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jueves, agosto 25, 2011

Alejo Carpentier: Semejante a la noche



Semejante a la noche
de Alejo Carpentier


Y caminaba semejante a la noche
Ilíada; Canto I



I
El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras, cuando la caracola del vigía anunció las cincuenta naves negras que nos enviaba el Rey Agamemnón. 
Al oír la señal, los que esperaban desde hacía tantos días sobre las boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde ya preparábamos los rodillos que servirían para subir las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza.
Cuando las quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los timoneles, pues tanto se había dicho a los micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que trataron de alejarnos con sus pértigas.
 Además, la playa se había llenado de niños que se metían entre las piernas de los soldados, entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos de los remeros. Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y agarradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciar sus palabras de bienvenida, en medio de la baraúnda.
 Como yo había esperado algo más solemne, más festivo, de nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque tenía un no sé qué de flancos de mujer.
A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya veían el sol, se iba atenuando en mí la mala impresión primera, debida sin duda al desvelo de la noche de espera, y también al haber bebido demasiado, el día anterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco después del próximo amanecer. 
Al observar las filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían hacia las naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del guerrero. 
Aquel aceite, aquel vino resinado, aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos al amparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna ensenada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aquellos granos que habían sido echados con ayuda de mi pala, eran cargados ahora para mí, sin que yo tuviese que fatigar estos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al manejo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler la tierra; hombres, porque la miraban por sobre el sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de deshierbar y arrancar y rascar, como los que sobre la tierra pacían.
 Ellos nunca pasarían bajo aquellas nubes que siempre ensombrecían, en esta hora, los verdes de las lejanas islas de donde traían el silfión de acre perfume. Ellos nunca conocerían la ciudad de anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar.
 Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros del Rey de Micenas, de la insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por la arrogancia de sus súbditos, que hacían mofa de nuestras viriles costumbres; trémulos de ira, supimos de los retos lanzados por los de Ilios a nosotros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo alguno. Y fueron clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escudos arrojados a las paredes, cuando supimos del rapto de Elena de Esparta.

 A gritos nos contaban los emisarios de su maravillosa belleza, de su porte y de su adorable andar, detallando las crueldades a que era sometida en su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el vino en los cascos. 

Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el despacho de las cincuenta naves.
 El fuego se encendió entonces en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del monte.
Y ahora, transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a mis pies, con sus quillas potentes, sus mástiles al descanso entre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un poco dueño de esas maderas que un portentoso ensamblaje, cuyas artes ignoraban los de acá, transformaba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a donde desplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos.


 Y me tocaría a mí, hijo de talabartero, nieto de un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las murallas de Troya, de obedecer a los jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta —másculo empeño, suprema victoria de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad, dicha y orgullo. 

Aspiré hondamente la brisa que bajaba por la ladera de los olivares, y pensé que sería hermosos morir en tan justiciera lucha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser traspasado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, de quien tuviera que recibir la noticia con los ojos secos— por ser el jefe de la casa. 
Bajé lentamente hacia el pueblo, siguiendo la senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo.
II
Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase, en todas partes, la próxima partida de las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de sobado, como aquella de la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras.
 Camino del puerto, el que iba a ser nuestro capellán arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de palo. Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas y alardes para sacar las mujeres a sus ventanas.
 Éramos como hombres de distinta raza, forjados para culminar empresas que nunca conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader que andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas de caireles de monjas, en patios de comadres.

En medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del Adelantado se habían concertado en folías, en tanto que los atambores borgoñones atronaban los parches, y bramaba, como queriendo morder, un sacabuche con fauces de tarasca.

Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordobanes, hincando la lezna en un ación con el desgano de quien tiene puesta la mente en espera.
Al verme, me tomó en brazos con serena tristeza, recordando tal vez la horrible muerte de Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca del Drago.
 Pero él sabia que era locura de todos, en aquellos días, embarcar para las Indias, aunque ya dijeran muchos hombres cuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedio particular de pocos.

