GABRIEL FUSTER: APOLOGÍA DEL JAROCHO
En la página 16 del
Diccionario Webster de Figuras Literarias, se tiene la definición que acompaña
a la palabra “apología” como: El discurso en favor de algo. Un término que se
usa frecuentemente en el lenguaje autobiográfico y que tiene que ver con la defensa
del autor a los eventos o sentimientos discrecionales sobre un acto
controversial indirecto. El libro de San Agustín de Hipona, Confesiones, se
halla incluido en este rubro.
A decir verdad, hay un
escupitajo de descaro sobre el tazón que llevase Clío a los reseñadores y
cronistas. No hay secretos. En voz de Capote, nada dicho a mi persona o visto
por mis ojos se halla a salvo de revelación. Se salta de la curiosidad a la
metáfora de la olla de presión, para explotar en su sonido si el calor aumenta.
Cuatro mujeres beben vino, en el repiqueteo de la fiesta. Al primer síntoma de
embriaguez en los ojos negros, la primera mujer confiesa: “¿Saben una cosa,
muchachas? Yo soy lesbianísima”. “No digas, amiga”, dice la compañera al lado.
Y agrega: “Yo soy mariguanísima”. La tercera mujer se iguala con la influencia
de las dos vidas, diciendo: “Yo soy putísima”. La cuarta mujer saluda
estupefacta al grupo y revela: “Yo soy chismosísima”. Tengo un momento con
Miguel Salvador Rodríguez, que me recuerda un episodio de la novela acelerada de
Kerouac, donde un tipo visita a un famoso poeta y le pregunta: “¿Cual es la
verdad? ¿Cuál es el sentido de la vida, que tanto hablan los filósofos?”. El
poeta entreabre la boca y balbucea en contemplación por un instante, porque tiene
el secreto de la respuesta, pero calla y enseguida camina hacia la ventana,
para perderse en la caravana de nubes. Baja la mirada a la ciudad y exclama:
“Carnal, hay un chingo de hijos de puta allá afuera”. Miguel Salvador no tiene
citas prohibidas para nada y nadie, excepto su identidad jarocha. El escritor se
detiene en la siguiente parada del tranvía, para abrazar al hijo de puta que lo
espera. Sea el hijo de la más famosa sirena, abrazada con el golfo de México. El
golfo de México es una extraña curva que evita la llegada de los huracanes al
puerto, pero también es el gentilicio. “Apología del Jarocho” es un lamento de
guerra, ruge como fagot en concierto. Algo que molesta a Miguel Salvador
Rodríguez es la tribu urbana dispersarse al silbido de Cristo en la reapertura
de Babel con sus cuerpos, mientras la muerte llorosa desenlaza los zancudos, portadores
de costumbres ancianas. Una noche prometió cavar algunas tumbas en la playa. “No
es como usted dice”, advierte al comienzo del monólogo. Los impostores de la
jerga local, los pocos que se encuentran, no tienen credenciales que digan
quienes son. Cuando no se reconocen, recurren al espejo y buscan por el rasguño
de la luna que los identifica. Miguel contará su secreto. El jarocho no es una
ocurrencia para hacerse pasar por otra persona, por lo que cualquiera deduce de
inmediato que el apelativo no tiene nada que ver con Pinocho. Libre como es, el
jarocho no le duele una incisión en el corazón para que surja la décima. Y si
le gritan “Coño loco”, apresura a estirar la sombra al vaivén de las hamacas,
por eso se miran las palmeras borrachas de sol. En el escenario, Migue educa y
divierte. Quizás gustaría enseñarte el lunar que tiene, aunque su cuerpo es
polvo, como todos. En cambio, hace un recuento de la fundación de la ciudad
hasta nuestros días. Cavilante en las piernas de un titán, Miguel Salvador Rodríguez
está seguro de agregarle un palmo a su tamaño.
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