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lunes, octubre 31, 2011

Gabriel Fuster: EL NECRONOMICÓN DEBE SER ...

EL NECRONOMICÓN DEBE SER EL DIRECTORIO TELEFÓNICO QUE CONTIENE LAS LÍNEAS MUERTAS
Gabriel Fuster

H.P. Lovecraft y August Derleth se hallan sentados en óseos muebles de jardín al aire libre, convirtiendo en una terraza la meseta de la inaccesible Leng, sede del culto de los devoradores de cadáveres y la ubicación del faro que no es lámpara ni espejeo sino eclipse, mientras sus miradas frotan una idea contra la otra y encienden un relámpago más brillante en el cenit de sus cráneos. La luz hace del ojo indiferente un arco iris inacabable como una rampa, donde el alma pierde cuerpo y se desploma entre las lajas de los átomos y las moléculas. El lugar es una leyenda de la geología, hecha de la misma materia impalpable de los ecos y una arquitectura de medidas ciclópeas y naturaleza hambrienta, hasta anularse en una ola petrificada. La quietud tiene un pie en la trampa del tiempo y otro en el sueño, en tanto los hombres brindan con absinthe, la bebida alcohólica apodada el hada verde, preparándolo a la manera tradicional en sendos vasos de cristal. Mientras la bebida se transforma en la esencia lechosa que no es de agua sino de latidos, el terreno delante de ellos empieza vibrar por la salida del magnífico Dhole, descubriendo su madriguera oculta en el subsuelo y emergiendo con fuerza de géiser lunar, este terrible río viscoso en sí mismo ondulado. La pareja da un sorbo a su bebida. El Dhole es cubierto por la sombra errante un Mi-Go, provocando el vuelo en caída libre que horada el silencio recobrado. El viento desentierra navajas y la bestia de tierra repele a la de aire. El combate no es de este mundo, ni los otros mundos que hay en este mundo y en los otros. Abierta la puerta de los saberes arcanos del Necronomicón, los dos monstruos se pierden en una duna de reflejos. Un Shoggot se une al soliloquio que las estrellas escriben, con su paso torpe. Le lleva un buen rato cruzar el horizonte, lo que permite la preparación de otra ronda de absinthe. Por último, ocurre el desfile de los diez mil vástagos de Shub-Niggurath, presidido por la misma deidad con su enorme masa nebulosa de la cual sobresalen tentáculos negros. Muy adorada por los cultos druidas y bárbaros. Por un largo rato, el paisaje se torna tranquilo y vacío, salvo un taxi amarillo que te conduce al edificio del ayuntamiento del Infierno, la muerte que tú quieras. Deleth se voltea a Lovecraft y le comenta: “Howard, no cabe duda que las horribles distracciones siguen arruinando mi entusiasmo, con el ruido de las cucharillas cubriendo nuestra conversación, una tras otra. La próxima vez que tengas un afán de histeria colectiva, preferible dame la llamada al Cthulhar”. 

Otto Dörr Zegers: La muerte en la poesía de Rilke

LA MUERTE Y EL SUICIDIO EN
LA POESÍA DE R. M. RILKE
Otto Dörr Zegers

 El suicidio significa interrumpir violentamente ese proceso natural que es el morir. La muerte es el fin de la vida, pero no al modo de un terminar cualquiera, como termina un camino o una melodía, por cuanto la muerte pertenece a la vida. No hay vida sin muerte, porque ésta nos da, entre otras cosas, la posibilidad del tiempo. El tiempo se constituye desde la finitud, desde la muerte, y su carácter central es la transitoriedad. Y, como dice Heidegger (1), “la muerte es la más propia (auténtica) posibilidad de la existencia...Es (justamente) el ser-relativamente-a-lamuerte el que abre a la existencia su más propio poder-ser.”

Este concepto de la muerte como parte esencial de la vida ya lo encontramos en el principio Stirb-Werde de Goethe (2), que podría traducirse como “morir para llegar a ser” y también en todo el pensamiento dialéctico de Hegel (3). Recordemos ese famoso pasaje de la Introducción a laFenomenología del Espíritu: “El botón desaparece con el surgimiento de la flor y se podría decir que aquél es negado por ésta; del mismo modo el fruto transforma a la flor en una falsa existencia de la planta, pues aparece en lugar de la flor como la verdadera planta...”, etc.

Dicho con otras palabras, la muerte del botón significa la vida de la flor, la muerte de la flor significa la vida del fruto y así sucesivamente. Vida y muerte se entrelazan inextricablemente. Habría algo así como una muerte inmanente a la vida y que sería como su elemento transformador, eso que permite, en un sentido dialéctico, el paso a una nueva síntesis.

Algo semejante encontramos en uno de los poetas que más se ha preocupado del tema de la muerte: Rainer Maria Rilke. En una carta del 13 de noviembre de 1925 a su editor en polaco, Wietold Hulewicz (4), —quien le había preguntado sobre el sentido último de las Elegías del Duino, uno de los grandes monumentos de la poesía universal— Rilke escribe: “...Las elegías conducen a la demostración de que esta vida, así suspendida sobre el abismo, es imposible.

En las elegías... la vida se hace otra vez cosas tienen que ser comprendidas y transformadas por nosotros... ¿Transformarlas?, sí, porque nuestra tarea es ésta, impregnarnos de esta tierra provisional y caduca tan profundamente, tan dolientemente, tan apasionadamente, que su esencia resurja otra vez en nosotros, invisible. Somos las abejas de lo invisible… Las elegías nos muestran a nosotros en esta tarea, en la tarea de este constante transformar lo amado, visible y tangible, en la oscilación y la agitación invisibles de nuestra naturaleza; y esto va a introducir nuevas formas de vibración en... el universo… (op. cit., p. 374 ss.).

Nos hemos detenido un momento en este impresionante texto de Rilke y escrito, como toda carta, “al correr de la pluma”, porque creemos encontrar en él no sólo una visión positiva de la muerte, sino, y sobre todo, una suerte de llamado a una misión de vida que sería ineludible: el amar las cosas y, a través de la palabra, eternizarlas. Para las citas de los textos poéticos emplearemos una traducción del alemán hecha recientemente por nosotros (5). Y así el poeta nos dice en la Novena Elegía (6):

“...y estas cosas
que viven de la muerte comprenden que
tú las elogies; ellas, las fugaces,
confían en que nosotros, los más efímeros,
seamos capaces de salvarlas.
¡Ellas quieren que las transformemos del
todo en un corazón invisible
—oh infinitamente— en nosotros!, quienquiera
que seamos al final...”

