Cuando leí esta "biografía" –la Woolf se niega a que se lea como novela– la consideré una de las más bellas que en mis estantes tengo o para estudiar o para entretenerme: me refiero tanto al ámbito de sus propias producciones como al del externo, la literatura europea contemporánea. Orlando sirve para todo (desde sacudirlo hasta leerlo), y como texto lírico, de ella el lector avezado no se cansa, pues en medio de una trabada armazón de metáforas que dan pie para su asentamiento (movedizo y aparentemente fijo como las dunas en la playa), la narración, por punto de magia, sigue sus propios carriles sin que aparentemente nadie se interponga en su camino. Y es que la Woolf tiene razón: hay una escritura –sólo eso, porque la acción puede ser la que sea– con un aura transparente, que permite ver al vocablo perfectamente engarzado, como en un collar una gema que pudiera rodar si no la sujetara un hilo casi invisible que la coloca en el vacío para que su refulgencia sea mayor.
La novela puede leerse interminablemente, como me ocurre con La Celestina. Por eso, lo que leemos va por los mismos rieles, algo totalmente opuesto a la realidad, circundada de obstáculos y sombras, como este personaje que atraviesa siglos de existencia sin sufrir deterioro. Pero en medio de todo lo que verdaderamente existe, en la Woolf es la belleza per se, inequívocamente. Lo mismo en las briznas de pasto que pisa Mrs. Dalloway al pasear por Londres que en los ricos diamantes de Sasha Romanoff . Dos novelas (una dentro de la otra) forman el conjunto de Orlando. Se trata de una especie de cuento atípico, donde Christopher Warren, el personaje central, hombre que padece el mal de la postguerra, se suicida.
Como nada es cierto, sino todo farsesco, nos preguntamos cuál es la Verdad, igualmente encapsulada, así, con mayúsculas. También cabe decir ¿quién es el "biógrafo"? ¿Y el narrador? Existen, pero como comodines, que no van ni vienen de acuerdo a una lógica del desarrollo de la acción, sino de las agitaciones de la historia. En este sentido Orlando, la novela, es como si padeciera, a ratos, de alguna enfermedad del corazón. Con muerte repentina en el horizonte, sin avisar siquiera. Y así, un día de 1927, deja paladinamente su recurrir.
Independientemente del juego de humor que despliega por sus páginas, debemos entender que es un texto serio donde por primera vez se explican cosas ocultas en la literatura europea, tal como la novela sobre una mujer... escrita por una mujer. La heroína está en un parque londinense mientras hay niños que juegan al aro o a la cuerda floja, que es la vida habitual londinense; la habitual, tomada por eje central de la obra. Se aparta también de una vida "familiar", como la mostrada en Al faro. Qué decir de Las olas, alejada de todas ellas, única como una hermosa columna griega salpicada de agua y luz y arena. Ella sabe que las repeticiones no son válidas, por lo que de la misma acequia deberá apañárselas para abrevar aguas distintas que arrastran "letras" diferentes, por lo que sus textos sorprenden en cuanto tal cercanía no las empequeñezca, sino que les dé su verdadero relieve y movimiento. Es así como la Woolf arremete el tema de su vida y su literatura, dos alambres intrincadamente enlazados.
Me remito, como bien lo sabemos, al mito del andrógino, camuflado por ese su sentido de humor y porque todo va en homenaje a Vita Sackville West, según los críticos actuales el eje de su vida afectiva, o, dicho de manera más patente, porque fueron amantes en un momento donde la palabra le quedaba ancha o corta a la sociedad londinense. Vita fue lésbica; Virginia también, pero el problema se apañó al buscar una pareja para la cual un hombre –tal como se oye– no era válido, acaso por la exquisitez de una sensibilidad puesta rabiosamente a prueba en sus novelas. Alguna razón llevan las parejas homosexuales, tan difíciles como las otras, pero aquéllas o marginadas u odiadas. Lo de su matrimonio nos parece una máscara debidamente colocada, con sexo, pero máscara de una cara no oculta allí, sino más adentro, en las entrañas o en el corazón ¿Fue el marido homosexual, como casi todos los amigos de la familia Sthepen? ¿Lo fue por terceras personas, es decir, a través de la pareja Vita-Virginia?
