(Una reseña con dejos de acontecimiento personal)
En 1998 escuché por primera vez Silk Road (La Ruta de la seda), pieza musical exquisita del artista japonés Kitaro: una melodía del New Age de belleza soberbia, que atrapa los sentidos, los sublima y los hunde en los terrenos de la meditación más profunda cuando, finalmente, remata con el último de los acordes.
Sabedora, no sólo de la pieza musical, sino también de mi gusto por el título y la historia que encierra esa Ruta, Alix M. Nakayuma me ha obsequiado ─para no estar inactivo en las vacaciones pasadas─ con un bello libro de título The Blue Road of the Silk (1), un volumen de sólo 167 páginas, cada una de ellas devorable, insistente e imposible de dejar hasta el último de sus respiros (2).
La historia se lleva a cabo, precisamente, en esa Ruta de la Seda que parte del centro comercial de la China del norte, recorría regiones como la Bulgar–Kypchak y se internaba por el norte hacia Gansu y de ahí a Taklamatan; todo esto en el 1600 a. C.
El personaje central es un ser brillante de nombre Zhan Gudi, cuya inteligencia se ve opacada apenas por un dejo de timidez por todos observable. Zhan es el heredero (de cuarta generación) de un puesto como explotador de lapislázuli en las minas de Badakhshan; oficio que, un día nublado de abril, decide abandonar en busca de mejores horizontes. Lo que más lamenta Zhan no es la ruptura de ese oficio, sino el hacerlo a una edad en la que ya muchos han muerto con los pulmones reventados por el polvo de las minas: tiene 45 años y un futuro sólo intuido por el borde de una loma, saturada de orquídeas, y que lo separa del “resto del mundo”. Además, deja un montón de libros (algunos no leídos) en su hogar; sus tratados de filosofía y las fórmulas inacabadas para hacer de la extracción del lapislázuli una tarea menos pesada.
Para su suerte (pues lleva consigo una mandala para ello) (3) pronto halla un nuevo empleo en la casa de un viejo comerciante. La tarea consiste en transportar, a peso de mulo, telas de seda y otros artículos a través de uno de los caminos de la Ruta. Eso, piensa Zhan, le dará ocasión de conocer más mundo y aguzar esa suerte de inteligencia oculta y a punto del marchito. Si bien la Ruta es larga como los sueños, a Zhan sólo se le encomienda cruzar las altas montañas que unen Kokand en el valle de Fergana.
Es en uno de estos espacios regionales, un sitio llamado Yangpu, que Zhan halla al amor de su vida...O por lo menos imagina encontrarlo en una joven mujer de veinte años, de nombre Kaypen, siempre asomada a la ventana para advertir el paso de viajeros y gente de su poblado. Kaypen, escribirá luego Zhan, es de una hermosura que lo devasta: convierte la arena del desierto metido en las pupilas, en una estrella que ilumina mi trayecto y mi destino. (4)
El paso del comerciante de seda por esa región ocurre sólo cada tres meses. Su demora en Yangpu es de tres días; en ellos baja y tiende su carga: jarrones, adornos para el pelo y las inefables y hermosas telas de seda de colores y textura sólo imaginables en la poesía. No vende nada mal. Es en uno de esos días que se sucede un triángulo que, si puede llamarse amoroso, es sólo por el sentido absurdo cobijado por miradas ajenas pero llenas de ternura.
Zhan carga, entre los rollos de seda, una en especial de color azul centella y un remate blanco de gansos que vuelan hacia un horizonte desconocido. Colocado frente a la ventana de Kaypen, el comerciante advierte que ella no quita su mirada de su regadero de marchante (si bien, una docena más de ellos, se afilan en la misma calle). Cimbrado en sí mismo –no por el corazón que ya no le obedece, sino por la soledad que lo consume-- Zhan cae en la creencia que aquella mirada insistente de Kaypen es para él. Va y se afeita en la posada; viste su mejor túnica, se impregna de óleos y hasta se deja escribir media docena de poemas.
Al otro día el rito se prolonga: Kaypen no desvía sus ojos de ese entorno que abarca hombre y objetos; Zhan no atiende otra cosa que no sea aquella mirada honda y el rostro de Kaypen convertido en estrella dentro de sus córneas. El corazón le arde. Las venas se le inflaman. Para que la liturgia sea completa, en vez del papel que sirve para dar precio a ese lienzo azul de gansos sin destino, Zhan coloca uno de sus poemas que reza: “Esta es la ruta azul/ el vuelo fiel / por el que te haría yo volar”. La mujer parece no comprender. La tarde cae y Kaypen desaparece de la ventana. Entre el resquicio vacío, Zhan la imagina deletreando su poema, soñando con él, girando en vuelos sucesivos enredada al placer de la tela hecha poesía.
