César Vallejo: Dios, tan cerca, tan lejos
Ignacio García
Criado en una casa de tradición de seminaristas, educado en el catolicismo criollo más austero, y de espíritu hipersensible, César Vallejo recorre a través de su poesía temas variados de dolor propio, y uno en especial: su enorme trabajo para distanciarse de un Dios que el poeta no comprende pero al que tampoco puede asir. En un verso lapidario, escrito bajo la depresión, pero no por ello exento de la lucidez más aguda, Vallejo no tiene más remedio que decir:
“Yo nací un día que Dios estaba enfermo”.
Algunos, equivocadamente adjudican la áspera relación Vallejo-Dios, a su tardía entrada al marxismo, cuando él se encontraba en París. Nada más falso y oscuro. Jamás el discurso de Hegel o de Karl Marx llevaron al poeta a ese exabrupto. Es el dolor del alma, es la incongruencia de la vida, la pobreza, la orfandad, el silencio de una madre planchadora de ropa, la que conduce a Vallejo a preguntarse: "Si hay un Dios ¿entonces por qué tanta saña?" Y expresará esta situación de la forma más simple:
Hay un vacío / en mi aire metafísico / que nadie ha de palpar: / el claustro de un silencio / que habló a flor de fuego.
La educación religiosa recibida en la niñez lo llevan, en el desarrollo de su pensamiento maduro, hacia tres ángulos que dispersará a través de su obra: a) la de un Dios vengativo y castigador; b) la culpa moral por no poder cumplir ─más que con la voluntad de ese Dios─, con la serie de reglas y legalismos impuestos desde el dogma de fe heredado; y c) la acusación a sí mismo (responsabilidad extenuada) por el sufrimiento de otros hombres y mujeres, y que él es incapaz de solucionar.
Todo esto, va a provocar que Vallejo se refiera a Dios a lo largo de su poesía, principalmente en Los Heraldos Negros: el poeta necesita de ese Ser para desahogar cualquiera de los incisos arriba mencionados. Lo requiere para descargar su odio, para compadecerse de sí mismo, para echarle en cara a Aquél la miseria humana. Lo requiere para caminar un rato a solas con Él, y luego desecharlo para quedar en posición de quedar solo y atacar una vez más:
Siento a Dios que camina / tan en mí, con la tarde y con el mar./ Con él nos vamos juntos. Anochece. / Con él anochecemos. Orfandad...
En Vallejo hay y no hay comunión con ese Dios. La hay para llenar ese aire metafísico, esa soledad que muerde y castiga. No lo hay cuando la sangre se rebela y no queda más que desprenderse de ese ente para exclamar:
Hay golpes en la vida, tan fuertes... / ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé!
La poesía de Vallejo fascina al lector, no tanto por su lenguaje innovador a la vez que creador y cósmico, sino por esa suerte de misticismo contradictorio. Un poeta que se descalza para probar cómo se siente el agudo de las piedras; que deja de comer para darle a otros su bocado de pan o se despoja de la camisa como Jesús lo ordena en el Sermón del Monte. El misticismo de Vallejo, decíamos, parece conta-puntearse, porque si bien realiza tareas izadas desde el Evangelio, para él sus acciones son el símbolo de una libertad propia, humana, instintiva y animal.
En uno de sus poemas más hermosos y tensos, el poeta trata de zafarse con un yanó de esa relación de un Dios tan cerca y tan lejos de él, y exclama:
El suertero que grita "La de a mil",
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios, entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo, y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
No sé si la Biblia leída por Vallejo (a la par de algún otro panfleto dogmático) sea la misma que la leída por John Milton, Woodsworth y Walt Withman, anglosajones al fin, colonizadores y no conquistados; cuya óptica no concibe al trabajo duro y recio como un castigo celestial sino como una bendición de Dios, y son capaces de invertir la enseñanza de un Dios cruel y castigador, contando las veces que el Antiguo Testamento habla de misericordia divina para el hombre (366 para ser exactos). Es cuestión de espíritus y de la forma en que el alma concibe a ese Dios y se acerca a Él: o a punta de reclamo y vejación como Vallejo, o hallando el secreto de amarlo como lo hizo la Madre Teresa de Calcuta.
