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martes, septiembre 01, 2009

Daniel Eduardo Acevedo Ytuarte: INESTANCIA


I n e s t a n c i a

La habitación es grande, la luz rosa de las lámparas produce un ambiente de cálida incertidumbre. Desde el sillón en que me descubro sentado, observo, miro, sin llegar a entender si acabo de despertar, o he estado ahí por mucho tiempo.

Recorro el espacio con la mirada, veo que los muebles forrados de terciopelo con diseños en tonos verdes tienen un cierto dejo de antigüedad, percibo la cómoda con su plancha de mármol de Carrara, las porcelanas, y me detengo en la consola de madera labrada sobre la que descansan apilados varios retratos, avanzo, me desplazo, siento que todo tiene que ver conmigo, más no encuentro cómo. Las imágenes de las fotografías me son agradables y hasta pudiera decirse que despiertan en mí un lejano sentimiento de afecto, sin embargo pareciera que los rostros desaparecen dejando huecos blancos sobre los torsos o cuerpos.

Avanzo entre los muebles con la familiaridad de quien es parte de esa estancia, llego a la ventana del fondo, separo la cortina y ante mí aparece un jardín que se antoja infinito entre la niebla, vuelvo la vista al interior de la estancia, que se ha vuelto más profunda y lejana. A pesar de ello la sensación de seguridad y comodidad persiste.

La necesidad de encontrar a alguien a quien plantear todas las preguntas que se agolpan en mi cabeza me impulsa hacia la escalera. La abordo y alcanzo la segunda planta. Ante mi se abren cuatro habitaciones perfectamente arregladas.

En una de ellas, el contraluz de la ventana recorta la silueta de una anciana sentada frente a ella. Mueve en sus manos un rosario, mientras un leve movimiento silencioso en sus labios sugiere que reza. Le hablo. No responde, tal vez no oye, no me ve o quizá con la edad ha perdido el sentido del oído. Hablo más fuerte, apenas voltea como si hubiera percibido un ruido lejano y sin notar mi presencia, vuelve a la posición inicial; tal vez no ve: pudiera ser que con la edad ha perdido el sentido de la vista y su mirada se cobija en sus recuerdos. La toco y no me siente, también ha perdido la percepción.

Se levanta para dirigirse hacia el tocador de antigua luna francesa de cuerpo entero con repisas de mármol. Frente a él, toma un pequeño peine de concha nácar y lentamente peina sus blancos cabellos, se mira y una leve sonrisa modifica la línea de su boca de casi imperceptibles labios.

La alcanzo y me sitúo detrás de ella, y con cierto nerviosismo busco mi reflejo en el espejo para reconocerme. Ante mi vista encuentro una imagen de infinita tristeza e intenso cansancio en la mirada, con rasgos derretidos por el tiempo y cabello cano.

Un sonido que ahoga un grito se produce en mi garganta, no me reconozco, no me recuerdo de ese modo y algo en mi interior se resiste a aceptarlo, me digo que yo no puedo estar así. Entre tanto, la mujer gira y se dirige al piso inferior, perdiéndose en la curva de la escalera.

Confundido, en un intento desesperado de hallar algo que me ubique, entro en otra de las habitaciones: es un dormitorio. A la entrada, un amplio closet contiene una gran cantidad de ropa: camisas, sweaters, zapatos, al lado una impresionante cantidad de corbatas de diversos colores y diseños cuelga semejando un despliegue de estandartes, en el tocador se alinean un sinnúmero de botellas de perfumes.

Vuelvo la cabeza y descubro una gran cama, que como inmensa llanura me invita a adentrarme, perderme en ella, me aproximo, la toco, es mullida y confortable, el cansancio me agobia, debo dormir, tal vez todo sea sólo un sueño.

Desde la pared, llama mi atención un texto que, enmarcado, grita un relato que habla de un amor trágico. Lo leo, tropezando con las palabras hasta llegar al final donde me detiene la firma; un nombre que provoca en mí una extraña sensación que no logro ubicar. Me pregunto: ¿será acaso el mío?

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