Zhan tiene que continuar su venta a otros poblados. Volverá en tres meses más. Cuando lo hace, se sorprende que Kaypen no se halle a la ventana. Ni el mucho mayor ruido –-debido a una caravana tibetana que coincide en el lugar—hacen que el rostro de la amada asome. En un instante, que a Zhan le parece el más cruel de su vida, Kaypen aparece detrás de un hombre alto, grueso, bien parecido, de no más de 30 años. Kaypen no habla, lo hace el novio: “Mi prometida está enamorada de esa tela azul que tienes tendida ahí y quiero dársela como dote... ¿Cuál es su costo?”. Kaypen permanece con la mirada viendo al piso donde se pasean las figuras de la tarde. En ella ve la parvada de gansos estrellándose contra el infinito; rebotando contra su propio delirio de hacerse de la seda.
Zhan no acierta a contestar. Un dolor agudo le atraviesa lo que le sobra de corazón y lastima su soltería labrada en las paredes de la mina; le llena de más vacío su soledad y abate el recurso de ver caída una ilusión que jamás debió haber concebido. Pero el dolor no está enemistado con la congruencia y la renuncia. Así es que Zhan decide lo imprevisible; toma la tela y dice al novio: “Acepte mi señor este humilde obsequio como un regalo de bodas”.
Como respuesta –-y sin dejar de mirar los fantasmas que habitan arena y polvo del suelo—Kaypen entresaca de sus ropas un espejop engarzado en porcelana y –en un acto inusual pero tolerado en el instante—pide al prometido lo entregue al Zhen como recompensa del regalo. Ese día, el mercader, sin esperar la mañana siguiente, empaca sus cosas y parte rumbo a las montañas. A mitad del camino le da la primera luz del día, y con ello la oportunidad de ver –-por primera vez en su vida—su rostro en un espejo.
A pesar de la afeitada y de los óleos que suavizaron las arrugas, Zhan comprende –-también por primera ocasión en su existencia—que el tiempo elige no sólo su forma de transcurrir, sino los lugares dónde ha de hacerlo. El rostro de Zhan es uno sin cálculo ni medida; sin cejas ni pestañas y de labios pequeños con una cicatriz en el bajo medio. Quienes miran al azogue, son unos ojos pequeños y sumidos en unos cuencos hechos para protegerlo del sol, la arena y la desgracia. Zhan advierte que para algunos el amor tiene edad y también regatean la estética. Esa mañana –mientras un grupo de gansos rasa con su vuelo el pétálo de las orquídeas en las cimas de la loma— el hombre comprende que el amor es azul: un ave que vuela, unos ojos enamorados de un pedazo de seda. Ese día Zhan se sabe un amante sin gloria ni destino. En el espejo, él puede contemplar –-como bien apunta Borges—los bordes del infinito y al infinito mismo: y esa inmensidad se le parece a su mina a la que ansía volver lo más pronto posible. Ya no le es posible. A los dos días muere de una disentería en medio del desierto. Muere con el espejo en la mano derecha y un lienzo de seda azul en la otra.
Un beduino misericordioso que lo halla, envuelve su cuerpo en la tela y le da sagrada sepultura. Entre los pliegues de la seda, Zhan ha escrito un último pensamiento: El corazón jamás habla, pero hay que escucharlo para entender.
(1) Kobo, Hiroshi, The Blue Road of the Silk, Nebula, NY, 2006
(2) Quien haya leído El último mundo de Christoph Ransmayr, entenderá esa obsesión aquí descrita.
(3) Mándala es un término de origen sánscrito, que significa diagramas o representaciones simbólicas bastante complejas, utilizadas tanto en el budismo como en el hinduismo. Según el Diccionario Sánscrito Inglés, de Monier Williams significa ‘círculo’. El Diccionario de la lengua española de la RAE acepta también «mandala», sin tilde. (Wikipedia)
(4) Más tarde descubrirá, como lo dice Cortázar, que ese Destino ha abandonado al hombre por el amor de una mujer.
En 1998 escuché por primera vez Silk Road (La Ruta de la seda), pieza musical exquisita del artista japonés Kitaro: una melodía del New Age de belleza soberbia, que atrapa los sentidos, los sublima y los hunde en los terrenos de la meditación más profunda cuando, finalmente, remata con el último de los acordes.
