Sólo bastó que la viera por dos segundos. Miró, y otra vez. Corrió hacia el bibliotecario.
- ¿Quién es esa?
- Siempre viene, se llama Amanda.
- ¿Y lee?
- Si, ha leído casi todos los mismos libros que tú en estos dos años del taller. Me extrañaba que no me hubieras preguntado, porque es de tu tipo.
Onésimo iba todos los martes a la biblioteca para revisar sus poemas. El taller de literatura le brindaba dos horas de contacto real con otros poetas, y de paso buenas recomendaciones de libros. Esta vez usó el tiempo para observarla pacientemente, ella nunca volteó. Estaba sentada en una de las mesas centrales, tenía el cabello largo, muy liso, no debía pasar de los treinta años. ¿Cómo era posible que no se hubieran visto? ¿Quién era esta mujer etérea que leía los mismos libros y, aparentemente, llevaba tanto tiempo en el mismo lugar que él?
Quizá era un corte diferente de cabello, quizá la ropa o el maquillaje. Sí, debía existir alguna explicación simple. Al salir de la biblioteca, Onésimo quiso saber más de ella, sobornó a la encargada y hurgó en su bolso. Encontró un anillo de casada con una inscripción “Alejandro”. ¿Quién era? ¿Por qué no la había visto antes?
Esto era lo que Onésimo recordaba de la primera visita. Fue un martes, el segundo día de la semana; pero su pensamiento no se apartó de ella hasta ocho mañanas después, cuando fue a buscarla de nuevo a la misma biblioteca. Le llevaba dos regalos, un poema escrito a mano, y una piedrecita roja que guardaba desde la secundaria, esperando alguien a quien encomendársela. Amanda no estaba. De nuevo fue a interrogar al bibliotecario, pero le dijeron que éste se había enfermado, y reposaba en casa, bajo los cuidados de su mujer. ¿Cómo se llamaba el bibliotecario? El suplente le contó que su nombre real era Alejandro II, siempre le hacían bromas por el papa muerto, así que le apodaban “Alejandro el Papa”.
Onésimo ya no supo qué hacer. Vagó poema en mano por los muelles, buscándola en las plazas de palomas sin ningún motivo real, porque ella no había dicho que le gustaran. En realidad ella nunca había dicho nada, porque él no se le acercó la semana anterior, sólo su cabello liso dijo que era esa mujer que él buscó durante tanto tiempo y aparentemente lo acompañaba desde hacía dos años.
Se sentó en un muro completamente perdido, empezó a dudar si ella le interesaba porque su cabello liso o por el misterio de no haberla visto antes. ¿Quién era? ¿Acaso sería bruja?
A la semana siguiente Alejandro el Papa ya estaba en su sitio de trabajo, pero de Amanda no había noticias. El bibliotecario, con una risa irónica, escuchó los lamentos de Onésimo y le recomendó unas pastillas para dormir; en realidad eran unas vitaminas con poderes curativos que su mujer le había dado, su mujer era joven y sabía de esas cosas. ¿Por qué sigues pensando en Amanda? Ya te dije que es casada, pensé que te iba a interesar pero no es para tanto.
Onésimo comprendía. Sabía que estaba mal, que no había ningún motivo, pero ella tenía que aparecer, ella estaba allí mismo, él la sentía aunque no pudiera verla, la había sentido desde su niñez, aún sin haberla visto nunca.
- Dijiste que venía el segundo día, dijiste que siempre venía, ¿por qué no está aquí, acaso está enferma o se fue de viaje?
El bibliotecario no podía responder a esas preguntas, o simplemente no quería. Se excusó con lo de sus ausencias por enfermedad, y argumentó que no tenía que saberlo todo, pero como le caía bien, le iba a guardar el libro que ella tenía en ese momento en préstamo, para que él pudiera mirarlo.
- A ver si así encuentras pistas secretas del paradero de tu “amante” que no te ha tocado ni una pestaña. No sé que es lo que te traes con esa mujer.
Esa semana sí que fue un calvario. Se dormía desde las ocho de la noche, esperando que pasaran pronto las horas para regresar a buscarla. Absurdamente, se sentaba horas frente al teléfono, aunque sabía que era ilógico, las brujas no usaban esos aparatos modernos, y se hubiera sentido sumamente decepcionado si ésta lo hiciera.
El fin de semana decidió anotar todo lo que recordaba de ella, para desmeritarla. No funcionó, regresaba siempre a su cabello liso, con un brillo inaudito, se sentía flotar en el delirio, viajar por su cabello liso con olor a camelias, y lo más curioso era que precisamente él, que no podía ver una mona sin pensar enseguida en sexo, tuviera tal excitación sentimental con Amanda, casada y de cabello liso.