 Algo alabó de los bienes de la artesanía, del honor—tan honor como el que se logra en riesgosas empresas—de llevar el estandarte de los talabarteros en la procesión del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, la vejez apacible. 
Pero, habiendo advertido tal vez que la fiesta crecía en la ciudad y que mi ánimo no estaba para cuerdas razones, me llevó suavemente hacia la puerta de la habitación de mi madre.
 Aquél era el momento que más temía, y tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólo habíamos advertido de mi partida cuando todos me sabían ya asentado en los libros de la Casa de la Contratación.
 Agradecí las promesas hechas a la Virgen de los Mareantes por mi pronto regreso, prometiendo cuanto quiso que prometiera, en cuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, que el Diablo tenía en desnudez mentidamente edénica para mayor confusión y extravío de cristianos incautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne al desgaire.
 Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueña ya con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida, por la seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marinería de La Gallarda, afirmando que su práctico era veterano de Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus dudas, le hablé de los portentos de aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban todos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar, a la que llegaríamos, sin duda, a menos de que halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por sojuzgar. 
Moviendo suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de amazonas y antropófagos, de las tormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban como estatua al que hincaban.
 Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala sombra, le hablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantos pobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz.
 Eran millones de almas, las que ganaríamos a nuestra santa religión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles.
 Éramos soldados de Dios, a la vez que soldados del Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una grandeza inquebrantable, que nos daría felicidad, riquezas, y poderío sobre todos los reinos de la Europa.
 Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un escapulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mordeduras de alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, además, que siempre me pondría, para dormir, unos escarpines de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repicaron las campanas de la catedral, fue a buscar el chal bordado que sólo usaba en las grandes oportunidades. 
Camino del templo, observé que a pesar de todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armada del Adelantado.
 Saludaban mucho y con más demostraciones que de costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo de pelo en pecho, que sale a combatir por una causa grande y justa.
 Miré hacia el puerto. El trigo seguía entrando en las naves.

III
Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores.
 Cuando vi a su padre cerca de las naves, pensé que estaría sola, y seguí aquel muelle triste, batido por el viento, salpicado de agua verde, abarandado de cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de ventanas verdes, siempre cerradas.
 Apenas hice sonar la aldaba vestida de verdín, se abrió la puerta y, con una ráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estancia donde ya ardían las lámparas, a causa de la bruma.
 Mi prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y recostó la cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yo amaba, porque siempre parecían contemplar cosas invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenaban la sala cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra que colgaba de las vigas del techo, y a las cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados de la chimenea, revueltos con mapas celestiales habitados por Osas, Canes y Sagitarios.
 La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento que se colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los preparativos. 
Aliviado por la posibilidad de hablar de algo ajeno a nosotros mismos, le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con nosotros, alabando la piedad de los gentileshombres y cultivadores escogidos por quien hubiera tomado posesión de las tierras lejanas en nombre del Rey de Francia. 
Le dije cuanto sabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles centenarios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas aguas rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos viveres para seis meses.
 El trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir una gran tarea civilizadora en aquellos inmensos territorios selváticos, que se extendían desde el ardiente Golfo de México hasta las regiones de Chicagúa, enseñando nuevas artes a las naciones que en ellos residían. 
Cuando yo creía a mi prometida más atenta a lo que le narraba, la vi erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando que nada glorioso había en la empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todas las campanas de la ciudad.
 La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido saber algo de ese mundo de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, tomando los ensayos de Montaigne, en el capítulo que trata de los carruajes, había leído cuanto a América se refería. 
Así se había enterado de la perfidia de los españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses.
 Encendida de virginal indignación, mi prometida me señalaba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que "nos habíamos valido de la ignorancia e inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia y crueldades, propias de nuestras costumbres".
 Cegada por tan pérfida lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en el escote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salvajes del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían servido muy útilmente de la suya durante largo tiempo. 
Yo comprendía que, en esos errores, no debía ver más que el despecho de la doncella enamorada, dotada de muy ciertos encantos, ante el hombre que le impone una larga espera, sin otro motivo que la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada. 
Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profundamente herido por el desdén a mi valentía, la falta de consideración por una aventura que daría relumbre a mi apellido, lográndose, tal vez, que la noticia de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún título otorgado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano, algunos indios más o menos.
 Nada grande se hacía sin lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre entraba.
Pero ahora eran celos los que se traslucían en el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en la que haríamos escala, y que mi prometida, con expresiones adorablemente impropias, calificaba de "paraíso de mujeres malditas". 

