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viernes, mayo 01, 2009

Alicia Dorantes: Para aquellos que aman...



En el mes del niño
Para aquellos que aman…
I Parte:
Te contaré una historia
Donde arden lámparas hay manchas de aceite; donde arden velas, gotas de cera; únicamente la luz del Sol ilumina pura y sin mancha
.


Johann W. Goethe


Querida Aimara:



Cada día te escribo menos, porque gracias a tu crecimiento y desarrollo nos podemos comunicar fácilmente a través de la maravilla de las palabras y de la convivencia diaria. Has cumplido siete años y te encaminas velozmente hacia los ocho. En este breve lapso de tiempo, sin darte cuenta dejaste de ser bebé para convertirte en niña. Una chiquitina que inicia el interminable camino de la instrucción, hacia el aprendizaje asombroso de la vida diaria.
Hoy te contaré un cuento. Es un cuento viejo, muy viejo, más todavía que tus abuelos ¡Imagínate! se remonta a unos…4,500 millones de años ¿Tienes idea de lo que es eso? ¿Lo comprendes acaso querida niña? Pues bien, se calcula que para esas fechas nació nuestro sistema planetario. Ahora cierra tus ojos y permite a tu fantasía volar… Observa dentro de la interminable penumbra cósmica a un sol recién nacido, centro de un increíble sistema y girando a su alrededor los planetas, el cuarto de ellos es el nuestro: La Tierra. Este hecho que parece tan simple de explicar, casi cuesta la vida al gran Galileo Gallilei por ahí del año de 1633, gracias a los absurdos pensamientos de la cruel inquisición.
Abuela: ¿quién fue Galileo, preguntarás al momento? Te platicaré entonces, que fue uno de los hombres más célebres de la llamada revolución científica, germinada dentro del movimiento renacentista. Nació en Pisa, Italia, el 15 de febrero de 1564 y falleció setenta y ocho años después, en Florencia; transcurría el año de 1642. Galileo incursionó en la astronomía, la filosofía, las matemáticas y la física, amén de ser escritor, músico y pintor. Sus aportaciones a la humanidad incluyeron: la mejora a un telescopio rudimentario fabricado en Holanda, instrumento que hizo posible ver estrellas invisibles a simple vista; esto fue el día 8 de mayo de 1609 hace cuatrocientos años y es por ese motivo que a este año de 2009, se le considera como “el año Internacional de la astronomía” ¿Y Galileo? Bueno, a ese hombre juzgado, humillado por “el Santo Oficio”, hoy día se le cataloga como “padre de la astronomía moderna”, “padre de la física moderna” y “padre de la ciencia”. Nada más, ni nada menos.
Aquel su primer telescopio logró amplificar unas seis veces el tamaño de los objetos observados, aún así, fue una maravilla. Tres meses más tarde, el 21 de agosto de aquel 1609, terminó un segundo telescopio capaz de aumentar de ocho a diez veces la dimensión de lo observado. Presentó su invento al Senado de Venecia, utilizando para ello la cima del Campanile ubicado en la siempre bella plaza de San Marcos. Los espectadores atónitos veían frente a sus ojos la Isla de Murano, que situada a 2,500 m de distancia, parecía estar al otro lado de su mano. Galileo cedió los derechos a la entonces República de Venecia, interesada en su invento no para ver estrellas ni galaxias, sino con fines bélicos. A partir de esa fecha sus honorarios se duplicaron, concluyendo con ello sus dificultades económicas. No creas Aimara, que todos los telescopios que construyó fueron excelentes; el mismo Galileo reconoció tiempo después que, “entre más de 60 telescopios que había fabricado, solamente algunos eran adecuados”.
