La muerte
Thomas Mann
10
de septiembre
Por
fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...
El
mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta
mañana, me despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis
otoños, que al fin ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá consigo
aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja, con una sensación de
recogimiento y terror íntimo...
12
de septiembre
He
salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que
calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.
Hemos
ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a
tiempo, antes de habernos encontrado a más de una o dos personas.
Mientras
volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido!
Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar
de color gris. Sencilla y gris es también la casa. Junto a la parte posterior
pasa la carretera, y detrás hay campos. Pero yo no me fijo en eso; miro sólo
el mar.
15
de septiembre
Esa
casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como
una leyenda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último
otoño. Pero esta tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi estudio,
se presentó un coche que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a
descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta qué punto
me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por
la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo: "Como usted
disponga, señor Conde", pero me miró con sus ojos irritados, expresando
temor y duda.
¿Cómo
podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el
aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda
tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y
extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del doce de octubre...
18
de septiembre
Durante
los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo
sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me
atormentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e
incansable.
Asunción
ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y
mojadas que encontró en la playa; cuando besé a la niña para darle las
gracias, lloró porque yo estaba "enfermo". ¡Qué impresión
indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!
21
de septiembre
He
estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre
mis rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la
gran habitación de puerta alta y blanca y rígidos muebles reinaba un gran
silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suave cabello de la criatura,
negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida abigarrada y
variada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis vagabundeos por el
mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad. ¿Te acuerdas de aquella
criatura encantadora y de ardiente cariño, bajo el cielo de terciopelo de
Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu cuello
con su delgado brazo.
La
pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y
pensativos. Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente
blanda y al mismo tiempo algo amarga, que es más bella cuando guarda silencio
y se limita a sonreír muy levemente.
¡Mi
pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me
creías "enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver
eso con el de octubre...?
23
de septiembre
Los
días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace
ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y
estremecedor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi vida.
¿Cómo
será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una
lentitud torturante, ese doce de octubre.
27
de septiembre
El
viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y
almorzó con la pequeña Asunción y conmigo.
-Es
necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio,
señor Conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar!
Me temo que es usted un filósofo, ¡je, je!
Me
encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio
consejos referentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un
poco forzada y confusa. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás
ahora podré dormir un poco mejor.
30
de septiembre
-¡El
último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la
tarde, y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce
de octubre. Son 8,460.
No
he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el
rumor del mar y de la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo.
¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi
cabeza está muy débil y sólo puedo pensar: ¡La muerte! ¡La muerte!
2
de octubre
Estoy
profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A
veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que
me tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No
estoy loco.
Leí
hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub
flore. Por eso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en
cierta ocasión fue a parar en Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?
Una
profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de
ti. Mas si lo consigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo?
¿Y por qué una profecía que nace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan
válida como la que proviene de fuera? ¿Y acaso el conocimiento firme del
momento en que se ha de morir, no es tan dudoso como el del lugar?
¡Existe
una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu
convencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se
acerque a ti en la hora que tú creas...
3
de octubre
Muchas
veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas
grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo
algo así como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la
insignificancia de los conceptos.
¿Qué
es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El
abandonar la vida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la
debilidad es siempre la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del
espíritu, o de ambos a la vez. No se muere antes de haberse uno conformado
con la idea...
¿Estoy
conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no
muriera el doce de octubre...
5 de octubre
Pienso
continuamente en ello, y me ocupa por completo. Reflexiono sobre cuándo y
cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o
veinte años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me
pregunté con insistencia en qué día tendría lugar, supe también el día.
Y
ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el
aliento frío de la muerte.
7 de octubre El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado. Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y me he sentado sobre una piedra.
Detrás
de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la
que dormía la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar
empujaba su turbia espuma delante de mis pies.
Miré
durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá
de la muerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo
fragor. ¿Sobreviviría allí una idea, un algo de mí, para escuchar eternamente
el incomprensible ruido?
8 de octubre He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No será un momento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?
Tres
breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se
conducirá? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para
ahogarme? ¿O penetrará con su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa
y de una salvaje majestad.
9 de octubre Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: "¿Qué pasaría si me marchara pronto de tu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?" Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloró amargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.
Por
lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.
10 de octubre ¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista: "Es mejor que acabemos pronto", dijo. Pero yo no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.
"¡Es
mejor que acabemos pronto!" ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí
traspasado. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido
un sentimiento tan frío y sardónico de decepción.
11 de octubre (a las 11 de la noche) ¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!
Hace
una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba
y sollozaba.
-¡La
señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!
Y
yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella
estaba en su camita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y
doloroso. Me arrodillé junto a ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el
doctor Gudehus.
-Ha
sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está
sorprendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!
Pero
yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la
lluvia y el mar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa,
tan clara me iluminó la verdad un instante. Durante veinte años he llamado la
muerte al día que comenzará dentro de una hora, y en mí, muy profundamente,
había algo que siempre supo que no podría abandonar a esta niña. ¡No hubiera
podido morir después de esta medianoche; sin embargo, así debía ocurrir! Yo
hubiera vuelto a rechazarla cuando se hubiera presentado: pero ella se
dirigió antes a la niña, porque tenía que obedecer a lo que yo sabía y creía.
¿He sido yo mismo quien ha llamado la muerte a tu camita, te he matado yo, mi
pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras son burdas y míseras para hablar de cosas
tan delicadas, misteriosas!
¡Adiós,
adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la
manecilla del reloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no
tardará en apagarse. Mantengo tu mano, pequeña y fría, y espero. Pronto se
acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir con la cabeza y cerrar los
ojos, cuando la oiga decir:
-Es
mejor que acabemos pronto...
FIN
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