Era evidente que, a pesar de su pureza, sabía de qué clase eran las mujeres que solían embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los corchetes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien—una criada tal vez—podía haberle dicho que la salud del hombre no se aviene con ciertas abstinencias y vilumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de calores enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones, tormentas, y mordeduras de los dragones de agua que pululan en los ríos de América. 
Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión que venía a sustituirse, en tales momentos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido. 
Comencé a renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad de heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros, cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intempestivo regreso del padre.
 Salté por una ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues los transeúntes, los pescaderos, los borrachos—ya numerosos en esta hora de la tarde— se habían aglomerado en torno a una mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el instante tomé por un pregonero del Elixir de Orvieto, pero que resultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos Lugares. 
Me encogí de hombros y seguí mi camino. Tiempo atrás había estado a punto de alistarme en la cruzada predicada por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre maligna—curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santa madre— me tuvo en cama, tiritando, el día de la partida: aquella empresa había terminado, como todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban desacreditadas. Además, yo tenía otras cosas en qué pensar.
El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi prometida, me fui hacia el puerto, para ver los navíos. Estaban todos arrimados a los muelles, lado a lado, con las escotillas abiertas, recibiendo millares de sacos de harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín.
 Los regimientos de infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio de los gritos de los estibadores, los silbatos de los contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, promoviendo rotaciones de grúas. 
Sobre las cubiertas se amontonaban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas impermeables.
 Un ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de hundirse en la obscuridad de un sollado. 
Los caballos de los generales, colgados de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almacenes, como corceles wagnerianos.
 Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo alto de una pasarela de hierro, cuando, de pronto, tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocas horas—apenas trece— para que yo también tuviese que acercarme a aquellos buques, cargando con mis armas.
 Entonces pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me esperaban; en la tristeza de morir sin haber dado mi placer, una vez más, al calor de otro cuerpo.
 Impaciente por llegar, enojado aún por no haber recibido un beso, siquiera, de mi prometida, me encaminé a grandes pasos hacia el hotel de las bailarinas.
 Christopher, muy borracho, se había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando, afirmando que estaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y que una cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran Desembarco. 
Varias veces me llamó héroe, como si tuviese una conciencia del duro contraste que este halago establecía con las frases injustas de mi prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando en puntos luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de cabezas y sombreros.
No era posible, desde este alto piso, distinguir a las mujeres de los hombres en la neblina del atardecer.
Y era, sin embargo, por la permanencia de ese pulular de seres desconocidos, que me encaminaría hacia las naves, poco después del alba. 
Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arribaría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los Principios de los de mi raza. Por última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente.
Pero ahora acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutónica, y entraríamos, victoriosos, en el tan esperado futuro del hombre reconciliado con el hombre. 

Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la magnanimidad de mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador entreabierto.
IV
Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la  fatiga del cuerpo ahíto de holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba. 
Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado, al propio tiempo, por las angustias de la partida próxima.
 Dispuse mis armas y correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho.
Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas piernas indeciblemente suaves se trepaban a las mías.

 Mudo de asombro quedé al ver que la que de tal manera se había deslizado en el lecho era mi prometida.
 Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las impaciencias y los miedos de la espera. 