 Y las cosas están ahí esperando que nosotros, los humanos, procedamos a transformarlas, a hacerlas invisibles, pero no sólo a la casa, el cántaro o el manantial, como dice el poeta un poco antes, al descubrir que nuestra primera misión en la tierra es el dar un nombre a las cosas, sino a todas las cosas, más aún, a la tierra entera, algo que manifiesta expresamente en el verso siguiente:

“Tierra, ¿no es esto lo que tú quieres: resurgir
en nosotros invisible?
 ¿No es tu sueño ser invisible alguna vez?
¡Tierra! ¡Invisible! ¿cuál, si no metamorfosis,
es tu apremiante misión?...”

Con esta hermosa misión el hombre puede ir tranquilo al encuentro de la muerte, que, por lo demás, sólo él conoce. Es cierto que este conocimiento es la fuente última de la angustia —dolorosa emoción que lo acompaña durante casi toda su existencia— pero puede que constituya también su mayor grandeza. Ni los animales ni los ángeles conocen la muerte. “El animal libre (de la muerte) / tiene tras sí su ocaso / y ante sí a Dios y, cuando camina, entonces / lo hace hacia la eternidad, así como manan las fuentes”, como dice el poeta en la Octava Elegía.

Mientras los ángeles tampoco saben de ella, porque viven “en el torbellino de su (permanente) retorno a sí mismos” (Segunda Elegía). ¿Qué puede ocurrir para que alguien no espere
su muerte propia y destruya con su acto suicida la armonía de la vida y de la muerte? Una
posibilidad es pensar que el suicida olvida que el dolor es “nuestro follaje / invernal y perenne,
nuestro verdor oscuro del sentido, / una de las estaciones del año secreto, mas no sólo tiempo,
/ sino lugar, poblado, campamento, suelo, residencia”. Es decir, el dolor lo es todo y es tan consubstancial a la vida humana, que es de las pocas cosas que legítimamente podemos
llevarnos al más allá. Rilke expresa maravillosamente este pensamiento en la Novena Elegía,
cuando dice:

“...¿qué se lleva uno hacia el más allá?
No el mirar, aquí
lentamente aprendido, y nada de lo que
aquí ocurrió. Nada.
Pero sí los dolores. Sobre todo la pesadumbre,
también la larga experiencia del amor: es decir,
todo lo inefable...”

 Posible... (pues) la aceptación de la vida y de la muerte se nos muestra como una misma cosa... la muerte es el lado de la vida apartado y no iluminado por nosotros. Tenemos que hacer el intento de alcanzar la máxima conciencia de nuestra existencia, la que está domiciliada en ambos ámbitos ilimitados y se nutre de ambos inagotablemente...

 “No hay ni un allende ni un aquende, sino la gran unidad en la cual también habitan los seres que lo superan, los ángeles...”.

Y más adelante, en la misma carta, explica con mayor detalle lo que quiere decir con su concepto de la unidad de la vida y de la muerte:

 “...Nosotros, los de aquí y ahora, no estamos ni un momento satisfechos en este mundo temporal, pero tampoco estamos atados a él, sino que pasamos permanentemente hacia el mundo anterior, hacia nuestro origen, como también hacia el mundo ulterior, el de aquellos que vendrán después de nosotros. En aquel máximo ‘mundo abierto’ existen todos... (Aquí) no me estoy refiriendo (estrictamente) al sentido cristiano... Con una conciencia puramente terrena, profundamente terrena, beatamente terrena, hay que introducir lo aquí visto y tocado en un círculo más amplio, en el más amplio posible. No en un ‘más allá’, cuya sombra oscurece la tierra, sino en una totalidad, en lo entero...”.

 Por último, el poeta le explica a su editor cuál es, mientras vivimos, nuestra relación con el resto de las cosas de este mundo, que comparten con nosotros la provisionalidad, pero que desconocen la muerte: “La naturaleza, las cosas de nuestro trato cotidiano y de nuestro uso son, mientras estamos aquí en la tierra, nuestra propiedad y nuestra amistad; ellas son consabidoras de nuestra alegría y de nuestra miseria y ya fueron los confidentes de nuestros antepasados. Así, no sólo no hay que descalificar y degradar lo de aquí, sino que precisamente por su provisionalidad... estas apariencias y estas Nuestra misión es salvar las cosas a través de la palabra, darles un sentido, eternizarlas.

 Pero de todo lo que hemos vivido en esta tierra, lo único que podemos llevarnos hacia el más allá, para que así nos acompañe eternamente, es para el poeta un extraño bagaje, compuesto sólo de dos elementos: el sufrimiento y el amor. El acto de suicidarse significa entonces desconocer el valor del sufrimiento y el sentido del amor. Rilke se refirió

expresamente al tema del suicidio en el Réquiem para el Poeta Wolf von Kalckreuth (7). Intentaremos resumir algunas de lasideas sobre el tema que se desprenden de este maravilloso poema. No se conocen las razones que tuvo el joven poeta para suicidarse, pero Rilke le reprocha a lo largo de todo el réquiem el que no haya sido capaz de perseverar, esperando que le llegase su propia muerte. Porque Rilke no estaba en contra de la muerte de los jóvenes; por el contrario, en la muerte prematura del héroe y en el profundo misterio que encierra la muerte infantil él cree encontrar un camino legítimo para el hombre elegido. Pero el suicidio lo perturba profundamente. El primer reproche que le hace a Kalckreuth es el no haber reconocido en la tierra la posibilidad de la alegría, la que a veces se esconde detrás de los dolores; más aún, en el momento menos pensado el sufrimiento se invierte, dando paso al consuelo y aún a la felicidad:

 Lo que no esperaste fue que el peso se hiciese del todo insoportable: es entonces cuando éste
se invierte de repente y es tan pesado por ser tan verdadero. Ves, éste fue quizás tu momento más cercano; tal vez él se acomodaba la guirnalda en el cabello ante la puerta que tú le cerraste bruscamente.”

