ME ENGRIPARON COMO PUERCO
Un estornudo.
-¡Salud! –exclama plomero A. La voz comienza por la tubería roscada y termina en la podredumbre de la mañana con un regaño abrasivo como de lija, provocando el pulimento de los sentidos en plomero B, del mismo modo que el papel rasposo lo haría.
-¿Ves, Mario? Mis predicciones eran correctas, ésta va a ser una larga temporada de lluvia.
-Cábulas, pinche Luigi. Te lo dije antes y te lo repito de nuevo, deja las predicciones a las personas que manejan el mazo con el escalamiento numerado de arcanos. Tú tienes un martillo de menor peso y tamaño.
El silencio se clava en el aire. Los cuerpos evaporados por el trabajo hacen una alto para asomarse al exterior de la ventana, mirando el rodar de las nubes.
-Lo que es de ley es que cuando llegue el fin del mundo, Dios nos enviará otro diluvio –comenta plomero A.
-…5, 4, 3, 2, 1, 7, 18, 40…
-¿El conteo para el fin del mundo?
-No, los números de la lotería. El comodín será el 27
El chiste dura menos que un relámpago. Cesa el trueno y la naturaleza repite el ciclo del agua con ligera llovizna.
-Dios mío, ha comenzado –advierte plomero B.
-Bah, gotitas de nada, nadie se ahoga
-Toma mi cabeza, córtame el cuello. Nada queda dentro del pertrecho de los baños, después de esta lluvia ácida.
-¿Lluvia ácida? Si es pura agua, hombre
-Mala para los seres vivos. Se trata del smog rebosante de consejas a la mala calidad y combinado con la humedad del aire.
-Lo único que lamento es que acabo de lavar el coche
Llovía a cántaros.
El perfil de la ciudad desaparece, excepto el aire insostenible con sombrillas en pisa y corre y las banquetas poniendo a salvo la primitiva tecnología de los achicadores. El microbús hace la parada y queda vacío en segundos, todos los que bajan en tropel eran hombres que regresaban de sus trabajos. El camión parte y Luigi Ramírez echa a caminar en medio del fango. Hay un cruce de peces por las piernas abiertas. En el pequeño restaurant de la cortina de acero, Ramírez saluda a Doña Flavia, la madre que borra los estiramientos del mandil, y le ordena lo usual: Dos huevos rancheros y café con leche, por favor. Lenta, con dignidad silenciosa, Doña Flavia brinca del sillón donde estaba y le presta una toalla al recién llegado. El pobre plomero chorrea cansancio por los codos.
-¿Qué sucedió?
-El vendaval del siglo, patrona
-Va pa’ largo esta madre. Los meteorólogos nunca dicen a la población el verdadero pronóstico del clima.
El buen hijo se sienta a la mesa comunal. La cómica gorda y el galán famélico le abren un espacio, cogiendo el sabor con las dos manos. El ojo se entretiene con cada mosca que se posa y comienza a volar.
-Flavia, ¿Alguna vez has tenido algún deseo demasiado egoísta, que para hacerse realidad tenga que morir alguien más? –pregunta el muchacho, atragantándose con una estocada de tortilla.
Flavia piensa en los ingredientes del caldo un momento, lo que la cuchara sabe.
-No estás tu pa’ saberlo ni yo para contarlo, pero mi deseo favorito es poseer los aranceles de todos los países con salida al mar -confiesa la matrona, con una sonrisa que no termina -Mi otro deseo es verme tan escultural como la Mujer con espejo de Botero. Y mi último deseo es atragantarme un duro mazapán, como los que partía en cuatro, cada feria en mi rancho…
Flavia se encoge de hombros y pierde interés en la conversación.
-Pero ninguno de ellos se cumplió.
Luigi Ramírez guarda un rostro dispuesto a desencajarse con el humor de la patata. El ha imaginado con oportunidad equivalentes deseos, como el deseo incontrolable de ser rico y poderoso. Su otro deseo es capturar a Emilio Estefan, conocido homosexual y comunista, y llevarlo a la horca en Bagdad. Uno debe tener un límite de días, hasta donde se puede volver atrás, pero se ha visto conformado con un extraño deseo cumplido, cada vez que lo formula.