Después de la tonta disputa de la tarde, había pensado en los peligros y sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de enderezar el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sacrificio de la virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida, sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio para el goce ajeno, tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual.
 El contacto de un cuerpo puro, jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que sin embargo acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra, por obscuro mandato, las actitudes que más estrechamente machiembran los miembros.
 Bajo el abrazo de mi prometida, cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis muslos, crecía mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas, con la absurda pretensión de hallar la quietud de días futuros en los excesos presentes. 
Y ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento, me hallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba.
 No diré que mi juventud no fuera capaz de enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa novedad.
 Pero la idea de que era una virgen la que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría un lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido.
 Eché a mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con sinceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al resultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la miel verde de los troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras.
Ella me escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo advertía que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el lecho, sangrante como un trofeo de caza, de pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujer en la derrota.
 En aquel momento bramaron las reses que iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vigías. 
Mi prometida, con el desprecio pintado en el rostro, se levantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con gesto de pudor que con ademán de quien recupera algo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbito estaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltó por la ventana.
 La vi alejarse a todo correr por entre los olivos, y comprendí en aquel instante que más fácil me sería entrar sin un rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida.
Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de guerrero había sido desplazado en mi ánimo por una intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de descontento de mí mismo.
 Y cuando los timoneles hubieron alejado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían terminado las horas de alardes, de excesos, de regalos, que preceden las partidas de soldados hacia los campos de batalla.
 Había pasado el tiempo de las guirnaldas, las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos, y el favor de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la arrogancia de los jefes, la sangre derramada por error, la gangrena que huele a almíbares infectos.
 No estaba tan seguro ya de que mi valor acrecería la grandeza y la dicha de los acaienos de largas cabelleras.
 Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo.

Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el asentimiento de Menelao. 
En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos. 
Se trataba sobre todo —afirmaba el viejo soldado—de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. 
La nave, demasiado cargada de harina y de hombres, bogaba despacio. 

Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el sol daba de frente. Tenía ganas de llorar.

 Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costado redondear—a semejanza de las cimeras magníficas de quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.


Luz del Alba Velazco: Técnicas para catar un café


...Desde los troncos verdes de los árboles
Desde las piedras verdes donde descansa el musgo
sube el hambre al cafeto que crece
siempre verde...EB


Técnicas para catar un café
Luz del Alba Velazco

 Catar es comparar y contrastar, es la mejor manera de conocer un café. 
Cuando catamos dos o tres cafés, podemos compararlos no sólo en base a nuestros
gustos personales sino por el aroma, la acidez, el cuerpo y el sabor.

 Un consejo: cuando catas más de un café, empieza siempre con el café de cuerpo
más ligero y sigue con los más intensos.

Aroma 

El aroma nos da la primera pista,  nos anticipa el sabor del café. Mucho de lo que saboreamos está determinado por lo que olemos – esto explica porque el café puede tener un maravilloso aroma y saber todavía mejor. 

Acidez

Según los términos utilizados por los expertos, la acidez del café no significa ni ácido ni amargo. Es la propiedad vivificante y limpiadora del paladar y varía según la altura a la que crecieron los cafés.
 Un café de América Latina como el Colombia Nariño Supremo es muy vivaz, esta característica se percibe en los costados de la lengua. Por el contrario, un café como el Sumatra es bastante suave y cremoso con una acidez muy baja.

Cuerpo

El cuerpo es la permanencia o la consistencia de la bebida en la lengua. Puede oscilar de ligero a fuerte o intenso. 
El café Sumatra tiene un cuerpo muy fuerte, para que os hagáis una idea, podemos coger como ejemplo el cuerpo de la nata en comparación con la leche desnatada.

Sabor

El sabor es el término más importante de todos. Se refiere a la impresión general de aroma, acidez y cuerpo. ¿A que te recuerda el sabor de este café? Por ejemplo, el Kenya nos recuerda a menudo al pomelo. Tiene unas notas cítricas. 
Con esta afirmación no queremos decir que el café Kenya sabe efectivamente a pomelo – sigue sabiendo a café, pero se pueden percibir diferentes matices. Hay tantas maneras para describir un café como para describir la nieve...
...Estimula el ánimo y mueve el pensamiento...
PUEDES VER UN VIDEO EN  http://youtu.be/kJVh31GVXUY

Ivonne Moreno Uscanga: La Pesadilla Jarocha

LA PESADILLA JAROCHA. 

MEMORIAS DE PANCHITOS VIVEROS

1812- 1829 NOVELA DE MIGUEL S. RODRÍGUEZ AZUET
Ivonne Moreno Uscanga


La constante, cuando se presenta un libro, es invitar al público oyente a  “leerlo”, esa creo debe ser la idea central del evento.
En esa lógica, el abordaje a la invitación  de la lectura de una novela con características historiográficas es difícil si no tenemos presentes algunos sucesos nacionales.
En el caso de Pesadilla Jarocha, las acotaciones son varias:

 1ª. Acotación.

