Notas sobre la inteligencia americana"
1. Mis observaciones se limitan a lo que se llama la América Latina. La necesidad de abreviar me obliga a ser ligero, confuso y exagerado hasta la caricatura. Sólo me corresponde provocar o desatar una conversación, sin pretender agotar el planteo de los problemas que se me ofrecen, y mucho menos aportar soluciones. Tengo la impresión de que, con el pretexto de América, no hago más que rozar al paso algunos temas universales.
2. Hablar de civilización americana sería, en el caso, inoportuno; ello nos conduciría hacia las regiones arqueológicas que caen fuera de nuestro asunto. Hablar de cultura americana sería algo equívoco; ello nos haría pensar solamente en una rama del árbol de Europa trasplantada al suelo americano. En cambio, podemos hablar de la inteligencia americana, su visión de la vida y su acción en la vida. Esto nos permitirá definir, aunque sea provisionalmente, el matiz de América.
3. Nuestro drama tiene un escenario, un coro y un personaje. Por escenario no quiero ahora entender un espacio, sino más bien un tiempo, un tiempo en el sentido casi musical de la palabra: un compás, un ritmo. Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia. Pero falta todavía saber si el ritmo europeo—que procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio—, es el único "tempo" histórico posible, y nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra natura. Tal es el secreto de nuestra historia, de nuestra política, de nuestra vida, presididas por una consigna de improvisación. El coro: las poblaciones americanas se reclutan, principalmente, entre los antiguos elementos autóctonos, las masas ibéricas de conquistadores, misioneros y colonos, y las ulteriores aportaciones de inmigrantes europeos en general. Hay choques de sangres, problemas de mestizaje, esfuerzos de adaptación y absorción. Según las regiones, domina el tinte indio, el ibérico, el gris del mestizo, el blanco de la inmigración europea general, y aun las vastas manchas del africano traído en otros siglos a nuestro suelo por las antiguas administraciones coloniales. La gama admite todos los tonos. La laboriosa entraña de América va poco a poco mezclando esta sustancia heterogénea, y hoy por hoy, existe ya una humanidad americana característica, existe un espíritu americano. El actor o personaje, para nuestro argumento, viene aquí a ser la inteligencia.
4. La inteligencia americana va operando sobre una serie de disyuntivas. Cincuenta años después de la conquista española, es decir a primera generación, encontramos ya en México un modo de ser americano; bajo las influencias del nuevo ambiente, la nueva instalación económica, los roces con la sensibilidad del indio y el instinto de propiedad que nace de la ocupación anterior, aparece entre los mismos españoles de México un sentimiento de aristocracia indiana, que se entiende ya muy mal con el impulso arribista de los españoles recién venidos. Abundan al efecto los testimonios literarios, ya en la poesía satírica y popular de la época, ya en las observaciones sutiles de los sabios peninsulares, como Juan de Cárdenas (médico español radicado en México). La critica literaria ha centrado este fenómeno, como en su foco luminoso, en la figura del dramaturgo mexicano don Juan Ruiz de Alarcón, quien a través de Corneille—que la pasó a Molière—tuvo la suerte de influir en la fórmula del moderno teatro de costumbres de Francia. Y lo que digo de México, por serme más familiar y conocido, podría decirse en mayor o menor grado del resto de nuestra América. En este resquemor incipiente latía ya el anhelo secular de las independencias americanas. Segunda disyuntiva: no bien se logran las independencias, cuando aparece el inevitable conflicto entre americanistas e hispanistas, entre los que cargan el acento en la nueva realidad, y los que lo cargan en la antigua tradición. Sarmiento es, sobre todo, americanista. Bello es, sobre todo, hispanista. En México se recuerda cierta polémica entre el indio Ignacio Ramírez y el español Emilio Castelar que gira en torno a iguales motivos. Esta polémica muchas veces se tradujo en un duelo entre liberales y conservadores. La emancipación era tan reciente que ni el padre ni el hijo sabían todavía conllevarla de buen entendimiento. Tercera disyuntiva: un polo está en Europa y otro en los Estados Unidos. De ambos recibimos inspiraciones. Nuestras utopías constitucionales combinan la filosofía política de Francia con el federalismo presidencial de los Estados Unidos. Las sirenas de Europa y las de Norteamérica cantan a la vez para nosotros. De un modo general, la inteligencia de nuestra América (sin negar por ello afinidades con las individualidades más selectas de la otra América), parece que encuentra en Europa una visión de lo humano más universal, más básica, más conforme con su propio sentir. Aparte de recelos históricos, por suerte cada vez menos justificados y que no se deben tocar aquí, no nos es simpática la tendencia