Sabedora, no sólo de la pieza musical, sino también de mi gusto por el título y la historia que encierra esa Ruta, Alix M. Nakayuma me ha obsequiado ─para no estar inactivo en las vacaciones pasadas─ con un bello libro de título The Blue Road of the Silk (1), un volumen de sólo 167 páginas, cada una de ellas devorable, insistente e imposible de dejar hasta el último de sus respiros (2).
La historia se lleva a cabo, precisamente, en esa Ruta de la Seda que parte del centro comercial de la China del norte, recorría regiones como la Bulgar–Kypchak y se internaba por el norte hacia Gansu y de ahí a Taklamatan; todo esto en el 1600 a. C.
El personaje central es un ser brillante de nombre Zhan Gudi, cuya inteligencia se ve opacada apenas por un dejo de timidez por todos observable. Zhan es el heredero (de cuarta generación) de un puesto como explotador de lapislázuli en las minas de Badakhshan; oficio que, un día nublado de abril, decide abandonar en busca de mejores horizontes. Lo que más lamenta Zhan no es la ruptura de ese oficio, sino el hacerlo a una edad en la que ya muchos han muerto con los pulmones reventados por el polvo de las minas: tiene 45 años y un futuro sólo intuido por el borde de una loma, saturada de orquídeas, y que lo separa del “resto del mundo”. Además, deja un montón de libros (algunos no leídos) en su hogar; sus tratados de filosofía y las fórmulas inacabadas para hacer de la extracción del lapislázuli una tarea menos pesada.
Para su suerte (pues lleva consigo una mandala para ello) (3) pronto halla un nuevo empleo en la casa de un viejo comerciante. La tarea consiste en transportar, a peso de mulo, telas de seda y otros artículos a través de uno de los caminos de la Ruta. Eso, piensa Zhan, le dará ocasión de conocer más mundo y aguzar esa suerte de inteligencia oculta y a punto del marchito. Si bien la Ruta es larga como los sueños, a Zhan sólo se le encomienda cruzar las altas montañas que unen Kokand en el valle de Fergana.
Es en uno de estos espacios regionales, un sitio llamado Yangpu, que Zhan halla al amor de su vida...O por lo menos imagina encontrarlo en una joven mujer de veinte años, de nombre Kaypen, siempre asomada a la ventana para advertir el paso de viajeros y gente de su poblado. Kaypen, escribirá luego Zhan, es de una hermosura que lo devasta: convierte la arena del desierto metido en las pupilas, en una estrella que ilumina mi trayecto y mi destino. (4)
El paso del comerciante de seda por esa región ocurre sólo cada tres meses. Su demora en Yangpu es de tres días; en ellos baja y tiende su carga: jarrones, adornos para el pelo y las inefables y hermosas telas de seda de colores y textura sólo imaginables en la poesía. No vende nada mal. Es en uno de esos días que se sucede un triángulo que, si puede llamarse amoroso, es sólo por el sentido absurdo cobijado por miradas ajenas pero llenas de ternura.
Zhan carga, entre los rollos de seda, una en especial de color azul centella y un remate blanco de gansos que vuelan hacia un horizonte desconocido. Colocado frente a la ventana de Kaypen, el comerciante advierte que ella no quita su mirada de su regadero de marchante (si bien, una docena más de ellos, se afilan en la misma calle). Cimbrado en sí mismo –no por el corazón que ya no le obedece, sino por la soledad que lo consume-- Zhan cae en la creencia que aquella mirada insistente de Kaypen es para él. Va y se afeita en la posada; viste su mejor túnica, se impregna de óleos y hasta se deja escribir media docena de poemas.
Al otro día el rito se prolonga: Kaypen no desvía sus ojos de ese entorno que abarca hombre y objetos; Zhan no atiende otra cosa que no sea aquella mirada honda y el rostro de Kaypen convertido en estrella dentro de sus córneas. El corazón le arde. Las venas se le inflaman. Para que la liturgia sea completa, en vez del papel que sirve para dar precio a ese lienzo azul de gansos sin destino, Zhan coloca uno de sus poemas que reza: “Esta es la ruta azul/ el vuelo fiel / por el que te haría yo volar”. La mujer parece no comprender. La tarde cae y Kaypen desaparece de la ventana. Entre el resquicio vacío, Zhan la imagina deletreando su poema, soñando con él, girando en vuelos sucesivos enredada al placer de la tela hecha poesía.
Zhan tiene que continuar su venta a otros poblados. Volverá en tres meses más. Cuando lo hace, se sorprende que Kaypen no se halle a la ventana. Ni el mucho mayor ruido –-debido a una caravana tibetana que coincide en el lugar—hacen que el rostro de la amada asome. En un instante, que a Zhan le parece el más cruel de su vida, Kaypen aparece detrás de un hombre alto, grueso, bien parecido, de no más de 30 años. Kaypen no habla, lo hace el novio: “Mi prometida está enamorada de esa tela azul que tienes tendida ahí y quiero dársela como dote... ¿Cuál es su costo?”. Kaypen permanece con la mirada viendo al piso donde se pasean las figuras de la tarde. En ella ve la parvada de gansos estrellándose contra el infinito; rebotando contra su propio delirio de hacerse de la seda.
Zhan no acierta a contestar. Un dolor agudo le atraviesa lo que le sobra de corazón y lastima su soltería labrada en las paredes de la mina; le llena de más vacío su soledad y abate el recurso de ver caída una ilusión que jamás debió haber concebido. Pero el dolor no está enemistado con la congruencia y la renuncia. Así es que Zhan decide lo imprevisible; toma la tela y dice al novio: “Acepte mi señor este humilde obsequio como un regalo de bodas”.
Como respuesta –-y sin dejar de mirar los fantasmas que habitan arena y polvo del suelo—Kaypen entresaca de sus ropas un espejop engarzado en porcelana y –en un acto inusual pero tolerado en el instante—pide al prometido lo entregue al Zhen como recompensa del regalo. Ese día, el mercader, sin esperar la mañana siguiente, empaca sus cosas y parte rumbo a las montañas. A mitad del camino le da la primera luz del día, y con ello la oportunidad de ver –-por primera vez en su vida—su rostro en un espejo.
A pesar de la afeitada y de los óleos que suavizaron las arrugas, Zhan comprende –-también por primera ocasión en su existencia—que el tiempo elige no sólo su forma de transcurrir, sino los lugares dónde ha de hacerlo. El rostro de Zhan es uno sin cálculo ni medida; sin cejas ni pestañas y de labios pequeños con una cicatriz en el bajo medio. Quienes miran al azogue, son unos ojos pequeños y sumidos en unos cuencos hechos para protegerlo del sol, la arena y la desgracia. Zhan advierte que para algunos el amor tiene edad y también regatean la estética. Esa mañana –mientras un grupo de gansos rasa con su vuelo el pétálo de las orquídeas en las cimas de la loma— el hombre comprende que el amor es azul: un ave que vuela, unos ojos enamorados de un pedazo de seda. Ese día Zhan se sabe un amante sin gloria ni destino. En el espejo, él puede contemplar –-como bien apunta Borges—los bordes del infinito y al infinito mismo: y esa inmensidad se le parece a su mina a la que ansía volver lo más pronto posible. Ya no le es posible. A los dos días muere de una disentería en medio del desierto. Muere con el espejo en la mano derecha y un lienzo de seda azul en la otra.
Un beduino misericordioso que lo halla, envuelve su cuerpo en la tela y le da sagrada sepultura. Entre los pliegues de la seda, Zhan ha escrito un último pensamiento: El corazón jamás habla, pero hay que escucharlo para entender.
(1) Kobo, Hiroshi, The Blue Road of the Silk, Nebula, NY, 2006
(2) Quien haya leído El último mundo de Christoph Ransmayr, entenderá esa obsesión aquí descrita.
(3) Mándala es un término de origen sánscrito, que significa diagramas o representaciones simbólicas bastante complejas, utilizadas tanto en el budismo como en el hinduismo. Según el Diccionario Sánscrito Inglés, de Monier Williams significa ‘círculo’. El Diccionario de la lengua española de la RAE acepta también «mandala», sin tilde. (Wikipedia)
(4) Más tarde descubrirá, como lo dice Cortázar, que ese Destino ha abandonado al hombre por el amor de una mujer.
3 comentarios:
Nacho: Si les gusta o interesa el tema, puedo recomendarte otro libro al mismo tiempo sutil y portentoso: Seda, de Alessandro Baricco.
Mi kerido Ignacio, como siempre y tú mismo lo dices entre paréntesis, tus reseñas le agregan experiencias íntimas tuyas al comentario lo k provoca que una lea otro libro entre lo k escribes. Bella y sentida forma de darnos a konocer a un autor que, estoy segura, se sorprendería de verse traducido no por el idioma sino por komo kaptas tú sus intenciones...¿y las tuyas....?
Te mando un beso
Ivanova
PD Por cierto ¿Existe la tradukción al español de ese libro? y ¿Puede Lucy decirnos de k editorial es Seda de Baricco? Agradecería respuestas
me complase leer lo que escribe es un deleite gracias por hacerme el honor de compartir sus exelentes y fasinantes obras gracias porque yo no tengo conocimiento de autores me ha comprometido a seguir saciando la sed por la lectura gracias mi profunda admiracion atte patricia p.
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