Tenías poco más de ocho años cuando por fuerza o necedad anhelabas ser rubia. Pasabas horas frente al espejo y con los dedos menudos extendías tu cabello como si se tratara de un abanico; a esas horas, el sol de la tarde iluminaba la habitación y el reflejo de sus destellos teñía, efectivamente, tu melena castaña de un amarillo adormilado aunque preciso. Entonces te limitabas a correr al cuarto de baño, que estaba al final de la casa, pasando los corredores de la pequeña huerta donde la abuela cultivaba hierbas de olor. Era fácil adivinar quién hacía aquellas cosas, el ruido te delataba, pues sólo tu usabas zapatones ortopédicos que en contraste con tus piernas tan delgadas te hacían parecer una muñeca desproporcionada (en el más remoto de los casos) o una vil loca... cuestión en la que todos estábamos de acuerdo.
Sí, tenías menos de nueve años, porque en aquel tiempo asistías a la escuela primaria y yo te envidiaba, porque nada más servía para hacerte compañía... Corrías al baño sólo para medir la cantidad restante en la botella del champú de manzanilla. Tus deditos servían de medida, como sabías tan poco de números o de las operaciones matemáticas que con ellos se pudieran hacer, tu desesperación aumentaba. ¿Alcanzaría ese oro viscoso para lograr la transfiguración del color de tu cabellera antes de iniciarse la víspera para la feria de san Antonio? Sería una pena desperdiciar esa jabonosa miel si para el día once, a más tardar, cuando los chillidos lastimeros de los cerdos que sacrificaban en las porquerizas te anunciaban la inminente llegada de los primos citadinos que viajaban hasta el rancho para asistir al festejo por el cumpleaños del abuelo.
Rubia, como las muchachas que salían retratadas en las revistas. Sí. Sólo así tenía que ser. Que los Antonios pueblerinos te envidiaran el caminadito ridículo, apretado y rápido. Pero que los Antonios de la ciudad jamás se fueran a arrepentir de, cuando llegaran por fin las vacaciones, invitarte a pasar unos días en sus casas de dos pisos. Que la prima que usa trenzas anudadas con una cinta de color naranja y que huele a mierda de pollo y en los dobladillos de la falda jamás se libra de llevar adheridas unas cuantas plumas, esa, aunque ranchera, pueblerina, podía y tenía todo el derecho a ser rubia y guapa. Y que también las tías de la ciudad te probaran a caminar sobre los modositos zapatitos de charol, que tan monos lucían con las calcetas que remataban en puntada española. Estabas lista para superar cualquier prueba, enfrentar todos los escaparates, salvar y salvarte de las miradas burlonas... porque sí, ya lo habías demostrado en los corredores de la casona, durante las vísperas de la gran fiesta.
Porque también, todo eso, lo escuchabas en las historias de la radio. ¿No te acuerdas? Un hombre alto y moreno fumaba cigarros negros con filtro y luego de tirar con desdén la colilla besaba con “pasión enternecedora” a una muchacha rubia que “parecía derretirse entre sus dos fuertes brazos, tan potentes y recios como los mástiles de un barco”. Y tras escuchar esas novelas te quedabas en Babia como si en realidad fueras la protagonista pero no supieras qué hacer después. Nunca quisiste aceptarlo pero estabas profundamente enamorada de tus primos y por eso, sólo por eso, querías ser la viva imagen de una jovencita de ciudad. Yo tampoco, para serte sincera, sabía gran cosa de la vida, por eso me daba por imaginar que en una de tantas ibas a tener la razón y cuando menos lo esperara, me entregarías la invitación para tu boda. No para invitarme, ¿cuándo se ha visto que la hija de una criada se engalane para ir al banquete de una de la familia de los patrones? No, a veces, como que soñaba me mostrabas un cuarto de pliego de papel albanene, donde se leía que los rimbombantes Montes de la Marquesa y Toro participaban a sus amistades de tu misa nupcial y la comelitona. Dirás qué necedad la mía de imaginármelo, pero ay, tan bonitas que se veían las letras doradas formando tu nombre. Una verdadera lujosidad. Era mi sueño y a veces me gusta tanto recordarlo.
Y ya no te muevas porque vas a quedar con las trenzas todas chuecas. ¿Y luego qué va a decir tu mamá? Estará muy quieta en su cajota esa de acero, con ese Corazón de Jesús adornando la tapa, pero seguro que ya nada más ahí está su cuerpo, porque bendito Dios y las ánimas ya nos ve desde el mismísimo cielo. Ahora sí te va a cuidar. Anda, muñeca, estate quietecita, ¿o quieres que tu primo Luis Antonio te vea desgreñada? Mucha profesión, mucho carro, pero bien que te echa ojitos. ¿Ahora sí te ríes, verdad?
Lo que son las cosas, si hace quince años no te hubieras entercado en montar al Naipe, jamás hubiera ocurrido ese golpazo que te dejara postrada en una silla de ruedas y media idiota. Pero querías lucirte frente a tu abuelo.
A veces llego a creer que la desgracia te pasó por no ser rubia. Vieras que el otro día salieron en la tele unas jinetas, güeritas güeritas, casi como ratas albinas, de un circo ruso o algo así y hacían una de machincuepas. Una daba tres saltos encima del lomo de un caballo a todo galope.
Deja de moverte así, que no logro peinarte como la gente decente. Ándale muchacha que ya hasta me llega el ruido de las voces que empiezan a rezar y no han de tardar en llevarse a doña Clotilde al cementerio.
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