Luego de una serie de consideraciones sobre lo poco que sabemos sobre el misterio de la existencia y cómo no debemos adelantarnos a darle una interpretación definitiva, como la que resulta de un acto como el suicidio, el poeta se conduele de que no haya habido alguien en las cercanías del joven suicida que le hubiese podido hacer cambiar su decisión:

Si una mujer hubiese puesto su mano ligera sobre el comienzo aún delicado de esta ira; si hubiera habido alguien, que estando ocupado, ocupado en lo más íntimo, te hubiese encontrado quedamente cuando tú, mudo, saliste a consumar la acción; si tu camino hubiera conducido cerca de un taller despierto, donde hay hombres martillando, donde el día se realiza simplemente...”

 Ahora, dada su muerte prematura, muy pocas cosas dejó el joven conde: sólo algunos poemas imperfectos (“somos espectadores sólo de los poemas que hacia abajo traen / las palabras que tú escogiste”), pero en ellos Rilke reconoce al menos dos virtudes: una es la inspiración, venida casi directamente del mundo angélico (“a menudo un comienzo se te imponía como un todo / un comienzo que tú repetías como una orden”); la otra es que el joven poeta, a través de sus poemas llegó a “ver”, a “reconocer la renuncia y en la muerte tu progreso”. Aquí Rilke acepta por primera vez la posibilidad de que la muerte del joven poeta haya tenido un sentido.

Hacia el final del réquiem Rilke trata de definir en apretadas palabras lo que debe ser la esencia de la vida poética. Ésta debe alimentarse fundamentalmente de los siguientes ingredientes (“tres formas abiertas”): los sentimientos verdaderos, el mirar (que mira y ve, pero que “no desea nada”) y “la muerte trabajada”, esa muerte propia que tanto nos necesita. La verdadera poesía debe ser un trabajo de la propia vida y de la propia muerte y yo agregaría que quizás toda vida humana, no sólo la vida poética, debería consistir en lo mismo.

El poeta adolescente no dejó brotar la vida, con todo lo que ella puede regalarnos, pero tampoco fue capaz de esperar su propia muerte. Y entonces Rilke retoma el tema de la esencia de la poesía, anunciado ya en las Cartas de un joven poeta, diciendo que éstos, en lugar de quejarse, deberían “decir” (cosas esenciales), que en lugar de juzgar tanto sus sentimientos deberían “darles forma”; que deberían, por último, transformarse ellos mismos en palabras (“como el cantero de una catedral / que con obstinación se convierte en la serenidad de la piedra”).

Y esto habría sido la salvación del Conde Kalckreuth, pero él no la vio, a pesar de haberla tenido en sus manos. Habría bastado que hubiera comprendido la esencia de la poesía. Pero ahora todo esto son palabras vanas. No sea que el adolescente al escucharlas se avergüence entre los muertos y que las lamentaciones de los vivos agraven sus sentimientos de culpa. Y el réquiem termina con una recomendación a asumir el destino con todas sus consecuencias, incluyendo los errores, pues: “¿Quién habla de victorias? El resistir lo es todo”.

El tema que nos ha reunido es “El fin de la vida”. Y el fin de la vida es la muerte en un doble sentido: como término de nuestra existencia en este mundo, pero al mismo tiempo, como lo que le da el sentido. En el libro Cartas a una amiga  veneciana (8) Rilke afirma: “Hay que aprender a morir. En eso consiste la vida, en preparar con tiempo la obra maestra de una muerte noble y suprema, una muerte en la que el azar no tome parte, una muerte consumada, feliz y entusiasta como sólo los santos supieron concebirla...”.

 No sé si estas reflexiones puedan servir de algo a quien ya se encuentra con una enfermedad terminal en las proximidades de la muerte, pero quizás si la lucidez de este gran poeta nos pueda ayudar a nosotros, a los médicos llamados a asistir a estos enfermos; pues, aun cuando todavía no seamos “terminales”, desde que fuimos conscientes de lo que significa nuestra profesión, hemos tenido que acostumbrarnos a la idea de que pertenece esencialmente a nuestra condición humana el vivir desahuciados.

 Referencias:

1. Heidegger M. Sein und Zeit [1927]. Tübingen: Max Niemayer Verlag; 1963.
2. Goethe JF. Werke Briefe und Gespräche. Gedenkausgabe Band XVII: Naturwissenschaftliche
Schriften. Zürich und Stuttgart: Artemis Verlag; 1966.
3. Hegel G F. Phänomenologie des Geistes. Hamburg: Felix Meiner Verlag; 1952.
4. Rilke RM. Briefe 2. Band [1919-1926]. Frankfurt am Main: Insel Verlag; 1999.
5. Dörr-Zegers, O. Traducción, Prólogo, Notas y Comentarios. En: Rilke RM. Diez elegías,tres réquiem y una canción de amor. Madrid: Editorial Visor. En prensa.
6. Rilke R M. Duineser Elegien. In: Sämtliche Werke. Band I. Frankfurt am Main: Insel Verlag; 1955.
7. Rilke R M. Requiem für Wolf Graf von Kalckreuth. In: Sämtliche Werke. Band I. Frankfurt am Main: Insel Verlag; 1955.
8. Rilke R M. Cartas a una amiga veneciana. Madrid: Hiperión; 1993

Ignacio García: Muerte y Poesía

MUERTE Y POESÍA
Ignacio García

 Buscaba, sin poderlo encontrar, su anterior y habitual miedo a la muerte. “Dónde está? ¿Qué muerte? No sentía miedo alguno porque no había muerte. En vez de muerte, era luz. León Tolstoi La muerte de Ivan Ilich

En su ensayo titulado Notas sobre poesía, José Gorostiza ofrece una visión, casi infinita, sobre el papel del escritor de poemas en esta tierra. El autor de Muerte sin fin, dice del poeta: “Entre todos los hombres él es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios”. Sea o no cierta tal afirmación, lo que sí resulta evidente es que el poeta de todos los tiempos se ha visto ligado a lazos y cordones indisolubles que para nosotros, los demás mortales, resultarían indiferentes. Estas ataduras, que el poeta percibe y asimila con una intensidad mayúscula, llevan el nombre de Amor, se identifican como Locura, presumen de Fe o rechazo en Dios; y están ardorosamente vinculadas con la palabra y pasión llamada Muerte. De alguna forma, el poeta sublima estos objetos, a tal grado que llegan a ser una suerte de centro-cuadricular de su existencia. Los ejemplos en la historia de la literatura y de la poesía en especial, sobran. Me limitar a citar para el lector, los menos densos.