-Madre, me voy
La madre le limpia la boca con una servilleta de papel, aunque no es necesario acercarse para cerciorarnos que es un billete de doscientos pesos.
-Vaya bien, te veo mañana
Luigi asume un aire de franciscano con el dinero en la mano.
-No, no creo. Tengo chamba en el centro con un drenaje tapado. Quién sabe cuando lo termine, por lo que a muchos se les hace que nomas me voy a hacer pendejo a la calle, aunque luego me sigo un mes con otro trabajito para instalar un tinaco a un edificio habitacional en el sur. Yo te aviso, pues.
El muchacho salió lentamente a la puerta. Da cuenta del frío en el chubasco, palpa su pene y sonríe, adentrándose presuroso en el país inundado.
-¡Pos que no vuelva de donde esté, pinche mantenido! ¡Me cae que usted, a sus cincuenta años, sigue soportando huevones!–comenta el borracho, tras su partida.
-Ja, mire que ¿Qué le importa? ¿Quién se cree usted?
-Soy hijo del papá, presidente de la Canaca
-Vaya y chingue a su madre
Doña Flavia recoge su plato y los truenos y los relámpagos se suceden, unos a otros.
De acuerdo a una creencia japonesa, estornudar es señal de que alguien está hablando de ti. A propósito, ¿No son los propios poemas japoneses que suenan como estornudos?: Hai. Dos semanas y media dan mucho de sí, que ya no parece tan encantador. Y no se acaba el estruendo, la gente empieza a asustarse. El agua llega a la rodilla. Las goteras arrebatan los límites de las cubetas y salta la inundación. El remolino te quiere para sí. ¡Qué horror, debes haber soltado la vejiga nadante cuando agitabas los brazos con desesperación, para luego hundirte otra vez! El cuerpo trata de flotar, no puede. Se arrepiente de no haber aprendido a nadar. Seguramente morirá. No hay ningún asidero, no hay quien venga en ayuda. Deseo, deseo, deseo es lo que repite la respiración y así entona sumergido. Si tuvieras un deseo, ¿Cuál sería? ¿Este deseo se haría realidad?: Hai. Luigi Ramírez recuerda los años de su niñez. Las ganas llegando a ser culpa de salir a jugar al patio, cuando el cielo se obscurecía sin previo aviso y mojaba con sus primeras gotas el círculo saltante del trigueñito de los doce años. Imposible no concluir que alguien desata a propósito un aguacero para hacerlo molestar. La invención de la casa es un vaho que se dobla en las ventanas. El niño tiene el rostro presionado contra el vidrio que se mide por su frío, repitiendo su deseo una y otra vez. Gradualmente, el aire acababa exprimido en el puño cerrado y su nariz se ensanchaba con su saludo de cochino, aplastada contra la superficie, pero después de una larga mantra, la lluvia paraba. Sí, el cielo milagrosamente se despejaba y era hora de salir a jugar, pero el juego ya no era importante. Lo importante es que él había detenido la lluvia con su propia voz. Ahora y aquí, el único apunte significativo es la manera en que Luigi Ramírez se gana la vida. Mientras llega otro trabajo de mantenimiento de grifos y quimeras, se pasa cada día rellenando el formulario de un concurso organizado por un periódico: “¿Dónde caerá una tormenta la próxima vez?”. Siempre gana. Ha ganado, indefectiblemente, durante nueve meses. Ganar se ha convertido en una rutina aburrida, pero es un medio de vida honesta y no se siente capaz de predecir el tiempo que no sea lluvia de animales, lluvia de estrellas, lluvia de azufre o lluvia dorada.
-¿Y qué es lo que te preocupa esta noche? – Pregunta el supervisor del gran dique, marcando con gis en la pared las veces que la recitación es repetida.
San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol.
Los días pluviosos provocan igual confinamiento del tedio, que la amenaza aún presente de epidemias. El Decamerón puede ser revisado y ampliado. Así, las diez palabras cumplen las cien repeticiones. Otra vez, El Decamantrón.
Para sorpresa de todos, la lluvia amaina y el viento corre en retirada. Sin embargo, Luigi Ramírez siente un ligero desconcierto mezclado con un desencanto, pues con el clima que escampa le sobreviene un ataque de laringitis, cuando lo obligado de estos casos es esperar un arco iris.