En sus espacios libres, el astrónomo italiano dirigió embelesado su telescopio hacia el cielo observando entre otras cosas que La Luna no era perfecta como lo pretendía la teoría aristotélica; descubrió en ella la existencia de montañas, incluso calculó su altura en 7000 metros, más altas que la mayor montaña terrestre conocida hasta entonces. Poco después descubrió La Vía Láctea, galaxia a la cual pertenecemos; contó las estrellas de la constelación de Orión y declaró que algunos cuerpos celestes que pueden verse a simple vista son, en realidad, cúmulos de ellos. Galileo observó y describió tanto los anillos de Saturno, como las manchas solares, aunque obviamente, no supo a que obedecían.
En 1610 Galileo realizó un descubrimiento fundamental: señaló que Júpiter tiene cuatro “estrellas” pequeñas girando a su alrededor, mismas que bautizó como: Calixto, Europa, Io y Ganimedes, llamadas hoy en su nombre satélites galileanos. Publicó en Florencia estos y otros descubrimientos, dentro “un periódico de la época” llamado El mensajero de las estrellas. Galileo pensó que Júpiter y sus satélites podrían ser un modelo similar al Sistema Solar. Basado en ello “deseaba demostrar que las órbitas de cristal mencionadas por Aristóteles no existían y que sólo La Luna gira alrededor de la Tierra, los otros planetas, no. Esto era un desafío para quienes seguían fieles al pensamiento del gran Aristóteles. Efectivamente, hoy estamos seguros de que la Tierra gira alrededor del Sol. El trabajo experimental de Galileo complementaría los escritos de Sir Francis Bacon en la fundamentación del método científico.
Ahora bien, si frente al telescopio de Galileo, flotaban en maravilloso vaivén espacial cuerpos celestes hasta entonces desconocidos, había ojos que desaprobaban los audaces cambios en los “paradigmas universalmente aceptados”; me refiero a los ojos de la Iglesia Católica Apostólica Romana que puso la mira en su trabajo, considerándolo una ruptura con las ideas griegas ancestrales: las aristotélicas. “Todo ello es magnífico ejemplo de conflicto entre fe y la libertad de pensamiento”.
Galileo fue citado una y otra vez por el Santo Oficio, pero por motivos de salud no se presentó. Viejo y enfermo compareció en Roma en febrero de 1633. El juicio prosiguió hasta el mes de junio. Gracias a la intervención del Papa Urbano VII, su admirador y amigo personal, no lo sometieron a tortura, pero ante la presión del “Santo Oficio”, Galileo cedió. El 22 de junio de ese 1633, en el convento dominicano de Santa María, en Roma, emitieron la sentencia: “Galileo fue condenado a la prisión de por vida y su obra se prohibió”. Muchos de sus estudios, apuntes y libros se consumieron en la hoguera ante sus ojos. A él se le obligó a abjurar, a retractarse de lo dicho durante años de estudios e investigaciones, pero además, “tuvo que agradecer públicamente a los diez cardenales que lo habían defendido y en especial a los tres que pidieron su exculpación”. Denigrado, permaneció recluido en su finca Arcetri, en Florencia. Se le permitió recibir algunas visitas, gracias a las que, alguna de sus obras aún no publicadas salieron del país y llegaron a Francia, pero el reo continuó con la obligación de rezar una vez por semana, los siete salmos penitenciales, durante los tres años siguientes.
A pesar de todo, el viejo hombre de ciencia continuó trabajando. En 1636 escribió: Discursos sobre dos nuevas ciencias, que sería su último libro. En él instituyó fundamentos que marcan el fin de la física aristotélica. En 1638 Galileo perdió la vista. A tres de sus alumnos se les permitió vivir en su casa: Viviani, Torricelli y Peri, “para asistirlo junto con el padre Ambrogetti, quien tomaría nota de la sexta y última parte de los Discursos”; curiosamente esta sexta y última parte de la obra, se publicó casi 100 años después, en 1718. A fines de 1641, “trató de aplicar la oscilación del péndulo a los mecanismos del reloj”. Galileo, el sabio, trabajó en la astronomía y en otras ciencias hasta su muerte acaecida el día 8 de enero de 1642. Contaba al morir con 78 años de edad y el reconocimiento del mundo pensante del momento. Sus restos fueron exhumados y depositados en 1736, en un mausoleo construido ex profeso, en el interior de la iglesia de la Santa Cruz de Florencia, en su amada Italia.