 Nerval y su Estrella la muerte.
Sobra, por ejemplo, Gerard de Nerval quien, un día soleado, lleno de vida y empuje, decide darse muerte colgándose de una viga del techo de un bodegón. Las razones parecen ser, más que lamentables, llenas de justicia. Nerval había, en meses pasados, perdido a la amada (Jeny Colón) a quien tiempo después la identificará, en su novela inconclusa, con el nombre de Aurelia. El poeta comenzó a enloquecer y a buscar, con el intento de salvar esto que creía un castigo el cielo, al ser divino. Por eso escribe: “A nosotros los poetas nos concierne mantenernos/ desnuda la frente, bajo las tempestades de Dios”. La búsqueda de Dios, los delirios y los bruscos saltos mentales, le llevan a la convicción de que, sólo a través de la muerte, habrá redención. La muerte se convertirá así, no en el final, sino en el reencuentro con el amor. En el intervalo, se le oirá decir: “Mi única Estrella la muerte y mi luto constelado / llevan el sol negro de la melancolía”. La muerte para Nerval no significa contra-vida, más bien es la sustancia desconocida que le hace vivir sin esperanza ¿Podrá la muerte, una vez cara a cara con ella, responder a cada una de nuestras interrogantes y paliar de algún modo el sufrimiento y la ausencia de la amada? ¿Es la muerte parte y esencia de Dios? ¿Quién sabe algo sobre esto? Nerval, comienza a maquinar su muerte; la concibe y dilata. Un buen día se cuelga de la viga. Deja una nota que parece responder a todas sus preguntas: “¡Todo ha acabado, todo ha pasado! ¡Soy yo ahora quien debe morir y morir sin esperanza! ¿Qué es la muerte, pues? Si fuera nada … ¡Dios lo quisiera! Pero ni Él mismo puede hacer que la muerte sea nada”.

Novalis: un himno a la noche

Sofía von Kuhn, de trece años de edad, era la prometida de Novalis. El poeta había dejado de escribir para dedicar su tiempo a la preparación de las nupcias. El destino le fue adverso y la amada murió dos años después. Entonces, como si la muerte fuera un duro acicate, Novalis concibió uno de los poemas mayores de la literatura: Himnos a la noche ; e inauguró, asimismo, la transfiguración de su vida entera. En las páginas de su Diario puede leerse una nota que reza: “Lo que experimenté por Sofía no es amor sino religión”. La resolución de morir, sometida a duras pruebas por la fascinación que siente por la vida, es templada por Novalis en periódicas visitas a la tumba de Sofía. La muerte toma forma de preparación, de meditación consciente según la define Albert Camus. En una de aquellas visitas, Novalis tiene una experiencia que traduce así: “Fui presa de un gozo indecible. Instantes de entusiasmo surgieron como relámpagos. De un solo soplo dispersé la tumba como si fuera polvo. Se la sentía próxima. A cada instante creí que iba a aparecer (…)” Se dice que desde entonces Novalis vivió con la idea de que la muerte era un buen sitio para que Sofía lo esperara. En tanto, él le entregaba noche a noche fragmentos de sus himnos: la noche era esa muerte, tachonada por la estrella de Sofía.

Höldering y la Locura
El caso de Höldering se sitúa en los dominios de la leyenda. Hemofílico y débil, a los 34 años de edad, la locura había hecho presa de su mente. También a él se le fue el amor. Diótima lo abandonó para, posteriormente, morir. El poeta comenzó a arrancarse de sí mismo, se aisló del mundo y dejó que el delirio le mostrase la puerta luminosa de la muerte y Dios. “La misión del poeta —dirá, en uno de esos días de iluminación— es la de nombrar y celebrar a los dioses para introducir en la vida sus altas potencias”. Höldering soporta con heroísmo la pérdida, a la vez que va tramando su muerte: esperaba el éxtasis a través del cual se haría cierta la promesa de recuperar al ser ido. Höldering muere persuadido de que el tramo que separa la vida de la muerte, la lucidez de la locura, es lo suficientemente hermoso como para dar un paso atrás; y afirma: “Contemplar en la existencia verdadera a aquella que fue tu deseo: su esperanza y su consolación en un templo de tinieblas infernales”.

Otros casos no inadvertidos

Casi seguramente, esta página y muchas más se llenarían con nombres y corazones de poetas obsesionados por estos inasibles objetos. Baste citar a unos cuantos más, como nuestro Jorge Cuesta, quien llegó a apostar no por la muerte sino por la vida (experimentó con enzimas en su propio cuerpo, creyendo en la realidad de una fuente de la eterna juventud), y en el intento ingresó al reino de esa locura que es adjunta de la lucidez absoluta. Su Oda a un Dios mineral, es un repaso absoluto y vivo de alguien que es capaz de volarse la tapa de los sesos sin pestañear. O quizás podemos concluir con Hoffman para quien Julia Mara llega a ser una criatura única y misteriosa, y en ello le va la obsesión, la locura y por fin la muerte, mientras interpreta una composición musical dedicada a la amada. O Gilberto Owen, quien en el delirium tremens provocado por la ingestión y suspensión progresiva de alcohol, cree avizorar una senda luminosa y redentora. O (por qué no?), con Jaime Torres Bodet, cuya carta póstuma es más un canto a la vida que una despedida lamentable: lo que resulta lamentable es hacer sufrir a los demás por un cáncer que se introdujo en su carne uno de esos malos días de a vida. En todo caso, terminar con ese epitafio que Xavier Villaurrutia escribiera para Cuesta; el autor de Nostalgia de la Muerte, dice: “Agucé la razón / tanto, que oscura/ fue para los demás/mi vida, mi pasión y mi locura/ Dicen que he muerto/ No moriré jamás: ¡Estoy despierto!/ Despertar es morir... ¡No me despiertes

jueves, octubre 27, 2011

Elias Canetti: ENCUENTRO CON LOS CAMELLOS


ELIAS CANNETI: ENCUENTRO CON LOS CAMELLOS

Por tres veces entré en contacto con camellos y aquello concluyó en circunstancias trágicas.