Sin embargo, el tema aparece con frecuencia. Ya que hay una especie de enamoramiento en la adolescencia entre Mrs. Dalloway y Sallie Saeton –amigas de la escuela– de lo cual duda ella misma, pues no acierta a considerarlo como amor. Pero en definidas cuentas ¿qué es el amor, estemos o no metidos en un texto que vuelve sobre sus pasos y se arrepiente de sí mismo a la menor provocación? Todo tema emotivo se pierde en puntos suspensivos, como en una niebla espesa que no permite otra expresión que no sea un deletreo a través de las fugaces diferencias entre un hombre y una mujer, tanto, que en la novela él es ella y ella es él, reversiblemente, como una rueda de molino, aunque el ajuar que llevan puesto sea importante para distanciarlos, pues se podría decir –sobre todo en el Cercano Oriente, Constantinopla, donde Orlando es embajador– que es único cuando se dice que el traje sí hace al monje.
La Woolf se mofa y respeta la acción al propio tiempo. ¿Qué otra cosa puede hacer si el mito de Adán y Eva no se le habrá de caer de las manos? Bien visto, somos dos en uno, o uno más uno –Jano– por donde quiera que se vea; o un "uno" apelmazado, según se contemplen las cosas. Nace de Adán Eva, lo que significa que dentro de él está la mujer. Eva tendrá carne y sangre varoniles, ya que sale de un hombre que de pronto ha perdido su inocencia por culpa de una manzana metonímica que no es sino Eva, de la misma manera que es ella la serpiente, o sea el mal. Por eso "los hombres amamos al mal", como lo dice el Dr. Faustus. Pero ¿qué acción es ésta donde uno es su propio contrario?. A la Woolf se le ocurre que debe atravesar un largo sendero, el de los siglos, ya que si la acción empieza en la Era Isabelina, termina –quién sabe por qué razones, como no sean sus propios deseos– en 1927, el día que en verdad pone punto final a la biografía-autobiografía novelada. Pero si volvemos al mito del andrógino, inmemorial, la Woolf lo coloca en un primer plano en cuanto a su tratamiento: es actual, delirante, legendario. Orlando es ubicuo y bisexual, acaso como todos quisiéramos ser, tal como se ve en el mundo posterior.
Varios son los "golpes" literarios de Orlando, como el que –al fin y al cabo inglesa– la escritora se interesa por el "paisaje" lindante con una tragedia bufa: una vez cuando el hielo inunda Londres y otra cuando el Támesis se desborda; ambos momentos dan la oportunidad de una recreación literaria luminosamente novedosa, por cuanto jamás se experimentaron líricamente secuencias semejantes.
Pero estos "golpes" literarios son constantes: Orlando "muere" dos veces, pues dos veces descansa en un sueño profundo, aunque no se sabe si reparador. Se trata, más bien, de etapas oníricas transformadoras que en una novela como ésta deben tomarse como verdaderas, pero que en este tipo de narración, como todo es analógico, pueden también contemplarse de la manera que se desee. En la primera se hace constar. Lo que significa que si bien se trata de un sueño letárgico, parecido al de las mariposas, también es verdad que él-ella están en pleno tránsito hacia un nuevo fulgor. Uno puede preguntarse, no sin razón, hacia dónde corre una vida así, a lo que la novela responde que hacia nada, o hacia donde toda otra vida convoca, o sea, a la nada, cuando la Woolf llega, a través de un escalofriante y solitario suicidio, a un río cercano a su morada cotidiana.