Un estornudo.
-¡Salud! –exclama plomero A. La voz comienza por la tubería roscada y termina en la podredumbre de la mañana con un regaño abrasivo como de lija, provocando el pulimento de los sentidos en plomero B, del mismo modo que el papel rasposo lo haría.
-¿Ves, Mario? Mis predicciones eran correctas, ésta va a ser una larga temporada de lluvia.
-Cábulas, pinche Luigi. Te lo dije antes y te lo repito de nuevo, deja las predicciones a las personas que manejan el mazo con el escalamiento numerado de arcanos. Tú tienes un martillo de menor peso y tamaño.
El silencio se clava en el aire. Los cuerpos evaporados por el trabajo hacen una alto para asomarse al exterior de la ventana, mirando el rodar de las nubes.
-Lo que es de ley es que cuando llegue el fin del mundo, Dios nos enviará otro diluvio –comenta plomero A.
-…5, 4, 3, 2, 1, 7, 18, 40…
-¿El conteo para el fin del mundo?
-No, los números de la lotería. El comodín será el 27
El chiste dura menos que un relámpago. Cesa el trueno y la naturaleza repite el ciclo del agua con ligera llovizna.
-Dios mío, ha comenzado –advierte plomero B.
-Bah, gotitas de nada, nadie se ahoga
-Toma mi cabeza, córtame el cuello. Nada queda dentro del pertrecho de los baños, después de esta lluvia ácida.
-¿Lluvia ácida? Si es pura agua, hombre
-Mala para los seres vivos. Se trata del smog rebosante de consejas a la mala calidad y combinado con la humedad del aire.
-Lo único que lamento es que acabo de lavar el coche
Llovía a cántaros.
El perfil de la ciudad desaparece, excepto el aire insostenible con sombrillas en pisa y corre y las banquetas poniendo a salvo la primitiva tecnología de los achicadores. El microbús hace la parada y queda vacío en segundos, todos los que bajan en tropel eran hombres que regresaban de sus trabajos. El camión parte y Luigi Ramírez echa a caminar en medio del fango. Hay un cruce de peces por las piernas abiertas. En el pequeño restaurant de la cortina de acero, Ramírez saluda a Doña Flavia, la madre que borra los estiramientos del mandil, y le ordena lo usual: Dos huevos rancheros y café con leche, por favor. Lenta, con dignidad silenciosa, Doña Flavia brinca del sillón donde estaba y le presta una toalla al recién llegado. El pobre plomero chorrea cansancio por los codos.
-¿Qué sucedió?
-El vendaval del siglo, patrona
-Va pa’ largo esta madre. Los meteorólogos nunca dicen a la población el verdadero pronóstico del clima.
El buen hijo se sienta a la mesa comunal. La cómica gorda y el galán famélico le abren un espacio, cogiendo el sabor con las dos manos. El ojo se entretiene con cada mosca que se posa y comienza a volar.
-Flavia, ¿Alguna vez has tenido algún deseo demasiado egoísta, que para hacerse realidad tenga que morir alguien más? –pregunta el muchacho, atragantándose con una estocada de tortilla.
Flavia piensa en los ingredientes del caldo un momento, lo que la cuchara sabe.
-No estás tu pa’ saberlo ni yo para contarlo, pero mi deseo favorito es poseer los aranceles de todos los países con salida al mar -confiesa la matrona, con una sonrisa que no termina -Mi otro deseo es verme tan escultural como la Mujer con espejo de Botero. Y mi último deseo es atragantarme un duro mazapán, como los que partía en cuatro, cada feria en mi rancho…
Flavia se encoge de hombros y pierde interés en la conversación.
-Pero ninguno de ellos se cumplió.
Luigi Ramírez guarda un rostro dispuesto a desencajarse con el humor de la patata. El ha imaginado con oportunidad equivalentes deseos, como el deseo incontrolable de ser rico y poderoso. Su otro deseo es capturar a Emilio Estefan, conocido homosexual y comunista, y llevarlo a la horca en Bagdad. Uno debe tener un límite de días, hasta donde se puede volver atrás, pero se ha visto conformado con un extraño deseo cumplido, cada vez que lo formula.