«Tengo que enseñarte el mercado de camellos», decía mi amigo, justo tras mi llegada a Marrakesh. «Tiene lugar todos los jueves por la mañana ante la muralla en Bab-el-Khemis. Se encuentra realmente apartado, al otro lado de los muros de la ciudad; es mejor que te lleve.» Llegó el jueves y nos dirigimos hacia allí. Era algo tarde cuando llegamos a la inmensa plaza frente a la muralla de la ciudad ya casi al mediodía. La plaza estaba medio vacía. Al otro extremo, unos doscientos metros más allá de nosotros, había un grupo de personas; pero no vimos ningún camello. Los animales pequeños, con los que la gente se entretenía eran burros por lo general; la ciudad se encontraba repleta de ellos; portaban todo género de cargas y solían ser tan mal tratados que no deseaba ver más. «Llegamos demasiado tarde», dijo mi amigo. «El mercado de camellos ha terminado.» Me condujo hasta el centro de la plaza para convencerme de que verdaderamente no había nada más que ver.

Pero antes de que se detuviese vimos cómo se dispersaba un grupo de gente. En medio de ella apareció un camello erguido sobre tres patas, la cuarta le había sido atada al cuerpo. Tenía puesto un bozal rojo, una cuerda le atravesaba el ollar, y un hombre que se mantenía a cierta distancia trataba de hacerle avanzar de este modo. El camello corría un trecho hacia adelante, se paraba y saltaba entonces curiosamente sobre sus tres patas hacia arriba. Sus movimientos eran tan inesperados como inquietantes. El hombre que debía guiarlo, cejaba siempre en su empeño; temía acercarse demasiado al animal y no parecía nada seguro cómo se comportaría éste a continuación. Pero tras cada sobresalto tiraba de nuevo y esto le permitió arrastrar al animal muy lentamente en una determinada dirección.

Permanecimos parados y bajamos la ventanilla del coche; nos rodearon niños pedigüeños, por encima de sus voces mendicantes oíamos los gritos del camello. Una de las veces saltó con tal fuerza hacia un lado que el hombre que lo guiaba perdió la cuerda. Las personas que se encontraban a cierta distancia se alejaron. La atmósfera que rodeaba al camello estaba cargada de miedo, pero más miedo sentía aún el camello. El guía corrió un trecho junto a él y con la velocidad de un rayo agarró la cuerda que serpeaba por el suelo. El camello saltó lateralmente hacia arriba en un movimiento ondulante, pero no logró soltarse, siendo arrastrado de nuevo.
Un hombre, en el que no habíamos reparado hasta entonces, apareció tras los niños que rodeaban nuestro automóvil, se apartó a un lado y nos explicó en un francés entrecortado: «El camello tiene rabia. Es peligroso. Lo conducen al matadero. Hay que tener mucho cuidado.» Adoptó un gesto grave. Entre frase y frase oíamos los gritos del animal.

Le dimos las gracias por su información y nos fuimos entristecidos de allí. Durante los días siguientes hablamos con frecuencia del camello rabioso; sus desesperados movimientos nos habían dejado una huella profunda. Habíamos ido al mercado con la esperanza de ver centenares de esos apacibles y curvilíneos animales. Pero en la gigantesca plaza sólo encontramos uno, sobre tres patas, atado, en su última hora; mientras todavía luchaba por su vida nos fuimos de allí.
Días después pasamos frente a otro sector de las murallas de la ciudad. Anochecía, el resplandor rojo se extinguía sobre el muro. Retuve en mis ojos tanto como me fue posible la imagen del muro y me regocijé ante su progresiva mutación cromática. Divisé en su sombra una gran caravana de camellos. La mayoría se había dejado caer sobre sus rodillas, otros permanecían todavía en pie. Unos hombres con turbante en la cabeza se movían laboriosos, pero tranquilos, entre ellos; era la imagen del sosiego y el crepúsculo. El color de los camellos se convirtió en el del muro. Nos apeamos y nos mezclamos entre los animales. Cada docena cumplida de ellos se arrodillaba en círculo alrededor de un montón de forraje dejado caer por los camelleros. Estiraban el cuello, tomaban el alimento con la boca, echaban la cabeza hacia atrás y rumiaban plácidamente. Los observamos atentamente y vimos que tenían rostro. Se parecían entre sí y al mismo tiempo eran muy diferentes. Recordaban a viejas damas inglesas que, dignas y visiblemente aburridas, compartían el té, incapaces de ocultar la malicia con que escrutaban cuanto les rodeaba. «Éste es mi tía, de verdad», dijo mi amigo inglés, al que advertí sutilmente del parecido con sus compatriotas, y pronto descubrimos algún que otro conocido. Nos sentíamos orgullosos de haber tropezado con aquella caravana de la que nadie nos había hablado. Contamos ciento siete camellos.

Un muchacho se acercó y nos pidió alguna moneda.

Su cara era de un color azul oscuro, al igual que sus ropas; era arriero y su apariencia similar a la de los «hombres azules» que viven al sur del Atlas. El color de sus vestidos, así se nos había dicho, comparte el de la piel, y, de este modo, todos, hombres y mujeres, son azules, la única raza azul. Procuramos alguna información sobre la caravana de nuestro joven arriero, agradecido por la moneda recibida. Pero tan sólo dominaba unas pocas palabras en francés: Venían de Gulimin, tras veinticinco días de camino. Esto fue todo cuanto pudimos entender. Gulimin se encontraba lejos al sur, en el desierto; y nos preguntábamos si la caravana de camellos habría cruzado el Atlas. También nos hubiese gustado saber cuál sería su próxima meta, ya que no podría ser éste, al pie de los muros de la ciudad, un buen final de trayecto y los animales parecían fortalecer¬se para esforzados trabajos futuros. El muchacho azul oscuro, incapaz de decirnos nada más, se esmeró en atenciones hacia nosotros y nos condujo hasta un delgado y todavía esbelto anciano con turbante blanco que se mostró respetuoso. Hablaba un buen francés y respondía locuazmente a nuestras preguntas. La caravana venía desde Gulimin y era cierto que llevaba ya veinticinco días de camino.