Existe en la novela un segundo sueño, más revelador que el primero, ya que el despertar es la novedad misma del libro: el sexo de Orlando varón se transforma y ya no deja de ser mujer –o lo que por ello se entiende– hasta el final, donde, oh maravilla, sigue habiendo la ambigüedad: "Imposible resolver por ahora si Orlando era más hombre que mujer." "Resolver por ahora", dice la Woolf adormilada, como si ignorara realmente el engaño en el que descansa la novela; engaño de engaños, ya que toda lo es, y la escritora disfruta al máximo el texto que le dedica a Vita, su amante, una muy mediocre escritora.
Sin embargo, insistimos, el libro se basa en el amor a la palabra: "Rehusar y ceder –murmuró–, qué delicioso perseguir y conquistar." Esta "información" es parte del juego de la dicha de escribir aparentemente desprotegida, como si el libro se fuera cocinando sobre la marcha, lo que se irradia de Cervantes. Ella misma ha estado pendiente de su estética: la falta de individualidad que la novela, a estas alturas, debe tener, lo cual es una alteración de la propia realidad literaria en el sentido de que no sólo no cree, sino que rechaza los contenidos sociales (no individuales) a los cuales a veces el arte se ase. O frases como: "Los sabios no han confirmado que el silencio parezca más profundo después del ruido."
Por otra parte, creo que su profunda vanidad, como la tiene todo escritor de altura, la vuelve completamente vulnerable, además de que, como persona (y enferma) debe haber sido a ratos verdaderamente insoportable. Nadie, como sabemos, más pagada de sí que Virginia, a la que la aterraba toda crítica adversa. Nadie, pues, más aferrada a su quehacer poético, del que se puede llamar enamorada.
Por lo demás, los eslabones de Orlando se conciben en secuencias poéticas, en cierto modo antilógicas. "Faltan detalles –dice– pues el incendio ha hecho de las suyas con todas las crónicas y no ha perdonado sino fragmentos que dejan en la oscuridad los puntos esenciales." Se refiere a una fiesta que ahora Orlando, como embajador/embajadora en Constantinopla, ofrece a sus invitados mientras un observador –narrador cómicamente trepado en una higuera–, relata desde su elevada posición los sucesos.
Pero, ¿qué significa Orlando como personaje? ¿Es lo mismo para una persona vivir en un siglo y luego en otros, sucesivamente? ¿Todo es una parodia de la inmortalidad? Lo que sabemos es que por literario que se asuma, no es "de carne y hueso", alguien que va caminando por la cuerda floja sin resbalarse ni caer. El personaje está estrictamente hecho de palabras, aunque a la larga resulte más verídico que algunos personajes "realistas".Esta idea puede verse con mucha claridad cuando el relato (a manera de cuento de hadas) comienza con el enamoramiento de Orlando por Sasha, una joven moscovita que aprovecha la estadía del barco que atranca en los muelles de Londres. Pero era embustera y lo engañaba constantemente; pues así, y no de otra manera, es el amor. ¿No acaso se perdió en las entrañas de la nave con un hermoso marinero ruso?
La Woolf se recrea en estos detalles como se recrea Mrs. Ramsay al mirar hacia el faro mientras James, su "benjamín", la ve tejer un calcetín para el hijo del torrero. Jamás irán al faro, como Orlando tampoco logrará (pues que no es el propósito) un equilibrio no ya sexual, sino en la existencia, víctima –como lo somos todo– del furioso vaivén de la vida. Tampoco Mrs. Dalloway logrará con la fiesta que ofrece el día que sale de compras, encapsular en un todo su pasado. Hay algo de frustrante en estas mujeres que, en un hato, son la propia Virginia: Mrs. Dalloway, Mrs. Ramsay, Susan (la joven suicida de Las olas) o la propia Shasha. En este sentido, por donde las veamos, nos entregan pautas, no para la biografía de Orlando, sino de la escritora, tan firme y escurridiza al propio tiempo.
Por otro lado, se cuenta una anécdota en uno de sus diarios; que estando con su hermana –que vestía un atuendo de color extraño– llegó a visitar a las hermanas Lytton Stratchey. Al ver a Vanessa comentó:. "¿Semen?" refiriéndose naturalmente al color del vestido, con lo cual, dice la Woolf, termina la era victoriana.
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