En las sociedades contemporáneas que se jacten de ser modernas –y por lo tanto pos-, tardo- o ultra- modernas– han pasado necesariamente por un proceso de trasformación que renueva sus pretensiones e ideales en lo que podemos esquematizar de la siguiente manera: a) libertad de conciencia, b) igualdad política, c) justicia social.
No se trata de orden jerárquico, ni histórico, aunque cada aspiración puede contar con una historia propia, no se puede decir que se encuentren separadas; de hecho, se copertenecen tanto que si una no se da las demás difícilmente se sostienen. Por ejemplo: sin libertad de conciencia es muy difícil aspirar a una igualdad política, de igual forma que al no gozar todos de los mismos derechos sea imposible hablar de justicia social; y así podríamos seguir.
Sin embargo, el hecho de que la trasformación de una sociedad arcaica a una sociedad moderna se traduzca precisamente en la centralidad de dichas aspiraciones no significa que hayan sido alcanzadas plenamente en las sociedades modernas. Podríamos decir que como aspiraciones sirven de guía y criterio para la conducción de los asuntos y las decisiones y juicios de toda índole, tanto públicos como privados. Y es así como surge un sistema de gestión pública llamado democracia moderna –que no es la misma que la demokratia griega–, dicho sistema de gobierno emerge como el medio para la consecución de los fines o aspiraciones mencionadas arriba; y no al revés, como fin en sí mismo al cual y por el cual hay que sacrificar dichas aspiraciones.
En el primer caso: la democracia como medio, ésta puede ser perfectible siempre, y por lo tanto falible y errática. Lo cual, obliga a quienes participan de ella –tanto gobierno como ciudadanos– a hacer uso de la razón, pues este sistema político se muestra bajo la dinámica de ensayo-error que se asemeja al pensamiento racional y científico. Y esta razón a su vez es política, pero en el sentido de pluralidad y no de partidos, es decir que los diversos actores tienen voz y voto en las decisiones concernientes a las aspiraciones compartidas de todos: las arriba enumeradas.
En el segundo caso: la democracia como fin, aquí se muestra como una aspiración en sí misma tan lejana como la divinidad, para lo cual es necesario sacrificar ciertas aspiraciones e incluso ciertos derechos en pro de la consecución de contar con tal sistema político. Y este sacrificio tiene que ser dirigido por cierto actores que estimen a quien o qué se les debe sacrificar. De tal manera que sólo cierto grupo de expertos conocen las necesidades que permiten alcanzar tal meta y el resto deberá acatar sus consejos en un acto de sumisión y obediencia, lo que ha toda vista queda como una perversión de la democracia.
El estado de derecho por encima de las garantías individuales, la sanidad de las finanzas públicas a partir de la ignorancia de los derechos sociales, la estimulación fallida de la inversión por la creación de paraísos fiscales para un grupo reducido de personas, el derecho a la información acompañada por leyes al vapor que concentran la difusión de la misma información con criterios discrecionales, entre otros ejemplos, han sido los sacrificios que nuestra sociedad ha hecho por la democracia; sacrificios innecesarios que sólo apoyan la perversión misma de la democracia, que hacen a una gestión pública elevarse a un cielo metafísico con aura catódica por encima y a las espaldas –como la pirámide humana que somos– de los ciudadanos y sus aspiraciones como sociedad.
La única opción, la única respuesta queda en la responsabilidad de la ciudadanía de ejercer sus derechos sin esperar el consentimiento de la clase política que ha hecho de la democracia una telenovela bajo el guión de una idea pervertida de la misma.
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