-Madre, me voy
La madre le limpia la boca con una servilleta de papel, aunque no es necesario acercarse para cerciorarnos que es un billete de doscientos pesos.
-Vaya bien, te veo mañana
Luigi asume un aire de franciscano con el dinero en la mano.
-No, no creo. Tengo chamba en el centro con un drenaje tapado. Quién sabe cuando lo termine, por lo que a muchos se les hace que nomas me voy a hacer pendejo a la calle, aunque luego me sigo un mes con otro trabajito para instalar un tinaco a un edificio habitacional en el sur. Yo te aviso, pues.
El muchacho salió lentamente a la puerta. Da cuenta del frío en el chubasco, palpa su pene y sonríe, adentrándose presuroso en el país inundado.
-¡Pos que no vuelva de donde esté, pinche mantenido! ¡Me cae que usted, a sus cincuenta años, sigue soportando huevones!–comenta el borracho, tras su partida.
-Ja, mire que ¿Qué le importa? ¿Quién se cree usted?
-Soy hijo del papá, presidente de la Canaca
-Vaya y chingue a su madre
Doña Flavia recoge su plato y los truenos y los relámpagos se suceden, unos a otros.
De acuerdo a una creencia japonesa, estornudar es señal de que alguien está hablando de ti. A propósito, ¿No son los propios poemas japoneses que suenan como estornudos?: Hai. Dos semanas y media dan mucho de sí, que ya no parece tan encantador. Y no se acaba el estruendo, la gente empieza a asustarse. El agua llega a la rodilla. Las goteras arrebatan los límites de las cubetas y salta la inundación. El remolino te quiere para sí. ¡Qué horror, debes haber soltado la vejiga nadante cuando agitabas los brazos con desesperación, para luego hundirte otra vez! El cuerpo trata de flotar, no puede. Se arrepiente de no haber aprendido a nadar. Seguramente morirá. No hay ningún asidero, no hay quien venga en ayuda. Deseo, deseo, deseo es lo que repite la respiración y así entona sumergido. Si tuvieras un deseo, ¿Cuál sería? ¿Este deseo se haría realidad?: Hai. Luigi Ramírez recuerda los años de su niñez. Las ganas llegando a ser culpa de salir a jugar al patio, cuando el cielo se obscurecía sin previo aviso y mojaba con sus primeras gotas el círculo saltante del trigueñito de los doce años. Imposible no concluir que alguien desata a propósito un aguacero para hacerlo molestar. La invención de la casa es un vaho que se dobla en las ventanas. El niño tiene el rostro presionado contra el vidrio que se mide por su frío, repitiendo su deseo una y otra vez. Gradualmente, el aire acababa exprimido en el puño cerrado y su nariz se ensanchaba con su saludo de cochino, aplastada contra la superficie, pero después de una larga mantra, la lluvia paraba. Sí, el cielo milagrosamente se despejaba y era hora de salir a jugar, pero el juego ya no era importante. Lo importante es que él había detenido la lluvia con su propia voz. Ahora y aquí, el único apunte significativo es la manera en que Luigi Ramírez se gana la vida. Mientras llega otro trabajo de mantenimiento de grifos y quimeras, se pasa cada día rellenando el formulario de un concurso organizado por un periódico: “¿Dónde caerá una tormenta la próxima vez?”. Siempre gana. Ha ganado, indefectiblemente, durante nueve meses. Ganar se ha convertido en una rutina aburrida, pero es un medio de vida honesta y no se siente capaz de predecir el tiempo que no sea lluvia de animales, lluvia de estrellas, lluvia de azufre o lluvia dorada.
-¿Y qué es lo que te preocupa esta noche? – Pregunta el supervisor del gran dique, marcando con gis en la pared las veces que la recitación es repetida.
San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol.
Los días pluviosos provocan igual confinamiento del tedio, que la amenaza aún presente de epidemias. El Decamerón puede ser revisado y ampliado. Así, las diez palabras cumplen las cien repeticiones. Otra vez, El Decamantrón.
Para sorpresa de todos, la lluvia amaina y el viento corre en retirada. Sin embargo, Luigi Ramírez siente un ligero desconcierto mezclado con un desencanto, pues con el clima que escampa le sobreviene un ataque de laringitis, cuando lo obligado de estos casos es esperar un arco iris.
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