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La niebla que cubre los comienzos de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la que se cierne sobre los de la imprenta; resultó más perceptible que había llegado la hora de inventar la primera y así lo presintieron varios hombres que, independientemente unos de otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la «camera obscura» imágenes conocidas por lo menos desde Leonardo. Cuando tras aproximadamente cinco años de esfuerzos Niepce y Daguerre lo lograron a un mismo tiempo, el Estado, al socaire de las dificultades de patentización legal con las que tropezaron los inventores, se apoderó del invento e hizo de él, previa indemnización, algo público. Se daban así las condiciones de un desarrollo progresivamente acelerado que excluyó por mucho tiempo toda consideración retrospectiva. Por eso ocurre que durante decenios no se ha prestado atención alguna a las cuestiones históricas o, si se quiere, filosóficas que plantean el auge y la decadencia de la fotografía. Y si empiezan hoy a penetrar en la consciencia, hay desde luego para ello una buena razón. Los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía —la actividad de los Hill y los Cameron, de los Hugo y los Nadar— coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización. No es que en esta época temprana dejase de haber charlatanes y mercachifles que acaparasen, por afán de lucro, la nueva técnica; lo hicieron incluso masivamente. Pero esto es algo que se acerca, más que a la industria, a las artes de feria, en las cuales por cierto se ha encontrado hasta hoy la fotografía como en su casa. La industria conquistó por primera vez terreno con las tarjetas de visita con retrato, cuyo primer productor se hizo, cosa sintomática, millonario. No sería extraño que las prácticas fotográficas, que comienzan hoy a dirigir retrospectivamente la mirada a aquel floreciente período preindustrial, estuviesen en relación soterrada con las conmociones de la industria capitalista. Nada es más fácil, sin embargo, que utilizar el encanto de las imágenes que tenemos a mano en las recientes y bellas publicaciones de fotografía antigua para hacer realmente calas en su esencia. Las tentativas de dominar teóricamente el asunto son sobremanera rudimentarias. En el siglo pasado hubo muchos debates al respecto, pero ninguno de ellos se liberó en el fondo del esquema bufo con el que un periodicucho chauvinista, Der Leipziger Stadtanzeiger, creía tener que enfrentarse oportunamente al diabólico arte francés. «Querer fijar fugaces espejismos, no es sólo una cosa imposible, tal y como ha quedado probado tras una investigación alemana concienzuda, sino que desearlo meramente es ya una blasfemia. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina. A lo sumo podrá el artista divino, entusiasmado por una inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de bendición suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda dc maquinaria alguna, los rasgos humano-divinos. Se expresa aquí con toda su pesadez y tosquedad ese concepto filisteo del arte, al que toda ponderación técnica es ajena, y que siente que le llega su término al aparecer provocativamente la técnica nueva. No obstante, los teóricos de la fotografía procuraron casi a lo largo de un siglo carear-se, sin llegar desde luego al más mínimo resultado, con este concepto fetichista del arte, concepto radicalmente antitécnico. Ya que no emprendieron otra acción que la de acreditar al fotógrafo ante el tribunal que éste derribaba. Un aire muy distinto corre en cambio por el informe con el que el físico Arago se presentó el 3 de julio de 1839 ante la Cámara de los Diputados en defensa del invento de Daguerre. Lo hermoso en este discurso es cómo conecta con todos los lados de una actividad humana. El panorama que bosqueja es lo bastante amplio para que resulte irrelevante la dudosa justificación de la fotografía ante la pintura (justificación que no falta en el discurso) y para que se desarrolle incluso el presentimiento del verdadero alcance del invento. «Cuando los inventores de un instrumento nuevo lo aplican a la observación de la naturaleza, lo que esperaron es siempre poca cosa en comparación con la serie de descubrimientos consecutivos cuyo origen ha sido dicho instrumento.» A grandes trazos abarca este discurso el campo de la nueva técnica desde la astrofísica hasta la filología: junto a la perspectiva de fotografiar los astros se encuentra la idea de hacer fotografías de un corpus de jeroglíficos egipcios.