Pequeña Aimara: Otro gran genio, Albert Einstein, solía decir: “Nunca consideres el estudio como una obligación, sino como una oportunidad para penetrar en el maravilloso mundo del saber”. Así es que tú… apasionada de la luna y sus transformaciones mensuales; tú que sigues su imagen que crece, y decrece; que juega y se esconde en las olas del mar tan amado por ti; tú, que buscas en el pálido rostro de nuestro fiel satélite, el perfil del conejo que según cuenta la leyenda indígena, en ella se estampó; tú que amas a las estrellas… cada vez que las veas, mi niña, no podrás dejar de pensar en esos grandes hombres: los astrónomos, y en el legado que nos heredaron.
En el universo de la ciencia rutilan cientos, miles de nombres como el de los griegos Aristarco de Samos -310-a.C.-230 a.C.-, quien calculó la distancia que separa a la Tierra de la Luna y del Sol y formuló la primera teoría heliocéntrica del Sistema Solar, Claudio Ptolomeo, Arquímedes, Apolonio de Pérgamo; saltando años en tan apasionante historia, encontramos al polaco Nicolás Copérnico, al germano Johannes Kepler, a los ingleses Isaac Newton, fundador del observatorio de Greenwich en 1675 y Edmund Halley, al prusiano Immanuel Kant, a Edwin Powell Hubble, uno de los más importantes astrónomos estadounidenses del siglo XX, famoso por demostrar la expansión del universo y considerado el padre de la cosmología observacional. Finalizo con dos pensamientos más de Einstein: “Los grandes espíritus siempre han encontrado una violenta oposición de parte de mentes mediocres” y “El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir”.




II Parte:
Ese punto azul



Nuestra lealtad es para las especies y el planeta. Nuestra obligación de sobrevivir no es sólo para nosotros mismos sino también para ese cosmos, antiguo y vasto, del cual derivamos: Platón
Querida Aimara:
Si bien es cierto que a este año se le ha llamado “El año Internacional de la astronomía” rindiendo con ello un homenaje por demás justo, a los hombres de ciencia que han dedicado su vida y su obra al esclarecimiento de los fascinantes misterios cósmicos, entre ellos a Galileo Galilei, ya que fue en 1609 cuando este hombre mostró al mundo el primer telescopio, que, ideado en Holanda, fue mejorado por el mismo Galileo. Sin embargo, no inicia ahí la pasión que el género humano siente por las estrellas, por el firmamento. Por la astronomía. Las raíces de esta admirable ciencia, se remontan a observaciones realizadas por nuestros ancestros que habitaron durante la era glacial, quizá 30.000 años atrás. Su vida primitiva gravitaba sobre la caza y la recolección, los que les obligó a investigar lentamente el lenguaje de los astros; años después, fueron capaces incluso de predecir los cambios estacionales gracias a los movimientos de los cuerpos celestes.
Tiempo ha, los arqueólogos europeos encontraron lo que podrían ser pequeños calendarios lunares, tallados en hueso y cuya edad rebasa los 30.000 años: corresponden a la era glacial. Más tarde, el ser humano construyó monumentos alineados con los cuerpos de la bóveda celeste. Sólo por citar: el enigmático y monumental círculo pétreo de Stongenhe, surgido en la neblina y el misterio de la campiña inglesa, o bien, las enigmáticas Pirámides de Egipto. Poco a poco, con los movimientos del Sol, la Luna y las estrellas elaboraron un reloj y un calendario que, aunque imprecisos según nuestros patrones hoy en día, se ajustaban a las necesidades primero, de los cazadores-recolectores y con el tiempo, de los temerarios navegantes.