Pero dejemos los avatares que impiden a Vallejo no ver sino su desgracia. Volvamos al punto en donde el poeta no suelta a Dios ni siquiera para consolarse de la muerte del hermano; para tener un escondrijo donde rumiar su dolor, orar, creer en un más allá donde, él cree, el hermano muerto se halla escondido. Un poema lleno de ternura y desgarro que aquí pongo completo para reflexión de nuestros lectores.
In memoriam
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
¡donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: "Pero, hijos ...".
Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores,
después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.
Miguel, tú te escondiste
una noche de Agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte.
Y yacae sombra en el alma.
Oye, hermano, no tardesen salir. Bueno... Puede inquietarse mamá
Abandonemos a Vallejo con este: “Oye hermano, no tardes salir...Puede inquietarse mamá”, para, finalmente, llegar al punto en el que el poeta trata de hacerse de una teoría que le permita deshacerse de esa mala relación que guarda con Dios. Ya se ha dicho que su ingreso o simpatía al Partido Comunista, apenas si le proporcionan un poco de mala fijación sobre el asunto; una pizca de sal que se resume en que la “religión es el opio de los pueblos”. Pero incluso, bajo la férula del Partido, Vallejo –poeta que es---no podrá dejar de lado ese sonido que le llama a libertad: una libertad propia; si bien en los Evangelios ya ha leído al Jesús que habla de conocer la verdad que hace libres a los hombres de eso que les corroe en forma de vacío espiritual, de hueco metafísico.
Aun, a la búsqueda de esa liberación personal en la que Vallejo prefiere Dios no intervenga, el poeta mismo acudirá a Él como testigo de sus escritos. Trilce es sin duda una de sus más grandes obras por la forma en que halla, a través del lenguaje, la destrucción de “esa otra lengua” con la que ya no puede masticar su dolor. De ese poemario Trilce dirá:
"El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!"
Ignacio García
Criado en una casa de tradición de seminaristas, educado en el catolicismo criollo más austero, y de espíritu hipersensible, César Vallejo recorre a través de su poesía temas variados de dolor propio, y uno en especial: su enorme trabajo para distanciarse de un Dios que el poeta no comprende pero al que tampoco puede asir. En un verso lapidario, escrito bajo la depresión, pero no por ello exento de la lucidez más aguda, Vallejo no tiene más remedio que decir:
“Yo nací un día que Dios estaba enfermo”.
Algunos, equivocadamente adjudican la áspera relación Vallejo-Dios, a su tardía entrada al marxismo, cuando él se encontraba en París. Nada más falso y oscuro. Jamás el discurso de Hegel o de Karl Marx llevaron al poeta a ese exabrupto. Es el dolor del alma, es la incongruencia de la vida, la pobreza, la orfandad, el silencio de una madre planchadora de ropa, la que conduce a Vallejo a preguntarse: "Si hay un Dios ¿entonces por qué tanta saña?" Y expresará esta situación de la forma más simple:
Hay un vacío / en mi aire metafísico / que nadie ha de palpar: / el claustro de un silencio / que habló a flor de fuego.
La educación religiosa recibida en la niñez lo llevan, en el desarrollo de su pensamiento maduro, hacia tres ángulos que dispersará a través de su obra: a) la de un Dios vengativo y castigador; b) la culpa moral por no poder cumplir ─más que con la voluntad de ese Dios─, con la serie de reglas y legalismos impuestos desde el dogma de fe heredado; y c) la acusación a sí mismo (responsabilidad extenuada) por el sufrimiento de otros hombres y mujeres, y que él es incapaz de solucionar.
Todo esto, va a provocar que Vallejo se refiera a Dios a lo largo de su poesía, principalmente en Los Heraldos Negros: el poeta necesita de ese Ser para desahogar cualquiera de los incisos arriba mencionados. Lo requiere para descargar su odio, para compadecerse de sí mismo, para echarle en cara a Aquél la miseria humana. Lo requiere para caminar un rato a solas con Él, y luego desecharlo para quedar en posición de quedar solo y atacar una vez más:
Siento a Dios que camina / tan en mí, con la tarde y con el mar./ Con él nos vamos juntos. Anochece. / Con él anochecemos. Orfandad...
En Vallejo hay y no hay comunión con ese Dios. La hay para llenar ese aire metafísico, esa soledad que muerde y castiga. No lo hay cuando la sangre se rebela y no queda más que desprenderse de ese ente para exclamar:
Hay golpes en la vida, tan fuertes... / ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé!
