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jueves, febrero 12, 2009

Alejandro Hernández López: Qué bueno que no fue nada



Uno de ellos mira el rostro del otro. Es de notarse que ambos son, a pesar del uniforme, muy distintos entre sí. Uno, entabla comunicación a través de su radio receptor para situaciones de emergencia.

El otro, mira atento al instante que sus dedos se colocan en la empuñadura de la reglamentaria pistola que porta al cinto. Todo es negro, sólo amarillas son las letras del uniforme de la Policía del Estado de Veracruz.

Conforme recibe instrucciones de una voz distante y se hacen claras en su entender, ambos convierten los movimientos en arduos pasos, comienzan a trotar, aceleran y corren como alma que lleva el diablo.

Son dos elementos de la Policía del Estado de Veracruz. En su carrera zigzaguean entre la gente, pasan a un lado de los permanentes estanquillos de comida y golosinas, evaden el puesto de los matutinos periódicos para internarse de lleno al Parque “Benito Juárez”.

Ambos se dirigen por el rumbo de la Biblioteca “Carlos Fuentes”, por las escaleras que se brindan a un hermoso café y La Pinacoteca. Mirando semejante acción todos quedamos sacados de onda y nuestros pensamientos como un acto cercano a la imaginación recrudecen escenas –que consideramos- acompañarán al día siguiente la nota roja.

Ellos corren tomados de sus armas, portando su uniforme y atendiendo un llamado. En pleno zócalo de la ciudad de Xalapa, Veracruz, México, en el denso interior del Parque “Benito Juárez” ambos oficiales detienen la carrera. Y otra vez uno de ellos, entabla comunicación a través de su radio receptor para situaciones de emergencia.

En segundos abanica la mano derecha trazando en el aire una línea horizontal, mientras los ojos del otro siguen atentos el movimiento de su compañero. “Cancelado, negativo, negativo. Situación resuelta, todo a bien, todo a bien…”, Son las palabras que por la radio se sueltan al viento. Las huellas del esfuerzo son un gesto en sus rostros, “qué bueno que no fue nada”, dice uno al otro.

Después ambos caminan ya sin la mano en el reglamentario revólver, con alegría en los ojos. En el cielo las nubes están ensimismadas, sin embargo por el norte se miraban densas, para ellos ahora los objetos son más importantes y la luz de la tarde-noche cae silenciosa, por el mismo camino que corrieron regresan dejando en suspenso su actuar de policías.

Ahora –sentado en el hermoso café de las escaleras- pienso que ver el agua siempre es reconfortable. Una mujer extranjera bebiendo té me sonríe como si nos conociéramos de mucho tiempo y hubiéramos cenado juntos la noche anterior, le conté que no tenía otra cosa que hacer más allá de perder la vista hasta donde se pudiera y aunque a veces me aburro, algo hay de divertido: me parece que aquí la gente de verdad cree que el mundo es como sus ojos lo ven.

Apunto en mi libreta: mirar para adentro no es una costumbre usual en este país. Sólo sabemos ver al exterior. No podría decir con exactitud cuánto tiempo transcurrió. El reloj, para mi, se había esfumado.

Pago el café, el asiento y el lugar. Me abro paso entre los fieles cruzando un laberinto de espejos donde lo habitual y lo artificial se mezclan sabiamente, tanto para irritarnos como para deleitarnos. Y digo, hay cosas que se hacen sin hacerse.

Alejandro Hernández López
barrenador@yahoo.com
7 de febrero 2009

1 comentario:

Genaro Aguirre dijo...

Coincido contigo: la facilidad de ver el afuera crea zona de ceguera cuando se trata de volver hacia los interiores, cualquiera que estos sean. Cuanto más si es dentro nuestro.
Saludos