Ilustración: Adriana Navarro
Mi nana
Isabel Lorenzo
Cerré los ojos pero por más que los apretaba no podía borrar su imagen cargando su maleta de cartón. De nada valió cubrirme la cabeza con la sábana o me tallara los ojos inundados de lágrimas.
Por las paredes se encaramaban las voces que increpaban duramente a mi nana. Desde el rellano de la escalera podía ver cómo impávida recibía las injustas palabras de mi madre. Ni siquiera intentaba defenderse. En algún momento levantó la mirada y me sonrío. Sus ojos aterciopelados me traspasaron a través de los barrotes. Tendría que haber sido valiente y bajar las escaleras para acabar con el equívoco. Paralizada. Sólo de pensarlo un líquido caliente resbaló entre mis piernas. Me costó lágrimas y años tratar de olvidarla. Un desagradable hueco se me quedó por dentro durante mucho tiempo.
Mi nana Concha era una mujer indiada con pelo ensortijado a base permanentes, volaba materialmente sobre sus pies desnudos ( se quitaba los zapatos que mamá estaba empeñada en que usara), se tapaba con la mano los labios cuando reía ( que era muy seguido). Supo mirarme con ternura y compensar mi inmensa soledad a base de juegos, gelatinas y atenciones fuera de sus obligaciones; sin embargo yo desde la profundidad de mis miedos opté por quedarme callada. Pudo haber dicho que yo había tomado aquellos diez pesos. Aquella noche, una de las más tristes de mi vida, con tan sólo cinco años aprendí a querer a mi gente; pese a su indefensión saben guardar un secreto por terrible que sean las consecuencias. Aunque lo más importante fue comprender que cada vez que tomas algo que no es tuyo, un tercero sale perjudicado.
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