El martes despertó sobresaltado, casi a la una de la tarde. Corrió a la biblioteca, con un temor férreo a que ya la hubieran cerrado para la hora del almuerzo. ¿Cómo era posible que después de tanta espera se quedara dormido justo el día indicado?
Por suerte la encontró abierta. El Papa parecía rejuvenecido. Su risita lacónica se había tornado hoy aún más insoportable. Onésimo temió un final terrible.
- Ya encontré la explicación a tu problema, amigo. Y lamento informarte que no hay nada de mágico en tu Amandita. Qué lástima me das, viejo. Ya sabía que estabas un poco ocioso, pero el único y verdadero lío mágico en lo de tu día segundo, es que para ti el martes es el segundo día, pero toda la gente normal sabe que la semana comienza los domingos. Por tanto, tu mujercita viene los lunes, se sienta en la misma mesa y escribe notas sobre los libros. No me había dado cuenta porque la canija lo hace con un lápiz muy fino, pero cuando me puse a ver éste que entregó ayer me di cuenta. Toma, aquí lo tienes, a ver si te consigues algún empleo, porque de verdad que estás grueso hermano, así ya no se puede vivir.
Onésimo tomó el libro con una paciencia que lo sorprendió. Con ambas manos lo sostuvo, firmó debajo de la pequeña letra de Amanda su compromiso de entrega a la semana siguiente, pasó por la revisión en la puerta de la biblioteca y se dirigió de nuevo a los muelles, otra vez sin explicaciones amandinas.
Todavía se tomó el tiempo para limpiar el suelo, cruzar las piernas y secarse las manos sudadas con un pañuelo, doblarlo y meterlo con cautela en el bolsillo izquierdo de su pantalón.
Tenía ganas de llorar, en realidad se había aguantado desde que Alejandro el Papa le había dado la noticia hasta este momento. No cabrían en este texto todos los pensamientos que Onésimo experimentó en el trayecto de la biblioteca a los muelles; pero basta decir que era una tristeza tal que pensó en no escribir poesía nunca más, y en mudarse a una ciudad sin mar, como castigo propio a un pensamiento tan descabellado.
Había decidido conseguir un empleo de oficina y regresar con su antigua novia, boba y siempre dispuesta a sexo ocasional, porque eso era lo que se merecía. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Además, él ya sabía que estaba casada, en realidad siempre supo que Alejandro y Alejandro el Papa eran la misma persona, que el bibliotecario se había estado burlando de él porque se enamoró como un bobo de su esposa, Amanda la bruja. Que no era bruja, sólo una mujer que iba los lunes.
Estuvo llorando más de media hora. Ciertamente, se unieron en Amanda todas sus tristezas, todas las tristezas del mundo en un cabello liso. Pero valía la pena, ella valía todo eso y más, porque le había regalado una ilusión verdadera, al menos la ilusión de que la piedrecita roja alguna vez saliera de su armario para ser entregada a alguien.
Pero como todas las tristezas, no pudo durar demasiado, porque junto a él, ese pequeño libro aún latía, y era la última carta que podía jugarse en contra de la adultez, que desde hacía casi una década lo acechaba.
Sacó de nuevo el pañuelo, se secó las manos y la cara, lo guardó.
Abrió primero la última página con la fecha de entrega, vio su letra pequeña, compacta, imaginó ahora sí esa mujer menuda entre sus brazos, con una sonrisa pura que los adultos no saben proyectar.
Volteó entonces a la primera hoja de la historia. Buscó en vano su letra con lápiz entre las líneas, miró en todas las páginas del libro con una desesperación creciente, hurgó en los números de página, en los nombres de capítulos. Nada. Nada. Nada. Se sintió cada vez más alterado. Agitó el libro contra el suelo, quizá había una carta adentro, una nota, algo. Nada. Parecía un niño, iba a llorar otra vez. Entonces regresó a la primera página, llamó su atención la primera línea del texto impreso. Era un nombre, la historia comenzaba con un nombre que él conocía muy bien. Este era el comienzo: Onésimo vio a Amanda y se sorprendió de no haberla conocido antes, porque él sentía que la había buscado siempre...
1 comentario:
Los amores difíciles Peny, los amores difíciles que hacen más intensa la vida. Se te extraña, gracias por permitir el disfrute de tu obra que siempre, además de sus cualidades literarias, tiene la exquisita experiencia de la sorpresa. Manolo Salinas.
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