«¿Y hacia dónde continúa?»

«No muy lejos», confesó. «Se venden aquí mismo para la matanza.»

«¿Para la matanza?»

Ambos nos sentimos consternados; incluso mi amigo que en su país es un furibundo cazador. Pensábamos en el largo peregrinaje de los animales, en su belleza en el ocaso, en su ensimismamiento, en su apacible banquete; y acaso también en aquellas personas que nos habían permitido recordar.

«Para la matanza, sí», repitió el anciano. Había algo de abrupto en su voz, como de cuchillo mellado.

«¿Se come aquí mucha carne de camello?», pregunté. Buscaba ocultar mi turbación mediante preguntas de circunstancias.

«¡Muchísima!»

«¿Sabe bien?, nunca la he comido.»

«¿Jamás ha comido carne de camello?» Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió: «¿Nunca ha comido carne de camello?» Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se nos servía otra cosa que carne de camello, y se lo debió pensar mucho antes de instarnos a que la comiésemos.

«Es muy buena», sugirió.

«¿Cuánto cuesta un camello?»

«Varía. De 30.000 a 70.000 francos. Se lo puedo mostrar, aunque hay que entenderlo.» Nos condujo has¬ta un hermosísimo animal de color claro y lo hizo moverse con un bastoncillo, que hasta entonces me había pasado desapercibido. «Este es un buen animal. Tiene un valor de 70.000 francos. El propietario incluso lo ha montado. Podría utilizarlo aún durante muchos años. Pero ha preferido venderlo. Con el dinero puede comprar dos animales jóvenes, ¿comprenden ahora?» Lo comprendíamos todo. «¿Ha venido usted con la caravana desde Gulimin?», inquirí.
Rechazó esta insinuación algo molesto. «Yo soy de Marrakesh», afirmó orgulloso. «Compro animales y los vendo a los matarifes.» Sólo sentía desdén hacia los hombres que habían atravesado tan largo camino, y de nuestro joven y azul arriero dijo: «Ése no sabe nada.»
Pero él quería saber de dónde éramos y ambos le dijimos escuetamente: «de Londres». Sonrió y pareció un poco inquieto: «Estuve durante la guerra en Francia», confesó. Su edad daba claramente a entender que hablaba de la primera guerra mundial. «Estuve junto a los ingleses. No me llevé bien con ellos», añadió rápidamente y un tanto quedo. «Pero hoy la guerra ya no es guerra. Ya no es el hombre quien cuenta, la máquina lo es todo.» Dijo algo más sobre la guerra, que sonó más bien resignado. «Eso ya no es guerra.» Asentimos al respecto y pareció olvidar que veníamos de Inglaterra.

«¿Están vendidos todos los animales?», pregunté todavía.

«No. No se pueden vender todos. Los que quedan continúan hacia Settat. ¿Conocen ustedes Settat? Está camino de Casablanca, a ciento setenta kilómetros de aquí. Allí se encuentra el último mercado de camellos. Los demás se venden allí.»

Le dimos las gracias, y se despidió sin más reverencia. No volvimos a caminar entre los camellos; habíamos perdido la ilusión necesaria para ello. Casi había oscurecido cuando abandonamos la caravana.

La imagen de los animales no me abandonaba. Pensaba con recelo en ellos, pero también como si desde siempre hubiesen depositado su confianza en mí. El recuerdo de su último banquete se unía al de la conversación sobre la guerra. La idea de visitar el mercado de camellos el jueves próximo permanecía aun así viva en nosotros. Decidimos partir por la mañana temprano; y, quizás, esperábamos obtener esta vez una impresión menos sombría de su existencia.
Volvimos frente a la puerta de El-Khemis. El número de animales que encontramos no era demasiado grande: se perdían en la amplitud de la plaza que resultaba difícil de llenar. A un lado se alineaban de nuevo los burros. No nos acercamos a ellos y permanecimos con los camellos. Reunidos en grupos de tan sólo tres o cuatro, e incluso a veces uno sólo junto a su madre. En principio nos parecieron todos tranquilos. Lo único ruidoso eran grupos pequeños de hombres que regateaban enérgicamente. Pero nos pareció como si los hombres, algunos de ellos entre los animales, desconfiasen; no se acercaban demasiado a ellos o tan sólo lo hacían cuando era verdaderamente necesario.

No transcurrió mucho tiempo cuando nos llamó la atención un camello que parecía resistirse contra algo; gruñía, rezongaba y giraba la cabeza enérgicamente hacia todas partes. Un hombre intentaba ponerlo de rodillas, y como no le obedeciese, le ayudó a bastonazos. De entre las otras dos o tres personas que se encontraban a la cabeza del animal y se ocupaban de él, destacaba uno en particular: Era un hombre fuerte, recio, de faz oscura y tremenda. Permanecía firme, sus piernas como enraizadas al suelo. Con enérgicos movimientos de los brazos pasó una cuerda por el tabique nasal del animal que previamente había perforado. Hocico y cuerda se tintaron de rojo por la sangre. El camello se contorsionaba y chillaba, y pronto comenzó a bramar frenéticamente; por último, tras haberse arrodillado, saltó de nuevo e intentó zafarse, mientras el hombre tiraba de la cuerda con mayor ahínco. La gente ponía todo su empeño en sujetarle, y aún estaba ocupada en ello, cuando alguien nos abordó y dijo en un francés entrecortado:

«Lo huele. Huele al matarife. Fue vendido para la matanza; ahora va al matadero.»

«Pero, ¿cómo puede olerlo?», preguntó mi amigo, incrédulo.

«El que está ante él es el matarife», y señalaba al hombre hosco y macizo que nos había llamado la atención. «El matarife viene del matadero y huele a sangre de camello, y eso no le gusta al camello. Un camello puede ser muy peligroso. Cuando tiene la rabia, llega por la noche y mata a la gente que duerme.»