La bóveda celeste al fin inmensa, tuvo y tiene múltiples usos. Para algunos pueblos el cielo fue la morada del o de los dioses y los movimientos de los astros estaban regidos por ellos. Antes de la invención de la escritura cuneiforme por los sumerios, “los libros celestes” ayudaban a recordar las leyendas que daban sentido a sus vidas. Las constelaciones más antiguas, que no son sino grupos arbitrarios de estrellas, germinaron sin duda de estas mitologías, pero “la identidad de las primeras figuras celestes que desfilaron sobre el mundo se han perdido con los pueblos que las nombraron por primera vez”.
Fue en Mesopotamia, esa franja de tierra fértil limitada por los ríos Tigris y Éufrates en la lejana Asia, tierra conocida en nuestros días como Iraq, en la que además de la ya citada escritura cuneiforme, dedicaron mucho tiempo a la observación del espacio. Al integrarse las primeras civilizaciones agrícolas hace unos 10.000 años, interesó más que nunca el conocimiento de los ritmos celestes para determinar las épocas adecuadas para la siembra y la cosecha. Así, las constelaciones más antiguas que hoy se conocen como Leo, Tauro y Escorpio y Virgo, comenzaron a mencionarse en las inscripciones realizadas en el tercer milenio a. C.
Cito: “Estas constelaciones señalaban puntos significativos en el recorrido anual del Sol por el cielo; aquellos en los que salía y se ocultaba, el este y el oeste, así como aquellos otros en que alcanzaba posiciones extremas al norte en verano y al sur en invierno. Tales posiciones constituían momentos cruciales en el año agrícola”. Cuando observaron que el Sol y la Luna parecen desplazarse atravesando doce constelaciones, idearon lo que hoy conocemos como el zodiaco.
Los astrónomos-astrólogos de Mesopotamia eran una casta sacerdotal privilegiada dedicada al estudio de los cielos nocturnos, en busca de profecías y buenos augurios para sus gobernantes. Mencionamos antes que la primera gran civilización mesopotámica fue la sumeria, que amén de la escritura cuneiforme, idearon el arado, los vehículos con ruedas e iniciaron los proyectos de irrigación. Heredaron mitos celestes a sus sucesores: los babilonios y los asirios. Estos nuevos pueblos desarrollaron a partir del legado sumerio, una compleja cosmogonía. Diseñaron almanaques para la siembra y lograron predecir los eclipses de Luna con exactitud. Los babilonios inventaron la medida de ángulos en grados. Con el tiempo la mayor parte de esta gran sapiencia astronómica pasó de la Mesopotamia a Grecia.
La influencia de la astronomía se refleja en la vida diaria; la tenemos en todos los pueblos del planeta. En Egipto, los desbordamientos periódicos del río Nilo controlaban la vida del imperio al irrigar y fertilizar los campos con el limo residual o kemet. Los astrónomos-sacerdotes egipcios predecían las crecidas atendiendo a la fecha en la que la estrella Sirio salía justo antes que el Sol. Además, a cada astro se le relacionaba con una deidad: Orión era Osiris, la Vía Láctea representaba a la diosa Nut dando a luz al dios del Sol, el omnipotente Ra. En otro pueblo, China, sus astrónomos observaron con precisión las estrellas, los planetas, las supernovas y los cometas. En el año 1.300 a. C. elaboraron lo que quizá sea el primer calendario del mundo. Para este pueblo, el emperador era como el enlace entre el cielo y la tierra. Como otros, también intentaron predecir el futuro y, mediante rituales contrarrestaron o trataron de hacerlo, a los malos augurios, potenciando los buenos.