hacia las segregaciones étnicas. Para no salir del mundo sajón, nos contenta la naturalidad con que un Chesterton, un Bernard Shaw, contemplan a los pueblos de todos los climas, concediéndoles igual autenticidad humana. Lo mismo hace Gide en el Congo. No nos agrada considerar a ningún tipo humano como mera curiosidad o caso exótico divertido, porque ésta no es la base de la verdadera simpatía moral. Ya los primeros mentores de nuestra América, los misioneros, corderos de corazón de león, gente de terrible independencia, abrazaban con amor a los indios, prometiéndoles el mismo cielo que a ellos les era prometido. Ya los primeros conquistadores fundaban la igualdad en sus arrebatos de mestizaje; así, en las Antillas, Miguel Díaz y su Cacica, a quienes encontramos en las páginas de Juan de Castellanos; así aquel soldado, un tal Guerrero, que sin este rasgo sería oscuro, el cual se negó a seguir a los españoles de Cortés, porque estaba bien hallado entre indios y, como en el viejo romance español, "tenía mujer hermosa e hijos como una flor". Así, en el Brasil, los célebres João Ramalho y el Caramurú, que fascinaron a las indias de San Vicente y de Bahía. El mismo conquistador Cortés entra en el secreto de su conquista al descansar sobre el seno de Doña Marina; acaso allí aprende a enamorarse de su presa como nunca supieron hacerlo otros capitanes de corazón más frío (el César de las Galias), y empieza a dar albergue en su alma a ciertas ambiciones de autonomismo que, a puerta cerrada y en familia, había de comunicar a sus hijos, más tarde atormentados por conspirar contra la metrópoli española. La Iberia Imperial, más que administrarnos, no hacía otra cosa que irse desangrando sobre América. Por acá, en nuestras tierras, así seguimos considerando la vida, en sangría abierta y generosa.
5. Tales son el escenario, el coro, el personaje. He dicho las principales disyuntivas de la conducta. Hablé de cierta consigna de improvisación, y tengo ahora que explicarme. La inteligencia americana es necesariamente menos especializada que la europea. Nuestra estructura social así lo requiere. El escritor tiene aquí mayor vinculación social, desempeña generalmente varios oficios, raro es que logre ser un escritor puro, es casi siempre un escritor "más" otra cosa u otras cosas. Tal situación ofrece ventajas y desventajas. Las desventajas: llamada a la acción, la inteligencia descubre que el orden de la acción es el orden de la transacción, y en esto hay sufrimiento. Estorbada por las continuas urgencias, la producción intelectual es esporádica, la mente anda distraída. Las ventajas resultan de la misma condición del mundo contemporáneo. En la crisis, en el vuelco que a todos nos sacude hoy en día y que necesita del esfuerzo de todos, y singularmente de la inteligencia (a menos que nos resignáramos a dejar que sólo la ignorancia y la desesperación concurran a trazar los nuevos cuadros humanos), la inteligencia americana está más avezada al aire de la calle; entre nosotros no hay, no puede haber torres de marfil. Esta nueva disyuntiva de ventajas v desventajas admite también una síntesis, un equilibrio que se resuelve en una peculiar manera de entender el trabajo intelectual como servicio público y como deber civilizador. Naturalmente que esto no anula, por fortuna, las posibilidades del paréntesis, del lujo del ocio literario puro, fuente en la que hay que volver a bañarse con una saludable frecuencia. Mientras que, en Europa, el paréntesis pudo ser lo normal. Nace el escritor europeo en el piso más alto de la Torre Eiffel. Un esfuerzo de pocos metros y ya campea sobre las cimas mentales. Nace el escritor americano como en la región del fuego central. Después de un colosal esfuerzo, en que muchas veces le ayuda una vitalidad exacerbada que casi se parece al genio, apenas logra asomarse a la sobrehaz de la tierra. Oh, colegas de Europa: bajo tal o cual mediocre americano se esconde a menudo un almacén de virtudes que merece ciertamente vuestra simpatía y vuestro estudio. Estimadlo, si os place, bajo el ángulo de aquella profesión superior a todas las otras que decían Guyau y José Enrique Rodó: la profesión general de hombre. Bajo esta luz, no hay riesgo de que la ciencia se desvincule de los conjuntos, enfrascada en sus conquistas aisladas de un milímetro por un lado y otro milímetro por otro, peligro cuyas consecuencias tan lúcidamente nos describía Jules Romains en su discurso inaugural del PEN Club. En este peculiar matiz americano tampoco hay amenaza de desvinculaciones con respecto a Europa. Muy al contrario, presiento que la inteligencia americana está llamada a desempeñar la más noble función complementaria: la de ir estableciendo síntesis, aunque sean necesariamente provisionales; la de ir aplicando prontamente los resultados, verificando el valor de la teoría en la carne viva de la acción. Por este camino, si la economía de Europa ya necesita de nosotros, también acabará por necesitarnos la misma inteligencia de Europa.
