi infancia, llevándome en ciertos momentos, a poner en juicio mi cordura... con el tiempo sé que sólo son un refugio de mis miedos pero a veces son un presagio...
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