«¿Cómo puede matar a la gente?», le pregunté.

«Mientras las personas duermen viene el camello, se arrodilla sobre ellas y las ahoga. Hay que ser muy precavido. Las personas perecen antes de que despierten. Sí, el camello tiene muy buen olfato. Cuando reposa de noche junto a su amo, ventea ladrones y despierta al amo. Su carne es buena. Debe comerse. Ca donne du courage. Al camello no le gusta estar solo. Solo no va a ninguna parte. Cuando un hombre trata de llevar su camello a la ciudad, tiene que encontrar otro que le acompañe. Tiene que pedir uno prestado, de lo contrario no lleva su camello a la ciudad. No quiere estar solo. Yo estuve en la guerra. Tengo una herida, miren, aquí», y se señaló el pecho.

El camello se había calmado un poco y volví la mirada por primera vez hacia el orador. El pecho parecía hundido y el brazo izquierdo estaba rígido. El hombre me resultaba conocido. Era pequeño, flaco y muy serio. Me preguntaba dónde lo había visto antes.

«¿Cómo se mata a los camellos?»

«Se les corta la yugular. Tienen que desangrarse. Si no no se les debe comer. Un musulmán no debe comerlos si antes no han sido desangrados. No puedo trabajar por culpa de esta lesión. Por eso hago aquí un poco de guía. Hablé con ustedes el pasado jueves, ¿recuerdan al camello rabioso? Yo estaba en Safí cuando llegaron los americanos. Luchamos contra los americanos, pero no mucho; entonces fui reclutado por el ejército americano. Allí habia muchos marroquíes. Estuve con los americanos en Córcega y en Italia. Estuve en todas partes. El alemán es un buen soldado. Lo peor fue el Casino. Aquello sí que fue grave. De allí me viene la lesión. ¿Conocen ustedes el Casino?»

Comprendí poco a poco que se refería a Monte Casino. Me hizo una descripción de la amarga batalla, y estuvo, él, de ordinario tranquilo e impasible, tan vivaz en ello como si se tratase de los criminales antojos de camellos rabiosos. Era un hombre sincero; creía lo que decía. Pero había divisado un grupo de americanos entre los animales y rápidamente se encaminó hacia ellos. Se esfumó tan aprisa como había aparecido, y lo encontré bien; yo había perdido de vista y de oído al camello que ya no bramaba, y deseaba volverlo a ver.

Pronto lo encontré. El matarife lo había puesto en pie. Se arrodillaba de nuevo. Dio un respingo que otro con la cabeza. La sangre del ollar se había extendido aún más. Sentí cierto alivio por los escasos y engañosos momentos en los que se le dejaba solo. Pero no pude mirar mucho tiempo y salí de allí a hurtadillas, pues ya conocía su destino.

Mi amigo se había retirado durante el relato del guía; iba tras el rastro de cualquier inglés. Le busqué, y cuando lo hube encontrado, al otro extremo de la plaza, había ido a parar junto a los burros. Quizás se encontraba aquí menos incómodo.

Durante el resto de nuestra estancia en la roja ciudad no volvimos a hablar de camellos.

En
 Las voces de Marrakesh

Cuento Árabe: EL BARQUERO INCULTO




EL BARQUERO INCULTO


Se trataba de un joven erudito, arrogante y engreído. Para cruzar un caudaloso río de una a otra orilla tomó una barca. Silente y sumiso, el barquero comenzó a remar con diligencia. De repente, una bandada de aves surcó el cielo y el joven preguntó al barquero:

--Buen hombre, ¿has estudiado la vida de las aves?

--No, señor -repuso el barquero.

--Entonces, amigo, has perdido la cuarta parte de tu vida.

Pasados unos minutos, la barca se deslizó junto a unas exóticas plantas que flotaban en las aguas del río. El joven preguntó al barquero:

--Dime, barquero, ¿has estudiado botánica?

--No, señor, no sé nada de plantas.

--Pues debo decirte que has perdido la mitad de tu vida -comentó el petulante joven.

El barquero seguía remando pacientemente. El sol del mediodía se reflejaba luminosamente sobre las aguas del río. Entonces el joven preguntó:

--Sin duda, barquero, llevas muchos años deslizándote por las aguas.

¿Sabes, por cierto, algo de la naturaleza del agua?

--No, señor, nada sé al respecto.

No sé nada de estas aguas ni de otras.

--¡Oh, amigo! -exclamó el joven-.

De verdad que has perdido las tres cuartas partes de tu vida.

Súbitamente, la barca comenzó a hacer agua. No había forma de achicar tanta agua y la barca comenzó a hundirse. El barquero preguntó al joven:

--Señor, ¿sabes nadar?

--No -repuso el joven.

--Pues me temo, señor, que has perdido toda tu vida.

*El Maestro dice: No es a través del intelecto como se alcanza el Ser: el pensamiento no puede comprender al pensador y el conocimiento erudito no tiene nada que ver con la Sabiduría*.

Ivonne Moreno Uscanga: Matty Bello, Presencia y Canto


MATTY  BELLO,  PRESENCIA Y CANTO
Ivonne Moreno Uscanga

 Hace algunos lustros el título y estribillo de una canción interpretada por la puertorriqueña  Nidia Caro rezaba así “cantar sólo por cantar” lo cual nos llevaba a cuestionarnos tal planteamiento  en alusión a muchos cantantes o interpretes.

 La alegría, nostalgia, frustraciones, contacto con el público podrían aparecer  como respuestas, no obstante cuando encontramos en los cantantes amor hacia  la música realizada por compositores coterráneos suyos, resulta doblemente placenteros escucharlos, casi al unísono aprendemos también a valorar el peculio de  estos talentos y entonces, los cantantes se convierten, también en promotores.

Este es el caso de la cantante veracruzana, a pesar de haber nacido en ciudad de México, Matty  Bello, quién en los últimos años de su carrera se ha dedicado ha rescatar la música de compositores y arreglistas veracruzanos como la  de su maestro y amigo Guillermo Salamanca.

 Matty,  larista por convicción recurre de manera constante al repertorio y legado de El Flaco de Oro, para recrear a sus escuchas y para compartir con interesados jóvenes  cantantes,  el vasto repertorio de Agustín.   Sobre ello ha nacido la idea junto con el grupo Baluarte de un certamen en donde la juventud se apodera del ilustre y putativo tlacotalpeño, para darle nuevos bríos a su música.

 De este modo Matty Bello  amplía su pregón, no solo canta por cantar sino para difundir la música veracruzana como bastión de armonía y lirismo.

 Huelga hacer referencia la carrera musical  de Matty, larga y desde luego intensa. Desde la participación de Valores Bacardi 1980 hasta la Medalla Toña La Negra 1994,  y su enlace con los hermanos  Martínez Gil, el acompañamiento con famosos compositores, Sergio Esquivel sus famosos duetos: José –José,  Lupita Dˆalessio, María Medina y discos, todos ellos donde  ha propiciado su pasión por Veracruz.

 Con mencionados perfiles e incursionando a la docencia en el reglón musical y en la producción artística, Matty se dedica a “cantar” y lo hace desde varias trincheras, desde el posible soledad de un café hasta en escenarios al aire libre, espacios  diversos cuyo pretexto es la sonoridad de un teclado para poder abrirse a su quehacer, compartir su voz y principalmente  las letras de los compositores de nuestro estado y en ellos incluye a los Cuates Castilla y a Gabilondo Soler.

 Describir la secuela de Matty, en Veracruz,  es asomarnos a un boulevard de sueños, sitio dibujado para aspirar los aromas del trópico y transpirar al calor de una tarde,  pensamientos de  erotismo libre,  ideas bañadas de brisa, pendientes de balcones de una Casita Blanca, boleros y sones de ecos tras las  huellas de voces femeninas acuciadas de murmullos de  conchas o sirenas de barcos, salas de espera de amores  y subterfugios de hechiceras rindiéndole culto al canto a través de la voz.

jueves, octubre 20, 2011

Virginia Wolf: UN CUENTO


EN OTRA DIRECCIÓN
Virginia Woolf
Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...

Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...

-¡Siete años sin vernos! 

-La última vez fue en Venecia.

-¿Y dónde vives ahora?

-Bueno, es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado...

-¡Pero yo te he reconocido al instante!

-La guerra representó una interrupción...

Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?

¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió.

-¿Viste la procesión?

-El rey me pareció frío.

-No, no, no. Pero, ¿qué decías?

-Que ha comprado una casa en Malmesbury.

-¡Vaya suerte encontrarla!

Contrariamente, tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben... ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!

-Mozart de los primeros tiempos, claro está...

-Pero la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente... me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos... ¡Silencio!

El melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque!

La barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.

¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.

-No, no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha retrasado?

Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo.

Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza... Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.

-¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué - qué - qué!
La lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.

-¡Qué - qué - qué! ¡Silencio!

Estos son los enamorados sobre el césped.

-Señora, si me permite que coja su mano...

-Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.

-Entonces, esto son abrazos de nuestras almas.

Los limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente. 
-Pero, volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!

El caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro -amor, risa, huida, persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados... El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol... Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada.
 
-Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección?
-Lo siento, voy en la otra.

Ivonne Moreno: ALGÚN DÍA de Aurora Porragas


ALGÚN DÍA LIBRO DE AURORA PORRAGAS


Ivonne Moreno Uscanga

 En una ocasión Margarite Duras definió escribir como parte  la dérmica de la existencia, como respirar, estar.
A esta definición  deberíamos agregarle, escribir es la acción del riesgo pues  ello implica exhibirse, mostrarse, pasear desnudo por  territorios sin frontera.
Acompañada de papel, bolígrafo y sus inquietudes Aurora Porragas desafía adversidades y de igual manera despoja su corporeidad de ropas y se brinda:
 

Brindo por los caminos recorridos
Brindo por mi destino
Brindo por lo vívido
Brindo por lo que he sentido
Brindo por lo la vida brindo por haberte conocido
(versos de la autora)

 Se brinda, se arriesga  y escribe Algún día...su primer libro acerca de vicisitudes y  alegrías  personales, bajo la custodia editorial de Diana Aguirre Beltrán.

En el cúmulo de experiencias descritas por Aurora Porragas, quién desde la lejanía atrapa  al mar, al trópico y a Veracruz por medio de su memoria, lo vamos a compartir  esta noche en un libro, cuyo título suena a tiempo, Algún Día, pero en realidad noche, es víspera:

En el silencio de la noche, las sombras toman formas
Las nubes se encienden y las estrellas
Se relacionan
En el silencio de la noche recorres mis formas..

 “Siempre escribo  sintiendo, soñando, añorando” cita Aurora, y desde su óptica personal y pasional , nos apuntala la nostalgia y a la melancolía como hermanas de la poesía.

 Aurora Porragas   utiliza versos y relatos, para desdecir  la certidumbre de las horas, de los parámetros referenciados como días, meses, años y constata  a la imaginación como vencedora del aburrimiento y del pesimismo:

Qué sería del tiempo
Sino lo hacemos presente
En nuestro constante tic-tac
De la vida andante?

 También     comparte su visión de lo real  y de los otros, a través de imágenes de su infancia y de su familia, Algún día,es así una experiencia de vida.

En las páginas de este libro encontraremos lo más semejante a un diario. Apuntes femeninos, a guisa de voces de congéneres deseosas de compartir el periplo por la estancia en el mundo.

Así vendrán a nuestra mente diversas textos donde las mujeres se encargan de testimoniar lo  cotidiano, detrás del capelo de lo fantástico.

En la historia de género, las mujeres han realizado diarios a manera de evidencias hitos y enigmas, catástrofes y glorias, donde el amor es un recurrente santuario:  George Sand,Ana Frank. Anis Nin, Francoise Sagan .

Algún día es un tiro de dados, juego donde  Aurora  Porragas, es  quien decide lustrar sus recuerdos en cuerpos de hijos, de amigos, de pareja, en una postura abierta y sencilla a guisa de ave de trópico, refugiada en un territorio gélido:

Volar a mi manera
Es una canción, tu canción

Volar bajo, como Aurora es Veracruz, es la distancia, es estar, es volver, es no haberse ido..

Presentación del libro Algún Día en Casa Principal, octubre 2011.