6. Para esta hermosa armonía que preveo, la inteligencia americana aporta una facilidad singular, porque nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras como ya lo he dicho, es naturalmente internacionalista. Esto se explica, no sólo porque nuestra América ofrezca condiciones para ser el crisol de aquella futura "raza cósmica" que Vasconcelos ha soñado, sino también porque hemos tenido que ir a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos, acostumbrándonos así a manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia. En tanto que el europeo no ha necesitado de asomarse a América para construir su sistema del mundo, el americano estudia, conoce y practica a Europa desde la escuela primaria. De aquí una pintoresca consecuencia que señalo sin vanidad ni encono: en la balanza de los errores de detalle o incomprensiones parciales de los libros europeos que tratan de América y de los libros americanos que tratan de Europa, el saldo nos es favorable. Entre los escritores americanos es ya un secreto profesional el que la literatura europea equivoque frecuentemente las citas en nuestra lengua, la ortografía de nuestros nombres, nuestra geografía, etc. Nuestro nacionalismo connatural, apoyado felizmente en la hermandad histórica que a tantas repúblicas nos une, determina en la inteligencia americana una innegable inclinación pacifista. Ella atraviesa y vence cada vez con mano más experta los conflictos armados y, en el orden internacional, se deja sentir hasta entre los grupos más contaminados por cierta belicosidad política a la moda. Ella facilitará el gracioso injerto con el idealismo pacifista que inspira a las más altas mentalidades norteamericanas. Nuestra América debe vivir como si se preparase siempre a realizar el sueño que su descubrimiento provocó entre los pensadores de Europa: el sueño de la utopía, de la república feliz, que prestaba singular calor a las páginas de Montaigne, cuando se acercaba a contemplar las sorpresas y las maravillas del nuevo mundo.
7. En las nuevas literaturas americanas es bien perceptible un empeño de autoctonismo que merece todo nuestro respeto, sobre todo cuando no se queda en el fácil rasgo del color local, sino que procura echar la sonda hasta el seno de las realidades psicológicas. Este ardor de pubertad rectifica aquella tristeza hereditaria, aquella mala conciencia con que nuestros mayores contemplaban el mundo, sintiéndose hijos del gran pecado original, de la capitis diminutio de ser americanos. Me permito aprovechar aquí unas paginas que escribí hace seis años:
La inmediata generación que nos precede, todavía se creía nacida dentro de la cárcel de varias fatalidades concéntricas. Los más pesimistas sentían así: en primer lugar, la primera gran fatalidad, que consistía desde luego en ser humanos, conforme a la sentencia del antiguo Sileno recogida por Calderón:
Porque el delito mayordel hombre es haber nacido.
Dentro de éste, venía el segundo círculo, que consistía en haber llegado muy tarde a un mundo viejo. Aún no se apagaban los ecos de aquel romanticismo que el cubano Juan Clemente Zenea compendia en dos versos:
Mis tiempos son los de la antigua Roma,y mis hermanos con la Grecia han muerto.
En el mundo de nuestras letras, un anacronismo sentimental dominaba a la gente media. Era el tercer círculo, encima de las desgracias de ser humano y ser moderno, la muy específica de ser americano; es decir, nacido y arraigado en un suelo que no era el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo. Para usar una palabra de nuestra Victoria Ocampo, los abuelos se sentían "propietarios de un alma sin pasaporte". Y ya que se era americano, otro handicap en la carrera de la vida era el ser latino o, en suma, de formación cultural latina. Era la época del A quoi tient 1a supériorité des Anglo-Saxons? Era la época de la sumisión al presente estado de las cosas, sin esperanzas de cambio definitivo ni fe en la redención. Solo se oían las arengas de Rodó, nobles y candorosas. Ya que se pertenecía al orbe latino, nueva fatalidad dentro de él pertenecer al orbe hispánico. El viejo león hacía tiempo que andaba decaído. España parecía estar de vuelta de sus anteriores grandezas, escéptica y desvalida. Se había puesto el sol en sus dominios. Y, para colmo, el hispanoamericano no se entendía con España, como sucedía hasta hace poco, hasta antes del presente dolor de España, que a todos nos hiere. Dentro del mundo hispánico, todavía veníamos a ser dialecto, derivación, cosa secundaria, sucursal otra vez: lo hispano-americano, nombre que se ata con guioncito como con cadena. Dentro de lo hispanoamericano, los que me quedan cerca todavía se lamentaban de haber nacido en la zona cargada de indio: el indio, entones, era un fardo, y no todavía un altivo deber y una fuerte esperanza. Dentro de esta región, los que todavía más cerca me quedan tenían motivos para afligirse de haber nacido en la temerosa vecindad de una nación pujante y pletórica, sentimiento ahora transformado en el inapreciable honor de representar el frente de una raza. De todos estos fantasmas que el viento se ha ido llevando o la luz del día ha ido redibujando hasta convertirlos, cuando menos, en realidades aceptables, algo queda todavía por los rincones de América, y hay que perseguirlo abriendo las ventanas de par en par y llamando a la superstición por su nombre, que es la manera de ahuyentarla. Pero, en sustancia, todo ello está ya rectificado.
8. Sentadas las anteriores premisas y tras este examen de causa, me atrevo a asumir un estilo de alegato jurídico. Hace tiempo que entre España y nosotros existe un sentimiento de nivelación y de igualdad. Y ahora yo digo ante el tribunal de pensadores internacionales que me escucha: reconocemos el derecho a la ciudadanía universal que ya hemos conquistado. Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar con nosotros.
(Sur, Buenos Aires, septiembre de 1936)
1. Mis observaciones se limitan a lo que se llama la América Latina. La necesidad de abreviar me obliga a ser ligero, confuso y exagerado hasta la caricatura. Sólo me corresponde provocar o desatar una conversación, sin pretender agotar el planteo de los problemas que se me ofrecen, y mucho menos aportar soluciones. Tengo la impresión de que, con el pretexto de América, no hago más que rozar al paso algunos temas universales.
2. Hablar de civilización americana sería, en el caso, inoportuno; ello nos conduciría hacia las regiones arqueológicas que caen fuera de nuestro asunto. Hablar de cultura americana sería algo equívoco; ello nos haría pensar solamente en una rama del árbol de Europa trasplantada al suelo americano. En cambio, podemos hablar de la inteligencia americana, su visión de la vida y su acción en la vida. Esto nos permitirá definir, aunque sea provisionalmente, el matiz de América.
3. Nuestro drama tiene un escenario, un coro y un personaje. Por escenario no quiero ahora entender un espacio, sino más bien un tiempo, un tiempo en el sentido casi musical de la palabra: un compás, un ritmo. Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia. Pero falta todavía saber si el ritmo europeo—que procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio—, es el único "tempo" histórico posible, y nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra natura. Tal es el secreto de nuestra historia, de nuestra política, de nuestra vida, presididas por una consigna de improvisación. El coro: las poblaciones americanas se reclutan, principalmente, entre los antiguos elementos autóctonos, las masas ibéricas de conquistadores, misioneros y colonos, y las ulteriores aportaciones de inmigrantes europeos en general. Hay choques de sangres, problemas de mestizaje, esfuerzos de adaptación y absorción. Según las regiones, domina el tinte indio, el ibérico, el gris del mestizo, el blanco de la inmigración europea general, y aun las vastas manchas del africano traído en otros siglos a nuestro suelo por las antiguas administraciones coloniales. La gama admite todos los tonos. La laboriosa entraña de América va poco a poco mezclando esta sustancia heterogénea, y hoy por hoy, existe ya una humanidad americana característica, existe un espíritu americano. El actor o personaje, para nuestro argumento, viene aquí a ser la inteligencia.
4. La inteligencia americana va operando sobre una serie de disyuntivas. Cincuenta años después de la conquista española, es decir a primera generación, encontramos ya en México un modo de ser americano; bajo las influencias del nuevo ambiente, la nueva instalación económica, los roces con la sensibilidad del indio y el instinto de propiedad que nace de la ocupación anterior, aparece entre los mismos españoles de México un sentimiento de aristocracia indiana, que se entiende ya muy mal con el impulso arribista de los españoles recién venidos. Abundan al efecto los testimonios literarios, ya en la poesía satírica y popular de la época, ya en las observaciones sutiles de los sabios peninsulares, como Juan de Cárdenas (médico español radicado en México). La critica literaria ha centrado este fenómeno, como en su foco luminoso, en la figura del dramaturgo mexicano don Juan Ruiz de Alarcón, quien a través de Corneille—que la pasó a Molière—tuvo la suerte de influir en la fórmula del moderno teatro de costumbres de Francia. Y lo que digo de México, por serme más familiar y conocido, podría decirse en mayor o menor grado del resto de nuestra América. En este resquemor incipiente latía ya el anhelo secular de las independencias americanas. Segunda disyuntiva: no bien se logran las independencias, cuando aparece el inevitable conflicto entre americanistas e hispanistas, entre los que cargan el acento en la nueva realidad, y los que lo cargan en la antigua tradición. Sarmiento es, sobre todo, americanista. Bello es, sobre todo, hispanista. En México se recuerda cierta polémica entre el indio Ignacio Ramírez y el español Emilio Castelar que gira en torno a iguales motivos. Esta polémica muchas veces se tradujo en un duelo entre liberales y conservadores. La emancipación era tan reciente que ni el padre ni el hijo sabían todavía conllevarla de buen entendimiento. Tercera disyuntiva: un polo está en Europa y otro en los Estados Unidos. De ambos recibimos inspiraciones. Nuestras utopías constitucionales combinan la filosofía política de Francia con el federalismo presidencial de los Estados Unidos. Las sirenas de Europa y las de Norteamérica cantan a la vez para nosotros. De un modo general, la inteligencia de nuestra América (sin negar por ello afinidades con las individualidades más selectas de la otra América), parece que encuentra en Europa una visión de lo humano más universal, más básica, más conforme con su propio sentir. Aparte de recelos históricos, por suerte cada vez menos justificados y que no se deben tocar aquí, no nos es simpática la tendencia hacia las segregaciones étnicas. Para no salir del mundo sajón, nos contenta la naturalidad con que un Chesterton, un Bernard Shaw, contemplan a los pueblos de todos los climas, concediéndoles igual autenticidad humana. Lo mismo hace Gide en el Congo. No nos agrada considerar a ningún tipo humano como mera curiosidad o caso exótico divertido, porque ésta no es la base de la verdadera simpatía moral. Ya los primeros mentores de nuestra América, los misioneros, corderos de corazón de león, gente de terrible independencia, abrazaban con amor a los indios, prometiéndoles el mismo cielo que a ellos les era prometido. Ya los primeros conquistadores fundaban la igualdad en sus arrebatos de mestizaje; así, en las Antillas, Miguel Díaz y su Cacica, a quienes encontramos en las páginas de Juan de Castellanos; así aquel soldado, un tal Guerrero, que sin este rasgo sería oscuro, el cual se negó a seguir a los españoles de Cortés, porque estaba bien hallado entre indios y, como en el viejo romance español, "tenía mujer hermosa e hijos como una flor". Así, en el Brasil, los célebres João Ramalho y el Caramurú, que fascinaron a las indias de San Vicente y de Bahía. El mismo conquistador Cortés entra en el secreto de su conquista al descansar sobre el seno de Doña Marina; acaso allí aprende a enamorarse de su presa como nunca supieron hacerlo otros capitanes de corazón más frío (el César de las Galias), y empieza a dar albergue en su alma a ciertas ambiciones de autonomismo que, a puerta cerrada y en familia, había de comunicar a sus hijos, más tarde atormentados por conspirar contra la metrópoli española. La Iberia Imperial, más que administrarnos, no hacía otra cosa que irse desangrando sobre América. Por acá, en nuestras tierras, así seguimos considerando la vida, en sangría abierta y generosa.
5. Tales son el escenario, el coro, el personaje. He dicho las principales disyuntivas de la conducta. Hablé de cierta consigna de improvisación, y tengo ahora que explicarme. La inteligencia americana es necesariamente menos especializada que la europea. Nuestra estructura social así lo requiere. El escritor tiene aquí mayor vinculación social, desempeña generalmente varios oficios, raro es que logre ser un escritor puro, es casi siempre un escritor "más" otra cosa u otras cosas. Tal situación ofrece ventajas y desventajas. Las desventajas: llamada a la acción, la inteligencia descubre que el orden de la acción es el orden de la transacción, y en esto hay sufrimiento. Estorbada por las continuas urgencias, la producción intelectual es esporádica, la mente anda distraída. Las ventajas resultan de la misma condición del mundo contemporáneo. En la crisis, en el vuelco que a todos nos sacude hoy en día y que necesita del esfuerzo de todos, y singularmente de la inteligencia (a menos que nos resignáramos a dejar que sólo la ignorancia y la desesperación concurran a trazar los nuevos cuadros humanos), la inteligencia americana está más avezada al aire de la calle; entre nosotros no hay, no puede haber torres de marfil. Esta nueva disyuntiva de ventajas v desventajas admite también una síntesis, un equilibrio que se resuelve en una peculiar manera de entender el trabajo intelectual como servicio público y como deber civilizador. Naturalmente que esto no anula, por fortuna, las posibilidades del paréntesis, del lujo del ocio literario puro, fuente en la que hay que volver a bañarse con una saludable frecuencia. Mientras que, en Europa, el paréntesis pudo ser lo normal. Nace el escritor europeo en el piso más alto de la Torre Eiffel. Un esfuerzo de pocos metros y ya campea sobre las cimas mentales. Nace el escritor americano como en la región del fuego central. Después de un colosal esfuerzo, en que muchas veces le ayuda una vitalidad exacerbada que casi se parece al genio, apenas logra asomarse a la sobrehaz de la tierra. Oh, colegas de Europa: bajo tal o cual mediocre americano se esconde a menudo un almacén de virtudes que merece ciertamente vuestra simpatía y vuestro estudio. Estimadlo, si os place, bajo el ángulo de aquella profesión superior a todas las otras que decían Guyau y José Enrique Rodó: la profesión general de hombre. Bajo esta luz, no hay riesgo de que la ciencia se desvincule de los conjuntos, enfrascada en sus conquistas aisladas de un milímetro por un lado y otro milímetro por otro, peligro cuyas consecuencias tan lúcidamente nos describía Jules Romains en su discurso inaugural del PEN Club. En este peculiar matiz americano tampoco hay amenaza de desvinculaciones con respecto a Europa. Muy al contrario, presiento que la inteligencia americana está llamada a desempeñar la más noble función complementaria: la de ir estableciendo síntesis, aunque sean necesariamente provisionales; la de ir aplicando prontamente los resultados, verificando el valor de la teoría en la carne viva de la acción. Por este camino, si la economía de Europa ya necesita de nosotros, también acabará por necesitarnos la misma inteligencia de Europa.
6. Para esta hermosa armonía que preveo, la inteligencia americana aporta una facilidad singular, porque nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras como ya lo he dicho, es naturalmente internacionalista. Esto se explica, no sólo porque nuestra América ofrezca condiciones para ser el crisol de aquella futura "raza cósmica" que Vasconcelos ha soñado, sino también porque hemos tenido que ir a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos, acostumbrándonos así a manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia. En tanto que el europeo no ha necesitado de asomarse a América para construir su sistema del mundo, el americano estudia, conoce y practica a Europa desde la escuela primaria. De aquí una pintoresca consecuencia que señalo sin vanidad ni encono: en la balanza de los errores de detalle o incomprensiones parciales de los libros europeos que tratan de América y de los libros americanos que tratan de Europa, el saldo nos es favorable. Entre los escritores americanos es ya un secreto profesional el que la literatura europea equivoque frecuentemente las citas en nuestra lengua, la ortografía de nuestros nombres, nuestra geografía, etc. Nuestro nacionalismo connatural, apoyado felizmente en la hermandad histórica que a tantas repúblicas nos une, determina en la inteligencia americana una innegable inclinación pacifista. Ella atraviesa y vence cada vez con mano más experta los conflictos armados y, en el orden internacional, se deja sentir hasta entre los grupos más contaminados por cierta belicosidad política a la moda. Ella facilitará el gracioso injerto con el idealismo pacifista que inspira a las más altas mentalidades norteamericanas. Nuestra América debe vivir como si se preparase siempre a realizar el sueño que su descubrimiento provocó entre los pensadores de Europa: el sueño de la utopía, de la república feliz, que prestaba singular calor a las páginas de Montaigne, cuando se acercaba a contemplar las sorpresas y las maravillas del nuevo mundo.
7. En las nuevas literaturas americanas es bien perceptible un empeño de autoctonismo que merece todo nuestro respeto, sobre todo cuando no se queda en el fácil rasgo del color local, sino que procura echar la sonda hasta el seno de las realidades psicológicas. Este ardor de pubertad rectifica aquella tristeza hereditaria, aquella mala conciencia con que nuestros mayores contemplaban el mundo, sintiéndose hijos del gran pecado original, de la capitis diminutio de ser americanos. Me permito aprovechar aquí unas paginas que escribí hace seis años:
La inmediata generación que nos precede, todavía se creía nacida dentro de la cárcel de varias fatalidades concéntricas. Los más pesimistas sentían así: en primer lugar, la primera gran fatalidad, que consistía desde luego en ser humanos, conforme a la sentencia del antiguo Sileno recogida por Calderón:
Porque el delito mayordel hombre es haber nacido.
Dentro de éste, venía el segundo círculo, que consistía en haber llegado muy tarde a un mundo viejo. Aún no se apagaban los ecos de aquel romanticismo que el cubano Juan Clemente Zenea compendia en dos versos:
Mis tiempos son los de la antigua Roma,y mis hermanos con la Grecia han muerto.
En el mundo de nuestras letras, un anacronismo sentimental dominaba a la gente media. Era el tercer círculo, encima de las desgracias de ser humano y ser moderno, la muy específica de ser americano; es decir, nacido y arraigado en un suelo que no era el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo. Para usar una palabra de nuestra Victoria Ocampo, los abuelos se sentían "propietarios de un alma sin pasaporte". Y ya que se era americano, otro handicap en la carrera de la vida era el ser latino o, en suma, de formación cultural latina. Era la época del A quoi tient 1a supériorité des Anglo-Saxons? Era la época de la sumisión al presente estado de las cosas, sin esperanzas de cambio definitivo ni fe en la redención. Solo se oían las arengas de Rodó, nobles y candorosas. Ya que se pertenecía al orbe latino, nueva fatalidad dentro de él pertenecer al orbe hispánico. El viejo león hacía tiempo que andaba decaído. España parecía estar de vuelta de sus anteriores grandezas, escéptica y desvalida. Se había puesto el sol en sus dominios. Y, para colmo, el hispanoamericano no se entendía con España, como sucedía hasta hace poco, hasta antes del presente dolor de España, que a todos nos hiere. Dentro del mundo hispánico, todavía veníamos a ser dialecto, derivación, cosa secundaria, sucursal otra vez: lo hispano-americano, nombre que se ata con guioncito como con cadena. Dentro de lo hispanoamericano, los que me quedan cerca todavía se lamentaban de haber nacido en la zona cargada de indio: el indio, entones, era un fardo, y no todavía un altivo deber y una fuerte esperanza. Dentro de esta región, los que todavía más cerca me quedan tenían motivos para afligirse de haber nacido en la temerosa vecindad de una nación pujante y pletórica, sentimiento ahora transformado en el inapreciable honor de representar el frente de una raza. De todos estos fantasmas que el viento se ha ido llevando o la luz del día ha ido redibujando hasta convertirlos, cuando menos, en realidades aceptables, algo queda todavía por los rincones de América, y hay que perseguirlo abriendo las ventanas de par en par y llamando a la superstición por su nombre, que es la manera de ahuyentarla. Pero, en sustancia, todo ello está ya rectificado.
8. Sentadas las anteriores premisas y tras este examen de causa, me atrevo a asumir un estilo de alegato jurídico. Hace tiempo que entre España y nosotros existe un sentimiento de nivelación y de igualdad. Y ahora yo digo ante el tribunal de pensadores internacionales que me escucha: reconocemos el derecho a la ciudadanía universal que ya hemos conquistado. Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar con nosotros.
(Sur, Buenos Aires, septiembre de 1936)
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