La poesía de Vallejo fascina al lector, no tanto por su lenguaje innovador a la vez que creador y cósmico, sino por esa suerte de misticismo contradictorio. Un poeta que se descalza para probar cómo se siente el agudo de las piedras; que deja de comer para darle a otros su bocado de pan o se despoja de la camisa como Jesús lo ordena en el Sermón del Monte. El misticismo de Vallejo, decíamos, parece conta-puntearse, porque si bien realiza tareas izadas desde el Evangelio, para él sus acciones son el símbolo de una libertad propia, humana, instintiva y animal.
En uno de sus poemas más hermosos y tensos, el poeta trata de zafarse con un yanó de esa relación de un Dios tan cerca y tan lejos de él, y exclama:
El suertero que grita "La de a mil",
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios, entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo, y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
No sé si la Biblia leída por Vallejo (a la par de algún otro panfleto dogmático) sea la misma que la leída por John Milton, Woodsworth y Walt Withman, anglosajones al fin, colonizadores y no conquistados; cuya óptica no concibe al trabajo duro y recio como un castigo celestial sino como una bendición de Dios, y son capaces de invertir la enseñanza de un Dios cruel y castigador, contando las veces que el Antiguo Testamento habla de misericordia divina para el hombre (366 para ser exactos). Es cuestión de espíritus y de la forma en que el alma concibe a ese Dios y se acerca a Él: o a punta de reclamo y vejación como Vallejo, o hallando el secreto de amarlo como lo hizo la Madre Teresa de Calcuta.
Pero dejemos los avatares que impiden a Vallejo no ver sino su desgracia. Volvamos al punto en donde el poeta no suelta a Dios ni siquiera para consolarse de la muerte del hermano; para tener un escondrijo donde rumiar su dolor, orar, creer en un más allá donde, él cree, el hermano muerto se halla escondido. Un poema lleno de ternura y desgarro que aquí pongo completo para reflexión de nuestros lectores.
In memoriam
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
¡donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: "Pero, hijos ...".
Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores,
después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.
Miguel, tú te escondiste
una noche de Agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte.
Y yacae sombra en el alma.
Oye, hermano, no tardesen salir. Bueno... Puede inquietarse mamá
Abandonemos a Vallejo con este: “Oye hermano, no tardes salir...Puede inquietarse mamá”, para, finalmente, llegar al punto en el que el poeta trata de hacerse de una teoría que le permita deshacerse de esa mala relación que guarda con Dios. Ya se ha dicho que su ingreso o simpatía al Partido Comunista, apenas si le proporcionan un poco de mala fijación sobre el asunto; una pizca de sal que se resume en que la “religión es el opio de los pueblos”. Pero incluso, bajo la férula del Partido, Vallejo –poeta que es---no podrá dejar de lado ese sonido que le llama a libertad: una libertad propia; si bien en los Evangelios ya ha leído al Jesús que habla de conocer la verdad que hace libres a los hombres de eso que les corroe en forma de vacío espiritual, de hueco metafísico.
Aun, a la búsqueda de esa liberación personal en la que Vallejo prefiere Dios no intervenga, el poeta mismo acudirá a Él como testigo de sus escritos. Trilce es sin duda una de sus más grandes obras por la forma en que halla, a través del lenguaje, la destrucción de “esa otra lengua” con la que ya no puede masticar su dolor. De ese poemario Trilce dirá:
"El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!"
Se dice que la esperanza es lo último que muere. Poner a Dios por testigo de su sufrimiento y los bordes terribles de existencia a los que Vallejo se ha asomado, hablan ya de un espíritu convulsionado, a la vez que genial, con un inconfundible acento de fidelidad a sí mismo: de un verdadero creador, de un auténtico artista. Porque la confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza. Porque se lo dice a un Dios con el que guarda conflictos.
Un Dios que se lo "llevó" precisamente el día que Vallejo lo deseaba: Después de una dura agonía muere Vallejo el viernes santo, 15 de abril de 1938, a las 9 y 20 de la mañana. Si bien el poeta se dice haber nacido “un día que Dios estaba enfermo”; murió otro en el que Dios ya había sanado y (tal vez ¿por qué no?) lo llevó consigo a ese lugar que Vallejo concibió:
Más acá de mí mismo / y de mi par de yemas, / lo he entrevisto / siempre lejos de los destinos.
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