Estoy indefenso en este horrendo mundo.
En algún momento podría recibir un tiro o un golpe.
Necesito estar encerrado en una gran fortaleza…”
Marcos Abraham
La contemporaneidad nos empujó a la asepsia. La vivimos todos los días y consideramos que es un valor. Implícita o explícitamente, todo nos conduce a ella. La mayoría desarrollamos el temor a la intensidad: de los sabores, de los aromas, de las sensaciones, de los sonidos, de las imágenes.
Nuestro paladar se habitúa cada día a sabores sublimados: el pollo ya no sabe a pollo y el pellejo del mismo se ha convertido en algo blancuzco, lejano del encendido amarillo que caracterizaba a la piel de esta ave. Consumimos café descafeinado, leche deslactosada, agua embotellada, endulzantes sin azúcar, cerveza sin alcohol, carne de soya. Los vegetales y frutas son insípidos porque han sido cultivados y cuidados en huertas que los repletan de nutrientes y los despojan de su aroma y sabor. Preferimos los alimentos enlatados o embotellados, en simétricas cajas cuadradas o rectangulares, protegidos por envases esterilizados.
Suavizantes que impiden que la tela se sienta como tela. Analgésicos para que no sintamos el mínimo dolor. Lentes oscuros que nos protegen del sol. Bloqueadores para la piel. Antisépticos para desinfectar lo que tocamos y ha sido tocado antes por alguien más. Antibióticos para utilizar ante la menor sospecha de una infección. Nos afeitamos con crema y navajas especiales que impiden la irritación de la piel y nos asumimos contaminados cuando acariciamos a un animal.
Cubrimos el olor natural del cuerpo humano con jabón, shampoo, desodorante, talco, loción, perfume. Incluso cuando hacemos el amor, tratamos de oler diferente, de que nuestro aroma verdadero no se perciba: nos asusta y desagrada lo que no esté oculto debajo de una cosa totalmente distinta. No aceptamos que un cuerpo huela a un cuerpo. Nos aterra la posibilidad de percibir la esencia salada del sudor, el olor picante del sexo, lo dulzón del aliento y la saliva. En la época del sexo con condón y el terror ante las infecciones de transmisión sexual, ni siquiera un preservativo debe oler a látex, sino a frutitas o a chocolate. Algo similar ocurre con nuestro entorno. Desodorantes ambientales para que nuestras casas huelan a madera o a pino, aromatizantes para baños con esencia de canela, recámaras con olor a incienso, automóviles que apestan a vainilla. Incluso papel higiénico con aroma a manzanilla.
La música es cada vez más asimilable. El pop en sus diversas vertientes impide escuchar y apreciar obras complicadas o tan solo diferentes. Es también la cultura del best-seller, de la telenovela repleta de clichés, de la película de acción saturada de efectos especiales, del chiste barato, del rumor escandaloso, de la noticia sensacionalista, de la prensa rosa. Del embotamiento sensorial y las versiones expurgadas.
El grafismo violento está solamente en la ficción; pero las escenas de violencia real son cuidadosamente editadas en televisión “para no herir la sensibilidad del espectador”, como si ocultar la imagen fuera más importante que evitar el hecho en sí. Las guerras contemporáneas son televisadas para que contemplemos un montón de luces cayendo sobre una ciudad, bajo la perspectiva de los lentes de visión nocturna. No hay cadáveres, ni miembros cercenados, ni sangre derramada, ni órganos reventados: sólo lucecitas y a veces ruinas de casas o edificios. Destrucción material, pero no la realidad del dolor humano. Nuestros padres nos protegen con explicaciones chabacanas porque temen dañar nuestra psique si nos muestran la realidad. Nuestros gobernantes nos venden un discurso donde siempre avanzamos, donde todos los problemas pueden resolverse, donde la legalidad y el bien se impondrán al caos. Un Dios ficticio nos observa con benevolencia mientras millones mueren por hambre, frío, sed, enfermedades o guerras.
Habitamos un orbe de llaves, de cerraduras, de alarmas, de cámaras de vigilancia, de passwords y claves, de sistemas encriptados, de blindajes financieros, de constante paranoia. Los virus informáticos, los programas espía, los hackers y crackers, los troyanos, el espionaje electrónico, las identidades virtuales, nos sitúan en un imaginario conspiratorio donde nos visualizamos rodeados de depredadores que aguardan para robar nuestra identidad, acceder a nuestras cuentas, clonar nuestras tarjetas de crédito, vigilar lo que escribimos, crear expedientes basados en lo que decimos en las redes sociales. Respondemos entonces con el engaño, la creación de falsas identidades, la suspicacia, la desconfianza y el eterno escrutinio de las intenciones ajenas, que son perversas y malintencionadas hasta que no se pruebe lo contrario.
Todo nos protege del mundo, del sol, del viento, de la lluvia, del frío, del calor. Pensamos que lo saludable es tenue, suave, delicado. Es la cultura de la sustitución y la simulación; todo finge ser otra cosa, pero somos incapaces de consumir lo auténtico porque lo consideramos dañino. Remedos, sucedáneos, suplementos, eufemismos, son los ingredientes de la cotidianeidad. Nos hemos convertido en una raza de pusilánimes, seres débiles y asustadizos que intentan en vano prolongar su existencia protegiéndose de la vida a la que se aferran y a la que temen más que a ninguna otra cosa…
cmcorp00@gmail.com
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