La leyenda negra de las oportunidades literarias
Jorge Gómez Jiménez
Jorge Gómez Jiménez
Dos premios literarios son noticia por estos días en virtud de razones distintas. Uno de ellos por la decepción que constituyó para el jurado encontrarse con medio centenar de obras de las cuales ninguna tenía méritos para ser declarada ganadora; el otro por la abultada dotación y el carácter con el que sus organizadores han empezado a promoverlo.
Nos referimos, en el primer caso, al IV Premio Internacional de Narrativa de Siglo XXI Editores y la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam), que en su categoría de narrativa hubo de ser declarado desierto por un jurado que encontró “aburridísimas” las novelas que se presentaron a concurso. Con absoluta justicia el escritor mexicano Sealtiel Alatriste, parte del comité organizador por la Unam, ha dicho que la decisión del jurado ha contribuido a fortalecer el prestigio del galardón.
El segundo caso es el del recién creado Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa, que con sus 200.000 dólares para el ganador del primer lugar se convierte en uno de los mejor dotados en el ámbito de habla hispana, pero nace con el pesado lastre que representan los escándalos, en materia de galardones, protagonizados en el pasado reciente —y no tanto— por el sello Planeta, y que han arrojado dudas sobre la integridad literaria de Camilo José Cela, Ricardo Piglia y otras importantes firmas de la literatura hispanoparlante.
Parece paradoja, pero la presentación del premio por parte de Miguel Barroso, director general de Casa de América, como un evento de transparencia garantizada en el que la importante institución no permitirá “arreglos ni con agentes literarios”, luce como una suerte de disculpa por tales desaguisados. La participación de Casa de América como ente convocante es una garantía de que el veredicto no será amañado, pero la necesidad de gritar tal garantía a los cuatro vientos implica de alguna manera la aceptación de que en el pasado Planeta incurrió en prácticas poco éticas.
Los concursos literarios son herramientas ideales para autores que desean dar a conocer su obra. Sin embargo, la mala publicidad que han recibido a causa de problemas como aquellos en los que se ha visto envuelta Planeta, producen temor en el escritor que puja por abrirse camino en el medio editorial, ante la desagradable perspectiva de toparse en una feria internacional a algún reconocido autor firmando ejemplares de una obra sospechosamente parecida a la suya. Los casos no son en realidad tantos como para pensar que se trata de una práctica común, pero se sabe que en una situación así el mercado suele ser implacable y el infortunado escritor cuya obra ha sido plagiada quizás tenga todas las de perder.
Tales sospechas, así como las referidas a premios que se otorgan a determinados autores y jurados complacientes para beneficio de las editoriales convocantes, han venido estableciendo durante años el fundamento, alrededor de las oportunidades literarias, de una perniciosa leyenda negra según la cual todo escritor que alcanza el éxito editorial es vil cómplice de una maquinaria a la que sólo se puede acceder a través del engaño y la ausencia de escrúpulos.
Un efecto colateral de este supuesto es que, cuando alguien que escribe ve demasiado lejos el éxito, se convence de que no es otra cosa que un autor incomprendido. La crítica, los editores, los colegas y los jurados estarán, supone, en su contra, independientemente de la calidad de su obra, que él juzga de primerísimo nivel. En su absurda paranoia, cree que los concursos, las revistas literarias y hasta los lectores han decidido darle la espalda porque él no pertenece a los altos círculos del “poder literario”, a los que no ha entrado porque, asegura, él es un valiente defensor de su libertad individual.
Un efecto colateral de este supuesto es que, cuando alguien que escribe ve demasiado lejos el éxito, se convence de que no es otra cosa que un autor incomprendido. La crítica, los editores, los colegas y los jurados estarán, supone, en su contra, independientemente de la calidad de su obra, que él juzga de primerísimo nivel. En su absurda paranoia, cree que los concursos, las revistas literarias y hasta los lectores han decidido darle la espalda porque él no pertenece a los altos círculos del “poder literario”, a los que no ha entrado porque, asegura, él es un valiente defensor de su libertad individual.
El medio centenar de obras enterradas en el desierto del premio Siglo XXI-Unam constituyen un claro mensaje para el escritor: la trayectoria literaria no es un obsequio para cualquiera que sea capaz de hilar frases de manera más o menos correcta. Es un largo camino que hay que recorrer sin descanso y con la firme convicción de que nunca se escribe suficientemente bien, por lo que el fracaso no tiene otro culpable que uno mismo.
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