La niebla que cubre los comienzos de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la que se cierne sobre los de la imprenta; resultó más perceptible que había llegado la hora de inventar la primera y así lo presintieron varios hombres que, independientemente unos de otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la «camera obscura» imágenes conocidas por lo menos desde Leonardo. Cuando tras aproximadamente cinco años de esfuerzos Niepce y Daguerre lo lograron a un mismo tiempo, el Estado, al socaire de las dificultades de patentización legal con las que tropezaron los inventores, se apoderó del invento e hizo de él, previa indemnización, algo público. Se daban así las condiciones de un desarrollo progresivamente acelerado que excluyó por mucho tiempo toda consideración retrospectiva. Por eso ocurre que durante decenios no se ha prestado atención alguna a las cuestiones históricas o, si se quiere, filosóficas que plantean el auge y la decadencia de la fotografía. Y si empiezan hoy a penetrar en la consciencia, hay desde luego para ello una buena razón. Los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía —la actividad de los Hill y los Cameron, de los Hugo y los Nadar— coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización. No es que en esta época temprana dejase de haber charlatanes y mercachifles que acaparasen, por afán de lucro, la nueva técnica; lo hicieron incluso masivamente. Pero esto es algo que se acerca, más que a la industria, a las artes de feria, en las cuales por cierto se ha encontrado hasta hoy la fotografía como en su casa. La industria conquistó por primera vez terreno con las tarjetas de visita con retrato, cuyo primer productor se hizo, cosa sintomática, millonario. No sería extraño que las prácticas fotográficas, que comienzan hoy a dirigir retrospectivamente la mirada a aquel floreciente período preindustrial, estuviesen en relación soterrada con las conmociones de la industria capitalista. Nada es más fácil, sin embargo, que utilizar el encanto de las imágenes que tenemos a mano en las recientes y bellas publicaciones de fotografía antigua para hacer realmente calas en su esencia. Las tentativas de dominar teóricamente el asunto son sobremanera rudimentarias. En el siglo pasado hubo muchos debates al respecto, pero ninguno de ellos se liberó en el fondo del esquema bufo con el que un periodicucho chauvinista, Der Leipziger Stadtanzeiger, creía tener que enfrentarse oportunamente al diabólico arte francés. «Querer fijar fugaces espejismos, no es sólo una cosa imposible, tal y como ha quedado probado tras una investigación alemana concienzuda, sino que desearlo meramente es ya una blasfemia. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina. A lo sumo podrá el artista divino, entusiasmado por una inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de bendición suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda dc maquinaria alguna, los rasgos humano-divinos. Se expresa aquí con toda su pesadez y tosquedad ese concepto filisteo del arte, al que toda ponderación técnica es ajena, y que siente que le llega su término al aparecer provocativamente la técnica nueva. No obstante, los teóricos de la fotografía procuraron casi a lo largo de un siglo carear-se, sin llegar desde luego al más mínimo resultado, con este concepto fetichista del arte, concepto radicalmente antitécnico. Ya que no emprendieron otra acción que la de acreditar al fotógrafo ante el tribunal que éste derribaba. Un aire muy distinto corre en cambio por el informe con el que el físico Arago se presentó el 3 de julio de 1839 ante la Cámara de los Diputados en defensa del invento de Daguerre. Lo hermoso en este discurso es cómo conecta con todos los lados de una actividad humana. El panorama que bosqueja es lo bastante amplio para que resulte irrelevante la dudosa justificación de la fotografía ante la pintura (justificación que no falta en el discurso) y para que se desarrolle incluso el presentimiento del verdadero alcance del invento. «Cuando los inventores de un instrumento nuevo lo aplican a la observación de la naturaleza, lo que esperaron es siempre poca cosa en comparación con la serie de descubrimientos consecutivos cuyo origen ha sido dicho instrumento.» A grandes trazos abarca este discurso el campo de la nueva técnica desde la astrofísica hasta la filología: junto a la perspectiva de fotografiar los astros se encuentra la idea de hacer fotografías de un corpus de jeroglíficos egipcios.
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