¿Y qué en nuestro continente americano? Orgullosamente contamos con magníficas ciudades-observatorio tanto en Árido como en Mesoamérica: Chalchihuite, en Zacatecas, las grutas cósmicas en Teotihuacán y en Xochitéclat; El Caracol, en Chichen Itzá; El Observatorio, en Monte Albán, y nuestra, si dije nuestra Pirámide de los Nichos, elaborada en el corazón de la mítica ciudad de Tajín, enclavada en la abrupta sierra totonaca, monumentos todos que hoy con hoy, son testigos mudos de los pueblos que estudiaron al Sol, la Luna y las estrellas ¿Y qué decir de Machu-Pichu, adoratorio inca que corona los agrestes Andes peruanos y ostenta orgulloso en su cima, un reloj solar? Fue quizá aquella una vida aparentemente simple, lo que les permitió a estas civilizaciones el mayor contacto con la madre natura, pudiendo estudiar el diario recorrido del astro Sol y la formación de las estaciones.
Sí. En el Viejo como en el Nuevo Mundo, hubo grandes astrónomos-sacerdotes, cada uno con un lenguaje propio. Los indígenas norteamericanos llamaban a la Luna nueva de febrero Luna del hambre, y a la de julio Luna del trueno o Luna del heno. Pueblos mesoamericanos como aztecas y mayas, o sudamericanos como los incas, realizaron importantes observaciones acerca de los cuerpos celestes. Para los aztecas, dueños Valle de México durante los dos siglos previos a la conquista española -1325-1521-, Venus era la representación del dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que encarnaba la fuerza vital que surge de la tierra, el agua y el cielo. Por su parte, los mayas basaron su cosmología en la relación entre estrellas y planetas, especialmente el planeta Venus, asociado al dios de la lluvia: Chac. Algunas sociedades creyeron necesario efectuar ritos y sacrificios sangrientos para aplacar a los dioses sanguinarios, durante cada una de las cinco veces que Venus desaparecía y reaparecía en su ciclo de ocho años.
Pero hablarte de todo esto que a tu abuela apasiona, pequeña Aimara, quizá te haga bostezar, así es que quiero concluir este texto, dando un brinco de miles de años en la historia de la humanidad –maravilla que nos regala la narrativa-, para situarnos en nuestro presente. ¿Cuántos cuerpos celestes más se irán a descubrir? ¿Cuántos prodigios nos robarán el aliento? No lo sé… ¿Quién puede decirlo si la astronomía avanza con pasos gigantescos y hurga cada día con mayor profundidad el extraordinario universo?
Retomemos nuestro cuento inicial. Cuando tu tío Jesús era un niño como tú, le apasionaba hablar de estos temas. Uno de sus “Héroes Científicos” era Carl Sagan, del que hemos conversado y que entre apuntes y libros un día nos dejó este escrito como extraordinario legado. Lo tituló Ese punto azul. Dice: Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es casa. Eso es nosotros. En él se encuentra todo aquel que amas, todo aquel que conoces, todo aquel del que has oído hablar, cada ser humano que existió, vivió sus vidas. La suma de nuestra alegría y sufrimiento, miles de confiadas religiones, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de la civilización, cada rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, cada esperanzado niño, inventor y explorador, cada maestro de moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie vivió ahí – en una mota de polvo suspendida en un rayo de luz del sol.
La Tierra es un muy pequeño escenario en una vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que, en gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades visitadas por los habitantes de una esquina de ese pixel para los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina; lo frecuente de sus incomprensiones, lo ávidos de matarse unos a otros, lo ferviente de su odio. Nuestras posturas, nuestra imaginada auto-importancia, la ilusión de que tenemos una posición privilegiada en el Universo, son desafiadas por este punto de luz pálida.
Nuestro planeta es una mota solitaria de luz en la gran envolvente oscuridad cósmica. En nuestra oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ni un indicio de que la ayuda llegará desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos.
La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar. Visitar, sí. Colonizar, aún no. Nos guste o no, en este momento la Tierra es donde tenemos que quedarnos. Se ha dicho que la astronomía es una experiencia de humildad y construcción de carácter. Quizá no hay mejor demostración de la tontería de los prejuicios humanos que esta imagen distante de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos los unos a los otros más amablemente, y de preservar el pálido punto azul, el único hogar que jamás hemos conocido”. Aimara: amemos y cuidemos nuestra casa: se llama La Tierra.

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