El marco histórico es amplio. El siglo XIX se encuentra situado por el autor Rodríguez Azueta, en distintos paralelos, en primera instancia  el del personaje recurrente Francisco Viveros herido en la reyerta de 1847, plena discusión de la soberanía de México en cuanto a su constitución como República y límites territoriales con los Estados Unidos(año previo a los tratados de Guadalupe Hidalgo, 1848), en segunda la presencia del protagónico e hilo conductor en todo el relato novelístico Francisco Viveros y Rodríguez, quien empalma la segunda década del XIX en el decurso relacional entre España y México.

2ª. Acotación.

Los años  1812-1829 bordan la Independencia de México, dentro del marco de la novela, pero también la situación política de España, asaltada por el bonapartismo y posteriormente la tiranía de Fernando VII. En estos años la presencia de España en provincias como la nuestra no sólo edificaron a Veracruz como puerta y portal de la historia nacional sino como el crisol de etnias y mosaico pluricultural hasta  hoy.

3ª. Acotación

La literatura funge aquí como un pretexto metafórico para saciar la inventiva de Miguel Salvador como hacedor  narrativo por un lado y por  otro la de su afán por recuperar los héroes perdidos de la historia local, de cuya referencia solo tenemos las calles (Juan Soto) o los parques (Ciriaco Vázquez). Esta variable  lo perfila más como un relator de historias,  como la referencia    del sociólogo francés Bordieu...producir  una historia de vida, tratar la vida como historia, es decir como el relato coherente de una secuencia significante y orientada de conocimientos, equivale a una ilusión retórica, a una representación común de la existencia a la que toda tradición literaria no ha dejado ni dejará de reforzar...

A lo largo de la novela los pasajes  de relación con los orígenes de nuestra costumbres son diversos:
...Después del recibimiento en el palacio del gobernador se celebró un gran baile en la Plaza de Armas, donde los habitantes participaron con entusiasmo bailando y cantando. En un principio no emocionamos junto con los demás compañeros del batallón, pensando en que era tanta la alegría de los americanos por nuestra llegada que hacían tal fiesta, pero al poco tiempo me decepcioné, porque me di cuenta que no solo con nuestra llegada, sino que con cualquier insignificancia era motivo para que la gente de la ciudad celebrara algo...(41)

 Asimismo las descripciones hipotéticas  de nuestros edificios son  numerosas:
Efectivamente al llegar a la calle de la Playa nos topamos con que un batallón de alvaradeños de las fuerzas de Juan Topete estaban atrapadas en el almacén de la proveeduría, conocido como Las Atarazanas. Castigado a dos fuegos, desde el rumbo del muelle por un batallón atrincherado en los locales del Mercado de Pescadería y por el Sur desde el Baluarte de Santiago... (69)

Episodios cuyo asentamiento descriptivo  causará polémica entre los lectores especializados , pero un escrito de la naturaleza novela, lo amerita.

Otro elemento  destacable en  Pesadilla Jarocha, es el del género epistolar. Prácticamente desaparecido en nuestros días. Es menester subrayar la importancia del mismo durante el siglo XIX, no sólo como medio de comunicación, sino literario, pues grandes de las plumas nacionales Fernández de Lizardi, El Zarco, Fray Servando Teresa de Mier y los románticos como Quinta Roo, los poetas Sánchez de Tagle, Francisco Ortega y desde luego unos años más tarde al periodo de esta novela, la cepa de los liberales- juaristas utilizaron , las cartas como garante social y  artilugio lírico (Epístola de Melchor Ocampo y Cartas de Benito Juárez a Margarita Masa). 

Pesadilla Jarocha  también,  extiende las posibilidades de tener otras lecturas de Santana, de Iturbide,  de Guerrero, de Guadalupe Victoria, de los hechos envolventes de Veracruz como bastión independiente, tales como los Tratados de Córdoba y las última capitulaciones de las tropas españolas en nuestros baluartes y en trayecto del Camino Real, preámbulo del 27 de septiembre de 1821:
...llegamos a Córdoba el 23 de Agosto y al día siguiente se llegó al feliz desenlace de que las partes firmaron el Tratado de Córdoba. No todos los jefes realistas estuvieron de acuerdo, así que el general Iturbide nos ordenó tomáramos   Perote para garantizar la seguridad del Camino Real.... (73)


  La novela de Rodríguez Azueta,   nos obsequia  de manera grata, el amor entre padre e hijo, los dos Franciscos,   los valores de lealtad y amistad: Sacerdote José Arzamendi, el Tlecuile, y los vericuetos de amor carnal, exaltados incluso en leyendas: Yamilka , María Elena y  Bárbara.
En su trabajo compilatorio el autor   extiende imaginación con asombro de
sacudir la apatía o ignorancia de nuestra historia local y me parece, en este renglón tiene su mayor mérito,  posición donde sin duda alguna se ha destacado Miguel Salvador.
Pesadilla Jarocha nos invita a revisar la historia, mover la túnica de Clío para reconocernos como eslabón importante en la concatenación de las conquistas de la soberanía y de los patrones culturales.
El estilo es el hombre, escribió Buffon, y Pesadilla nos prolonga a la Tercera H y  Paraíso de los locos, donde su autor sigue obsesionado con la veracruzaneidad.
Y bien continuando en la línea del estilo, me quedo con el  siguiente párrafo de la novela..la gigantona tomó en sus brazos a Panchito y de un brinco bajó de la carreta, con paso acelerado entró a la CASA PRINCIPAL, atravesando el patio, haciendo a un lado los mirones que solo alcanzaba a persignarse...(14)

Ya se imaginarán por qué....

 Pues bien, lean Pesadilla Jarocha y externen sus opiniones....

miércoles, agosto 17, 2011

Eduardo Embry: POEMAS


Eduardo Embry
POEMAS


Hoy que llueve a cántaro en toda Europa

“Quisiera ser la lluvia
que tu cuerpo acaricia”,
- poeta que no ha vivido 
en Ealing Common, donde llueve a mares,
quizá pueda decir todas estas leseras; 
es cierto, las lluvias son bendiciones del cielo,
pero también, cada vez que llueve,
ocurren muchas molestias;
se desbordan los ríos, sube el nivel del mar;
los cerros blandos se desmoronan,
las casas se vienen abajo,
y tu, de mal humor
andas tirando las cosas;
es por eso, amada mía,
hoy que llueve a “cántaro” en toda Europa,
(traducido del inglés al español)
"ahora que caen del cielo perros y gatos",
quisiera ser para ti, el árbol colosal e imprudente,
el pañuelo de muchas ramas y hojas; 
así de simple: para protegerte del agua;
aqui concluyo: bajo ese claro de luz y luz,
ya vivimos fieramente.


 
Mire usted el castigo que me manda el cielo

Mire usted el castigo que
me manda el cielo: 
que deje guindando en la ventana de mi casa
el cielo azul que llevo
en mi pasaporte;
esto me lo vienen a decir ahora
que llevo tantos años
como estampilla pegado a esta tierra;
el peluquero entonces había hecho 25
cortes de pelo,
el verdulero, mucho más;
más lento fue el movimiento
en la farmacia, y no muy impresionante 
lo que pasó en la tienda del calzado,
y como siempre, los leones de la jornada
fueron supermercados y negocios clandestinos,
en menos de un ay, todo se fue a las nubes;
para ponerse de mi lado
el planeta nunca ha dejado de girar;
gran error de la poesía, hablar al cielo
como si el cielo fuera un gato grabado en un roca;
mira tú la maldición que he recibido:
7.599 bares han cerrado sus puertas;
los objetos no se levantan del suelo,
ni la vejez hace más sabios a los ancianos;
¿quién lo iba a soñar?
los mineros atrapados en la mina
se convierten en estrellas de cine,
los amigos que se reencuentran
en aeropuertos y estaciones de trenes
tienen mucho que decirse;
las olas salvajes de este otoño
borrarán el cielo de los pedantes;
así funciona el tiempo y el espacio,
todo, muy simplemente;
los estudiantes salen a chorros
por puertas y ventanas,
se convierten
en los nuevos caudalosos ríos
que arrastran
elefantes y caballos, piedras
que hace mucho tiempo
se habían extinguido.