DESPERTAR
Lilia
Ramírez
Yo
tenía nueve años y un hermanito acabado de nacer. Mis padres habían preparado
su llegada ampliando nuestra casa. Dos ilusiones colmadas al mismo tiempo. Una
recámara de amplio ventanal por donde atisbar, sobre el bosque de niebla, el Pico
de Orizaba a la izquierda y el Cofre de perote a la derecha de la Sierra Madre;
una cama elevada a donde accedía por una escalerilla náutica, y un árbol
adherible a la pared, en el cual, entre hojas y flores, se posaban dos búhos sonrientes
de mejillas sonrosadas, recordándome trabajar cada día para alcanzar un trozo
de sabiduría, afición que cubría de mil maneras: preguntando a los abuelos, a
mis maestras, a mis padres, primos y tíos. No me gustaba quedarme con duda sobre
nada. Reconozco que a veces los atosigaba pues no tenían todas las respuestas a
la mano, entonces encendiamos la computadora y consultábamos la Wikipedia o el
navegador de moda: Google, en el cual me gustaba teclear la pregunta y mirar los
lindos disfraces de su logotipo al inicio, siempre a tono con las festividades en
turno, ese día, una casilla electoral diminuta, como de juguete, adornaba la
entrada al portal. Una de las letras ondeaba una pequeña bandera tricolor, creo
era la “o”. El detalle me recordó “La marcha de las letras”. Infinidad de
volúmenes de Alfaguara y del Fondo de Cultura Económica conformaban mi
biblioteca particular, ahora dentro de mi nueva habitación, dando un tono de intelectualidad
a la misma. Me comía el mundo de un bocado. Me valía de un diminuto globo
terráqueo para ubicar cualquier punto del planeta donde se desarrollara la novela
en turno. En particular me fascinaban los libros de la colección “Gerónimo
Stilton”, escritos por la italiana Elisabetta Dami, me los habían comprado en
España y era un tanto adicta a ellos.
El
día anterior asistí al catecismo como cada sábado. Me estaba preparando para mi
confirmación y recuerdo a los abuelos llevarme en el coche de mamá. Yo los iba
guiando sobre cual carril del circuito y cual salida deberíamos tomar. Me sabía
de memoria el número de semáforos y cuáles eran los más congestionados en el
camino a la iglesia de San Pío X. Un par de semanas antes, las compañeras de la
secretaría de educación habían organizado un baby shower a mi mamá en un salón
allá por la glorieta de Los Sauces. Fue inevitable que la fiesta se tiñera un
poco del color turquesa del partido Nueva Alianza. A mí, el que más me
simpatizaba, era Quadri, en mi mente de niña me agradaba su voz y el comercial
en donde un doble de él, mucho más joven, tocaba rock. A pesar de mi corta
edad, tenía una clara percepción de cada candidato. Desde el alboroto cuando
Peña Nieto metió la pata en su entrevista de la Feria del Libro de Guadalajara,
yo había estado al tanto de todos los chistes que sacaron sobre ello, en
particular la librería Gandhi. Nunca he sabido porqué le tomaron tanta tirria,
pero sus caricaturas me daban mucha risa. También fuimos a la Feria Internacional
del Libro Universitario, y en uno de los pasillos un cartel lo representaba
como un rey cuya corona se parecía mucho al logotipo de Televisa. Mis
compañeros de la escuela primaria discutíamos mucho sobre las elecciones. Peña
Nieto me daba mucho miedo, pues sabía que había muchas manifestaciones en su
contra. Otra ocasión, durante la comida, repetí algo escuchado en la escuela:
que PAN y PRI eran lo mismo. Mis abuelos me explicaron lo de la libertad de
expresión, y me platicaron cómo, en el siglo pasado, un cómico apodado
“Palillo”, quien trabajaba en una carpa y noche tras noche se quejaba del gobierno ante el público, lo
encarcelaban siempre al terminar la función. Así eran las cosas cuando
gobernaba el PRI, por eso a nadie le daban ganas de ir a votar, porque el
resultado se sabía desde antes. Yo no podía dar crédito. Me costó mucho trabajo
entenderlo. Había participado en la convocatoria del Cabildo Infantil en mayo
de ese mismo año, 2012, y las votaciones se respetaron. Lloré mucho al no ser finalista,
pero decidí hacer una mejor propuesta el año siguiente para ganar los votos de
los niños.
Llegó
la noche y papá llama por teléfono para contarnos que hay muchas denuncias a la
FEPADE, pero al no haber un protocolo bien definido para investigarlas, los
delitos amenazaban con quedar impunes. Habíamos comprado lo necesario con
anticipación, sobre todo por el nuevo hermanito: pañales, leche y algunos
medicamentos por si le daba el cólico de los bebés. Yo me sentía un tanto
aburrida ante la perspectiva de no salir a ningún lado, excepto a votar, pues
la casilla estaba muy cerquita y eso no valía como paseo. Me acuerdo que ya
noche, quisimos ir a ver los resultados pegados en la casilla. No obstante la brillante
redondez en el cielo y lo cercano del sitio, fuimos en el auto. Mi abuela se
bajó a preguntar. Le explicaron los resultados porque no llevaba sus anteojos:
“ganó el Peje”, le dijeron literalmente. Regresamos y me acosté a dormir. El día
siguiente era el último de ese ciclo escolar.
Son
las 6:50 a.m., mi abuela, quien antes dormía conmigo pero ahora lo hace con mi
mamá para ayudarla a cuidar a mi hermanito, entra en mi recámara, una luz
indirecta proyecta al búho sobre mi cama, como presagio de que la sabiduría es
aún una sombra. En el duermevela de esa hora, recuerdo que es el último día de
clases y habrá festejo en la primaria, sin embargo, logro recordar la apuesta hecha
con Marlen, mi amiga favorita, sobre las elecciones presidenciales, ¿Quién
ganó?, me dirijo a la abuela, Peña Nieto, contesta taciturna. Despierto
bruscamente, el chofer no tarda en anunciarse y quiero llegar temprano, no
importa que sea el último día de clases.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario