El arte es espiritual, un respiro inmaterial de las dificultades de la vida
Fernando Botero.
Conocí su obra muchos años atrás, cuando con mi madre visitamos el principado de Mónaco, en el Viejo Continente. Era una noche veraniega, cálida, con sabor a hechizo. Por la mañana habíamos recorrido las áreas permitidas del Palacio, del palacio conocido como El Magnífico, que es la residencia oficial de la familia Grimaldi. Por aquellos días gobernaban Rainiero y Grace y el principado parecía surgido de la página de un cuento de hadas.
Su historia es más antigua que la de la familia que lo habita. Nació en el año de 1191 más que como castillo, con una fortaleza. Durante los siglos que lleva de existencia, en él ha habido guerras, asedios, invasiones, bombardeos y tragedias… En 1297 los Grimaldi, capturan dicha fortificación y desde esa fecha gobiernan el lugar. Primero fungieron como señores feudales; a partir del siglo XVII, se auto-nombraron príncipes soberanos.
Mientras en los más bellos campos europeos brotaron hermosos palacios de estilo renacentista o barroco, la política y el sentido común de los Grimaldi les aconsejó fortalecer su palacio. Cito a un historiar del principado: “La ocupación de los Grimaldi de su palacio es algo inusual, porque a diferencia de otras casas reales europeas, la falta de palacios alternativos resultó en el uso del mismo edificio por más de siete siglos. Así, sus fortunas y políticas se reflejaron directamente sobre el desarrollo del castillo. Mientras que los Romanovs, Borbones, y Hadsburgos construyeron más y más palacios, el máximo logro que los Grimaldi pudieron alcanzar cuando gozaban de buena fortuna, fue construir una nueva torre o, reconstruir alguna parte ya existente del edificio”. Así, el palacio del Príncipe de Mónaco no sólo refleja la historia del inmueble, del principado, sino también el de la familia que celebró en 1997, 700 años de reinado. Lógico comprender la mezcla de los estilos del palacio: de fortaleza, a palacio medieval, más tarde renacentista y en el siglo pasado, re-decorado totalmente al estilo de la Belle Epoque...
Con el arribo en 1956 de Grace Kelly, como Princesa de Mónaco, llegó la alegría, las fiestas y el glamour; después de su trágica e inesperada muerte, vino un periodo de vacío y decadencia. Ahora su hijo, el príncipe Alberto, nuevo monarca en el trono, ha iniciado la construcción de otros 3200 m2, porque “el palacio existente le resulta pequeño, insuficiente”
¿Por qué recordar el palacio de Mónaco si del que deseo hablar es de Fernando Botero?... ¡Ah! Porque en el jardín que antecede el Casino, principal fuente de ingresos para el principado, mi madre y yo, vimos un gato. Un enorme gato negro. Un gato obeso, negro, brillante a la luz de la luna. Una escultura que a mi pobre juicio desentonaba, lastimaba el bello ambiente en el cual había sido colocado. Entonces supe que ese gato era una obra de arte realizada por Botero, escultor y pintor colombiano.
Más tarde, cuando la obesidad fue penetrando lenta y taimadamente en el mundo actual y comenzamos a dar charlas sobre el tema, las pinturas de Botero nos ayudaron a ilustrar la obesidad en los niños, en los jóvenes y adultos. En árboles y comilonas. En perros y gatos. En un ambiente amenazante al ser humano, a su salud; a su frágil vivir en el planeta Tierra.
Fue entonces que conocí a Fernando Botero. Presentaba una exposición en el Antiguo Colegio de San Idelfonso, en el corazón del Centro Histórico de la ciudad de México. Junto con sus cuadros exhibía algunas esculturas: eran mujeres recostadas plácidamente en el jardín interior del ahora museo. Mujeres tan obesas, tan negras y brillantes como el gato que vimos en el jardín de Mónaco. Mujeres iguales y diferentes a las flores que lucían los árboles de magnolia por la época vivida: iguales por lo grande, pero diferentes, ya que las flores estaban vivas, eran blancas y perfumadas, mientras que las estatuas negras, mudas y carentes de olor.
Los cuadros en aquellos días exhibidos fueron los que en las páginas de los libros recrearon una y otra vez los temas chuscos, de colores vivos. Pinturas de naturaleza muerta y escenas apacibles con “héroes y heroínas” siempre obesas. El último cuadro, colocado casi a la salida, creo que concluía una época en la pintura de Botero e iniciaba otra. Era, pienso, un eslabón clave entre dos etapas de su vida y su obra.
¿Qué mostraba el cuadro? Una calleja solitaria de un pueblo cualquiera de Colombia, una calleja adoquinada y cercada por casas humildes, sencillas, como las casas sencillas de cualquier pueblo sencillo. Por media calle transitaba una familia. Sobre uno que otro tejado, podía verse a francotiradores agazapados. El cuadro era tan real, que creí por un momento escuchar las pisadas de la gente en las baldosas… las risas de los niños, las voces de la familia. Unos pasos más allá, los francotiradores escondidos abrieron fuego, dando una de las balas justo en la frente del hombre, el jefe de familia. La bala penetró y con ella la muerte. Sí, aquel hombre muerto en vida, con una mirada extraviada que sólo Botero pudo captar, tenía ya una pierna flexionada y estaba a punto de caer al suelo. Tanto me impactó ese cuadro, que ahora, más de diez años después de verlo, recuerdo el rostro de angustia del moribundo antes de desplomarse.
A partir de aquel cuadro Botero cambió la temática de su obra; comenzó a pintar imágenes de las masacres en su país. Tres años atrás, realizó una exhibición en Bogotá, cuyo tema fue el conflicto armado colombiano. El maestro Botero ha dedicado su arte a denunciar. A evidenciar la violencia de su pequeño y convulso país: ejecuciones, secuestros, torturas, gente que implora clemencia sin lograrla, madres que lloran a sus hijos muertos... y con ellas, a un lado, encima, debajo… la descarnada e impávida muerte se hace presente una y otra vez: es el dolor de Colombia, como el mismo artista llama a la exposición que consta de cincuenta y siete obras. Es el dolor de Colombia, sí, pero puede corresponder al dolor de Nicaragua, Argentina, Chile, Bolivia, Brasil o México. Puede corresponder a Ruanda, a Lesoto, a Irán, Iraq o Afganistán. A Líbano, a Camboya o al Tíbet: a cualquier país de nuestro planeta, víctima de un grupúsculo de ambiciosos e infames seres auto nombrados humanos.
Fernando Botero, nació el 19 de abril de 1932 en Medellín, Colombia. Cursó sus estudios primarios en el Colegio Bolivariano; a los 12 años ingresó a una escuela de “matadores” de toros, situada en la Plaza de Toros de la Macarena, de Medellín, impulsado por la gran afición de un tío suyo a la tauromaquia. Platican que sus primeros dibujos de Toros y Toreros, se ofrecieron “por dos pesos” en donde se vendían las entradas para la plaza de toros. Desde la década de los ochenta, Botero es uno de los artistas plásticos más cotizados por su obra. A sus 77 años de edad, ha comenzado a crear una nueva serie imágenes denunciando ahora los horrores en las cáceles de Iraq. Será este su primer trabajo sobre la violencia fuera de su país, mismo que desea exhibir en junio próximo, en Roma, como parte de una muestra de 170 obras, que serán llevadas a Alemania y Estados Unidos.
La exhibición “El Dolor de Colombia” se inauguró el 8 de abril y permanecerá abierta al público durante tres meses. Se ubica en la Pinacoteca Diego Rivera, en los bajos del Parque Juárez, en la ciudad de Xalapa, Veracruz. La integran una selección de 23 óleos y 27 dibujos, pertenecientes a la colección del Museo Nacional de Colombia. Obras que estrujan son “El Desfile”, en la que la gente del pueblo, lleva en hombros los ataúdes de los caídos, por las calles de un pueblo cualquiera; o “El Cazador”, donde un hombre armado pisa desdeñosamente a un cadáver. En “El Dolor de Colombia” Botero refleja directamente el período, en el que el negocio ilícito del narcotráfico disparó los índices de criminalidad ¿Algo parecido en nuestro país?
La exposición la organizó el Instituto Veracruzano de la Cultura y el Gobierno del Estado de Veracruz. Felicidades para sus realizadores.
adorantesc@hotmail.con
Su historia es más antigua que la de la familia que lo habita. Nació en el año de 1191 más que como castillo, con una fortaleza. Durante los siglos que lleva de existencia, en él ha habido guerras, asedios, invasiones, bombardeos y tragedias… En 1297 los Grimaldi, capturan dicha fortificación y desde esa fecha gobiernan el lugar. Primero fungieron como señores feudales; a partir del siglo XVII, se auto-nombraron príncipes soberanos.
Mientras en los más bellos campos europeos brotaron hermosos palacios de estilo renacentista o barroco, la política y el sentido común de los Grimaldi les aconsejó fortalecer su palacio. Cito a un historiar del principado: “La ocupación de los Grimaldi de su palacio es algo inusual, porque a diferencia de otras casas reales europeas, la falta de palacios alternativos resultó en el uso del mismo edificio por más de siete siglos. Así, sus fortunas y políticas se reflejaron directamente sobre el desarrollo del castillo. Mientras que los Romanovs, Borbones, y Hadsburgos construyeron más y más palacios, el máximo logro que los Grimaldi pudieron alcanzar cuando gozaban de buena fortuna, fue construir una nueva torre o, reconstruir alguna parte ya existente del edificio”. Así, el palacio del Príncipe de Mónaco no sólo refleja la historia del inmueble, del principado, sino también el de la familia que celebró en 1997, 700 años de reinado. Lógico comprender la mezcla de los estilos del palacio: de fortaleza, a palacio medieval, más tarde renacentista y en el siglo pasado, re-decorado totalmente al estilo de la Belle Epoque...
Con el arribo en 1956 de Grace Kelly, como Princesa de Mónaco, llegó la alegría, las fiestas y el glamour; después de su trágica e inesperada muerte, vino un periodo de vacío y decadencia. Ahora su hijo, el príncipe Alberto, nuevo monarca en el trono, ha iniciado la construcción de otros 3200 m2, porque “el palacio existente le resulta pequeño, insuficiente”
¿Por qué recordar el palacio de Mónaco si del que deseo hablar es de Fernando Botero?... ¡Ah! Porque en el jardín que antecede el Casino, principal fuente de ingresos para el principado, mi madre y yo, vimos un gato. Un enorme gato negro. Un gato obeso, negro, brillante a la luz de la luna. Una escultura que a mi pobre juicio desentonaba, lastimaba el bello ambiente en el cual había sido colocado. Entonces supe que ese gato era una obra de arte realizada por Botero, escultor y pintor colombiano.
Más tarde, cuando la obesidad fue penetrando lenta y taimadamente en el mundo actual y comenzamos a dar charlas sobre el tema, las pinturas de Botero nos ayudaron a ilustrar la obesidad en los niños, en los jóvenes y adultos. En árboles y comilonas. En perros y gatos. En un ambiente amenazante al ser humano, a su salud; a su frágil vivir en el planeta Tierra.
Fue entonces que conocí a Fernando Botero. Presentaba una exposición en el Antiguo Colegio de San Idelfonso, en el corazón del Centro Histórico de la ciudad de México. Junto con sus cuadros exhibía algunas esculturas: eran mujeres recostadas plácidamente en el jardín interior del ahora museo. Mujeres tan obesas, tan negras y brillantes como el gato que vimos en el jardín de Mónaco. Mujeres iguales y diferentes a las flores que lucían los árboles de magnolia por la época vivida: iguales por lo grande, pero diferentes, ya que las flores estaban vivas, eran blancas y perfumadas, mientras que las estatuas negras, mudas y carentes de olor.
Los cuadros en aquellos días exhibidos fueron los que en las páginas de los libros recrearon una y otra vez los temas chuscos, de colores vivos. Pinturas de naturaleza muerta y escenas apacibles con “héroes y heroínas” siempre obesas. El último cuadro, colocado casi a la salida, creo que concluía una época en la pintura de Botero e iniciaba otra. Era, pienso, un eslabón clave entre dos etapas de su vida y su obra.
¿Qué mostraba el cuadro? Una calleja solitaria de un pueblo cualquiera de Colombia, una calleja adoquinada y cercada por casas humildes, sencillas, como las casas sencillas de cualquier pueblo sencillo. Por media calle transitaba una familia. Sobre uno que otro tejado, podía verse a francotiradores agazapados. El cuadro era tan real, que creí por un momento escuchar las pisadas de la gente en las baldosas… las risas de los niños, las voces de la familia. Unos pasos más allá, los francotiradores escondidos abrieron fuego, dando una de las balas justo en la frente del hombre, el jefe de familia. La bala penetró y con ella la muerte. Sí, aquel hombre muerto en vida, con una mirada extraviada que sólo Botero pudo captar, tenía ya una pierna flexionada y estaba a punto de caer al suelo. Tanto me impactó ese cuadro, que ahora, más de diez años después de verlo, recuerdo el rostro de angustia del moribundo antes de desplomarse.
A partir de aquel cuadro Botero cambió la temática de su obra; comenzó a pintar imágenes de las masacres en su país. Tres años atrás, realizó una exhibición en Bogotá, cuyo tema fue el conflicto armado colombiano. El maestro Botero ha dedicado su arte a denunciar. A evidenciar la violencia de su pequeño y convulso país: ejecuciones, secuestros, torturas, gente que implora clemencia sin lograrla, madres que lloran a sus hijos muertos... y con ellas, a un lado, encima, debajo… la descarnada e impávida muerte se hace presente una y otra vez: es el dolor de Colombia, como el mismo artista llama a la exposición que consta de cincuenta y siete obras. Es el dolor de Colombia, sí, pero puede corresponder al dolor de Nicaragua, Argentina, Chile, Bolivia, Brasil o México. Puede corresponder a Ruanda, a Lesoto, a Irán, Iraq o Afganistán. A Líbano, a Camboya o al Tíbet: a cualquier país de nuestro planeta, víctima de un grupúsculo de ambiciosos e infames seres auto nombrados humanos.
Fernando Botero, nació el 19 de abril de 1932 en Medellín, Colombia. Cursó sus estudios primarios en el Colegio Bolivariano; a los 12 años ingresó a una escuela de “matadores” de toros, situada en la Plaza de Toros de la Macarena, de Medellín, impulsado por la gran afición de un tío suyo a la tauromaquia. Platican que sus primeros dibujos de Toros y Toreros, se ofrecieron “por dos pesos” en donde se vendían las entradas para la plaza de toros. Desde la década de los ochenta, Botero es uno de los artistas plásticos más cotizados por su obra. A sus 77 años de edad, ha comenzado a crear una nueva serie imágenes denunciando ahora los horrores en las cáceles de Iraq. Será este su primer trabajo sobre la violencia fuera de su país, mismo que desea exhibir en junio próximo, en Roma, como parte de una muestra de 170 obras, que serán llevadas a Alemania y Estados Unidos.
La exhibición “El Dolor de Colombia” se inauguró el 8 de abril y permanecerá abierta al público durante tres meses. Se ubica en la Pinacoteca Diego Rivera, en los bajos del Parque Juárez, en la ciudad de Xalapa, Veracruz. La integran una selección de 23 óleos y 27 dibujos, pertenecientes a la colección del Museo Nacional de Colombia. Obras que estrujan son “El Desfile”, en la que la gente del pueblo, lleva en hombros los ataúdes de los caídos, por las calles de un pueblo cualquiera; o “El Cazador”, donde un hombre armado pisa desdeñosamente a un cadáver. En “El Dolor de Colombia” Botero refleja directamente el período, en el que el negocio ilícito del narcotráfico disparó los índices de criminalidad ¿Algo parecido en nuestro país?
La exposición la organizó el Instituto Veracruzano de la Cultura y el Gobierno del Estado de Veracruz. Felicidades para sus realizadores.
adorantesc@hotmail.con
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